Fundándose en raíces de palabras, cuyos tallos nadie conoce, dicenalgunos que el origen de la raza no va más allá de la primera coloniafenicia, y hay quien afirma que lo de Almendrilla viene de un enormepeñón, así llamado, que sobre la cabeza de los moros dejó caer unTumbaga desde las fragosidades en que D. Pelayo rechazó a los hijos delÁfrica.
Ello es que en la época de los godos y al empezar lareconquista, había ya Tumbagas de Almendrilla, y los habrá siempre, a noser que en las páginas de este relato muera el solo individuo que quedade tan nobilísima estirpe.
En vano se ha querido manchar el blasón de aquella ilustre casa. No escierto que en tiempos del apocado Mauregato fuese un Tumbaga quienintervino en el famoso tributo de las cien doncellas. No está probadotampoco que cuando Sancho el Bravo se sublevó contra su padre, porcreerle chiflado y a manera de espiritista, fuese un Tumbaga quien lealentó en la criminal
rebelión.
Son,
en
cambio,
innumerables,
y
seconvencerá de ello el que pueda, los beneficios, hazañas, hechosgloriosos o útiles que los Tumbagas de Almendrilla han realizado en prode la patria española, dando pruebas de valor, tacto, arrojo y otras milcosas escritas en caracteres ilegibles, almacenadas para solaz deratones y pesadumbre de tablas de biblioteca.
Reinando Isabel I, un Tumbaga ideó poner cruces en las torres de laAlhambra. Bajo Carlos de Gante, cuando la nobleza castellana se hizo deturbulenta cortesana y de independiente palaciega, trocando hierros yarmaduras por rasos y brocados, un Tumbaga fue el primero que sepresentó en la corte llevando sobre los guantes de gamuza las armas desu escudo bordadas con sedas de colores. En los tiempos del prudente ypiadosísimo Felipe II, no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos yperniciosos herejes a que no asistiera cerca del monarca un Tumbaga. Ymientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombrey terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellidosirviendo los amorosos caprichos de Uceda, que era entonces como serviral Rey mismo. Felipe IV y la Calderona no tuvieron confidente más fielque Pedro de Tumbaga; y los bosquecillos del Pardo, las enramadas delRetiro, conservan todavía añosos troncos bajo los cuales el orgullosomagnate esperó, calado por el agua del cielo, a que el autor de La vidapor su dama cortase la sabrosa plática que en los camarines de aquellospalacios tenía con la famosa comedianta.
En reinados posteriores, los Tumbagas ocuparon puestos donde bienpudieran haber sido útiles a la Religión o al Rey: uno mandaba en lasprocesiones el piquete de honor; acompañaba otro, espada en mano, alSantísimo Sacramento; daba éste la guardia al Santo Sepulcro;encargábase aquél, durante el verano, del mando de las falúas de paseoen los estanques de los Sitios Reales. Todos dejaron escrito en lahistoria de su casa algún rasgo notable de tan azarosa, pero gloriosavida. Ni Carlos III hubiese podido ajustar el patriótico Pacto defamilia, ni las fiestas reales de tiempo de Carlos IV hubieran tenidotanto lustre, a no mediar en las negociaciones y toreos un Tumbaga.Durante el cautiverio de Fernando el Deseado, mientras el populacho,inconsciente y salvaje, preparaba motines como el Dos de Mayo, losTumbagas rodeaban al Rey, dispuestos a perder la vida en su servicio,aunque contenidos por la tradición, que les imponía antes el sacrificiodel patriotismo que el de la propia lealtad.
El escudo de aquellos ínclitos varones es honroso jeroglífico, vivorecuerdo de triunfos, honores, distinciones y victorias. Tres cabezas demoro en campo verde no recuerdan, como algunos pretenden, la salvajehazaña de haber vencido a tres sectarios de Mahoma, sino la graciosabroma de un Tumbaga que en cierto baile de trajes se presentó vestido deberberisco con dos amigos.
