La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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El Majito se metió de un salto en la tienda de la Sanguijuelera.Esta solía mimarle y le obsequiaba unas veces con piñones y otras conazotes.

«Hola, lagartijilla, ¿ya estás aquí?... No enredes en la tienda, porquevas a cobrar.

—¿Y Pecado?

—En el taller... Dios le tenga allá...».

Aquel día, aunque era festivo, el soguero tenía trabajo hasta las doce.No había querido ir Mariano; pero su severa tía le cogió por una oreja,y... ¡Valiente holgazán!

«¿Y Pecado?—volvió a preguntar el Majito.

—Te digo que está en el trabajo... No te montes sobre la tinaja. Si mela rompes, vas a ver. ¡Eh, eh! No te encarames, o te vas de aquí máspronto que la vista.

—¿En dónde está Pecado?».

Para preguntar, los sabios y los chicos. La Sanguijuelera, cansada deresponder a la misma pregunta, le cogió con una mano los dos carrillos,estrujándoselos, con lo que la boca del Majito resultó como unaguinda. Le dio un beso en ella, diciéndole: «¡Qué pesado eres..., y quérebonito!».

«¡Suéltame, vieja!—exclamó Rafael, limpiándose la cara.

—Eso es, frótate, bobo... Y me has llenado de babas.

—¿Y Pecado?

—¡Toma Pecado!».

Y le arreó dos nalgadas. Como un jilguero saltó el Majito, y de unbrinco se puso en el pasillo, y de otro brinco en el patio interior, ycon un tercer brinco se metió en el aposento donde Encarnación vivía, elcual no era notable por su desahogo ni por sus claridades. Difícilmentese podría determinar, sin tener costumbre de andar dentro de tallaberinto, lo que allí había; pero el Majito, que conocía el localcomo un ratón conoce las entradas y salidas de la casa que habita, subióa eminencias que parecían camas; descendió a negros abismos que parecíanarcones abiertos; trepó por las gastadas graderías de un estante viejo;se arrastró por suelos polvorientos; metió su brazo por tortuosasgrietas formadas de informes bultos arrimados a la pared. Sin dudabuscaba algo. Su flexible cuerpecillo se escurría y deslizaba ensilencio de hueco en hueco, hasta que al fin, apoyado en un cofre, diouna voltereta agitando las patitas en el aire, y se sumergió como elnadador en persecución de la perla.

Era un rincón obscuro, polvoroso, lleno de cachivaches, antesapreciables al tacto que a la vista, objetos de cartón, de cuero, demetal, algo como mochilas, bayonetas, cartucheras, trozos de arreosmilitares, desechados por inútiles en la liquidación de un bazar dejuguetes. El Majito miró y se estuvo quieto, atento. Sus ratonilesojos veían en la obscuridad aquel montón de cosas. Era un cuadro en lasprofundidades del mar, con ansiedad de buzo y resplandor de mariscosentre el lívido verdor del agua. Las arañas se paseaban sobre losobjetos, pero Rafael no les tenía miedo. Las correderas entraban ysalían por los intersticios, huyendo azoradas al ruido, pero el Majito tampoco las tenía miedo. Estuvo un rato en acecho, dudoso, mirando yeligiendo. Fuerte cosa era decidir cuál objeto tomaría. Por último,decidido, tiró de una brillante empuñadura y sacó un sable. Despuésrevolvió el conjunto y vio un brillo seductor de galones. Diole un saltoel corazón de ratero y tomó lo que brillaba. Era un sombrero que parecíaescudilla, un ros de cartón, deforme, cuarteado, pero con tres tiras depapel dorado pegadas en redondo. El Majito, que tan poco sabía delmundo, sabía que los tres entorchados son la insignia del capitángeneral, y que esta es la jerarquía más alta del ejército. ¡Vaya usted aaveriguar dónde esos diablos de chicos aprenden estas cosas!

