Hubo momentos en que pensó abandonar el jardín, marchando al Maestrazgoo a las provincias del Norte en busca de los leales que defendían losderechos de Carlos V y la vuelta a los antiguos tiempos. Tenía entoncescuarenta años; sentíase ágil y fuerte, y aunque su humor era pacífico ynunca había tocado un fusil, le animaba el ejemplo de algunosestudiantes tímidos y piadosos que se habían fugado del Seminario, y,según se decía, peleaban en Cataluña tras la capa roja de don RamónCabrera. Pero el jardinero, para no estar solo en su, gran habitación delas Claverías, se había casado tres años antes con la hija del sacristány tenía un hijo. Además, no podía despegarse de la iglesia. Era unsillar más de la montaña de piedra; se movía y hablaba como un hombre,pero tenía la seguridad de perecer apenas saliese de su jardín. Lacatedral perdería algo importante si le faltaba un Luna, después detantos siglos de fiel servicio, y a él le asustaba la posibilidad devivir fuera de ella. ¿Cómo había de ir por los montes disparando tiros,si para él transcurrían los años sin pisar otro suelo «profano» que elpedazo de calle entre la escalera de las Claverías y la puerta delMollete?
Siguió cultivando su jardín, con la melancólica satisfacción deconsiderarse a cubierto de los males revolucionarios al abrigo de aquelcoloso de piedra que imponía respeto con su majestuosa vetustez.Podrían cercenar la fortuna del templo, pero serían impotentes contra lafe cristiana de los que vivían a su amparo.
El jardín, insensible y sordo a las tempestades revolucionarias quedescargaban sobre la iglesia, seguía desarrollando entre las arcadas subelleza sombría. Los laureles crecían rectos hasta llegar a lasbarandillas del claustro alto; los cipreses agitaban sus copas como siquisieran escalar los tejados; las plantas trepadoras se enredaban enlas verjas del claustro formando tupidas celosías de verdura, y lahiedra tapizaba el cenador central, rematado por una montera de negrapizarra con cruz de hierro enmohecido. En el interior de éste, losclérigos, al terminar el coro de la tarde, leían, a la verdosa claridadque se filtraba entre el follaje, los periódicos del campo carlista ocomentaban entusiasmados las hazañas de Cabrera, mientras que en loalto, indiferentes para las insignificancias humanas, revoloteaban lasgolondrinas en caprichosa contradanza, lanzando silbidos como si rayasencon su pico el cristal del cielo. El señor Esteban asistía silencioso yde pie a este club vespertino, que traía recelosos a los de la MiliciaNacional de Toledo.
Terminó la guerra y se desvanecieron las últimas ilusiones deljardinero. Cayó en un mutismo de desesperado: no quería saber nada defuera de la catedral. Dios había abandonado a los buenos; los traidoresy los malos eran los más. Lo único que le consolaba era la fortaleza deltemplo, que llevaba largos siglos de vida y aún podría desafiar a losenemigos durante muchos más.
Sólo quería ser jardinero, morir en el claustro alto, como sus abuelos,y dejar nuevos Luna que perpetuasen los servicios de la familia en lacatedral. Su hijo mayor, Tomás, tenía doce años y le ayudaba en elcuidado del jardín. Con un intervalo de algunos años había tenido otro,Esteban, que apenas sabía andar y ya se arrodillaba ante las imágenes dela habitación, llorando para que su madre le bajase a la iglesia a verlos santos.
La pobreza entraba en el templo; reducíase el número de canónigos yracioneros. Al morir los empleados anulábanse las plazas, y erandespedidos los carpinteros, los albañiles, los vidrieros, que antesvivían en la Primada como obreros adheridos a ella, trabajandocontinuamente en su reparación. Si de tarde en tarde era indispensableverificar un trabajo, se llamaban jornaleros de fuera. En las Claveríasse desocupaban muchas habitaciones; un silencio de cementerio reinabaallí donde antes se aglomeraba todo un pueblo falto de espacio. El gobierno de Madrid—
había que ver con qué expresión de despreciosubrayaba el jardinero estas palabras—andaba en tratos con el SantoPadre para arreglar una cosa que llamaban Concordato. Se limitaba elnúmero de los canónigos, como si la Iglesia Primada fuese una colegiatacualquiera. Se les pagaba por el Gobierno, lo mismo que a losempleadillos, y para el sostenimiento y culto de la más famosa de lascatedrales españolas, que cuando cobraba el diezmo no sabía dóndeencerrar tantas riquezas, se destinaban mil doscientas pesetasmensuales.
