La Condenada (Cuentos) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron.

Una señorabajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis.

Vestía de negro yel velillo del sombrero cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar, suscaderas movíanse con armónica cadencia, y a cada paso resonaba el fru-fru de la fina ropa interior.

Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo.Sí, era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento desorpresa de su cochero le avisó antes que su vista.

—¡Ernestina!

Creyó en una traición. Alguien había avisado a su mujer. ¡Qué situacióntan ridícula!... ¡Y la otra que iba a llegar!

—¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?

—Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aquí estoy.

Y Ernestina añadió con triste sonrisa:

—A ti, Luis, para verte hay que apelar a estratagemas que repugnan auna mujer honrada.

¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casatan temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reirían los amigos delCasino al saber aquello!

Dos lavanderas se pararon en el camino a corta distancia, con pretextode descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa.

Querían oír algo delo que se decían aquellos señoritos.

—¡Sube!... ¡Sube!—dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Leirritaba lo ridículo de la escena.

El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y losesposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota,se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverseuno de los dos a ser el primero en hablar.

Ella comenzó. ¡Ah, la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lohabía dicho Luis; por esto la huía, teniéndola mucho miedo; porque apesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre porimponer su voluntad. ¡Señor! ¡Y qué educación dan en esos colegiosfranceses!

—Mira, Luis... pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eresmi marido y contigo debo vivir. Trátame como quieras; pégame... tequerré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño.Lo que te digo es que eres mío y no te suelto. Olvidemos lo pasado y aúnpodemos ser felices.

Luis, Luis mío, ¿qué mujer puede quererte como latuya?

¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quería callar, mostrarse altivo ydesdeñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; peroaquellas palabras le pusieron fuera de sí.

¿Volver a unirse? ¡En seguida! ¿Acaso estaba loco?... ¡Ah, señora!Olvida usted sin duda que hay cosas que jamás se perdonan; cosas... Enfin, que quien bien está, que no se mueva.

Ellos no servían paracasados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en que sedesarrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; aella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes(palabra de honor, señora), y sería una locura deshacer por tonterías loque el tiempo había hecho sabiamente.

Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencían a la señora. Ella no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posiciónmuy equívoca; casi la igualaban con mujeres infieles; era objeto dedeclaraciones y asiduidades que la sublevaban; creíanla una joven alegrey fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el Judíoerrante. Di, Luis,

¿es esto vivir?

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron ahablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una músicaantigua y empalagosa.

Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajocuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubriolanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájarosmecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voztriste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba queel sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todohablaba allí del amor legítimo sometido a reglamentación oficial.

Aquí,dos bodas; en el restaurant de más allá, otras; en último termino, uncortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos con la panzarepleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis.

¡Todo Dios se casaba!...¡Qué brutos! ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!

Atrás se quedaron los Viveros con sus regocijadas bodas; los valsessonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestinaseguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oído de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos.Porque ella se sentía celosa. Sí, Luis; ríe cuanto quieras; celosa desdehacía un año, en vista de sus amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo;su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos pormujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que teníahijos.

¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de sumarido, que era lo único que tenía en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico.¡Ah, señora! ¡Y cuán mal la aconsejaban sus amigos!

Él hacía su santavoluntad, ¿estamos? No tenía que dar cuentas a nadie, pues de darlas,también tendría que exigírselas a ella, y...

¡recuerde usted, señora!Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.

Y mientras enumeraba sus desdichas, que en el fondo no le importaban uncomino, y llamaba infidelidades a lo que fueron imprudentes coqueterías,todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y laComedia, Luis iba fijándose en su mujer.

¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, perodébil y delicada, que tenía horror al oscu, no queriendo enseñar losaliente de sus clavículas. Los cinco años de separación habían hecho deella una mujer adorable, espléndida, con las redondeces, el color y lasuavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su mujer! ¡Cómodebían desearla los que no estaban en su caso!

—Sí, señora. Puedo hacer lo que guste y no tengo que dar cuenta de misacciones... Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay queaturdirse, olvidar, y yo tengo derecho a todo... a todo, ¿lo entiendeusted? para olvidar que he sido muy desgraciado.

Le encantaban sus palabras, pero no pudo seguir. ¡Qué calor!

El solmetía sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnadode fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba acomunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Quédesgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!

Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólosentidas en su época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprès que años antes los había llevado a París, ebrios de dicha ypalpitantes de deseo.

Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer suspensamientos, se aproximaba a él, tierna y sumisa como una víctima,pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndose desus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándolo conel perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que,estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.

Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en suasiento. El recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diríasu amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con sulibertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besabaa los niños nacidos mucho después de la separación? Aquel era un hombre.Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.

—No, Ernestina—dijo por fin, tuteando a su mujer—. Nunca nosuniremos. Te conozco: todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Siguetu camino, como si no nos conociéramos...

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda.

Llorabadescansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada manointroducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.