Se puso el ros y vio que era bueno. Empuñó el sable. Era un palitopinchante amarrado a una empuñadura de metal, que en su origen parecíahaber sido asa de un brasero de cobre. Había en la prenda militar unafabricación tosca, pero ingeniosa, que denotaba tanta habilidad comofalta de medios. Autor y dueño de aquellos arreos era, como se habrácomprendido, el famoso Pecado, gran amigo de cosas de guerra, y quedesde su tierna infancia se mostraba muy precoz para las artesmecánicas. Él apandaba, no se sabe dónde, aunque es de presumir quefuera de sus viajes por las Américas, restos de juguetes, pedazos dehojalata, de madera, de hierro; y con un clavo viejo, una cuerda, unanavaja rota y un enorme guijarro que servía de martillo y de piedra deafilar, hacía maravillas.

En cuanto al ros, justo es consignar que no vino a sus manos por causade rapiña, sino que lo cogió en la calle, en el momento de caer de unbalcón, arrojado por unos niños.

Era pieza lastimosa; pero ¡cómo setrasformó en sus hábiles manos! Púsole visera que no tenía para lo cualle bastó media suela de una zapatilla; lo moldeó y le dio forma, quecasi había perdido; adornole con una vistosa placa, que sacó de la chapacircular de un botecillo de betún, y por último, con ciertos tirajos depapel dorado, sutilmente desprendidos de una caja de mazapán, le pusosus tres entorchados. ¡Muy bien! ¡Así se hacen las cosas! El ros tuvo ensus orígenes plata y oro, insignias de comandante.

Pecado le hizoganar de un salto la mayor jerarquía militar con una prontitud queenvidiaría la misma Gaceta..., ¡hala!

Dejemos a Majito con el ros encasquetado, el sable en la derecha mano,en actitud tan belicosa, que si le viera el sultán de Marruecosconvocara a toda su gente a la guerra santa. Con la mano siniestra selimpió el polvo y las telarañas que no querían desprenderse de la felpade su chaqueta, y dando después tres o cuatro brincos, se puso en lacalle gritando con todo el vigor de su pecho infantil: «Soy Plin».

¡Ser Prim! ¡Ilusión de los hijos del pueblo en los primeros albores dela ambición, cuando los instintos de gloria comienzan a despuntar en elalma, entre el torpe balbucir de la lengua y el retoñar, casiinsensible, de las pasiones! Esta ilusión, que era entonces común en lasturbas infantiles, a pesar de la reciente trágica muerte del héroe, seva extinguiendo ya conforme se desvanece aquella enérgica figura. Peroaún hoy persiste algo de tan bella ilusión; aún se ven zamacucos decinco años, con un palo al hombro y una gorra de papel en la cabeza, quequieren ser Prim o ser O'Donnell. ¡Lástima grande que esto se acabe, yque los chicos que juegan al valor no puedan invocar otros nombres quelos gárrulos motes de los toreros!

Ya lo hicimos—dijo Encarnación mirando al Majito—.

Apandó loschirimbolos, y cuando el otro venga tendremos la de no te menees».

El Majito se dejó ir con grave paso por la calle de Moratines abajo.Era el día ventoso, frío y seco, hijo maldito de la malditísimaprimavera de Madrid. La pluma del ros del Majito (porque una pluma depavo tenía) se torcía con la fuerza del viento. La cola de las gallinasque andaban por la calle se doblaba también, obligándolas a dar tumbosentre el fango. Todo lo que colgaba de las paredes, ropa, trapos, sogas,se ponía horizontal; balanceábanse las bacías de cobre colgadas en lapuerta del barbero; las faldas de las mujeres se arremolinaban; serompían las vidrieras; los hombres se iban sujetando con la mano susgorras y sombreros, los curas apenas podían andar; todo lo flotantetendía a tomar la horizontal, y en medio de esta desolación relativa, el Majito avanzaba tieso y altanero, como hombre supinamenteconvencido de la importancia de sus funciones.