Un gallo, desplegadas las alas y apoyado ensola una pata, recuerda que quien primero puso en su casa veleta de estaclase fue un Tumbaga; y el mote de la cinta que dice Yo solo, noindica que algún Tumbaga hiciese algo que merezca ser tenido porgloriosamente egoísta, sino que uno de tan envidiable estirpe fue quienintervino en las diferencias que separaron a Fernando VII de Pepa laNaranjera.
La familia no se ha extinguido, y muy lejos de la corte, entre lassinuosidades de un valle que en vano pugnan por fecundar riachuelosexhaustos de agua en el verano, y ricos en todo el año de guijarros, hayuna casa de labranza, donde viven los últimos Tumbagas, ignorados delmundo y casi ignorantes de lo que su nombre fue en otro tiempo. Losolivos de áspero y dislocado tronco, los naranjos sobre cuyo verdeoscuro resaltan las encendidas notas de sus frutos, y las robustasencinas que asientan como garras gigantescas sus raíces desnudas en laseca tierra, pueblan las vertientes de los cerros coronados de calvos ycenicientos peñascos. A largas distancias, como escondiéndose en lasdesigualdades del campo, se alzan cortijos y granjas, cercadas portapias de cascote; el viento mueve blandamente la alta copa de algunapalmera que parece centinela avanzado de otros climas, y en el oscurocentro de los bosquecillos de adelfas y granados entonan los ruiseñoressus cantos de amor y sus gorjeos de alegría.
De tales encantos rodeada se alza la casa del tío Tumbaga, labriegoquerido y respetado en la comarca, como pudiera serlo cualquiera de susantepasados cuando se cubría ante el Rey, y a quien más que el olivar olas tierras de pan llevar que constituyen su hacienda, envidian lasmozas el hijo que Dios y su mujer, de común acuerdo, le dieron, a losnueve meses justos de matrimonio, allá por el año de mil ochocientoscincuenta y tantos.
No más que diez y siete primaveras tenía el mozo, y ya traía revueltaslas faldas del lugar, sin que él hiciera nada por atraerse el cariño delas chicas. Decían unos que si ellas le miraban con buenos ojos, era porla esperanza de ser algún día dueñas de las riquezas de su padre, yalguien añadía que la brillante perspectiva de ser sobrina de SuIlustrísima era lo que volvía locas a las beldades de las cercanías,pues Su Ilustrísima, es decir, el Obispo de la diócesis, era hermano delTumbaga, y, por tanto, tío de Lázaro.
La causa de que dos hijos de un mismo padre tuvieran tan distintasuerte, que hizo al uno ser sucesor de todo el Apostolado y al otrohumilde campesino, es por demás sencilla. Cuando el padre murió, sindejarles más herencia que aquellos pocos terrones y algunas onzas de oroocultas en un puchero enterrado en el huerto, tuvieron Diego y Antolínuna conferencia, en la cual convinieron que debía uno de ellos procurarhacer carrera y conseguir medro, continuando otro al frente de lastierras a que habían quedado reducidos los antiguos estados de lanobilísima familia. De este modo, si la fortuna ayudaba al primero,podría luego proteger al segundo; y, en caso contrario, éste tendríasiempre refugio que ofrecer al que intentaba restaurar el brillo de sucasa y el renombre de su estirpe. Hiciéronlo así, y años después de laseparación supo Diego que Antolín cantaba en una iglesia de Sevilla suprimera misa. La protección de quien quiso dispensársela, y su buenafortuna, le empujaron de tal suene, que a los cincuenta años llegóAcolín a canónigo de una basílica, y veinticuatro meses después erapreconizado obispo, con gran regocijo suyo y de su ama de gobierno.Llegó la nueva a conocimiento de Diego, que, exento de envidia, tuvo conella mucha alegría, y pasados algunos días, llegó también la siguientecarta, primera que Antolín escribía con timbre del obispado:
«Querido y nunca olvidado hermano:
»Por la ayuda de Dios Nuestro Señor,más que por mi propio esfuerzo, y tambiénpor favor de Su Santidad y delRey (Q. D.
