LA ALDEA PERDIDA
ARMANDO PALACIO VALDÉS
LA
ALDEA PERDIDA
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NOVELA-POEMA DE COSTUMBRES CAMPESINAS
MADRID
IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
Libertad, 16 duplicado.
1903
ES PROPIEDAD DEL AUTOR
INVOCACIÓN
Et in Arcadia ego.
¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia! También supe lo que era caminaren la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme enlos arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde.Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; almediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculodescendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de lamontaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos. Sonaban lasesquilas del
ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamosrapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierraera reposo; en el aire todo amor.
Al llegar á la aldea, mi padre merecibía con un beso. El fuego chisporroteaba alegremente; la cenahumeaba; una vieja servidora narraba después la historia de algunadoncella encantada, y yo quedaba dulcemente dormido sobre el regazo demi madre.
La Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle.¡Tan lejano!
¡Tan escondido rinconcito mío! Y sin embargo, te vieronalgunos hombres sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobreti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada.¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazadordejando en sus manos tu tesoro!
Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdovive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierradonde vi por primera vez la luz del día! Mi musa circuló ya caprichosa yerrante por todo el ámbito de nuestra patria. Navegó entre rugientestempestades por el océano; paseó entre naranjos por las playas deLevante; subió las escaleras de los palacios y se sentó en la mesa delos poderosos; bajó á las cabañas de los pobres y compartió su panamasado con lágrimas; se estremeció de amor por las noches bajo la rejaandaluza; elevó plegarias al Altísimo en el silencio de los claustros;cantó enronquecida y frenética en las zambras.
¡Y aún no ha cantado á los héroes de mi infancia! ¡Aún no te ha cantado,magnánimo Nolo! ¡Ni á ti, intrépido Celso! ¡Ni á ti, ingenioso Quino!¡Aún no ha caído á tus pies, bella Demetria, la flor más espléndida quebrotó de los campos de mi tierra! Hora es de hacerlo antes que la parcasiegue mi garganta.
Viajero, si algún día escalas las montañas de Asturias y tropiezas conla tumba del poeta, deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios tebendiga y guíe tus pasos con felicidad por el principado.
Y vosotras, sagradas musas, vosotras á quien rendí toda la vida cultofervoroso y desinteresado, asistidme una vez más. Coronad mis sienes queya blanquean con el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que estemi último canto sea el más suave de todos. Haced, musas celestes, quesuene grato en el oído de los hombres y que, permitiéndoles olvidar unmomento sus cuidados, les ayude á soportar la pesadumbre de la vida.
I
La cólera de Nolo.
E un modo ó de otro, menester es que los de Riomontán y de Fresnedopeleen esta noche con nosotros. Ya sabéis que parte de la mocedad deVilloria y de Tolivia aún no ha venido de la siega. De Entralgo y deCanzana también hay algunos por allá. Podéis estar seguros que denuestros contrarios no faltará uno solo. Los de Lorío y Rivota andan muyengreídos desde la paliza del Obellayo. Los del Condado están avisadospor ellos y no faltarán tampoco. Si ahora nos quedamos sin la gente delos altos, temo que nuestras costillas vayan hoy molidas á la cama. Eljueves, en la Pola, tropecé en la taberna del Colorado con Toribión deLorío y Firmo de Rivota, y después de ofrecerme un vaso de sidra, medijeron con sorna: «Adiós, Quino: que no faltes el sábado de Entralgo».
Así hablaba Quino de Entralgo, mozo de miembros recios y bienproporcionados, morena la tez, azules los ojos, castaños los cabellos,el conjunto de su fisonomía agraciada y con expresión de astucia. Vestíacalzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botonesplateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabezala montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano.
Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo,cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas.Resplandecía también en los lagares y esfoyazas por la oportunidad ydonaire de su lengua; en las danzas por su extremada voz y el variadorepertorio de sus romances, en los bailes por la destreza de suspiernas, por su aire gentil y desenvuelto. Pero mejor que en partealguna resplandecía en cualquier rincón solitario al lado de una bella.Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno másrendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno másinconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Lavianatestimonio lamentable de su galanura y su perfidia.