En la calle de Ercilla tenía ya un séquito de seis muchachos; en la delLabrador, ya se le había incorporado una partida de diez y siete, entrehembras y varones, siendo las primeras, ¡cosa extraña!, las que másbulla metían. Los tres chicos del capataz de la fundición de hierrosalieron batiendo marcha sobre una plancha de latón, y pronto seagregaron a ellos, para aumentar tan dulce orquesta, los dos deltendero, tañendo esas delicadas sonatas de Navidad, que consisten endescargar golpes a compás sobre una lata de petróleo. Eran estosenemigos del género humano pequeñuelos y sucios. Calzaban botasindescifrables, pues no se podía decir a ciencia cierta dónde acababa lapiel y empezaba el cordobán. Estaban galoneados de lodo desde la cabezaa los pies. Si la basura fuera una condecoración, los nombres deaquellos caballeritos se cogerían toda la Guía de forasteros.

Al desembocar el ya crecido ejército en la plaza de las Peñuelas, centrodel barrio, agregose una chiquillería formidable. Eran los dos nietos dela Tía Gordita, los cuatro hijos de Ponce el buñolero, las delsacamuelas y otros muchos. Mayor variedad de aspecto y de fachas en launidad de la inocencia picaresca no se ha visto jamás.

Había

caraslívidas

y

rostros

siniestros

entre

la

muchedumbre de semblantes alegres.El raquitismo heredado marcaba con su sello amarillo multitud decabezas, inscribiendo la predestinación del crimen. Los cráneosachatados, los pómulos cubiertos de granulaciones y el pelo ralo, poníanuna máscara de antipatía sobre las siempre interesantes facciones de laniñez. En un momento se vio a la partida proveerse de palos de escoba,cañas, varas, con esa rapidez puramente española, que no es otra cosaque el instinto de armarse; y sin saber cómo surgieron picudos gorros depapel con flotantes cenefas que arrebataba el viento, y aparecierondistintivos varios, hechos al arbitrio de cada uno. Era una página de lahistoria contemporánea, puesta en aleluyas en un olvidado rincón de lacapital. Fueran los niños hombres y las calles provincias, y la aleluyahabría sido una página seria, demasiado seria. Y era digno de verse cómose coordinaba poco a poco el menudo ejército; cómo sin prodigar órdenesse formaban columnas; cómo se eliminaba a las hembras, aunque algunahubo tan machorra que defendió a pescozones su puesto y jerarquía.

Crecía el estrépito, engrosaban las haces. ¿De dónde había salido todaaquella gente? Eran la discordia del porvenir, una parte crecida de laEspaña futura, tal que si no la quitaran el sarampión, las viruelas, lasfiebres y el raquitismo, nos daría una estadística considerable dentrode pocos años. Eran la alegría y el estorbo del barrio, estímulo y apurode sus padres, desertores más bien que alumnos de la escuela, un plantedel que saldrían quizás hombres de provecho y sin duda vagos ycriminales. De su edad respectiva poco puede decirse. Eran niños, ytenían la fisonomía común a todos los niños, la cual, como la de lospájaros, no determina bien los años de vida. La variedad de estaturasmás bien indicaba los grados de robustez o cacoquimia que los añostranscurridos desde que vinieron al mundo. El mal comer y el peor vestirpasaba sobre todos un triste nivel. Algunos llevaban entre sus labios, amodo de cigarro, un caramelo largo, de esos que parecen cilindro devidrio encarnado, y con un fácil movimiento de succión le hacían entraren la boca o salir de ella, repitiendo este gracioso mete y saca conpresteza increíble.

