Gabriel reía escuchando esta historia.
—Todo un hombre, créame usted, tío.... Yo le quiero porque tiene alcabildo en un puño; no es como su antecesor, aquel sopitas con leche,que sólo sabía rezar y temblaba ante el último canónigo. ¡Que le vayan aéste con roncas! Tiene redaños para entrar una tarde en el coro ylimpiarlo a palos con el báculo. Hace más de dos meses que no baja a lacatedral ni le ven los canónigos. La última vez que una comisión deéstos fue a palacio, la servidumbre tembló. Iban a proponerle no sé quéreforma en la Primada y comenzaron diciendo: «Señor: el cabildoopina...»
Don Sebastián les interrumpió, hecho un basilisco: «El cabildono puede opinar nada; el cabildo no tiene sentido común.» Y les volvióla espalda, dejándoles hechos de piedra. Después, dijo a gritos, pegandopuñetazos en los muebles, que ha de hacer lo posible para que todas lasvacantes de la catedral se cubran con lo peorcito del clero; que entrenen el cabildo los curas borrachos, estafadores, etc. «Quiero reventar alcabildo—gritaba—, quiero ensuciarlo; así aprenderá a hablar menos demí; quiero cubrirlo, sí señor, cubrirlo de...» Y ya se figurará usted,tío, de qué quiere Su Eminencia cubrir a los canónigos. El pobre tienerazón. ¿Por qué se han de meter los del coro en si don Sebastián viveasí o asá y tiene estos líos o los otros? ¿No les deja él hacer lo quequieren?
¿Les dice acaso una palabra de sus visiteos escandalosos, apesar de que todo Toledo los conoce?
—¿Y los canónigos qué dicen del cardenal?
—Hablan de que Juanito es su nieto, y que su padre, que murió, yaparecía como sobrino de Su Eminencia, era un hijo que tuvo de ciertaseñora cuando fue obispo en Andalucía. Pero esto no parece irritar muchoa don Sebastián. Otra cosa le enfurece, hasta inflamarle la fístula yponerlo hecho un demonio: que hablen de doña Visitación.
—¿Y quién es esa señora?
—¡Anda! ¡Ésta es buena! ¿Usted aún no conoce a doña Visitación, cuandoen la catedral y fuera de ella no se habla de otra persona? Pues lasobrina de Su Eminencia, que vive con él en palacio. Ella es la quemanda. Don Sebastián, tan terrible como es, se convierte en un ángelcuando la ve. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica lamaldita enfermedad; pero se presenta doña Visita, y en seguida secontiene; sufre en silencio, gime como un niño, y basta que ella le digauna palabrita dulce o le haga un mimo, para que a Su Eminencia se lecaiga la baba de gusto... ¡La quiere mucho!
—¿Pero ella es...?—preguntó con extrañeza Gabriel.
—¡Claro que es lo que usted piensa! ¿Qué otra cosa puede ser? Estaba enel Colegio de Doncellas Nobles desde niña, y apenas vino a Toledo elcardenal, la sacó, llevándosela a palacio.
¡Qué enamoramiento tan ciegoel de don Sebastián! Y el caso es que la cosa no lo vale: unaseñoritinga delgaducha y pálida; ojos grandes y buen pelo: eso es todo.Dicen que canta, que toca el piano, que lee y sabe muchas cosas de lasque enseñan en ese colegio tan rico; que tiene la gracia de Dios paratraer chalao a Su Eminencia. A la catedral pasa algunas veces por elarco, hecha una beatita, con hábito y mantilla, acompañada de unacriadota fea.
—No será lo que creéis, muchacho.
—¡Anda! Todo el cabildo lo asegura, y los canónigos más formales locreen a pie juntillas.
Hasta los que son amigos y favoritos de SuEminencia y le llevan recados de lo que aquí se murmura contra él no loniegan con mucha calor. Y don Sebastián se indigna, se enfurece cada vezque una murmuración de éstas llega a sus oídos. Si le dijeran que en elcoro iban a dar un baile, se irritaría menos que cuando sabe que llevanen lenguas a doña Visita.
El perrero calló un instante, como si dudase en soltar algo grave.
—Esa señora es muy buena. Todos los de palacio la quieren porque leshabla dulcemente.