—¡Mil doscientas pesetas, Tomás!—decía a su hijo, un chicarrónsilencioso a quien no interesaba gran cosa lo que no fuese su jardín—.¡Mil doscientas pesetas, cuando yo he conocido a la catedral con más deseis millones de renta! ¿Para qué hay con eso? Malos tiempos nosesperan, y si yo fuese otro, os dedicaría a un oficio, a cualquier cosa,fuera de la Primada.
Pero los Luna no pueden desertar, como tantospillos que han traicionado la causa de Dios. Aquí hemos nacido y aquíhemos de morir hasta el último de la familia.
Y enfurecido contra los clérigos de la catedral, que parecían acoger conbuen gusto el Concordato y sus sueldos, satisfechos de salir bienlibrados de la tormenta revolucionaria, se aislaba en el jardín,cerrando la puerta de la verja y rehuyendo las tertulias de otrostiempos.
Aquel pequeño mundo vegetal no cambiaba. Su sombra verdosa era semejanteal crepúsculo que envolvía el alma del jardinero. No era la alegríaruidosa, desbordante de colores y susurros, del huerto al aire libreinundado de sol; tenía la melancólica belleza del jardín monacal entrecuatro paredes, sin más luz que la que desciende a lo largo de losaleros y las arcadas, ni otras aves que las que revolotean en lo altomirando con asombro un paraíso en el fondo de un pozo. La vegetación erala misma da los paisajes griegos: laureles, cipreses y rosales, como enlos idilios de los poetas helénicos. Pero las ojivas que lo cerraban,los andenes pavimentados con grandes losas berroqueñas, en cuyosintersticios crecía la hierba en festones, la cruz del cenador central,el olor mohoso del hierro viejo de las verjas y la humedad de la piedrade los contrafuertes cubiertos por la verde capa de las lluvias, dabanal jardín un ambiente de vetustez cristiana. Los árboles se agitaban alviento como incensarios; las flores, de color pálido, lánguidas, conanémica hermosura, olían a incienso, como si las bocanadas de aire de lacatedral con que las impregnaban las cercanas puertas transformasen susnaturales perfumes. El agua de las lluvias, cayendo por las gárgolas ycanalones de los tejados, dormía en dos profundas albercas de piedra. Elcubo del jardinero rompía un instante la capa verdosa de su superficie,dejando ver el azul negruzco de las grandes profundidades; pero apenasextinguidos los círculos excéntricos de la inmersión, volvían aaproximarse y a confundirse las verdes lentejas, y otra vez desaparecíael agua bajo su mortaja vegetal, sin un estremecimiento, sin un susurro,muerta e inmóvil como el templo en el silencio de la tarde.
En la fiesta del Corpus y en la de la Virgen del Sagrario, a mediados deagosto, la gente acudía con cántaros al jardín y el señor Estebanpermitía que los llenasen en las dos cisternas. Era una antiguacostumbre que apreciaban los viejos toledanos, haciéndose lenguas de lafrescura del agua de la catedral, condenados como estaban el resto delaño al líquido terroso del Tajo. Otras veces entraba la gente en eljardín para proporcionar algunas ganancias al señor Esteban. Las devotasle encargaban ramos para sus imágenes o compraban tiestos de flores,creyéndolos preferibles a los de los cigarrales, por ser de la IglesiaPrimada. Las viejas pedían ramas de laurel para guisos y medicinascaseras. Estos ingresos, unidos a las dos pesetas que el cabildo habíaasignado al jardinero después de la fatal desamortización, servían alseñor Esteban para sacar la familia adelante. Próximo ya a la vejezhabía tenido su tercer hijo, Gabriel, un pequeñuelo que a los cuatroaños llamaba la atención de las mujeres de las Claverías. Su madreafirmaba con fe ciega que era el «vivo retrato» del Niño Jesús quellevaba en brazos la Virgen del Sagrario. Su hermana Tomasa, casada conel Azul de la Virgen y autora de una numerosa familia que ocupaba casila mitad del claustro alto, hacíase lenguas del talento de su sobrinillocuando apenas sabía hablar y de la unción infantil con que contemplabalas imágenes.