El militar paseo tenía por música, además del estruendo de las latas, elreír inmenso de la bandada, el pío pío mezclado de voces prematuramenteroncas, y salpicado de esos dicharachos que, al ser escupidos de la bocade un niño nos recuerdan al feo abejón cuando sale zumbando del cáliz dela azucena. Había en las filas renacuajos de dos pies de alto, con laspatas en curva y la cara mocosa, que blasfemaban como carreteros; habíaquien, mudando los dientes, escupía por el colmillo; había quien llevabauna colilla de cigarro detrás de la oreja y una caja de fósforos en unhueco, que no bolsillo, de la ropa. Había piernas blancas desnudasasomándose a las ventanas de un pantalón que a pedazos se caía; habíazancas negras, esbeltas cinturas ceñidas por sucia cuerda o por tirajoinforme; chaquetones que fueron de abuelos, y calzones que fueronmangas; blusas que aún se acordaban de haber sido chalecos; gorraspeludas que fueron, ¡ay!, manguito de elegantes damas. Pero la animaciónprincipal de aquel cuadro era un centellear de ojos y un relampaguear dealegrías divertidísimo. Con aquel lenguaje mudo decía claramente elinfantil ejército: «¡Ya somos hombres!». ¡Cuántas pupilas negrasbrillaban en el enjambre con destellos de genio y chispazos deiniciativa! ¡En cuántas actitudes se observaban pinitos de fiereza!¡Allí la envidia, aquí la generosidad, no lejos el mando, más allá elservilismo, claros embriones de egoísmo en todas partes! En aquelmurmullo se concentraban los chillidos para decir: «Somos granujas; nosomos aún la humanidad, pero sí un croquis de ella.

España, somos tuspolluelos, y cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil».

—II—

Llegaron a la vía férrea de circunvalación que corta el barrio, sinvalla, sin resguardo alguno. La miseria se familiariza con el peligrocomo con un pariente. Sintieron silbar la máquina, y los condenados sepusieron a bailar sobre los carriles desafiando el tren mugidor quevenía. Lo azuzaban, lo escarnecían, hasta que apareció la locomotora enla curva, y al verla cerca se dispersaron como bandada de gorriones. Eltren de mercancías pasó, enorme, pesado, haciendo temblar la tierra, yellos a un lado y otro de la vía le saludaban con espantosa rechifla, leamenazaban con puños y palos, le trataban de tú, remedaban con insolenteescarnio los bufidos de la máquina, el desengonzado movimiento de lasbielas, y por último pusieron al guardafreno como hoja de perejil. Eltren les hacía tanto caso como a una nube de mosquitos, y desapareciódejando atrás su humo y su ruido.

Volviose a ordenar la hueste y siguieron marchando, con el Majito a lacabeza. ¡Ah! Todavía mandaba. Goza, goza del brillo de tu alta posición,que tiempo vendrá en que las grandezas se humillen y las altas torres sedesplomen.

Avanzaban por la planicie que se extiende entre el hospitaldel Niño Jesús y los collados áridos que rodean el barranco. Allí no haycasas todavía, es decir, no hay miseria. ¿Quién diréis que salió arecibirlos? Pues un pavo que habitaba en muladar próximo, y que todaslas mañanas se paseaba solo por el llano, con la gravedad enfática quetanta semejanza le da con ciertos personajes. El pavo los miró; ellos lemiraron y se detuvieron. Hizo él la rueda y les echó una arenga, esdecir, que después de soltar dos o tres estornudos, que son lainterjección natural del pavo, les soltó esa carcajada que pareceladrido. Los chicos se echaron a reír en inmenso coro, y el animalvolvió a hacer la rueda

y

a

echarles

otra

arenga,

diciendo

«amadoscompatricios míos...» con el cuello rojo cual la esencia del bermellón,el moco tieso, las carúnculas inyectadas como un orador herpético. Másgritaban ellos, más gargajeaba él. A cada voz respondía con susestornudos y su carcajada. Parecían aclamaciones a la patria, vivas contestados con hurras. Después dio media vuelta y marchó delante. Eraesa caricatura militar de antaño que se llamaba tambor mayor. El vientole despeinaba las plumas, y al arrastrar las alas y dar el estornudo erael puro emblema de la vanidad. No le faltaban más que las cruces, lapalabra y la edad provecta para ser quien yo me sé.