G.), me he sentado hace unasemana en la silla episcopal de esta diócesis,por cuyos fieles pido en mis oraciones.Ya ves cómo ha llegado para nosotrosa lucir la fortuna, y qué bien hicimos endisponer las cosas de manera que han venidoa dar este resultado. Excuso decirteque cuanto soy y valgo pongo a tu servicio;mas como no se trata de vanos ofrecimientos,sino de firmes y leales propósitos,bueno será que empecemos luego adisponer lo que mejores frutos pueda daren el porvenir. Por tus pocas y tardías,pero extensas cartas, he venido haciéndomecargo de que tu hijo Lázaro es listocomo él solo. Tratemos, pues, de sacarle
deentre
esas
breñas,
démosle
educación
conveniente,instruyéndole en las buenas doctrinasdel santo temor de Dios, y hagamoscuanto en nuestra mano esté para que,como yo he llegado a ser pastor de los rebañosde Cristo, alcance él mayores honras.Me encargo de todo. Envíamele sincuidarte de más, y decídete a hacer el sacrificiode la separación en obsequio a sufelicidad. Adiós, Diego; recibe para tí y lostuyos, con mi bendición de Prelado, miabrazo de cariñosísimo hermano.
«ANTOLÍN.»
Leer el pobre viejo esta carta, sentir sus ojos húmedos por el llanto ytemblarle los labios de emoción, todo fue uno.
Restregose los párpadoscon el curtido revés de la encallecida mano, llamó al mozo, leyole lacarta, y sin titubear un punto, le dijo:
—Dentro de dos días te vas del pueblo.
¡Pobre padre! Con la mejor intención del mundo y la mayor abnegación,pensando que cuanto su hermano proponía era lo más conveniente, decidióquedarse solo, añadiendo a su viudez la orfandad en que la partida delmuchacho había de dejarle. No paró mientes en lo terrible de aquellasoledad; no consideró que para custodiar las trojes, vigilar a lossegadores y cuidar de la aceituna, le faltaría en lo sucesivo su activocelo. Atendió solamente al porvenir de Lázaro, y de grado o por fuerza,hízole montar en una mula, y salir en ella, no a correr mundo como susantepasados a Flandes en busca de aventuras o a Italia persiguiendohonores, sino a presentarse al bueno del obispo, para que éste modelara,cual si fuera de arcilla, aquella alma que aún no había despertado a lavida.
¡Qué largas y qué tristes iban a ser las veladas de invierno pasadasjunto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire laconversación! ¡Qué monótonas habían de parecerle las noches de verano!¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al frescobrocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear deaquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!
Todo lo pensó y midió el pobre campesino; pero poniendo antes losrazonamientos del interés que los del cariño egoísta, vio que seríatorpeza dejar pasar de largo a la fortuna cuando cruzaba ante el umbralde la casa.
Hiciéronse los preparativos, y una mañana partió a la capital de laprovincia, prometiendo a su padre tenerle al corriente de cuanto leacaeciera.
Dejando atrás montes y llanos, cortijos y caseríos, viajando hoy encompañía de arrieros, durmiendo mañana sobre los arcones de la paja enlas ventas, llegó Lázaro a su destino más cansado de cuerpo queesperanzado de ánimo.