Además, si hace uso de su gran poder sobre elcardenal, es para evitarles las chillerías de Su Eminencia, que muchasveces, en sus ratos de dolor furioso, quiere arrojar copas y platos a lacabeza de los familiares. ¿Por qué se han de meter con ella? ¿Les hacealgún daño acaso? Cada uno en su casa, y al que sea malo ya lo castigaráDios.
Se rascó la sien, como vacilando una vez más.
—En cuanto a lo que doña Visita es cerca del cardenal—añadió—, no mecabe duda alguna.
Tengo datos, tío. Sé de buena tinta cómo viven. Unfamiliar los ha visto muchas veces besándose.
Es decir, besándose losdos, no. Ella era quien besaba, y don Sebastián acogía con una sonrisade angelón sus mimos de gatita. ¡El pobre está tan viejo...!
Y el Tato acababa sus confidencias con suposiciones obscenas.
Esta murmuración contra el cardenal, que subía desde la sacristía hastael claustro, irritaba al hermano de Gabriel. El Vara de palo, soldadoraso de la Iglesia, no podía escuchar con calma los ataques a sussuperiores. Para él todo eran calumnias. Lo mismo que de don Sebastián,habían hablado los canónigos de todos los arzobispos anteriores, lo queno impedía que después de muertos fuesen unos santos. Cuando sorprendíaal Tato repitiendo en las Claverías los chismes de abajo, le amenazabacon toda su autoridad de jefe de la familia.
Esteban se entristecía viendo el estado de salud de su hermano. Alababala conducta de éste, siempre prudente, acogiendo con un silenciorespetuoso las costumbres de la catedral, sin que se le escapase unapalabra reveladora de su pasado; le enorgullecía la atmósfera deadmiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilladel claustro escuchaba sus viajes, pero le apenaba la enfermedad deGabriel, la certeza de que la muerte había puesto en él su mano, yúnicamente por los cuidados de que le rodeaba iba retardando el momentode la posesión.
Había días en que el silenciario sonreía satisfecho viendo a Gabriel debuen color y oyendo con menos frecuencia su tos dolorosa.
—Muchacho, eso va bien—decía alegremente.
—Sí—contestaba Gabriel—; pero no te forjes ilusiones. Estoy bienagarrado. Ésa vendrá a su hora. Tú eres quien la repele. Pero un díapodrá más que tú.
La certeza de que la muerte acabaría por vencerlo enardecía a Esteban,haciéndole redoblar los cuidados. Apelaba a la superalimentación comoúnico remedio, y siempre que se aproximaba a Gabriel, era con algo enlas manos.
—Cómete esto.... Bebe lo que te traigo.
Y luchaba con aquel organismo quebrantado, con el estómago descompuestopor la miseria, con los pulmones heridos y el corazón sujeto adesarreglos en el funcionamiento, con la máquina humana desvencijada poruna vida de sufrimientos y emociones.
El constante velar sobre el enfermo había trastornado la vida económicade Esteban. Su mezquino sueldo y la pobre ayuda del maestro de capillaapenas si bastaban para aquella boca que consumía más que todos los dela casa juntos. A fines de mes, Esteban impetraba el auxilio del Varade plata para acabar los últimos días, ingresando de este modo en lagrey sumisa y miserable amarrada a la usura del sacerdote. Otras veces,el maestro de capilla, viviendo por un instante en la realidad, leentregaba unas cuantas pesetas, sacrificando el goce de adquirir unanueva partitura.
Gabriel adivinaba las privaciones a que se sometía el hermano, y queríacontribuir a los gastos de la casa. Pero ¿qué trabajo podía encontrar ensu aislamiento dentro de la catedral? Anheló un puesto al servicio deltemplo, cobrar a principios de mes unas cuantas pesetas de manos del Vara de plata, para no ser tan gravoso a su hermano. Pero todas lasplazas estaban ocupadas; sólo la muerte podía abrir huecos, y eranmuchos los hambrientos que aguardaban la ocasión, alegando derechos defamilia.
Su impotencia para ser útil al hermano y que el sacrificio de ésteresultase menos costoso era lo que apenaba a Gabriel, turbando lamonótona placidez de su existencia. Preguntaba a Esteban qué podríahacer para no estar inactivo, y el hermano le respondía con su expresiónbondadosa:
—Cuidarte, nada más que cuidarte. Tú no tienes otra obligación que lade guardar tu salud. Yo estoy aquí para lo demás.