Había llegado el momento en que la partida necesitaba hacer algo parajustificar su existencia. ¿Qué haría? ¿Una simple fiesta militar, odividirse en dos bandos para batirse en toda regla? El susurro y laconfusión indicaban que la falange se hacía a sí misma aquella pregunta.Bien pronto nadie se entendía allí. La discordia descompuso las filas, ytodo eran empujones, codazos, gritos. No había uno que no quisiera serPrim, incluso el renacuajo de las patas corvas. Pues qué, ¿ el Majito no habían mandado ya bastante? Hasta el pavo, con aquella carcajada queparecía un vómito de sonidos, exclamaba: «¡Abaa... jojojo el Majito!».

«Miá este—dijo uno de los chicos del carbonero, atacando al general enjefe con el codo, así como los pollos embisten con el ala—. Dice que meponga detrás... Si no te callas, puñales, te pego la bofetá del siglo.

—Pega, hombre, pega—chilló Rafael preparándose a recibirle, animoso,imponente, con el puño cerrado, y presentando también el codo yantebrazo como un escudo—

. Vamos, hombre...

—No vus perdáis, muchachos; no vus perdáis—dijo en tono conciliador eldel herrero, interponiéndose.

—Ponte atrás, ¡coles!—gritó el Majito—. ¡Qué coles! Si no te ponesatrás, verás...

—Que no me da la gana, hombre...

—Achúchale, achúchale—dijeron algunos que querían ver reñir al Majito con el hijo del carbonero.

—No vus perdáis, muchachos—volvió a decir el otro, sin soltar de la bocasucia el caramelo largo.

—¡Que le achuche, que le achuche!»—graznaron varios, arremolinándose.

El Majito y Colilla, que así se llamaba el del carbonero, sesacudieron el primer golpe en los hombros.

«¡Leña!

—¡Atiza!».

A los primeros golpes cayó a tierra el ros. Más pronto que la vista locogió Gaspar (el de las patas corvas), se lo puso, y echó a correr haciaabajo, en dirección a las Yeserías. Allí le detuvieron dos muchachos quesubían del río; le quitaron la codiciada prenda, y uno de ellos se lapuso. Mirose en un charco verdoso, y estalló en risa. En tanto larefriega había cesado, y el Majito, con la cara soplada, los ojosencendidos, el corazón hirviendo de rabia, se había subido a una colinade las inmediatas al barranco, y desde allí gritaba que iba a matar auno y a reventar a seis si no le devolvían su sombrero.

Los que subían del río eran como de doce años, descalzos, negros,vestidos de harapos. El uno traía una espuerta de arena. Los dosmostraban grandes manojos de una hierba que se cría en aquellaspraderas. Es una liliácea, que algunos llaman matacandil y otros jacintosilvestre o cebolla de lagarto. Tiene un tallo o tuetanillo que sechupa,

¡y es dulce!

«¡Matacandiles!»—chillaron muchos, arrojando las armas y saliendo arecibir a los dos individuos, conocidos en la república de las picardíascon los nombres de Zarapicos y Gonzalete.

«¿A cómo?—preguntó una voz.

—A cinco.

—¡Qué coles!..., a cuatro.

—¡A cinco! El que no dé cinco no chupa.

—Maldita sea tu madre..., ¡a cuatro!

Y empezó un regatear febril, una disputa de contratación que retrasabalas ventas. Pero ¿qué se vendía y qué se compraba allí? Los matacandilesque en las tardes de primavera dan materia a un animado comercioinfantil, ¿se cambiaban por dinero? No, porque la escasez de numerariolo vedaba. Sin embargo, no puede decirse que no fuera metálico elsegundo término del cambio, porque los matacandiles se cambiaban poralfileres.