Eran las ocho de una mañana luminosa y alegre, cuando se apeaba nuestrohéroe en el zaguán de la casa, llamada pomposamente Palacio Episcopal.Recibiéronle criados y familiares; hízosele esperar a que SuIlustrísima terminara la misa que cotidianamente rezaba, y entráronle,atravesando pasillos y corredores, en una habitación cuyo aspectoparecía pedir señores de casacón y damas con faldas de medio paso.Cuanto había en ella olía a siglo pasado. En los muros, tapizados de unverde oscuro rameado de otro más claro, veíanse algunas cornucopiasenormes con figurillas grabadas en el cristal. Un par de cuadrosreligiosos, de dudoso dibujo, ocupaban el testero principal, y bajoellos, rodeado de taburetes cojos, había un sofá raído y destrozado porel roce continuo con pedigüeños impacientes o canónigos de gran peso.Sobre una mesa de ébano, con señales de haber tenido en otro tiempoincrustaciones, había un crucifijo de marfil rajado y amarillento, consus gotas de sangre abermellonada y sus clavos de plata. Un SanCristóbal gigantesco, mal trazado y de peor color que dibujo, guardabala puerta de entrada, en cuyo dintel dormitaba con la mayor vigilanciaun familiar dispuesto a troncharse el espinazo cada vez que SuIlustrísima pasaba por allí. Sobre el hueco de un balcón había uncuadro, acaso del Españoleto, que representaba a Santa María Egipciacatendida en las arenas del desierto, enteramente desnuda, muy hermosa ymás incitante de lo que fuera oportuno en sitio frecuentado por gentesde Iglesia. A un extremo, ante una mesita cubierta de expedientes ycartas, escribía con pluma de ganso y tintero de loza, un clérigo flacoy apergaminado, como si viviera en perpetua cuaresma. Y, finalmente, deuna percha pendían varios manteos, raídos y apolillados unos, de nuevo yluciente paño otros.
En aquella estancia dejaron solo a Lázaro. Ni él reparó en los clérigos,ni ellos se dieron cuenta de la presencia del labriego.
Pasó un cuartode hora abstraído el chico en sus cavilaciones, dormitando el guardián,y raspando borrones el que escribía, hasta que, tras ruido de puertasque se abrieron y cerraron, entró en la habitación el obispo.
Era alto, seco, nervioso, de mirada inteligente y dura, y de tez morenaoscurecida por el paño de la mal rapada barba. Vestía una sotana morada,ya deslucida por el uso. Llevaba en el pecho una cruz y en el dedo unanillo de gruesas amatistas. Le seguían, como doble sombra negra, otrosdos eclesiásticos, y era al mismo tiempo, sin que una cualidad dominaraa la otra, antipático y respetable.
Acogió a Lázaro con benignidad, queriendo dar a sus facciones esaafabilidad de semblante con que pretende hacerse simpático quien sabeque no lo es, y echándole el brazo derecho sobre los hombros, le llevóhasta su cuarto, diciendo a los que le rodeaban:—Llamaré cuando osnecesite.
Pasaron de aquella sala a otra, donde lo severo de la ornamentación noexcluía la comodidad y el regalo, y allí, arrellanado el tío en unsillón de cuero, sentado apenas el chico en el borde de una silla,miráronse mutuamente algunos segundos, tratando cada cual de explorarlas intenciones del otro.
—Tu padre y yo—dijo al fin el Prelado—hemos convenido en sacarte delpueblo, y procurar, por cuantos medios haya a nuestro alcance, darte unaeducación que pueda labrarte un porvenir que compense nuestrossacrificios al par que tus esfuerzos. La posición en que, a Diosgracias, me encuentro, ha de servirnos de mucho, y si te aplicas, creoque podremos salir adelante. Listo eres, según me dicen; sé ademástrabajador, y el resto lo obtendrás con exceso. Aquí te quedaspreparándote para entrar en el Seminario. Nada ha de faltarte; nimaestros, ni consejos, ni ejemplos. ¡Quiera el Señor que seas un díaPríncipe de la Iglesia!
Otros de más humilde origen han llegado a tanalta jerarquía, y no habrá milagro en que les iguales. Está preparado tualojamiento, y yo cuidaré de que nada te falte.
II.