—Parece un santo—decía a sus amigas—. Hay que ver la seriedad con querepite las oraciones.... Gabrielillo llegará a ser algo. ¡Quién sabe sile veremos obispo! Monaguillos he conocido yo, cuando mi padre estabaencargado de la sacristía, que ya usan mitra, y puede que algún día lostengamos en Toledo.
El coro de halagos y alabanzas rodeaba desde sus primeros años al niñocomo una nube de incienso. La familia vivía para él. El señor Esteban,padre al uso latino, que amaba a sus hijos pero se mostraba con ellossombrío y amenazador para que creciesen rectos, sentía ante el pequeñoun retoñamiento de juventud, y jugueteaba con él, prestándose sonrientea todos sus caprichos. La madre abandonaba las faenas de la casa para nocontrariar a Gabriel, y los hermanos estaban pendientes de susbalbuceos. El mayor, Tomás, mocetón silencioso que había reemplazado asu padre en el cuidado del jardín e iba descalzo en pleno invierno porlos arriates y las ásperas losas de los andenes, subía con frecuenciamanojos de hierbas olorosas para que juguetease con ellas su hermanillo.Esteban, el segundo, que tenía trece años y gozaba de cierto prestigioentre los monaguillos de la catedral por la escrupulosidad con queayudaba las misas, asombraba a Gabriel con su sotana roja y el roqueteencañonado, y le ofrecía cabos de vela y estampitas de coloressustraídas del breviario de algún canónigo.
Algunas veces le entraba en brazos en el departamento de los gigantones,una vasta sala entre los contrafuertes y los botareles de las naves,atravesada por arbotantes de piedra. Allí estaban los héroes de lasantiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatroparejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figuronescon los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegradolas calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral.En un rincón estaba la Tarasca, espantable monstruo de cartón que abríasus fauces asustando a Gabriel, mientras sobre su lomo rugoso girabalocamente una muñeca desmelenada e impúdica, que la religiosidad deotros siglos había bautizado con el nombre de Ana Bolena.
Cuando Gabriel fue a la escuela, todos se asombraron de sus progresos.La chiquillería del claustro alto, que tanto enfadaba al Vara deplata, sacerdote encargado de la dirección y buen orden de la tribuestablecida en los tejados de la catedral, admiraba al pequeño Gabrielcomo un prodigio. Aún no sabía andar y ya leía de corrido. A los sieteaños comenzó a rumiar el latín, dominándole rápidamente, como si en suvida no hubiese hablado otra cosa; a los diez disputaba con los clérigosque frecuentaban el jardín, los cuales se gozaban en oponerle objecionesy dificultades.
El señor Esteban, cada vez más encorvado y débil, sonreía satisfechoante su última obra. ¡Iba a ser la gloria de la casa! Se llamaba Luna, ypodía aspirar a todo sin miedo, pues hasta papas había en la familia.
Los canónigos llevábanse al pequeño a la sacristía, antes del coro,para hacerle preguntas sobre sus estudios. Un clérigo de las oficinasdel arzobispado lo presentó al cardenal, quien después de oírle le dioun puñado de almendras y la esperanza de ocupar una beca para quehiciese gratuitamente sus estudios en el Seminario.
Los Luna y sus parientes más o menos cercanos, que formaban casi eltotal de la población del claustro alto, se regocijaron con esteofrecimiento. ¿Qué otra cosa podía ser Gabriel sino sacerdote? Paraaquellas gentes, pegadas desde que nacían al templo, cual excrecenciasde la piedra, y que consideraban a los arzobispos de Toledo los seresmás poderosos del mundo después del Papa, el único lugar digno de unhombre de talento era la Iglesia.
Gabriel fue al Seminario, y la familia creyó que las Claverías quedabandesiertas. Con la marcha del estudiante acababan en casa de los Luna lasveladas, en las que el campanero, el pertiguero, los sacristanes y demásempleados del templo escuchaban la voz clara y bien acentuada deGabriel, que les leía como un ángel, unas veces las vidas de los santos,otras los periódicos católicos que llegaban de Madrid, y en ciertasnoches un Quijote con tapas de pergamino y ortografía anticuada,venerable ejemplar que había pasado en la familia de generación engeneración.