Luego hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!... Pero no; llorabade veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientosnerviosos que conmovían todo su cuerpo.

Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener elcarruaje. Estaba fuera de la Puerta de Hierro; no pasaba nadie en aquelmomento por el camino.

—Trae agua... cualquier cosa. La señorita está enferma.

Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentótranquilizar a su mujer.

—Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo.Pareces una niña.

Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena deagua. En la precipitación había olvidado el vaso.

—No importa, bebe.

Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía biensu marido. Nada de menjurjes de tocador, como en los tiempos quefrecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fría, tenía una palidezfresca, de rosada transparencia.

Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían paraajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota seescapaba resbalando lentamente por la barbilla redonda y graciosa.Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible película de laepidermis. Él la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba acaer!... ¡Ya caía!

Pero no cayó; pues Luis, sin saber casi lo que hacía, la recogió en suslabios, se sintió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba ungrito de sorpresa, de loco júbilo.

—Por fin... Luis mío... ¡Si yo ya lo decía! ¡Si eres muy bueno!

Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar suamor, se besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer delventorrillo que recogió la botella.

El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.

—Ya tenemos ama—murmuraba soltando latigazos a sus bestias—. A casapronto, antes que el señorito se arrepienta.

El coche volaba por la carretera con la arrogancia de un carro triunfal,y en su interior, los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse conpasión. El sombrero de Luis estaba a sus pies, y ella le acariciaba lacabeza, despeinándole: el juego favorito de su luna de miel.

Y Luis reía, encontrando el suceso graciosísimo.

—Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de losViveros por estar solos y libres de convidados.

Al pasar frente a San Antonio, Ernestina, reclinada en un hombro de suesposo, se incorporó.

—Mira: ese es quien ha hecho el milagro de unirnos. De soltera lerezaba pidiéndole un buen marido, y por segunda vez me protege, dándomemi Luis.

—No, vida mía: el milagro lo has hecho tú con tu belleza.

Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y por fin dijocon maliciosa sonrisa:

—¡Ah, señor mío! No creas que me engañas. Lo que te vuelve a mí no esel amor tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseosque en ti despierta. Pero he aprendido bastante en estos años deconsuelo y soledad. Ya verás, Luis mío. Seré muy buena; te querrémucho... Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño, yo hede conseguir que me adores como a esposa.

Venganza moruna

———

Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta,una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo,estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversaciónde sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio,a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos quedescansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas enValencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanla ojeadas deardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de lamuerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin dudasentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que alos veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de laescopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campospara vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes,y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le queríanmal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un almatan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura.

Era comolas vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparenciade cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros,rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneashorizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta,majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse derelieve bajo el negro vestido.

Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.

En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet.

Casarse conuna pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más alsaberse que la novia era hija de una bruja, y por tanto, heredera detodas sus malas artes.

Pero él firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; segúndecían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa ala hija de la Bruixa; y Teulaí, con ser un perdido que no respetabagran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podíaresignarse a tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en lataberna testigos presenciales (y allí la reunión era de lo másrespetable), preparaba malas bebidas, ayudaba a sacar a su madre lasmantecas a los niños vagabundos para confeccionar misteriosos ungüentos,y la untaba los sábados a media noche, antes de salir volando por lachimenea.

Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con estofueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casade la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudi.

Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, talvez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas másexperimentadas, ligan para siempre con una fuerza infernal.

La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plazadel pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedósola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por lanoche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquelantro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.

¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo.Bien se veía que el tal casamiento era por arte del Malo. Apenas siPepet salía de su casa: olvidaba los campos, dejaba en libertad a losjornaleros, no quería apartarse ni un momento de su mujer; y las gentes,a través de la puerta entornada o por las ventanas siempre abiertas,sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas ycaricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura atodo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perrosfuriosos persiguiéndose, con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah,la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban las entrañas con susbebidas.

Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño,como un cirio que se derretía.

El médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de lacredulidad de la gente, hablaba de separarles como único remedio. Perolos dos siguieron unidos; él cada vez más decaído y miserable; ellaengordando, rozagante y soberbia, insultando a la murmuración con susaires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después murió Pepetlentamente, como luz que se extingue, llamando a su mujer hasta elúltimo momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.

¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malasbebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hijano salió a la calle en algunas semanas y los vecinos oían sus lamentos.Por fin, algunas tardes, desafiando las miradas hostiles, fue con suniño al cementerio.

Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, parael cual matar era ocupación de hombres, y que, indignado por la muertedel hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a la mujer y a labruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido. Estaríacon los roders en la montaña, o los negocios le habrían llevado alotro extremo de la provincia.

Marieta se atrevió, por fin, a salir delpueblo; a ir a Valencia para sus compras... ¡Ah, la señora! ¡Quéimportancia se daba con el dinero de su pobre marido! Tal vez buscabaque los señoritos le dijesen algo, viéndola tan guapetona...

Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil; las miradas afluían aella, pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamentecon gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, losempolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un círculo entorno del tren en marcha, mientras el horizonte inflamábase al contactodel sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.

Detúvose el tren en una pequeña estación, y las mujeres que más habíanhablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando por delante suscestas y capazos.

Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de lasvecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar a suscasas.

La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte caderala cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería quela adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasenmarchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones.

En las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros,había poca luz. Las últimas casas extendíanse en dos filas a lo largo dela carretera. Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegadadel crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y polvorienta faja delcamino, marcábanse como un rosario de hormigas las mujeres que, con losfardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torreasomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con elúltimo reflejo de sol.

Marieta, brava moza, sintió repentinamente cierta inquietud al versesola en el camino. Éste era muy largo, y cerraría la noche antes quellegase a su casa.

Sobre una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco,indicador de una taberna. Bajo de él, y de espaldas al pueblo, estaba unhombre pequeño, apoyado en el quicio y con las manos en la faja.

Marieta se fijó en él... Si al volver la cabeza resultase que era sucuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos,siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismoque lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el queestaba a la puerta de la taberna.

Pasó junto a él sin levantar los ojos.

Buenas tardes, Marieta.

Era él... Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción demomentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisatraidora, que la miraba con aquellos ojos más molestos y crueles que suspalabras.

Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte,sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un esfuerzo para queel niño no cayera de sus brazos.

Teulaí sonreía socarronamente. No había por qué asustarse.

¿No eranparientes? Se alegraba del encuentro; la acompañaría al pueblo, y por elcamino hablarían de algunos asuntos.

Avant, avant—decía el hombrecillo.

Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudocontraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, queparecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cualúnicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz quedespedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertesy valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.

En la última casa del pueblo una vieja barría canturreando su portal.

—¡ Bòna dòna, bòna dòna!—gritó Teulaí.

La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre elcuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no ser obedecidoinmediatamente.

Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisieraevitar un enternecimiento indigno de él, lo pasó a los brazos de lavieja, encargándole su cuidado... Era asunto de media hora: volveríanpronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.

Marieta rompió en sollozos y se abalanzó al niño para besarle.

Pero sucuñado tiró de ella.

Avant, avant.

Se hacía tarde.

Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso acuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta,mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa.

Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino lasmujeres que marchaban al pueblo. Los pardos vapores del anochecerextendíanse a ras de los campos, la arboleda tomaba un tono de oscuroazul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las primerasestrellas.

Continuaron en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo conuna decisión inspirada por el miedo... Lo que tuviera que decirle, lomismo podía ser allí que en otra parte. Y la temblaban las piernas,balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su cuñado.

A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban através de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.

Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y sucuñado.

Éste, siempre con su sonrisa infernal, hablaba con lentitud...

Lo quetenía que decirle era que rezase; y si sentía miedo, podía echarse eldelantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un hermanoimpunemente.

Marieta se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta enpleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedo, había concebidoantes de llegar allí las mayores brutalidades; palizas horrorosas, elcuerpo magullado, la cabellera arrancada, pero... ¡rezar y taparse lacara! ¡Morir! ¡Y

tal enormidad dicha tan fríamente!...

Con palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo eran mentiras de la gente. Había querido con el alma a supobre hermano, le quería aún; si había muerto fue por no creerla a ella,a ella que no había tenido valor para ser esquiva y fría con un hombretan enamorado.

Pero el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, queera ya una mueca.

—¡ Calla, filla de la Bruixa!

Ella y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; lehabían consumido con malas bebidas... Y si él la escuchaba ahora seríacapaz de embrujarlo también. Pero no; él no caería como el tonto de suhermano.

Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre,cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verlamás de cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojosnegros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.

¡Bruixa... envenenaora!

Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buenamoza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, yretrocediendo buscó algo en su faja.

Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos los mismosgritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas en una charcainmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullabalúgubremente allá en las últimas casas del pueblo.

Los campos hundíanseen los vapores de la noche.

Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda suarrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y lepegaba su madre, y rompió en sollozos.

—¡ Mátam, mátam!—gimió echándose a la cara el negro delantal,enrollándolo en torno de su cabeza.

Teulaí se acercó a ella impasible, con una pistola en la mano.

Aún oyóla voz de su cuñada gimiendo a través de la negra tela con lamentos deniña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufririntercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitabaatropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de lapistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.

Entre el humo y los fogonazos viose a Marieta erguirse como impulsadapor un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó susropas.

En la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias deseductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.

Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en últimotérmino con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo enbusca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.

Al tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró.

—¡ Pobret! ¡ pobret meu!—dijo besándole.

Y su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hechopor el pequeño una gran cosa.

La pared

———

Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos dela viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles deCampanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!...¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menospensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetonesde las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, deuna casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.

Treinta años que los odios de los Rabosas y Casporras traíanalborotado a Campanar. Casi en las puertas de Valencia, en el risueñopueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad con losredondos ventana