Desde aquel día disfrutó Lázaro cuantas comodidades podían gozarse en elPalacio Episcopal, siendo tratado como convenía a su parentesco con elreverendo prelado. Diéronle un cuarto que, aunque no bueno, era de lomejor que había en el edificio; tenía unas cuatro varas en cuadro,blanqueados los muros, la cama hecha con colchones de vieja yapelotonada lana, y las sábanas más ásperas que cutis de setentona. Lepusieron a la cabecera del lecho la imagen de un santo difícil deidentificar, pero santo al fin, y al lado de una gran ventana, que seabría sobre el ancho panorama del campo, colocaron una mesa cargada delibros, y un tintero de cobre. Por deferencia a Su Ilustrísima, lesirvieron de maestros los más instruidos canónigos del cabildo. Puso élde su parte cuanto pudo; ayudó en gran manera su clara inteligencia, ypocos meses después empezaba su imaginación a adivinar nuevoshorizontes, llenos de promesas gloriosas, en la senda a que se ledestinaba. Los libros que leía, las lecciones que escuchaba, dejaban ensu espíritu profunda huella; y el pobre muchacho, traído del campo hastala morada del obispo, trasladado de pronto desde la libre existencia delos prados y montes al severo recinto por donde vagaban, como espectrosatezados, los familiares de su tío; obligado a cambiar de género devida, rodeado siempre de rostros en que parecía delito la sonrisa, sinnadie a quien poder trasmitir las primeras impresiones que, como bandadade pájaros no avezados al vuelo, se alzaban en su alma, fue poco a pocohaciéndose reservado y triste; sintió anublado su espíritu por lassombras que la soledad engendra, y sólo halló para sus cavilacionespuerto de refugio en la esperanza del porvenir. Aquellos libros que leobligaban a estudiar, y aquellos hombres que había de tratar por fuerza,le pintaban el mundo como una sola jornada de la vida humana, como unaprueba para el temple del alma; la tierra como valle de lágrimas, en queson mentira los aromas del campo y las alegrías del corazón.—Aquíabajo—le dijeron—todo es falso, impuro y deleznable. Las dichasterrenales son cantos de sirena, que arrastran al mal; cuanto se sufre yse padece son méritos que en el mundo se hacen para que sean premiadosarriba, y en este breve tránsito, donde los pies se hieren en losguijarros de todos los caminos, debe la esperanza refugiarse en loscielos, que allí aguardan al alma la inmortalidad y a la virtud elpremio de sus luchas. Pero fuera de esa esperanza y de lo que ha dehacerse por mirarla cumplida, en el mundo no hay nada; fuera del mal, latentación y el error, todo es mentira. El desprecio de la Naturaleza ydel hombre es la ley suprema de la conciencia; la contemplación de lodivino el solo cuidado del entendimiento; la fe en Dios o la confianzaen los que le representan, la única luz que alumbra la pasajera perodensa tiniebla de la vida.
De esa idea del mal difundido en el mundo como el aire en los espacios,y de esa esperanza del bien puesto tras la existencia como la luz deldía tras la oscuridad de la noche, nacían el horror a lo terrenal yhumano, brotando la conmiseración y la piedad hacia los que sufren ypadecen. De ahí toda la vida de la religión, toda la esencia de susdoctrinas, toda la fuerza de sus dogmas, toda su idea del universomundo.
Sobre cuanto existe, Dios, fuente inagotable de dulzuras eternas, fuerzaen constante trabajo, que jamás disminuye ni merma, causa insondable,secreto impenetrable; misterio tanto más grande, cuanto mayor sea lainteligencia humana. Luego, en la tierra, colocado entre las amargasolas de los mares y las punzantes malezas de los campos, el hombre,sintiendo siempre sobre la cabeza el perdurable martirio de la duda, ybajo sus pies un erial rebelde al trabajo, manchado y envilecido por elprimer pecado. Pero entre Dios y el hombre, como eslabón que une el bienal mal teniéndolos distantes, la religión, manto de la deidad suprema encuyos pliegues se cobija la humanidad, al modo que entre las anchasramas de la encina se guarecen los gusanillos de la selva. Y, por fin,como última consecuencia de este sistema, postrer hijuela de estaconcepción del universo, el hombre de Dios, el sacerdote que tiene pormisión tender la mano al que vacila, sostener al que cae, infundir fe alque duda, perdonar al que peca, defender al que sufre, sojuzgar alaltivo, y abriendo a todos los brazos con amor, decir cómo el Hijo delHombre:
«Amáoslos unos a los otros; practicad la virtud, y lo demás osserá dado con exceso.»
Esto enseñaban a Lázaro, y así lo admitía él.
