Aldea entró, y el brazo atrajoa sí la puerta, que volvió a quedar instantáneamente cerrada, mientrasLázaro, pálido y tembloroso, como clavados los pies en el suelo,escuchaba alejarse, sin saber en qué sentido, los pasos de dospersonas, que andaban de puntillas para no producir ruido sobre losmármoles del piso.
¿Qué hacer en tan horrible situación? ¿A quién pedir auxilio?
¿A quiénllamar? Un desaliento que tenía mucho de impotencia y algo de despechole arrancó de allí, y temeroso de ser visto, huyó de aquella puerta,tras la cual quedaba rota para siempre la más hermosa de sus ilusiones.Además, juntamente con el imperioso mandato que la conciencia leimponía, sintió latir en su alma vacilaciones, engendradas por lasorpresa, sospechas pérfidas, pero lógicamente sugeridas por los celos.La que supuso un ángel era mujer, y nada más; no merecía que el corazónde un hombre la ensalzara, ni que él la adorase, aunque su indulgenciade sacerdote tratara de redimirla o disculparla. En su caída habíallegado hasta la culpa por el camino de la premeditación; procuró quesu amante volviera a pisar la casa de sus padres, y trémula de amor,agitada por el deseo, le debió esperar para recibirle en sus brazos.
Divagando de esta suerte, admitiendo como buenos los torpes antojos deldespecho, la piedad iba quedando en el alma de Lázaro completamenteborrada por la incontrastable fuerza de los celos, hasta el punto de queel miedo de hacer público el suceso, el temor al escándalo, y aun laidea horrible de ver la hija deshonrada a los ojos de su propia madre,llegaron a ser en aquel hombre rémoras creadas por la malicia paraeludir el cumplimiento del deber.
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Al día siguiente del baile, ya muy entrada la mañana, se notaba en elpalacio de los duques la falta de movimiento propia de toda casa dondeel mucho trasnochar de los amos autoriza que madruguen poco loscriados. Algunos de ellos, reunidos en la caseta del portero, formabancorro restregándose todavía los ojos, haciendo comentarios de la fiesta,charlando y maldiciendo.
Otros arreglaban los salones reparando eldesorden que habían producido los convidados. El cocinero, seguido de unpinche que llevaba al hombro un esportón, atravesaba el jardín paratomar el camino de la plaza. El mozo de cuadra, calzados los zuecos yentonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta dela cochera; y en una habitación de la planta baja, junto a
una
ventana,la
doncella
de
la
duquesa
limpiaba
cuidadosamente los vestidos con quesu señora se había engalanado la víspera, mientras otras compañerasadmiraban las ricas telas y los finísimos encajes que, desordenadamentepuestos sobre el respaldo de un sofá, podían fácilmente ser vistos desdefuera.
Lázaro, como de costumbre, había bajado al jardín, y con su libro entrelas manos, paseo arriba, paseo abajo, recorría lentamente el trechocomprendido entre la estufa de cristales y la verja de entrada, pasandorepetidas veces ante las rejas del salón de baile. Frente a una de ellasacertó apararse distraídamente, y a través de los gruesos barrotes viodesamparado y desierto aquel mismo lugar donde pocas horas antes eratodo animación y bullicio. Los sillones de oro y sedas estabanremovidos, como recordando aún los corrillos de que fueron asiento; loscristales, velados
por
el
polvo
de
una
noche
de
continuo
movimiento;olvidado sobre una butaca un abanico; las bujías de los candelabros,apuradas hasta gotear sobre el terciopelo y el mármol que cubría lasconsolas, habían hecho saltar con su llama espirante alguna de lasarandelas de cristal. Las puertas que ponían en comunicación unossalones con otros estaban abiertas, dejando ver, fingida por losespejos, la perspectiva de una galería profunda, encerrada en marcosdorados, formada con imágenes de telas o tapices que, multiplicándose,se reproducían hasta confundir la vista con su último término vacilantey confuso. Los rayos de sol penetraban por entre las junturas de loscortinajes, liquidando en resbaladizas gotas el vaho que empañaba losvidrios, y posándose luego en rasgos o girones de luz sobre los rasos decolores. En el suelo, confundida con las de la alfombra, había quedadoalguna que otra flor pisoteada y marchita.