Llegó Semana Santa, y Gabriel encontró ocasión para ganarse algunosjornales. Iban a levantar en la catedral el famoso Monumento entre eltrascoro y la puerta del Perdón. Era una fábrica pesada ycomplicadísima, de estilo suntuoso y barroco, que había costado aprincipios de siglo una fortuna al segundo cardenal de Borbón. Unverdadero bosque de maderos formaba el andamiaje del Monumento; lariqueza del cardenal había hecho un despilfarro de solidez ysuntuosidad, y para armar el sagrado catafalco se necesitaban muchosdías y no pocos obreros.
Gabriel se avistó con don Antolín, pidiéndole un sitio en la obra. Eransiete reales diarios que podía entregar a su hermano durante dossemanas, y él, que estaba habituado en otros tiempos a ver retribuido sutrabajo con largueza, acogía este jornal como una fortuna inesperada.
El Vara de palo protestó con indignación. Gabriel estaba enfermo y nodebía comprometer su escasa salud con los esfuerzos del trabajo. ¿Quéiba a hacer, tosiendo y ahogándose a cada instante, en aquella tareapesadísima de transportar maderos y acoplarlos? El enfermo letranquilizó. Ya sabía él lo que eran los trabajos en el templo; todo sehacía con parsimonia, sin premuras de tiempo. Los obreros al servicio dela Iglesia trabajan con la calma perezosa y la lenta prudencia queparecen envolver todos los actos de la religión. Además, el Vara deplata, conociendo su estado, le reservaba el trabajo menos penoso:colocaría tornillos y clavijas, alinearía los candelabros de laescalinata, arreglaría los tapices; confiaban en él como hombre de buengusto que había visto mucho en sus viajes.
Gabriel trabajó dos semanas en el Monumento. Este período de relativaactividad pareció causarle cierto bienestar. Se movía, se agitaba dandoórdenes a sus compañeros de trabajo; iba del templo a lo alto de lasClaverías, donde se guardaba el Monumento, y al verse cubierto de polvo,con los miembros fatigados por este incesante ir y venir, se hacía lailusión de que estaba sano.
En estas dos semanas no entró en la casa del zapatero y casi perdió devista a sus contertulios.
El campanero y los amigos le admiraban. ¡Unhombre de tanta sabiduría, y trabajaba, como cualquiera de ellos, paraayudar a su hermano!
La señora Tomasa le detuvo una mañana junto a la verja del jardín.
—Hay noticias, Gabriel. Creo saber dónde está nuestra pájara. No tedigo más; pero prepárate a ayudarme. El día que menos lo pienses la vesen la catedral.
Terminó la erección del Monumento. Toda la parte de la iglesia entre elcoro y la puerta del Perdón estaba ocupada por la vistosa y pesadafábrica. Los toledanos acudían a admirar, según costumbre tradicional,la escalinata cubierta de filas de apretadas luces, los legionariosromanos de alabastro apoyados en sus lanzas, y la cortina riquísima, deinnumerables pliegues, que bajaba desde la bóveda hasta la plataformadel Monumento.
El Jueves Santo por la tarde estaba Gabriel contemplando lo que encierto modo era su obra, confundido en el grupo de devotos. La catedralsonreía con su inmaculada blancura, a pesar de los velos negros quecubrían imágenes y altares. Los rosetones luminosos borraban con suschorros de colores el aspecto fúnebre de la ceremonia religiosa. En elcoro gemía una voz de tenor las lamentaciones y trinos de los profetasorientales. Estos lamentos por la muerte de Cristo se perdían sin eco enel templo medioeval, monumento democrático de una época que Introdujoen todas las expansiones religiosas su alegría de vivir al amparo de losmuros, mientras la muerte y la desolación corrían los campos.
Gabriel sintió que le tiraban de la chaqueta, y al volverse vio a lajardinera.
—Ven, sobrino. Ya la tenemos ahí. Te espera en el claustro.
Al salir, la señora Tomasa le mostró una mujer adosada al zócalo depiedra del jardín, encogida, envuelta en un mantón raído, con el pañuelode la cabeza echado sobre los ojos.
Gabriel no la hubiese conocido nunca. Recordaba la carita sonrosada dosaños antes, y miraba con asombro un rostro de juventud ajada, huesoso,los pómulos salientes, las ojeras profundas, y unos ojos de escasascejas, sin pestañas, con las pupilas todavía hermosas, pero empañadaspor vidriosa opacidad. Todo revelaba en ella la miseria y el desaliento.La falda era de verano, y por debajo asomaban unas botas rotas, muchomás grandes que sus pies.