Zarapicos y Gonzalete eran comerciantes. No daban un paso poraquellos muladares habitados, ni aun por las calles de Madrid, sin quesacaran de él alguna ganancia. ¡Bien por los hombres guapos! Vivían desus obras y de sus manos; su casa era la capital de España, ancha yventilada; su lecho el quicio de una puerta o cualquier rincón de casade dormir; su vestido una serie de agujeros pegados unos a otros pormedio de jirones de tela; su sombrero, el aire y el sol; sus zapatos,los adoquines y baldosas de las calles. No eran hermanos; eran amigos.Habían llegado cada uno a Madrid por distinta vía y puerta; Zarapicos,por el Norte; Gonzalete, por el Sur. Tenían padres; pero ya no seacordaban de ellos. Vinieron pidiendo limosna. Después habían vistoque Madrid es un campo inmenso para la actividad humana, y a la limosnahabían unido otras industrias.

Zarapicos fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego; Gonzalete sirvió a una mujer que, al pedir en la puerta de la iglesia, lepresentaba como hijo. Uno y otro se cansaron de aquella vida mercenariay poco independiente, y ansiosos de libertad se lanzaron a trabajar porsu cuenta. Entonces se conocieron,

y

entablaron

cariñosa

amistad.

Ambosaspiraban a vender La Correspondencia o El Imparcial, pero ¡ay!ciertas posiciones, por humildes que parezcan, no están al alcance detodos los individuos. Eran demasiado granujas todavía, demasiadonovatos, demasiado pobres, y no tenían capital para garantizar lasprimeras manos. Uno de ellos logró vender El Cencerro los lunes; otromerodeaba contraseñas en las puertas de los teatros.

Eran dosmillonarios en capullo. Zarapicos decía a Gonzalete: «Verás, veráscómo semús cualquier cosa».

Antes de llegar a las altas posiciones comerciales tenían que pasar porhumillante aprendizaje y penoso noviciado.

¡Recoger colillas! Ved aquíun empleo bastante pingüe.

Pero tal comercio tiene algo de trabajo, yexige recorrer ciertas calles, instalarse en las puertas de los cafés,consagrarse al negocio con cierta formalidad. Eran niños, necesitabanjuego como el pez necesita agua, y así por las tardes se iban al río arecoger matacandiles. Allí se presentaba inopinadamente algún bonitorecreo, tal como cortar la cuerda de una cabra que estuviera atada enlos bardales, y a veces se presentaban buenos negocios.

Ocurría confrecuencia el caso de tropezar con una herradura en la carretera delSur, y ¡cuántas veces, junto a las fábricas, podían recogerse pedazos delingote, clavos y otras menudencias que, reunidas, se vendían en elRastro!

Con estas cosillas resultaba que tanto Zarapicos como Gonzalete pudieran tocarse el titulado pantalón para sentir sonar algocomo retintín de un cuarto dando contra otro. Eran ricos; pero nogastaban un ochavo en comer. Dos veces al día la guarnición de Palacioda a los chicos las sobras del rancho, a trueque de que estos les lavenlos platos de latón. Esta sopa boba, a la cual los granujas llaman piri, atrae a mucha gente menuda a los alrededores del cuerpo deguardia, y se la disputan a coscorrones.

Después de bien llena la panza, nuestros dos amigos bajaban hacia elrío. Si tenían ganas de trabajar, ayudaban a las lavanderas a subir laropa; si no, tiraban hacia las Yeserías. Aquel día cogieron tantosmatacandiles, que apenas

podían

llevarlos.

Por

la

mucha

abundancia, Zarapicos fijó en cinco alfileres el precio de la docena dematacandiles. Hubo temporada en que se cotizaron a diez y once,manteniéndose firme este precio durante toda una semana.

Lo mismo Zarapicos que Gonzalete tenían las solapas de sus deformeschaquetas llenas de alfileres tan bien clavados, que sólo asomaban lacabeza. El borde de la tosca tela parecía claveteado como un mueble...Las transacciones empezaron

en

seguida.

Unos

daban

tallos,

los

otroschupaban y pagaban. Muchos tenían repuesto de alfileres; otros corrían asus casas, encontraban a sus madres peinándose al sol, en las puertas delas casas, y les quitaban la moneda o se la robaban.