—«Así son ellas,»—pensó Lázaro al verlas; y volviendo al libro losojos, prosiguió su paseo hasta llegar a la ventana donde estaba ladoncella, que para distraer su trabajo tarareaba a media voz una polkade moda. Oyola el cura, y, al mirarla, su vista se detuvo en la prendaque la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de unrojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo quela noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresafue inmensa. Su pensamiento se resistió a creer lo que los ojos ledecían. Aquella chica era la doncella de Margarita de Algalia, y comoJosefina tenía su servidumbre aparte, lo lógico era que aquella ropafuese también de la duquesa. Dudó un momento, y atreviéndose por fin,quiso ver resuelta su sospecha.
—¿De quién son esos trajes?—preguntó a la doncella.
—¿De quién han de ser,—repuso la muchacha,—sino de la duquesa?Ésta,—dijo señalando un magnífico vestido y un soberbio abrigo,—es laropa que la señora llevó ayer al paseo; y esta bata de rasorojo,—añadió,—es la que se ha puesto de madrugada después del baile.Por cierto que se empeñó en quedarse leyendo, sin querer acostarse nique yo la desnudara.
Debe haber velado hasta muy entrado el día, porqueestá, de ojerosa y descompuesta, que da grima mirarla.
Calló la criada, y siguió el hombre su paseo. Ya no cabía duda.
Josefinaera, no sólo inocente, sino víctima de una infamia. La culpable eraMargarita de Algalia, y el que pasaba por novio de la hija era suamante. ¡Maldad inicua! La madre quería comprar el secreto de su delitoa costa del reposo de la pobre niña. Por eso Josefina no podíaexplicarse la actitud de Félix Aldea, aquel empeño en mostrarseenamorado junto al recelo para confesarla su amor.
Lázaro apreció rápidamente la situación: Josefina era buena, y elgalanteo de que Félix la hacía objeto servía para alejar sospechas. Lainocencia era tercera sin saberlo, y su pureza cubría aquel amorculpable, de igual suerte que el inmaculado manto de nieve puedeocultar el sucio estercolero.
Una sensación, por mitad indignación y repugnancia, estremeció el almadel cura, y como el mal no engendra sino males, sus labios murmuraroninvoluntariamente esta blasfemia:
—«¡Oh, madre; tú también puedes llegar a ser ídolo falso!»
Le pareció imposible llevar más lejos la degradación y la maldad.
Pocas horas antes, el dolor había estrujado su corazón, considerandoperdida la mujer amada, tanto más, cuanto más imposible. Ahora sus ojostropezaban con el delito más cobarde y monstruoso de la tierra.
Eran ya cerca de las doce. El ardoroso sol de los últimos díasprimaverales inundaba todo el jardín, engendrando sombras enérgicamenteproyectadas que dibujaban en la arena formas extrañas. El movimiento ylos ruidos iban devolviendo animación a la casa. Las persianas cerradasse abrían tras cortos intervalos, indicando el despertar de los señores,y los criados fingían acelerar la faena de borrar el desorden causadopor la fiesta. Sólo en la habitación de Josefina reinaban todavía laquietud y el silencio. El cuarto estaba casi a oscuras; por las rendijasde la madera penetraban dos o tres rayos de sol, agitando millares deátomos inquietos que bullían como polvo de luz; las galas estabanesparcidas sobre un sofá de raso, y el corsé de seda azul con trencillasblancas, caído al pié de una butaca. La heredera de los Algaliasdormitaba en su cama de batistas y encajes como una maga recostada sobreuna nube. Tenía desnudo, fuera de las ropas, un brazo, ceñida aún lamuñeca por la pulsera lisa de oro mate, y en el otro, puesto sobre laalmohada, apoyaba la cabeza, embelesada por ensueños formados conreminiscencias de la víspera. Las sábanas habían quedado por unmovimiento tirantes y presas bajo el peso del cuerpo, modelando a trozosla forma que cubrían; el embozo caído dejaba al descubierto algo más queel nacimiento del pecho. Nada turbaba la tranquilidad de aquel reposoreflejado en una respiración fácil e igual. La sangre, como saviaenérgica, regaba los tejidos, tiñendo la epidermis de tonos que variabandelicadamente desde el azul de las ramificaciones venosas hasta elcarmín brillante de los labios húmedos; y una mata de pelo, escapada dela redecilla, hacía resaltar la blancura del cuello. Dormía descuidada,tranquila, segura de sí misma, y tan ajena de la pasión del cura como dela perfidia de su madre.