—Paréceme, Quino—respondió Bartolo,—que se te ha ido la lengua y hashablado más de lo que está en razón. Bien está que vayamos á Fresnedo yá la Braña á dar satisfacción á los amigos; pero de eso á decir que losde Lorío nos han de moler las costillas hay lo menos legua y media dedistancia. Mientras á Bartolo, el hijo de la tía Jeroma, no se le rompaen la mano este palito tan cuco de fresno, ningún cerdo de Lorío lemolerá nada.
—¡Vamo, hombre, no seas guasón!—exclamó Celso, que por haber estado enel servicio militar tres años había llegado al pueblo hablando enandaluz.—Á ti te molerán lo que tengas que moler, como á too MaríaSantísima. ¡Si pensarás que te han de dar más arriba del cogote!
—Yo no sé dónde me darán, pero sí certifico ¡puño! que antes de darmehe de dejar dormidos á muchos de ellos.
—Sí, á fuerza de sidra.
—Á fuerza de palos, ¡puño! ¿Cuándo me has visto brincar atrás óesconder el cuerpo al empezar la bulla?
—Al empezar no, pero al concluir te han visto muchos entre los pellejosde vino ó detrás de las sayas de las mujeres.
—¡Mientes, puño! ¡Mientes con toda la boca! El día del Obellayo si noes por mí, que di la cara á Firmo, os llevan los de Rivota de cabeza alrío.
—La cara no la diste á Firmo, sino á la mata de zarzas y ortigas dondete sepultaste cuando él te buscaba... Eso me contaron el jueves en laPola.
—Si ha sido Firmo quien te lo ha contado, yo le diré esta noche á esecerdo quién es Bartolo de Entralgo. Este palo tan majo que corté en elmonte ayer nadie lo estrena más que él.
Celso soltó una carcajada y tomando en la mano el palo de Bartolo loexaminó con curiosidad unos instantes.
—¡Lindo palo, en verdad! Bien pintado; bien trabajado. Si Firmo le echala vista encima, milagro será que no lo pruebe sobre tus espaldas.
Con esto se encrespó de nuevo Bartolo y comenzó á vociferar tantasimprecaciones y bravatas, que su primo Quino se impacientó al cabo.
—¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele lacabeza.
Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y lamontera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, defacciones abultadas y ojos saltones.
Su modo de andar tan torcido ydesvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre losriñones. Era Celso más bajo y más delgado que los otros, pero suelto ybrioso y con un aire vivo y petulante que acusaba su estancia en tierrasmás calientes que la de Asturias. Vestía igualmente el chaleco conbotones de plata, la chaqueta de paño verde y la montera de pico; peroen vez del calzón corto y la media, gastaba aún el pantalón largo yencarnado que había traído del ejército, aunque remontado ya de pananegra por trasero y muslos. Los dos primeros, primos hermanos, habitabanen Entralgo. El segundo en Canzana, lugar de la misma parroquia.
Caminaban los tres la vuelta de Villoria un sábado del mes de Julio,víspera de la romería del Carmen. En vez de seguir el camino real quepor el fondo de la estrecha cañada conduce á aquel lugar, habían tomadopor el monte arriba entre castañares y robledales, no tanto paraguardarse de los rayos del sol como de las miradas de los indiscretos.Porque es de saber que los tres mozos llevaban á Villoria una embajadaextraordinaria, una misión delicadísima que exigía tanto sigilo comodiplomacia. Sus convecinos los habían diputado para dar satisfacción álos mozos de Riomontán, de Fresnedo y de la Braña. Éstos, como todos losde la parroquia de Villoria, eran sus aliados, pero estaban con ellosdesabridos desde hacía algún tiempo.
El motivo del desabrimiento nopodía ser más justo. En una romería que se celebraba en lo alto de losmontes que separan los concejos de Laviana y Aller los vecinos deaquellos altos vinieron á las manos con los de Aller por cuestiones depastoreo.
Algunos mozos de Entralgo, que allí estaban, no quisierontomar parte en la reyerta: se retiraron dejando solos y apaleados á losde Fresnedo. Desde entonces éstos no quisieron tomar parte con los deabajo en sus riñas con los de Lorío. Su ausencia había ocasionado ya másde una derrota á los de Entralgo. Porque si no sumaban mucho los deFresnedo y Riomontán, eran sin duda los más recios y esforzados.
Salieron por fin á las cumbres desnudas después de caminar buen ratoentre el follaje de la arboleda. Detuviéronse un instante á tomaraliento y volvieron la vista atrás.