En tanto el Majito, desde la cumbre de una eminencia formada porescombros, increpaba a la muchedumbre infantil de abajo, diciendo queiba a reventar a patadas a todos y cada uno si no le devolvían susombrero. ¡Qué vergüenza! Zarapicos lo tenía puesto, y estaba tancontento de su adquisición, que amenazó al Majito con subir y sacarlelas tripas si no se callaba. Con el viento y la bulla que el pavo metíaapenas se sentían las chillonas voces provocativas. El Majito, cansadode parlamentar sin fruto ni resultado alguno, lanzó una piedra en mediode la turba de comerciantes. Al voltear, haciendo honda de su elásticobrazo, parecía un gallito de veleta, obedeciendo más al viento que alcoraje. Gonzalete, al recibir la piedra en un hombro, gritó:«¡Repuñales! ¡Maldita sea tu sangre!».

Entonces Zarapicos tiró al Majito; la piedra silbó en el aire y nohirió al muchacho, que al punto disparó la segunda suya.Instantáneamente, sin que se dieran órdenes ni se concertara cosaalguna, generalizose la pelea. Muchos se pasaron al bando del Majito,sin darse la razón de ello; otros permanecieron abajo, y todos tiraban,soldados bravos, saliendo a la primera fila y desafiando el proyectilque venía. Bajarse, elegir el guijarro, cogerlo, hacer el molinete conel brazo y lanzarlo, eran movimientos que se hacían con una celeridadinconcebible.

Para que no les viera la gente mayor del barrio ni los del OrdenPúblico, se corrieron al barranco de Embajadores, lugar oculto ylúgubre. Ninguna orden se dio entre ellos para este hábil movimiento,nacido, como la batalla misma, de un superior instinto. El Majito ylos suyos ocupaban la altura, Zarapicos y su mesnada el llano. Piedrava, piedra viene, empezaron las abolladuras de nariz, las hinchazones decarrillos y los chichones como puños. Mientras mayor era el estrago,mayor el denuedo: «¡Leña!, ¡atiza!, ¡dale!».

¡Qué ardientes gritos deguerra! Ni las moscas se atrevían a pasar por el espacio en que secruzaban las voladoras piedras. Una de estas alcanzó a una mujer y ladetuvo en su camino, obligándola a retirarse con la mano en un ojo.Muchos chiquillos se retiraron también berraqueando, porque el dolor lesenfriaba los ánimos, dando al traste en un punto con todo su coraje.

El barranco de Embajadores, que baja del Salitre, es hoy en su primerazona una calle decente. Atraviesa la Ronda y se convierte endespeñadero, rodeado de casuchas que parecen hechas con amasada ceniza.Después no es otra cosa que una sucesión de muladares, forma intermediaentre la vivienda y la cloaca. Chozas, tinglados, construcciones quejuntamente imitan el palomar y la pocilga, tienen su cimiento en el ladode la pendiente. Allí se ven paredes hechas con la muestra de una tiendao el encerado negro de una clase de Matemáticas; techos de latasclaveteadas; puertas que fueron portezuelas de ómnibus, y vidrieras sinvidrios de antiquísimos balcones. Todo es allí vejez, polilla; todo estáa punto de desquiciarse y caer. Es una ciudad movediza compuesta deruinas. Al fin de aquella barriada está lo que queda de la antiguaArganzuela, un llano irregular, limitado de la parte de Madrid porlavaderos, y de la parte del campo por el arroyo propiamente dicho. Esteprecipita sus aguas blanquecinas entre collados de tierra que parecenmontones de escombros y vertederos de derribos.

La línea de circunvalación atraviesa esta soledad. Parte del suelo eslugar estratégico, lleno de hoyos, eminencias, escondites y burladeros,por lo que se presta al juego de los chicos y al crimen de los hombres.Aunque abierto por todos lados, es un si