La salud y la pureza parecían haberse hermanadopara formar aquella figura hermosa, impregnada de gracia natural yespontánea. Semejaba la bacante virgen de los bosques antiguos traídade pronto por ensalmo al centro de la vida moderna. Reposaban a la parel cuerpo exento de males y la conciencia libre de impurezas.
De fijo hacía mucho tiempo que su madre no dormía así.
XI.
Aquella misma tarde la duquesa mandó recado al capellán, rogándole quepasase a su gabinete.
—«¿Qué me querrá?—se dijo Lázaro.—Sabrá que no ignoro su falta? Quizáentonces, aunque culpable, sienta hacia mí el desprecio que debeinspirar quien, encargado en su casa de velar por la moral, transigecobardemente con el engaño y la deshonra.
Seremos dos reos frente uno deotro.... y, así son las cosas de la vida, ella tendrá que ver en mí algodel juez.»—
Un momento después Lázaro entraba en el gabinete. Margarita estabasentada ante una mesilla de valiosas incrustaciones, colocada delante deun balcón y sobre la cual, sostenido por dos amorcillos de bronce, habíaun espejo bastante grande para retratar entre sus abiselados bordes lacabeza de la hermosa dama, a quien una doncella sujetaba con doshorquillas de oro el rodete bajo en que, según la moda, estaba recogidoel pelo después de ondular ligeramente hacia las sienes. Tenía puestauna bata de un gris muy claro, guarnecida con encajes y lazos del colorque toma el granate cuando la luz le hiere. Las medias, de finísimaseda, eran del mismo color, y ceñían sus pies unas chinelas grises, queaun siendo muy pequeñas, eran grandes para ella. Las mangas de la bata,sueltas y muy cortas, descubrían unos brazos blanquísimos, dorados porese vello apenas perceptible que tienen algunas frutas antes de estarmanoseadas. Al cuello, libre de alhajas, se ceñía desordenadamente unencaje ancho y rico, de tonos huesosos que acusaban su antigüedad, y elfulgurar intenso de un grueso solitario en cada oreja hacía resaltar lapalidez mate de la cara, amortiguando el brillo de los ojos, algohundidos, y cercados por ojeras débilmente azuladas. La boca, en que ellabio superior ligeramente contraído daba a la fisonomía cierto airedesdeñoso y triste, dejaba ver unos dientes blancos, menudos yapretados.
El óvalo del rostro era gracioso y severo al mismo tiempo.
Lamirada triste con la falsa resignación del hastío. Era el tipo de laseñora moderna, frívola sin ser insustancial, y coqueta sin parecerliviana, como era devota sin ser profunda y verdaderamente religiosa.Fuera cansancio físico o dejadez moral, había en su figura ciertomelancólico abandono, interrumpido a veces bruscamente por movimientosde una gracia encantadora que tenía algo de felina.
Iba pasando con los dedos las hojas de un libro, puesta en ellas lavista descuidadamente, como si el pensamiento y la voluntad estuvieranmuy lejos de aquellas páginas, que no bastaban a detener el vuelocaprichoso de sus antojos femeniles.
En sus hechiceras facciones empezaba a desaparecer la frescura que es elaliento misterioso de la vida. Parecía tener esa edad de la rosa en queunas cuantas horas más marchitan la fragancia y ajan la lozanía. Estabahermosa, y más que hermosa seductora; pero los ojos, la actitud, la voz,acusaban un desaliento amargo. Nadie hubiera podido averiguar si aquellalaxitud era la huella pasajera de los placeres de una noche, o la marcaindeleble de los sufrimientos del espíritu.