Desde aquella altura se descubríagran parte del valle de Laviana, que baña el Nalón con sus ondascristalinas. Por todas partes lo circundan cerros de mediana altura comoaquel en que se hallaban, vestidos de castañares y bosques de robles,tupidos unos, otros dejando ver entre sus frondas la mancha verde, comouna esmeralda, de algún prado. Por detrás de estos cerros se alzan hastalas nubes las negras moles de la Peña-Mea á la derecha con su fantásticacrestería de granito, de la Peña-Mayor á la izquierda, más blancas y mássuaves aunque no menos enormes. Por el medio del grandioso anfiteatrocorre el río. Á entrambas orillas se extiende una vega más florida quedilatada, donde alternan los plantíos de maíz con las praderas; unos yotros cercados por setos de avellanos que salen de la tierra semejandovistosos ramilletes. El Nalón se desliza sereno unas veces, otrasprecipitado formando espumosa cascada; pero en todas partes tan puro ycristalino que se cuentan las guijas de su fondo. Á ratos se acerca á lafalda de los montes y en apacible remanso medio oculto entre alisos ymimbreras les cuenta sus secretos; á ratos se adelanta al medio de lavega y marcha soberbio y silencioso reflejando los plantíos de maíz.
—Mirad, mirad cómo ahuma el techo de mi casa—exclamó Bartolo señalandoal fondo.
—Sin duda la tía Jeroma te prepara la borona. Así te has criado tú tanrollizo—
repuso Celso bromeando.
Entralgo estaba en efecto á sus pies. Era un grupo de cuarenta ócincuenta casas situado entre el río Nalón y el pequeño afluente quevenía de Villoria, á la entrada misma de la cañada que conduce á estepueblo. Por todas partes rodeado de espesa arboleda en medio de la cualparece sepultado como un nido. Sobre el pequeño cerro que lo domina, enuna meseta, está Canzana, lugar de más caserío, rodeado de árboles,mieses, prados y bosques deliciosos. Sólo veían de él las manchas rojasde sus tejados; tanto le guarnecen los emparrados de sus balcones y losfrutales de sus huertas. Estos dos lugares, con otros cuatro ó cincopequeños caseríos distribuídos por los cerros colindantes, constituíanla parroquia.
El concejo de Laviana está dividido en siete. La primera, según se vienede la mar por los valles de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, esTiraña, la segunda la Pola, capital y sede del Ayuntamiento; enfrente deésta Carrio, más allá Entralgo y detrás de él, en los montes limítrofesde Aller, Villoria, la más numerosa de todas. Por último, en el fondodel valle, á cada orilla del río, están Lorío y Condado. Allí se cierray sólo por una estrecha abertura se comunica con Sobrescobio y Caso.
La juventud de las cuatro últimas rivalizaba desde tiempo inmemorial engentileza y en ánimo. De un lado Entralgo y Villoria: del otro, Lorío yCondado. Las tres primeras estaban descontadas: Tiraña por hallarsedemasiado lejos; la Pola porque sus habitantes, más cultos, másrefinados, se creían superiores y despreciaban á los rudos montañeses deLorío y Villoria; Carrio por ser la más pobre y exigua del concejo.
Después de reposar un instante los tres embajadores prosiguieron sucamino por las cumbres que señorean el riachuelo de Villoria. Bartoloiba delante con marcha tortuosa y derrengada.
—¡Míralo, míralo!—exclamaba Celso con exótico acento.—¡Qué morrillosabroso luce el maldito! ¡qué buenas piernas! ¡qué nalgas!... Bien seconoce que la tía Jeroma no tiene otro pichón que cebar... ¡Vaya unpimpollo!... Me han dicho que todas las mañanas le unta de mantecafresca para que esté suave y reluzca... Á ver, Bartolo...
Y se acercaba á él y le pasaba con delicadeza la mano sobre la cerviz.Bartolo gruñía.
Estaba Celso en vena de humor jocoso y bromeaba imitando, en cuanto leera posible, el acento, la desenvoltura y el donaire que había admiradoen sus compañeros de cuartel allá en Sevilla. Era su dulce manía. Desdeque llegara del servicio, hacía ya cerca de un año, había mostrado tantoapego á los recuerdos de su vida militar, como horror y desprecio á lasfaenas agrícolas, en que por desgracia había vuelto á caer.