La vida de Gabriel en el Seminario fue la existencia monótona y vulgardel estudiante laborioso: triunfos en las controversias teológicas,premios a granel y el honor de ser presentado a los compañeros comomodelo. De vez en cuando, algún canónigo de los que explicaban en elSeminario entraba en el jardín.
—El muchacho marcha muy bien, Esteban. Es el primero en todo, y además,callado y piadoso como un santo. Será el consuelo de su ancianidad.
El jardinero, cada vez más extenuado y viejo, movía la cabeza. Él sólopodría ver el término de la carrera de su hijo desde las alturas, si esque Dios le llamaba a ellas. Moriría antes de su triunfo, pero no seentristecía por esto; quedaba la familia para gozar de la victoria y dargracias al Señor por su bondad.
Humanidades, teología, cánones, todo lo vencía aquel jovenzuelo conextraordinaria ligereza que asombraba a sus maestros. Le comparaban enel Seminario con los Padres de la Iglesia que habían llamado la atenciónpor su precocidad. Iba a acabar sus estudios muy pronto, y todos leauguraban que Su Eminencia le daría una cátedra en el Seminario antes decantar misa. Su deseo de saber era insaciable. La biblioteca delSeminario la trataba como cosa propia. Algunas tardes iba a la catedralpara perfeccionar sus estudios de música religiosa hablando con elmaestro de capilla y el organista. En el aula de oratoria sagrada dejabaestupefactos al profesor y los alumnos por la fogosidad y la conviccióncon que pronunciaba sus sermones.
—Le llama el pulpito—decían en el jardín de la catedral—. Siente elfuego de los apóstoles.
Tal vez sea un San Bernardo o un Bossuet. ¡Quiénsabe adonde irá a parar ese muchacho...!
Uno de los estudios que más apasionaban a Gabriel era el de la historiade la catedral y de los príncipes eclesiásticos que la habían regido.Surgía en él el amor vehemente de los Luna por aquella giganta que erasu eterna madre. Pero no la admiraba a ciegas; como todos los suyos:quería saber el por qué y el cómo de las cosas; comprobar en loslibros las noticias vagas oídas a su padre con más carácter de leyendaque de hechos históricos.
Lo primero que llamaba su atención era la cronología de los arzobisposde Toledo, una cadena de hombres famosos, santos, guerreros, escritores,príncipes, todos con su cifra detrás del nombre, como los reyes en lasdinastías. Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas deEspaña. Los reyes godos en su corte no eran más que figuras decorativas,a las que se ensalzaba o se deponía según las exigencias del momento.La nación era una República teocrática, y el verdadero jefe el arzobispode Toledo.
Gabriel dividía y agrupaba por caracteres la larga lista de preladosfamosos. Primeramente los santos, los propagandistas de la edad heroicadel cristianismo, los obispos pobres como sus diocesanos, descalzos,fugitivos de la persecución romana y entregando al fin su cabeza alverdugo con el afán de dar nuevo prestigio a la doctrina por elsacrificio de la existencia: San Eugenio, Melando, Pelagio, Patruno yotros nombres que brillaban en el pasado, rompiendo apenas las nieblasde lo legendario. Luego venían los arzobispos de la época goda, losprelados monarcas, que ejercían sobre los reyes conquistadores lasuperioridad con que el poder espiritual acaba por dominar a la barbarieconquistadora. El milagro les acompañaba para confundir a los arríanossus enemigos; el prodigio celeste estaba a sus órdenes para asombrar alos rudos hombres de guerra, supeditándolos. El arzobispo Montano, quevive con su mujer, indignado por la murmuración, pone carbonesencendidos entre sus vestiduras sagradas mientras dice la misa y no sequema, demostrando con este milagro la pureza de su vida. San Ildefonso,no contento con escribir libros contra los herejes, hace que se leaparezca Santa Leocadia, dejando entre sus dedos un pedazo de manto, ygoza el honor de que la misma Virgen descienda del cielo para ponerleuna casulla bordada por sus manos. Sigiberto, años después, tiene laaudacia de vestirse esta casulla, y es depuesto, excomulgado ydesterrado por su temeridad. Los únicos libros que se producen en talépoca los escriben los prelados de Toledo. Ellos compilan las leyes,ellos ungen con el óleo santo la cabeza de los monarcas, ellosimprovisan rey a Wamba, conspiran contra la vida de Égica, y losconcilios reunidos en la basílica de Santa Leocadia son asambleaspolíticas, en las que la mitra está sobre el trono y la corona del rey alos pies del prelado.