Al entrar Lázaro salió la doncella, y Margarita, ladeándose ligeramenteen la butaca y echando atrás el rostro, animado por una sonrisaencantadora, le tendió la mano.
La situación de Lázaro era peligrosa y difícil: el menor descuido, lamás ligera inoportunidad, podían ofenderla sin resultado; que quien noestá satisfecho de sí mismo, ve acusaciones en las frases más inocentes.Él, además, se consideraba sin derecho alguno para atacar a la madre endefensa de la hija. ¿Cuál podía invocar? Si el de enamorado, confesabala propia y criminal flaqueza; si únicamente el de hombre de corazón,¿quién había de reconocérselo?; si el de sacerdote,
¿cómo podría suconciencia sancionar la ridícula comedia de un hombre que utiliza lainvestidura sagrada para proteger su misma falta?
Tenía delante a la mujer adúltera; pero no podía ser él quien laarrojase la primera piedra.
Margarita rompió el silencio, diciendo cariñosamente:
—¿Qué es de usted? Vivimos bajo el mismo techo, y apenas nos vemos. Estosdías, los preparativos del baile, el bullicio de la fiesta, le hanalejado de nosotros; pero también usted es tan excesivamente inclinado asus soledades y sus estudios, que nunca se le ve. De los convites, aunde los más íntimos, siempre se excusa; en habiendo alguien de fuera,desaparece usted como por encanto. Y usted, sin embargo, no es huraño, sinocariñoso, afable. Vamos, siéntese usted, aquí, a mi lado, y hablemos.
Obedeció Lázaro, y, acercando otra butaca como la que ella ocupaba,dijo:
—Mucho agradezco a usted, duquesa, las deferencias con que me distingue:tan sinceramente le estoy reconocido por ellas, que aunque el deber y elsacerdocio no me lo impusieran, sentiría por Vds.
verdadero
cariño,profundo
deseo
de
ser
útil,
verdaderamente útil, en esta casa, donde seme ha recibido con los brazos abiertos.
—Todos le queremos a usted de veras. Mi marido y yo le aprecíamos en loque vale; y en cuanto a Josefina, puede usted estar seguro de que, si fuesenecesario defenderle, con dificultad se encontraría abogado que tomarala cosa más a pechos.
—Yo también me haría defensor suyo si ella lo hubiera menester; peroestá en una edad en que antes necesita guía que defensa. ¿Quién puedepensar en hacerla daño? Eso sí, si sucediera, si alguien cometiera conella una mala acción, lucharía con todas mis fuerzas por salvarla.
—Afortunadamente, replicó la dama, estamos seguros de que nadie laquiere mal; por el contrario, si algún disgusto hemos de prever, será delos que puedan ocasionarla los que aparenten quererla bien. ¡Está en unaedad tan peligrosa!
—Tiene usted razón, duquesa; de los que aparenten amarla, de los que debenestimarla en más, es de quienes hay que guardarla.
Los encargados delmayor bien son, con frecuencia, los que producen el mal mayor.
El cura dijo esto con la voz algo temblorosa, casi sin calcular elalcance de lo que decía; en parte ávido de arrostrarlo todo por laengañada niña, y en parte temeroso de que su inexperiencia en losdiscreteos inutilizara su buen deseo.
Ella, sin extrañar precisamente semejantes frases, sintió ciertasorpresa desagradable al escucharlas; pero pensó que a veces casualmentese dicen cosas que parecen intencionadas.
—Tiene usted razón—añadió;—es necesario velar sin descanso y muy decerca por las hijas cuando están en la edad de la mía; pero también espreciso convenir en que los deberes que la vida social impone, el tratocon diversas gentes, tanto vivir fuera de casa y tanta facilidad enescuchar lo malo, hacen el deber más difícil.