Hastaafectaba haberlas olvidado y desconocer el nombre de algunosinstrumentos de labranza. Por esto sufría encarnizada persecución de suabuela. ¡Terrible mujer la tía Basilisa! Un día, porque se le olvidó elnombre de la hoz, le rompió el mango sobre las costillas. Y hasta lamisma guitarra portuguesa con un gran lazo verde que había traído deCórdoba corrió grave peligro de ir al fuego entre las astillas si átiempo no la esconde en casa del tío Goro, su vecino. No hay para quédecir que Celso odiaba de muerte los puches de harina de maíz, el potede nabos, las castañas, y en general todos los alimentos de la tierra,que consideraba harto groseros para su paladar meridional.
En cambiochasqueaba la lengua con entusiasmo al referir á sus amigos losmisterios sabrosísimos del gazpacho blanco, las poleás con azúcar, lasaceitunas aliñás, las naranjitas y la mojama.
—¡Mal rayo!—prosiguió escupiendo por el colmillo como un gitano depura sangre.—¿Sabes, niño, lo que yo haría en tu caso el día que la tíaJeroma cerrase el ojo?... Pues metería en un cinto esa gran calceta depeluconas que tiene guardada, compraría un jaco extremeño y no pararíahasta dar vista á la Giralda. Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, yvenga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!... ¡y venga deaquí! (batiendo las palmas) ¡y venga de allí! (moviendo las piernas) y sobre todo venga de serranitas salás como las pesetas. Yo tecertifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tantolas nalgas como ahora... ¡Ay, niño, si hubieses conocido á laCarbonerilla!... ¡Gachó, qué mujer!... Venía con su madre á recoger laropa de la compañía porque eran lavanderas. El sargento la echabapiropos y el furriel de mi escuadra no la dejaba ni á sol ni á sombra.Pero ella prefería al gallego... El gallego era yo, ¿sabéis? Allí nosllaman gallegos á los de acá. Un domingo por la tarde salimos juntitosorilla del Guadalquivir por aquellos campos y merendamos en unventorrillo, y yo me puse como una uva. ¡Vaya una tardecita aprovechá! Cuando volvíamos nos tropezamos en el camino con el furriel. Ya podréispresumir cómo se le pondría el hígado. El hombre nos saludó muy cortés yse acercó á nosotros; pero al poco rato, como necesitaba escupir labilis, sobre si yo había dejado por la mañana las tablas del camastroarrimadas á la pared ó en el suelo, me largó una bofetada... Allívierais á la Carbonerilla hecha una leona fajarse con él á pescozones.¡Pin pan! de aquí, ¡Pin pan! de allá... En fin, que el hombre se viónegro para librarse de sus uñas...
Á Celso se le hacía la boca agua contando estas aventuras románticas ylas enjaretaba una tras otra sin dar paz á la lengua. Sin embargo, Quinomarchaba preocupado, distraído. Nunca había concedido mucho valor á lacharla de su amigo.
Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio ydonde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulcemiel de la voluptuosidad. Pero ahora, bajo el temor de una paliza,encontraba las mentiras de su compañero mucho más insustanciales.
—¿Sabéis lo que os digo?—profirió al cabo levantando la cabeza.—Quesi Nolo de la Braña no quiere esta noche manejar el palo, podemosencomendar nuestras espaldas al Santo Cristo del Garrote.
—La verdad es, chiquillo—repuso Celso poniéndose serio también,—que áNolo le zumba el alma con el palo en la mano.
—¿Que si le zumba!—exclamó Quino aceptando, sin comprenderlo, ellenguaje pintoresco de su amigo.—Habías de verlo desenvolverse como yole he visto el año pasado en la romería del Otero. Tenía seis hombresencima de sí y no de los peores de Rivota. Pues no les volvió la cara,ni creo que la hubiera vuelto aunque fuesen doce.
¡Qué modo derevolverse! ¡qué modo de brincar! ¡qué modo de dar palos! ¿Veis un osocuando los perros le acometen después de herido, y al primero que se leacerca le da un zarpazo y lo tumba y los otros ladran sin atreverse áentrar hasta que uno más atrevido se lanza y vuelve á caer? Pues asíestaba Nolo en medio de aquellos mozos...