Al sobrevenir la invasión sarracena se reanuda la serie de losarzobispos perseguidos. No temen ya por su vida, como en los tiempos dela intransigencia romana. Los musulmanes no dan martirio y respetan lascreencias de los vencidos. Todas las iglesias de Toledo siguen en poderde los cristianos mozárabes, a excepción de la catedral, que seconvierte en mezquita mayor. Los obispos católicos son respetados porlos moros, lo mismo que los rabinos hebreos, pero la Iglesia es pobre, ylas continuas guerras entre sarracenos y cristianos, junto con lasrepresalias que sirven de contestación a la barbarie de la Reconquista,dificultan la vida del culto. Gabriel, al llegar a este punto, soñabaleyendo los nombres obscuros de Cixila, Elipando y Wistremiro. A éste lellamaba San Eulogio «antorcha del Espíritu Santo y luz de España», perola Historia no decía nada de sus actos. A San Eulogio lo martirizan ymatan los moros en Córdoba por su excesivo entusiasmo religioso. Benito,francés de nación, que le sucede en la silla, por no ser menos que susantecesores, hace que la Virgen le baje otra casulla en una iglesia desu país antes de venir a Toledo.
Tras éstos, surgían en la interesante cronología los arzobisposguerreros; los prelados de cota de malla y hacha de dos filos; losconquistadores, que, dejando el coro a los humildes, montaban en sutrotón de guerra y creían no servir a Dios si en el año no añadíanalgunas aldeas y montes a los bienes de la Iglesia. Llegaban en el sigloxi, con Alfonso VI, a la conquista de Toledo. Los primeros eranfranceses, monjes del famoso monasterio de Cluny, enviados por el abadHugo al convento de Sahagún, y que comenzaban a usar el Don como señalde señorío. A la piadosa tolerancia de los anteriores obispos,acostumbrados al trato con árabes y judíos en la amplia libertad delculto mozárabe, sucedía la feroz intransigencia del cristianoconquistador. El arzobispo don Bernardo, apenas se ve en la silla deToledo, aprovecha la ausencia de Alfonso VI para violar sus compromisos.La mezquita mayor sigue en poder de los moros, por pacto solemne delrey, tolerante en materias religiosas como todos los monarcas de laReconquista. El arzobispo se apodera de la voluntad de la reina, la hacecómplice de sus planes, y una noche, seguido de clérigos y obreros,derriba las puertas de la mezquita, la limpia, la purifica, y por lamañana, cuando acuden los sarracenos a dirigir sus oraciones al solnaciente, la encuentran convertida en catedral católica. Los vencidos,seguros de la palabra dada por el vencedor, protestan escandalizados, ysi no se sublevan es por la intervención del alfaquí Abu-Walid, queconfía en que el rey cumplirá sus compromisos. Alfonso VI, en tres días,viene sobre Toledo desde el fondo de Castilla, dispuesto a matar alarzobispo y aun a su propia mujer por este atentado que pone enentredicho su palabra de caballero; pero tan grande es su furia, que losmismos árabes se conmueven; el alfaquí sale a su encuentro para rogarleque respete lo hecho, ya que los perjudicados se conforman, y en nombrede los vencidos le releva de cumplir su palabra, pues la posesión de unedificio no es motivo bastante para que se altere la paz.
Gabriel alababa al leer esto la prudencia y la tolerancia del buen moroAbu-Walid; pero aún admiraba más, con entusiasmo de seminarista, aaquellos prelados fieros, intransigentes y batalladores, queatrepellaban leyes y pueblos para mayor gloria de Dios.