—Saluda, muchacha—dijo la vieja—; es tu tío Gabriel; un ángel deDios, a pesar de sus calaveradas. A él debes que yo te haya buscado.
La jardinera empujaba a Sagrario hacia su tío. Pero la joven bajaba lacabeza, encorvando la espalda y retrocediendo, como si no pudieraresistir la presencia de un individuo de su familia. Se cubría el rostrocon el mísero mantón, ocultando sus lágrimas.
—Tía, vamos a casa—dijo Gabriel—. Esta criatura no está bien aquí.
En la escalera del claustro hicieron pasar delante a la joven, que subíacon la cabeza oculta, sin mirar, como si sus pies marchaseninstintivamente por aquellos peldaños.
—Hemos llegado esta mañana de Madrid—dijo la jardinera mientrassubían—. La he tenido en una posada, haciendo tiempo para traerla porla tarde a la catedral. Es la mejor hora: Esteban está en el coro y tútendrás tiempo para arreglar esto... Tres días he pasado allá. ¡Ay,Gabriel, hijo mío! ¡Qué cosas he visto! ¡En qué lugar estaba esa pobrechica! ¡Qué infiernos hay para las pobres mujeres! ¡Y aún dicen quesomos cristianos! ¡Un demonio es lo que somos...! Gracias que yo tengomis conocimientos en la corte: gentes de campanillas que han estado enla catedral y se acuerdan de la jardinera. De todo he necesitado, hastade dinero, para sacar a esa infeliz de las garras del diablo.
El claustro alto estaba desierto. Al llegar a la puerta de los Luna, lamuchacha, cual si despertase de su marcha soñolienta, se hizo atrás conexpresión de terror, como si dentro de la habitación le aguardase ungran peligro.
—Entra, mujer, entra—dijo la tía—. Es tu casa: alguna vez habías devolver.
Y la empujó, hasta hacerla pasar la puerta. Dentro, en el recibimiento,cesó su llanto. Miraba en derredor con asombro, asustada sin duda dehaber llegado hasta allí. Sus ojos lo examinaban todo con estupefacción,como admirados de que cada objeto estuviera en el mismo sitio que cincoaños antes, con una regularidad que hacía dudar de si realmente habíatranscurrido el tiempo. Nada cambiaba en aquel pequeño mundo, queparecía petrificado a la sombra de la catedral. Ella era la que,abandonándolo en plena juventud, volvía aviejada y enferma.
Hubo entre las tres personas un largo silencio.
—Tu cuarto, Sagrario—dijo al fin Gabriel con dulzura—, está lo mismoque lo dejaste. Entra en él y no salgas hasta que yo te llame. Ten calmay no llores. Confía en mí. Me conoces poco, pero la tía ya te habrádicho le que me intereso por tu suerte. Tu padre va a venir. Ocúltate ycalla.
Te lo repito: no salgas hasta que yo te llame.
Al quedar solos la jardinera y su sobrino, oyeron los sollozos ahogadosde la muchacha, que rompía a llorar viéndose en su antiguo cuarto.Después sonó el ruido de su cuerpo cayendo sobre la cama, y el estertorde su llanto fue haciéndose cada vez más ahogado.
—¡Pobrecilla!—dijo la vieja, a la que faltaba muy poco para llorartambién—. Es buena y está arrepentida de sus pecados. De haberlabuscado su padre cuando la abandonó aquel tunante, menos vergüenza ymiserias habría sufrido. ¿Y su salud? Yo creo, Gabriel, que ésa estápeor que tú... ¡Los hombres! ¡Con su honor y demás mentiras! Lo honradoes tener caridad, compasión al semejante, y no hacer mal a nadie. Eso lodije el otro día al sinvergüenza de mi yerno, que se indignó viendo quemarchaba a Madrid en busca de la chica. Habló de la honra de la familia,de que si Sagrario regresaba no podrían vivir en la catedral laspersonas decentes, y él no permitiría que su hija se asomase a la puertade la casa; y el muy ladrón todos los días le roba cera a la Virgen yestafa a las devotas tomando dinero por misas que nunca se dicen. Así leluce el pelo y está tan gordo..., con tanto honor.
La vieja, después de un corto silencio, miró a Gabriel con indecisión.