Pero el palo restalla y se lequiebra en las manos... Ya está perdido... ¡Ahora si que le van á molerlas costillas!... ¡Ca!... Más de prisa que te lo cuento da un saltoadelante, arranca el palo á un mozo, vuelve á saltar atrás y empieza ásacudirlo como si fuese un junco del río. ¡Muchachos, en verdad os digoque era gloria el verlo!... Yo estoy en fe de que en toda la parroquiade Villoria no hay ahora ninguno capaz de ponerse delante de Toribión deLorío más que él... y ¿por qué no hemos de ser francos? tampoco en la deEntralgo.
Bartolo dejó escapar un bufido dubitativo.
—¿Qué gruñes tú, burro, qué gruñes?—exclamó Quino con rabia.—¿Acasopiensas tú ponerte delante de Toribión?
—No sería la vez primera.
Quino y Celso cambiaron una mirada y sacudieron la cabeza entreirritados y alegres.
—No sería la vez primera—repitió Bartolo sin advertirlo.—Una nocheque fuí á cortejar á Muñera tropecé con él cerca de Puente de Arco. Alrevolver el camino vi á los pocos pasos un bulto muy grande, como sifuese un buey puesto en dos pies...—
¡Alto!—me gritó tapando elcamino.—¿Quién eres y adónde vas?—Soy el hijo de mi padre—respondí—yvoy adonde me da la gana.—Pues por aquí no pasa nadie que no se quitela montera y dé las buenas noches.—Pues ahora va á pasar uno sinquitarse la montera.—¿Quién va á ser?—Mi persona... Y revolviendo elgarrote le doy con toda mi fuerza en el brazo y le hago soltar de lamano el suyo. En seguida le arrimé tres ó cuatro vardascazos en elcogote.—Toma, para que te acuerdes del hijo de la tía Jeroma.—¿Peroeres tú, Bartolo?... Perdona, hombre, no te conocía. Y viene y me da lamano diciéndome:—Yo contigo nunca tuve sentimiento alguno. Siempre teestimé aunque seas de Entralgo, porque los mozos plantados y valientescomo tú se estiman...
vamos... y parecen bien donde quiera quevayan.—Eso está bien hablado, Toribio—le contesté,—y si hubieras,hablado siempre así yo no hubiera alzado el garrote.
Quino y Celso, que le habían estado mirando con estupor durante elrelato, soltaron al cabo una estrepitosa carcajada. Bartolo volvió lacabeza.
—¿De qué os reís?
—¿De qué ha de ser? ¡De ti!—respondió su primo.
—¿Sabes lo que te digo, Bartolo?—manifestó Celso con mucha calma.—Quesi Toribión te sopla así (y le sopló en el cogote) te apaga como laluz de un candil.
Habían llegado ya á las alturas que dominan el lugar de Villoria. Lacañada se ensanchaba un poco allí y en las amenas praderas que elriachuelo dejaba á entrambas orillas estaba asentado el pueblo, el másgrande y poblado después de la capital. No quisieron bajar á él, porquede la fidelidad de sus campeones estaban seguros.
Prosiguieron su caminopor las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho más alto. El soldescendía ya un poco del cenit cuando llegaron á él.
Estaba colgado más que plantado el caserío en las estribaciones de lagran PeñaMea. Era también extendido, aunque no tanto como Villoria.Antes de penetrar en él nuestros embajadores conferenciaron brevemente,decidiendo ir derechos á casa de Jacinto, no tanto por ser uno de losmozos más recios y valientes que allí habitaban, como por el parentescoque le ligaba con Nolo de la Braña. Pero antes de trasponer las primerascasas tropezaron con el mismo Jacinto que venía guiando un carro deyerba.
Era un hombre por la estatura, un niño por la frescura y lainocencia esparcidas por su rostro; los ojos azules, el cabello rubio,el cutis terso y brillante como el de una zagala.
Y con esta aparienciaafeminada uno de los guerreros más bravos de la comarca.
Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de losbueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que traía paraaguijarlos, escuchó sonriente y benévolo la proposición de los deEntralgo.
—Por mí ya sabéis que no se queda nada. Subid á la Braña, y si mi primoNolo está conforme, yo también lo estoy.
Se dieron la mano, el carro volvió á rechinar y los embajadorescomenzaron á subir la empinada senda que conducía á la Braña. Seencontraban ya en plena montaña.