El arzobispo don Martín es capitán general contra los moros deAndalucía, conquista villas y acompaña a Alfonso VIII en la batalla deAlarcos. El famoso prelado don Rodrigo escribe la crónica de España,llenándola de prodigios para mayor prosperidad de la Iglesia, y hacehistoria prácticamente, pasando más tiempo sobre su caballo de guerraque en su silla del coro. En la batalla de las Navas da el ejemplometiéndose en lo más recio de la pelea, por lo que el rey, después de lavictoria, le da el señorío de veinte lugares y el de Talavera de laReina. Luego, en ausencia del monarca, el belicoso arzobispo echa a losmoros de Quesada y de Cazorla y se apodera de vastos territorios, quepasan a ser señorío suyo con el título de Adelantamiento. Don Sancho,hijo de don Jaime de Aragón y hermano de la reina de Castilla, estima enmás su título de caudillo que la mitra de Toledo, y al ver que los morosavanzan, sale a su encuentro en los campos de Marios, se mete en lo másfuerte del combate y cae muerto por la morisma, que le corta las manos ypone su cabeza en una pica.
Don Gil de Albornoz, el famoso cardenal, marcha a Italia, huyendo de donPedro el Cruel, y, como experto capitán, reconquista todo el territoriode los papas refugiados en Aviñón; don Gutierre III va con don Juan II abatallar con los moros; don Alfonso de Acuña pelea en las revueltasciviles durante el reinado de Enrique IV; y como digno final de estaserie de prelados políticos y conquistadores, ricos y poderosos comoverdaderos príncipes, surgen el cardenal Mendoza, que guerrea en labatalla de Toro y en la conquista de Granada, gobernando después elreino, y Jiménez de Cisneros, que, no encontrando en, la Península morosa quienes combatir, pasa el mar y va a Orán, tremolando la cruz,convertida en arma de guerra.
El seminarista admiraba a estos hombres, agigantados por la nebulosidadde la historia antigua y las alabanzas de la Iglesia. Para él, eran losseres más grandes del mundo después de los papas, y aun alguna vezsuperiores a éstos. Se asombraba de que en los tiempos presentes fuesentan ciegos los españoles que no confiaran su dirección y gobierno a losarzobispos de Toledo, que en otros siglos tantas cosas heroicas habíanrealizado. La gloria y el desarrollo de la patria iban íntimamenteunidos a su historia. Su dinastía valía casi tanto como la de los reyes,y en más de una ocasión habían salvado a éstos con sus consejos y suenergía.
Detrás de las águilas venían las aves de corral. Después de los preladosde morrión de hierro y cota de malla desfilaban los prelados ricos yfastuosos, que no reñían otros combates que los de los pleitos,litigando con villas, gremios y particulares, para mantener la inmensafortuna amasada por sus antecesores. Los que eran generosos como Taveralevantaban palacios y protegían al Greco, a Berruguete y otros artistas,creando en Toledo un Renacimiento, eco del de Italia; los avarientoscomo Quiroga reducían los gastos de la fastuosa iglesia para convertirseen prestamistas de los reyes, dando millones de ducados a aquellosmonarcas austriacos en cuyos inmensos dominios no se ponía el sol, peroque se veían obligados a mendigar apenas retrasaban su viaje losgaleones de América.
La catedral era obra de sus príncipes eclesiásticos. Todos habían puestoen ella algo que revelaba su carácter. Los más rudos y guerreadores, elarmazón, la montaña de piedra y el bosque de madera que formaban suosamenta; los más cultos, elevados a la sede en época de refinamiento,las verjas de menuda labor, las portadas de pétreo encaje, los cuadros,las joyas que convertían en tesoro su sacristía. La gestación de lagiganta había durado cerca de tres siglos. Era como los animales enormesde la época prehistórica, durmiendo largos años en el vientre maternoantes de salir a luz.
Cuando sus pilastras y muros surgieron del suelo, el arte gótico aúnestaba en su primera época. En los dos siglos y medio que duró suconstrucción, la arquitectura hizo grandes adelantos. Esta lentatransformación la seguía Gabriel con la vista al visitar la catedral,encontrando el rastro de sus evoluciones. El grandioso templo era ungigante calzado con zapatos toscos y cubierta la cabeza de deslumbrantespenachos. Las bases de las pilastras eran groseras, sin adorno alguno.Subían los haces de columnas con rígida sencillez, marcando el arranquede los arcos con capiteles simples, en los cuales el cardo gótico aún notiene la exuberante frondosidad del período florido. Pero en lasbóvedas, allí donde la catedral estaba al término de su gestación, o seados siglos después de comenzada la obra, los ventanales, con sus ojivasmulticolores, muestran la magnificencia de un arte en su períodoculminante.