—Eso mismo ha de aumentar la vigilancia y acrisolar el consejo,duquesa; pero cuando son tales las condiciones de la vida; cuando laatmósfera de fuera llega a viciar el ambiente de la casa, créame usted,entonces es cuando hay que ponerse en guardia contra aquello que debíainspirar más confianza.
—¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Que la educación de mi hija estávaciada en un molde torpemente labrado? Quizá tenga usted razón. Mil veceshe pensado que para nosotras, el educar a las hijas es asunto másdifícil que para las familias de la clase media y las mujeres delpueblo. Primero los cuidados mercenarios del ama, luego la hipocresíadel convento, después la inútil compañía de un aya extranjera, más tardela libertad de los salones, las emociones del teatro, la tentación porel espectáculo del mal....
—Y rara vez,—interrumpió el cura,—el ejemplo de la virtud.
—Felizmente Josefina es una de esas naturalezas que repugnaninstintivamente lo torpe. No es necesario esforzarse mucho para que loaborrezca, y si lo fuese, usted nos ayudaría a ello. Un hombre de corazón,un sacerdote, ¿quién mejor?
—Pues crea usted, duquesa, que ni el hombre de corazón ni el ministro deDios podrían aliviarla el peso de su santa tarea. Los medios que tienepara guiarla bien son infinitos; pero usted, usted sola puede emplearlos.Aunque mis hábitos me hagan como enviado del cielo, mi palabra siempreserá palabra humana, y para una hija sólo es divina la palabra de supropia madre.
La hermosa y noble faz de Lázaro se iluminó con esa satisfacción intensaque produce la resolución inquebrantable de vencerse a sí mismo poramor al prójimo.
La duquesa, que ya empezaba a desasosegarse, esquivó las miradas delcapellán. Su lenguaje era inesperado. ¿Qué decía aquel hombre? ¿Teníanrealmente intención sus advertencias, o era que ella a sí misma seacusaba adaptando a la situación el sentido de cuanto hablaba el cura?
Hubo un instante en que callaron ambos: él, por temor de ir más allá delo prudente; ella, por no escuchar sin provocarlas cosas como las queacababa de oír.
—Vengamos a lo que motiva esta entrevista, dijo de pronto Margarita. Lehe llamado a usted para algo que se relaciona, en cierto modo, con nuestraconversación, según el giro que ha tomado, y se lo diré en dos palabras.Cuando llegó usted a casa creímos que el capellán era demasiado joven....no se ofenda usted...: estábamos acostumbrados a la frente rugosa, a lascanas del pobre viejecito que le precedió. Después hemos visto que elcarácter suple en usted lo que otros adquieren a fuerza de años; y,francamente, nadie hubiera creído que pueda infundir tanto respeto quiencuenta todavía tan pocos. Al principio el cuidado de la capilla, la misade los domingos y el reparto de las limosnas.... no hizo usted más. Luegousted mismo nos ha ido convenciendo de que teníamos en casa una joya, deque podíamos confiarnos a usted bajo todos conceptos....: Josefina y yo nosconfesaremos en adelante con usted: esto es lo que tenía que decirle.
—¡Conmigo!—exclamó Lázaro poniéndose en pié, y sin poder reprimir suasombro.
—¿Y por qué no? ¿Se niega usted? No creo que el depósito de nuestrasculpas pueda abrumarle. A Josefina, ya la conoce usted: tendrá usted, quizá,que desvanecer errores, esquivar preguntas, eludir respuestas, y hasta,en obsequio a su pureza, mentir algunas veces aparentando ignorancia delo que no deba saber; pero no se verá usted obligado a resolver problemasni perdonar graves faltas. Y en cuanto a mí, me dará usted buenos consejos,ahorrándome algunas amarguras. Yo, que parezco tan alegre, lloro a solascomo si dentro de mí tuviera algo malo de que pudiera librarme con elllanto. Llorar es nuestra defensa, con frecuencia nuestro recurso, elmayor encanto de la mujer, siempre nuestro verdadero consuelo. Pero ¡quédiferencias establece el tiempo! Hay una edad en que el dolor sedisuelve en las lágrimas como la sal en el agua; después, aunque sellore, también se sufre, y al fin ya no se llora, pero se siguepadeciendo.