Delante la gran Peña-Mea que parecíaechárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentesespumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, unsilencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando lasesquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa,cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares. Repartidospor los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caseríos rodeadosde castaños y nogales.
Los tres viajeros se detenían á menudo á tomar aliento y se sentíangozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hacía sonreir.El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no podíasustraerse al hechizo de aquellas montañas frescas y virginales. Y laperspectiva de lograr su propósito contribuía más que nada á ponerlesalegres.
Al cabo llegaron á la Braña. Sólo se componía de tres casas asentadassobre una pequeña meseta al pie mismo de la Peña-Mea. Cuando el tíoPacho, padre de Nolo, se había ido á vivir allí con su mujer, hacíatreinta años, no había más que una mísera cabaña de madera. Gracias alesfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos cónyuges, aquello habíaprosperado lindamente. El tío Pacho se quebraba los riñones cercando yrompiendo
terreno
comunal
para
ponerlo
en
cultivo,
plantando
avellanos,construyendo almadreñas; la tía Agustina, su mujer, cuidando el ganado,hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves á vender ála Pola. Y sin permitirse ni uno ni otro el más insignificante regalo,ni una copa de aguardiente, ni una onza de chocolate. Aquella vida deesfuerzos y privaciones tuvo al fin su recompensa. Los vecinos delllano, que disfrutaban fértiles vegas y praderas riquísimas de regadío,se dieron un día cuenta con asombro de que el tío Pacho de la Braña erael paisano más rico de Villoria. Poseía más de treinta cabezas de ganadomayor, casa, huerta, algunos campos extensos, muchos castañares y sobretodo un número tan considerable de emparrados de avellana que le hacíarecoger algunos años cuarenta cargas de esta fruta. ¡Y en aquella épocavalía la carga veinte duros! Así que, al casarse su hijo mayor, el tíoPacho construyó una casa de piedra al lado de la suya para que seacomodase. Hizo otro tanto al casar á su hija. Y cuando á su tercerhijo, Nolo, le tocó en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano montó ácaballo y alegre como si fuese á una romería depositó en las oficinas deOviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio.La abundancia y la alegría reinaban en aquellas tres casas. Se trabajabatan firme como en los primeros tiempos; pero al soltar la azada ó laguadaña, los hombres encontraban sobre el lar la comida sazonada yhumeante, el jamón añejo, el queso fresco, la sidra espumosa. Después dela cena se reunían todos en casa del padre, y mientras los cuatrohombres, sentados en tajuelas frente al fuego, departían gravementesobre la faena del día siguiente, la madre y la hija, hilando un pocomás allá, no perdían de vista á los niños que correteaban por la vastacocina. Al cabo se rezaba el rosario. Cada cual se iba después para sucasa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobredos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlosel juez de la Pola ó el capitán de Entralgo.
Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosacorralada abierta delante de las tres casas. En medio de ella, en mangasde camisa y con la cabeza descubierta, estaba Nolo partiendo leña. Alsentir el ruido de los pasos enderezó el cuerpo, se apoyó con una manosobre el hacha y los miró sorprendido. Era un mozo de veintidós años, deelevada estatura y gallarda presencia, la tez blanca, las faccionescorrectas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos grandes y negrostambién y de un mirar franco no exento de fiereza. Por debajo de laabierta camisa se veía un pecho levantado de atleta. Los brazos,redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Suactitud noble y tranquila, su belleza imponente traían al recuerdo laimagen del dios Apolo cuando desterrado del Olimpo sirvió de pastor encasa de Admeto, rey de Tesalia.
—Bien venidos seáis, amigos. ¿Qué os trae por estos sitios tanaltos?—dijo, y arrimando el hacha al copudo castaño debajo del cualtrabajaba vino hacia ellos y les apretó la mano.
—¿El gusto de verte no vale la pena de subir tan alto?—respondióCelso.
—No en verdad, sobre todo con tanto calor—replicó Nolo.—Pero de todosmodos, bien venidos seáis, os digo, porque aunque un poco enfadado conlos de Entralgo, á vosotros os estimo como á mis vecinos.
—Gracias, Nolo; sobre eso mismo te venimos á hablar—manifestó Celso.
—Bien está; ¿pero no será mejor que antes bebamos unos vasos de sidra yos refresqu?