—Sí,—se decía;—Dios y el hombre.... El cielo y la tierra.... El bieny el mal.... Entre ambos la religión, el sacerdote, el soldado de lasgrandes peleas, el profeta que anuncia la aurora del porvenir, el eternoapóstol que, repitiendo la frase de San Pablo, dice a todos los pueblosde la tierra: «Hermanos, sois llamados a la libertad.»
Como el áspero mármol que la mano del artista desbasta, esculpe y modelahaciendo surgir de la brutal materia la forma encantadora, fue Lázarotrasformándose por el estudio, abriendo cada día con mayor avidez losojos a la luz de la fe, sintiendo penetrar dulcemente en su alma un algoindefinible que caía sobre su corazón como el rocío del cielo sobre elbrote de la planta.
Bien veía o creía ver algunas veces cierta disparidad entre lo quesentía y lo que le rodeaba; pero no se paraba a aquilatar las cosas muydespacio, embebecida su inteligencia en las novedades que a suentendimiento se ofrecían. La transición de las costumbres campesinas alrefinamiento mental de su presente vida, era demasiado inopinada ybrusca para que dejara de parar mientes en ella.
Además pronto se dio cuenta de que no eran pocos los sagrados textos queparecían olvidados en derredor de Su Ilustrísima. Preceptos más sanosque aire de monte quedaban sin cumplimiento, o se obedecían por purafórmula a veces y otras había manifiesta oposición entre lo mandado porautoridades de continuo invocadas, y lo que en la morada episcopal sepracticaba.
Por de pronto, el Rdo. Antolín, si no era rico, no daba muestras deaborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática. Sin contarlas mesadas que del Estado cobraba, las ricas vestiduras de que estabanatestados sus cajones, y los vaso y alhajas de metales preciosos, lasgentes señalaban en los alrededores de la ciudad alguna finca, escondidaentre macizos de árboles, donde Su Ilustrísima podía, como en cosapropia, hacer lo que mejor le pareciese.
Lázaro observaba que la caridad cristiana aparece en los Evangelios muydiferente, de la que se ejercía en torno suyo, que no eran siempre lahumildad y la mansedumbre los móviles de los amigos íntimos del obispo,y que algunas veces se vela asomar cobardemente a los labios de losfamiliares cierta sonrisa reveladora de hipocresía y envidia.
La facilidad con que se recibía en aquella santa morada cuanto dinerodaban para limosnas los caritativos fieles, se trocaba en formalidades yretrasos cuando las monedas habían de pasar a la faltriquera de lospobres, pareciendo aquello despacho de banquero donde se toma sinvacilar el oro ajeno y en donde todo son al devolverlo garantías,molestias y dilaciones. Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de sutío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas ycorredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de laentrevista con el Prelado: y era lo extraño que si nunca se retirabandescontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía versedescorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa yolla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente lamiseria. Jamás notó Lázaro cosa que disonara en el tranquilo conciertode aquella existencia casi monacal, donde todo estaba dispuesto yregulado de antemano, como en ceremonia palaciega; pero semejante alsordo ruido de vientos lejanos, creyó escuchar algunos días el rumor demurmuraciones engendradas en las porterías, robustecidas en lasantecámaras y detenidas por el miedo ante las puertas del despachodonde trabajaba el bueno del obispo.
Levantábase Lázaro a la hora del alba, oía una misa, tomaba chocolate, yayudaba en algo a su anciano tío. No tenía otra cosa que hacer hasta lacomida, que se hacía siempre a la una, con puntualidad cronométrica.