—Eso será, repuso Lázaro, si el dolor procede de la culpa, como ponzoñaque se destila de fruto venenoso, que mientras el sufrimiento no estámanchado de delito ni tiene sabor a remordimiento, cuando es puro, nofaltan lágrimas en que anegarle. ¿Ha visto usted esas flores que,arraigadas a la orilla de los ríos, parecen prolongar su tallo si lasaguas aumentan, sobrenadando siempre? Pues semejante a ellas es lapureza del alma: no hay lágrimas bastantes para ahogarla. Nunca llega elcorazón a endurecerse tanto que se le pidan en vano; más duras son laspeñas de los montes, y de entre sus grietas surgen los manantiales.
Margarita escuchaba confusa. Era indudable que aquel hombre conocía sudelito. Lo que la había dicho ya era algo; pero el modo de decírselo nopodía ser más expresivo ni elocuente.
Estaban cerradas todas las puertas; el gabinete envuelto en las tintaspálidas del ocaso; los brillos de las sedas y el relucir de los metalesamortiguados por la creciente sombra; la luz escasa parecía aumentarlas distancias robando la forma a los objetos, y la mancha negra delropaje del cura junto a la esbelta figura de Margarita, parecía absorbertoda la claridad que penetraba por el ancho hueco del balcón.
De repente, hacia la puerta que conducía a las habitaciones de Josefina,se oyó el crujir de un vestido de seda que rozaba contra el muro: eraque la niña venía al cuarto de su madre.
Lázaro se puso en pié, indicando a la duquesa con los ojos el ruido delos pasos que se acercaban, y ella bajó calladamente la cabeza. Lamirada del hombre no pudo hablar mejor; el silencio de la mujer no pudodecir más.
Al entrar Josefina estrechó a Lázaro la mano y abrazó a su madre. Deallí a poco el cura y la niña conocieron que Margarita quería estarsola, y saliendo cada uno por distinto lado, la dejaron.
XII.
A sí llegó para Lázaro el momento decisivo de la lucha, el instantesupremo en que las vacilaciones y las dudas habían de resolverse,informando en uno u otro sentido una resolución que decidiera de suvida.
La inexperiencia de la edad y la docilidad de la ignorancia le hicieron,casi niño, aceptar con alegría una misión, a la cual pensó dedicarse porcompleto, consagrándola la actividad de la inteligencia y el entusiasmode la fe. Los que labraron su espíritu le hallaron dúctil y obedientepara recibir las doctrinas de lo pasado, que fueron amoldándose a supensamiento como el líquido al vaso. Nunca hubo hombre colocado enmejores condiciones para cumplir debidamente las exigencias de susagrado ministerio. Aún resonaban en su oído las palabras del Obispocuando llegó a la corte y penetró en la vida moderna, no para llevar laagitada existencia del que vive al día, sin saber hoy dónde comerámañana, sino para pasar las horas tranquila y reposadamente, sin máscuidados que cumplir con el formalismo y las exterioridades necesariasde una casa donde el capellán era un artículo de lujo. Tuvo a sudisposición un templo, de que vino a ser señor y dueño. Fue libre de díapara sus obras de caridad, facilitadas por la liberalidad de los duques;fue libre de noche para las meditaciones y los rezos; ninguno tendióredes a su buena fe, ni lazos a su tranquilidad; no hubo de luchar connadie, y, sin embargo, su espíritu se volvió contra los que leenseñaron; su vida fue agitada, y su entusiasmo decayó lentamente.
Sinolvidar los consejos del Obispo, llegó a entenderlos como inspirados porun ideal distinto; dejó que sobre los altares de la capilla fueseposándose el polvo de la incuria; la caridad sirvió para amargarle conel espectáculo de las miserias sociales; las oraciones fuerontrasformándose en las impías preguntas de la duda; las noches cedieronal insomnio; perdió la paz del alma, y sin faltaren nada voluntariamentea sus promesas, vio moralmente
quebrantados
sus
votos.