—Qué, ¿nos lanzamos a la pelea? ¿Llamo a Esteban...?
—Sí, llámelo. Estará en la catedral. Y usted, ¿se atreve a presenciarla entrevista?
—No, hijo; allá vosotros. Ya conoces a Esteban y me conoces a mí. Otendría que echarme a llorar, o acabaría arañándolo por su testarudez.Tú solo te arreglarás mejor. Para eso te ha dado Dios ese talentazo tanmal empleado.
Se fue la vieja, y Gabriel permaneció solo más de media hora, viendo porlos vidrios de una ventana el claustro abandonado. La catedral estabamás silenciosa que de costumbre. La muerte anual de Dios esparcía en latribu levítica de los tejados un ambiente de tristeza más intenso que eldel interior de la iglesia. Los niños de las Claverías y las mujeresestaban abajo, contemplando el Monumento. Las habitaciones parecíanabandonadas. Gabriel vio pasar por frente a la ventana a su hermano, queal momento apareció en la puerta.
¿Qué quieres, Gabrielillo? ¿Qué te pasa? La tía me ha alarmado con elrecadito. ¿Es que estás peor?
—Siéntate, Esteban. Estoy bien; tranquilízate....
El Vara de palo se sentó, mirando con asombro a Gabriel. Le alarmabasu seriedad inexplicable, el silencio prolongado, en el que parecíacoordinar sus pensamientos, cual si no supiera cómo empezar...
—¡Habla, hombre! ¡Rompe de una vez! Me tienes intranquilo.
—Hermano—dijo Gabriel con gravedad—, bien sabes que he respetado esemisterio de tu vida con el que me encontré al volver aquí. Me dijiste:«Mi hija ha muerto»; me manifestaste deseos de que nunca te hablara deella, y puedes decir si alguna vez he tocado tu vieja herida con lamenor alusión.
—Bien, ¿y qué? ¿Adonde vas a parar?—dijo Esteban, tornándose sombríoal oír estas palabras—. ¿A qué viene hablarme en un día tan sagradocomo el de hoy de cosas que me hacen daño...?
—Esteban, no es fácil que nos entendamos si te aferras a tuspreocupaciones. No pongas ese gesto; óyeme con calma; no te muevas comoun autómata a impulsos de los mismos hilos que movieron a nuestrosabuelos y tatarabuelos. Sé hombre y obra con arreglo a tus pensamientospropios.... Tú y yo tenernos diversas creencias. Dejo aparte lasreligiosas, que son para ti un consuelo, y bien sabes que las mías melas callo para no hacer imposible mi vida aquí.
Pero aparte de esto, túcrees que la familia es una obra de Dios, una institución de origensobrenatural, y yo creo que es una institución humana, basada en lasnecesidades de la especie. Al que falta a las leyes de la familia, alque deserta de su bandera, tú lo condenas para siempre, lo sentencias ala muerte del olvido; yo compadezco su debilidad y lo perdono.Entendemos el honor de un modo distinto. Tú eres el honor castellano:aquel honor tradicional y bárbaro, más cruel y funesto que la mismadeshonra; Un honor teatral, cuyos impulsos no arrancan nunca de lossentimientos humanos, sino del miedo al qué dirán, del deseo de aparecermuy grande y muy digno a los ojos de los demás antes que a los de lapropia conciencia. Para la esposa adúltera, la muerte, el asesinatovengador; para la hija fugitiva, el desprecio, el olvido; ése es vuestroevangelio. Yo tengo otro: para la esposa que olvida sus deberes, eldesprecio y el olvido; y para el pedazo de nuestras entrañas que huye,el amor, el apoyo, la dulzura, hasta lograr que vuelva a nosotros...Esteban, estamos separados por nuestras creencias; un montón de siglosse alza entre nosotros; pero eres mi hermano, me quieres y te quiero,sabes que sólo deseo tu bien, que llevo como tú ese apellido de familiaque en tanto estimas, que amé a nuestros pobres padres como tú pudisteamarlos, y en nombre de todo esto te digo que esta situación debeacabar, que no debes vivir insensible y petrificado en lo que llamas tudignidad, sin que te turbe el recuerdo de una hija tuya que rueda por elmundo como un guiñapo. Tú tan bueno, que me has recogido en el trancemás difícil de mi vida, ¿cómo puedes dormir, cómo puedes comer, sin queamargue tu existencia el pensamiento de tu hija perdida?