Lázaro se quedó ensimismado y pensativo en más de una ocasión,reflexionando lo distintas que eran las privaciones que imaginó sufrir yla regalada vida que le daban. Todo aquello de comer como los anacoretasyerbas salvajes o salta-montes del campo, era, por lo visto, purafábula, tradición olvidada. Al presente, y gracias a un cocinero llenode buenas cualidades, en la mesa de Su Ilustrísima hubiera podido darsepor alegre y satisfecho el más descontentadizo; en todo lo que a laculinaria se
refiere,
era
el
obispo
ardiente
partidario
del
progreso.Tratábase a cuerpo de rey constitucional; los mejores caldos de lacosecha, los más preciados sólidos del mercado iban a sus despensas, yapor encargo propio o por atención ajena; el pavo mejor cebado y elgazapillo más tierno eran para él; las frutas que se le presentabanparecían regalos para las aras de la antigua Ceres, y era raro el día enque la piadosa mano de alguna devota no preparase para Su Ilustrísima unplatito de dulce espolvoreado de canela, aroma a que, como buen andaluz,era muy aficionado. Una reparadora siesta era el epílogo de la oracióncon que a Dios se daban gracias por tantos beneficios. Se trabajaba otropoco por la tarde, se cenaba concienzudamente tras el rosario, y unsueño tranquilo reinaba a las once en todos los ámbitos del edificio,donde la calma de este género de vida no se veía turbada sino en lasvísperas de las grandes festividades de la Iglesia.
Lázaro notaba que todo esto no eran mortificaciones ni martirios, perotambién se decía que aquello no era vivir en el mundo y sus luchas, yque siendo buenas cuantas gentes le rodeaban, no podía ser detestable lavida. ¡Cuan diferente se le ofrecía el espectáculo del mundo queempezaba un paso más allá de aquellos respetados muros! Cierto que depuertas adentro todo era reposo y santidad; pero ¡cuántos horrores yamarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada díaes un combate y cada hora una herida! Hacía el pobre chico proyectospara el porvenir, y juzgando la vida tal cual se la habían pintado,pensando que todo era males, tristezas y desdichas, se preparaba aentrar en ella inquieto, temeroso, como soldado bisoño pronto a escucharel primer paso de ataque tocado por las cornetas de su batallón.
Tratábale su tío afablemente; por respeto o adulación al Prelado,hacían lo mismo cuantos le rodeaban, y merced a su protección entrabaLázaro en la carrera a que le habían destinado, escudado contra lasprivaciones, con el porvenir preñado de fortunas, y el alma llena depresentimientos. Le habían pintado su misión de suerte que, impresionadala imaginación, veía en el sacerdocio el apostolado de toda ideagenerosa. Pero, a pesar de esto, cuando solo, con su libro de horas bajoel brazo, se le veía cruzar los anchos corredores o sentarse bajo lasumbrías del huerto, parecía que dentro de su alma bullían y a susmiradas se asomaban vagos temores por su vida futura y dudas sobre lasuerte que le estaba reservada. La santa casa que habitaba era, a suparecer, un puerto de refugio contra el oleaje infernal de la maliciahumana. Por todo aquello que sus libros devotos le aconsejaban huir,venía en conocimiento de cuan ciertas deben ser las palabras con que sele avisaban los peligros mundanales, y por la interminable y fatigosaexcitación a la virtud, podía apreciar cuan hondas y frecuentes son lassimas del pecado. A medida que iba considerando las tentaciones quepodrían rodearle, los riesgos que tendría que prever y males que evitar,su inteligencia miraba con deleite la perspectiva de días de horriblepero santa y gloriosa lucha, preparación a la inmortalidad.
Considerado por cuantos cerca de él andaban como la persona más allegadaa Su Ilustrísima, los sacerdotes y demás gente de Iglesia que teníaocasión de frecuentar, guardaban buen cuidado de no dejarle ver cosa quepudiera enojar al obispo. Todo era ante él virtud, resignación yhumildad; de modo que teniendo constantemente ante los ojos la divinapalabra de los libros y el mejor ejemplo en los hechos de los hombres,pensó que en contra
de
la
agitación
del
mundo
estaba
aquella
santatranquilidad, que el torpe bullir de las pasiones se contrabalanceabapor un santo estoicismo religioso, y que nada podía haber tan digno nirespetable para la humanidad como la voz de esos hombres que con laimagen de Cristo en una mano y señalando con la otra al cielo, dicen aldesgraciado: «Cree y espera.» Su poética melancolía era elpresentimiento de los dolores de la lucha. Parecía que su alma adivinabalas heridas que habría de sufrir más tarde, y sólo en la fe, ingénita ensu espíritu, fomentada luego por cuanto le rodeaba