La
misión
que
leimpusieron y él aceptó confiado en leales propósitos, llegó a parecerletarea superior a sus fuerzas, y como el acero brillante puesto al fuegova oscureciéndose y empavonándose con tonos apagados, su ánimo juvenil yardoroso fue sintiendo trasformarse los bríos en decaimiento yflojedad. Cuando llegó a convencerse de que no podía ser feliz, todo lepareció imposible, todo mentira.
El amor resumía todas sus ambiciones antes cifradas en la perfecciónreligiosa, y precisamente cuando su conciencia rechazaba con más vigorlo que antes adoró, fue cuando las circunstancias le obligaron a adoptaruna resolución que fijara definitivamente el sentido y la norma de suvida.
El conflicto se le presentó entonces bajo la forma de un dilemainflexible. Romper con el pasado, o borrar de su porvenir la esperanza.Confesar el error franca y honradamente, o seguir siendo sacerdote de unideal en que ya no creía. Ser un farsante despreciable a sus propiosojos, o un renegado para el mundo, porque la sociedad transige con todaslas deserciones y todas las apostasías, pero no tiene piedad para laabjuración del clérigo.
Abjurar, o resignarse.
Lo primero sería aventurarse a la lucha contra el mundo; lo segundo,envilecerse. ¿Hasta dónde podían precipitarle las consecuencias de unaabjuración? Era imposible calcularlo.
Nadie debe echar cuentas sobre lamaldad humana. ¿A qué grado de bajeza moral le arrastraría la abdicaciónde su propia dignidad? Ya se lo había dicho la duquesa: tenía queconfesar a Josefina.
¡Confesar a la mujer que amaba! Es decir, emplear en provecho puramentehumano y egoísta el prestigio de la Religión. Valerse de la autoridaddel sacerdote para escudriñar un corazón que como amante no podíasondar, utilizando su sagrada investidura en sorprender los secretos quele estaban vedados como hombre.
Otro cualquiera podría estrechar entre sus brazos la gentil figura de laniña, arrodillarse a sus pies, aproximar los labios a su oído,estremecer su alma con palabras de amor, y sorprender sus dudasvirginales ingenuamente dichas, envueltas en pecadillos cometidos conalgo de malicia, y revelados más con el rubor que con la frase. Pero élhabría de lograrlo por otros medios. Ella tendría que venir a buscarle,como penitente, entre la oscura lobreguez de un templo, al triste yfatigoso resplandor de los amarillentos cirios; caería de rodillas a suspies, y le hablaría avergonzada a través de tupida y mugrienta celosía,oculto el rostro con el espeso velo y acobardado el ánimo por el terrorreligioso. Las palabras saldrían de su boca indiferentes o medrosas, yél, que debía escucharlas como ministro de Dios, se embriagaría conellas, aspirando el grato aroma del fruto prohibido. Los labios de lamujer quedarían detenidos ante la rejilla de madera; pero su aliento,penetrando en los oídos de amante, le agitaría el cerebro con unaconmoción nerviosa, fingiéndole las ardientes caricias de la tierracuando debía pensar en las dulzuras inefables del cielo.
Su alma sufriría dos tormentos en un solo suplicio, deseando comoenamorado lo que le mancillaba como sacerdote. El corazón y laconciencia libraban en su espíritu el mismo combate que antes riñeron lafe y la duda; pero el desenlace no podía ser igual. Sus creencias habíanido muriendo lentamente, día tras día, hora tras hora, como plantascreadas en la vida artificial y falsa de una estufa que de repente sesacan a la abrasada luz del sol y al frío azote de los vientos. Sucorazón había de ser vencido por un imperativo de la voluntad, y su amorextirpado cruelmente como raíz que se arranca de cuajo con violentamano.
El problema aparecía a sus ojos cada vez más claro, irresoluble siempre.No basta al hombre querer vencerse: es necesario que le dejen encondiciones de hacerlo. Pero Lázaro era de esos seres extraordinarios enqu