¿Qué sabes deella ahora? ¿No puede morir de hambre mientras tú comes? ¿No es fácilque esté en un hospital, mientras tú tienes la casa donde vivieron tuspadres...?
Esteban contrajo el rostro con una expresión sombría oyendo a suhermano.
—Es inútil que te esfuerces, Gabriel. Nada conseguirás. ¿Te he negadoalgo? ¿No estoy dispuesto a todo por mi hermano? Pero no me hables deésa; me ha causado mucho daño; ha roto mi vida: no sé cómo no he muerto.¿Has pensado bien en lo que es ser la familia de los Luna durante siglosel espejo de la catedral, el respeto hasta de los mismos arzobispos, yde repente verse uno entre los últimos, expuesto a las risas de todos,pudiendo mirarle con compasión hasta el último monaguillo? ¡Lo que yohe sufrido! ¡Las veces que he llorado de rabia, a solas en estahabitación, después de oír lo que se murmuraba a mis espaldas! Yluego—añadió quedamente, como si el dolor empañase su voz—, ¡aquellainfeliz mártir que murió de vergüenza, mi pobre mujer, que se fue delmundo por no ver mi dolor ni sufrir el desprecio de los demás...! ¿Yquieres que yo olvide esto...? Además, Gabriel, yo no sé expresar lo quesiento tan bien como tú. Pero el honor... es el honor. Es vivir yo enesta casa sin tener que avergonzarme; dormir por la noche sin miedo aver en la obscuridad los ojos de nuestro padre que me preguntan, por quépermanece una mujer perdida bajo el mismo techo que se conquistaron losLuna con siglos de servicios a la iglesia de Dios; es evitar que lagente se ría de nuestra familia.... Que digan en buena hora: «Esos Luna,¡qué desgraciados son!», pero que no digan nunca que los Luna son unafamilia falta de vergüenza. Por nuestro cariño, hermano, déjame: no mehables más de esto. Esas malas doctrinas te han envenenado el alma: nosólo has dejado de creer en Dios, sino que tampoco crees ya en el honor.
—¿Y qué es eso?—dijo Gabriel, enardeciéndose—. Tú mismo no lo sabes.«El honor es el honor.» Pues bien, los hijos son los hijos. Tu, hombrede preocupaciones, no te paras a considerar lo que son esos seres,continuación de nuestra propia existencia. Tu religión hace a los hijosfruto de Dios, y sin embargo, creéis ser mejores y más perfectos cuandorepeléis y maldecís esos regalos del cielo apenas os causan unacontrariedad. No, Esteban; el amor a los hijos y la conmiseración parasus faltas deben estar por encima de todas las preocupaciones. Esa vidaeterna del alma, promesa mentida de todas las religiones, sólo es unaverdad por los hijos. El alma muere con el cuerpo, no es más que unamanifestación de nuestro pensamiento, y el pensamiento es una funcióncerebral; pero los hijos perpetúan nuestro ser a través de lasgeneraciones y los siglos; ellos son los que nos hacen inmortales, yaque guardan y transmiten algo de nuestra personalidad, así como nosotrosheredamos la de nuestros antecesores. El que olvida a los seres que sonobra suya, es más digno de execración que el que abandona la vidasuicidándose. Las contrariedades de la existencia, las leyes ycostumbres inventadas por los hombres, ¿qué son ante el instintivoafecto por los seres que han salido de nosotros y perpetúan la variedadinfinita de nuestras habitudes y pensamientos? Aborrezco a losmiserables que, por no turbar la paz burguesa del matrimonio, abandonanlos hijos que tuvieron fuera de su casa. La paternidad es la más noblede las funciones animales, pero las bestias tienen más valor y másdignidad que el hombre para cumplirla. Ningún animal de clase superiorabandona o desconoce a su cachorro, y sois muchos los hombres quevolvéis la espalda al hijo, por miedo a lo que las gentes puedan decir.Si teniendo yo un hijo me enamorara locamente de la mujer más hermosadel mundo y ésta me exigiera que lo olvidase, ahogaría mi pasión para noabandonar al pequeñuelo. Si faltara mi hijo a todas las leyes humanas yle condujeran al patíbulo, hasta él le acompañaría yo, desafiando laexecración de las gentes, sin que por un momento negase que era obramía. Estamos unidos para siempre al ser que damos vida: es un compromisode solidaridad que contraemos ante la especie al trabajar por suconservación. El que rompe la cadena y huye, es un cobarde.