En los dos extremos del crucero encontraba Gabriel la prueba de losgrandes progresos realizados durante los centenares de años que necesitóla catedral para elevarse sobre el suelo. La puerta del Reloj, llamadatambién de la Feria, con sus rudas esculturas de hierática rigidez y eltímpano cubierto de compactas escenas de la Creación, contrastaba con lapuerta del otro extremo del crucero, la de los Leones, o, por otronombre, de la Alegría, construida doscientos años después, risueña ymajestuosa a la par como la entrada de un palacio y revelando ya lascarnales audacias del Renacimiento, que pugnaba por aposentarse entrelas rigideces de la arquitectura cristiana. Una sirena desnuda, fija ala puerta por su cola enroscada, sirve de llamador.
La catedral, labrada toda en piedra blanca y lechosa de las canterasinmediatas a Toledo, se remonta de un solo esfuerzo desde las bases delas pilastras hasta las bóvedas, sin triforiums que corten las arcadasy achaten y hagan pesadas sus naves con ojivas superpuestas. Gabrielveía en ella la dulce oración petrificada subiendo recta al cielo, sinsostenes ni apoyos. La piedra blanda servía para las laboresarquitectónicas; otra piedra más blanda aún formaba las bóvedas. En elexterior, los contrafuertes y botareles, así como los arbotantes quecomo puentes se extienden entre ellos, son de piedra berroqueñadurísima, formando un caparazón dorado, obscurecido por los siglos, queprotege y sustenta las aéreas delicadezas del interior. Las dos clasesde piedra marcan el aspecto de la catedral: obscura y rojiza por fuera,blanca y lechosa por dentro.
En ella encontraba el seminarista muestras de todas las arquitecturasque han florecido en la Península. El gótico primitivo y rudo lo veíaGabriel en las primeras portadas; el florido en la del Perdón y la delos Leones; la arquitectura árabe extiende sus graciosos arcos deherradura en el triforium que corre por todo el ábside tras el altarmayor, siendo obra de Cisneros, que quemaba los libros de los musulmanesy restablecía su estilo arquitectónico en pleno templo cristiano.
Elestilo plateresco mostraba su gracia juguetona en la portada delclaustro, y hasta el arte churrigueresco tenía la mayor de sus muestrasen el famoso transparente de Tomé, que rompe la bóveda detrás del altarmayor para dar luz al ábside.
En las tardes de asueto, Gabriel abandonaba el Seminario, vagando por lacatedral hasta la hora en que se cerraban sus puertas. Le gustaba pasearpor las naves, detrás del altar mayor, el sitio más obscuro y silenciosodel templo. Allí dormía gran parte de la historia de España. Tras lacerrada puerta de la capilla de los Reyes, guardada por dos heraldos depiedra puestos en jarras, estaban los monarcas de Castilla en sus tumbascoronadas por estatuas de armadura de oro haciendo oración con la espadaal cinto. Se detenía ante la capilla de Santiago, mirando a través delas verjas de sus tres arcos ojivales. En el fondo, el santo de lasleyendas, vestido de peregrino, con la cuchilla en alto, atrepellaba consu caballo a la morisma. Grandes conchas y escudos rojos con una luna deplata adornaban los muros blancos, subiendo hasta la bóveda. Estacapilla la miraba su padre el jardinero como cosa propia. Era la de losLuna, y aunque alguien hiciese burla del parentesco, allí estaban susilustres ascendientes don Álvaro y su mujer, en tumbas monumentales. Lade doña Juana Pimentel tenía arrodillados en sus ángulos a cuatrofrailes de mármol amarillento, que contemplaban a la noble señoratendida en la parte alta del monumento.
La del infeliz condestable deCastilla estaba escoltada por cuatro caballeros santiaguistas envueltosen el manto de la orden, que parecían velar a su Gran Maestre, ente