—¡No me convencerás, Gabriel!—gritó con energía Esteban—. ¡Noquiero...!, ¡no quiero!
—Lo repito: es una cobardía lo que haces. Ya que el honor pesa tanto enti, ese honor anticuado y cruel que arregla los conflictos de la vidaderramando sangre, ¿por qué no buscaste al que te robó la hija?, ¿porqué no le mataste, como un padre de comedia antigua? Eres un hombrepacífico, que no ha aprendido el arte de asesinar, y aquel individuo esun profesional de las armas; si te hubieses vengado sin regla alguna,apelando a lo que crees tu derecho, su familia poderosa se hubieraensañado en ti. No te has vengado, por instinto de conservación, pormiedo al presidio y a todos los castigos inventados por la sociedad; hastenido miedo, a pesar de tu indignación, y ese miedo lo truecas encrueldad para el ser más débil. Tu cólera sólo cae sobre la hija....Vamos, Esteban; eso no es digno de un padre.
El Vara de palo movía obstinadamente la cabeza.
—No me convencerás; no quiero oírte. Esa mujer no volverá aquí. ¿No meabandonó? Pues que siga su camino.
—Te abandonó a impulsos de ese instinto que llevan en sí todos losseres sanos: el instinto de la conservación de la especie, que embellecela poesía llamándolo amor. Si te hubiese abandonado después de recibirla bendición de un hombre ante un altar, te mostrarías satisfecho y larecibirías con los brazos abiertos tantas veces como viniera a verte. Teabandonó para ser engañada, para caer en la miseria y la vergüenza; yviéndola infeliz, ¿no merece tu conmiseración, más aún que si la viesesdichosa? Reflexiona, Esteban, en la manera como cayó tu pobre hija. ¿Quéle habías enseñado para defenderse de la malicia del mundo? ¿Qué armastenía para conservar incólume eso que llamas honor? Vosotros, tú y tumujer, la dabais ejemplo del respeto que merece el dinero y unnacimiento elevado dejando entrar en vuestra casa a aquel muchacho,acogiendo como un honor que un señorito se fijase en vuestra hija. Lapobre lo amó viendo en él un resumen de todas las perfecciones humanas.Cuando surgieron los inevitables resultados de la desigualdad social,ella no quiso renunciar: fue una de esas naturalezas nobles que sesublevan contra los prejuicios del mundo, aun a riesgo de sufrir todaslas amarguras de su rebelión, y cayó vencida. ¿A quién puede culparse? Asu ignorancia; a su vida de aislamiento lejos del mundo; a vosotros, queno la enseñasteis más, y cegados por la ambición la dejabais soñarjunto al precipicio; a todos, menos a ella. ¡Infeliz! Con creces hapagado su noble fiereza contra las preocupaciones sociales. Es unamuerta en el combate social: un cuerpo que hay que levantar; y tú, queeres el padre, debes ser el primero en cumplir esta obra de justicia.
Esteban, con la cabeza baja, seguía haciendo movimientos negativos.
—Hermano—dijo Gabriel con cierta solemnidad—, ya que te aferrastenazmente a tu negativa, sólo me resta decirte una cosa: si tu hija noviene, yo me voy.... Cada uno tiene sus escrúpulos.
Tú temes lasmurmuraciones de la gente; yo me temo a mí mismo, a lo que elpensamiento pueda echarme en cara en los momentos de soledad. Desde quesoy tu huésped, pienso a todas horas en tu hija: desde que conocí loocurrido en esta casa, me propuse que la infeliz víctima volviese a ti.¿No quieres que vuelva? Pues yo soy el que se va. Sería un ladrón sicomiese tu pan, mientras un ser que es carne de tu carne sufre hambre;si me dejase cuidar en mi enfermedad, mientras esa infeliz tal vez estápeor que yo y no encuentra en el mundo una mano que la sostenga. Si ellano vuelve, yo no soy tu hermano: soy un intruso que usurpa la parte decariño y de bienestar que corresponde a otro ser. Hermano, cada unotiene su moral: la tuya es la enseñada por los curas; la mía me la hecreado yo mismo, y aunque menos aparatosa, tal vez sea más rígida. Y ennombre de mi moral, yo te digo: Esteban, he