La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

En cambio, sus ojos descifraban con orgullo nombres de eclesiásticos ycaballeros de su propio linaje: «Sepultura del muy virtuoso Señor DonNuño Gonzalo del Aguila, arcediano de Avila...» «Aquí yace el noblecaballero Gonzalo del Aguila...» «Aquí yaze el honrrado caballero Diegodel Águila, que Dios aya...»; y, al mirar el ave simbólica esculpidacomo una divinidad doméstica en los blasones de piedra, parecíale queuna voz de otra vida le incitaba a la dominación y a los honores.

Otras veces, por el contrario, su ánimo daba un vuelco repentino, alrecordar, ante aquel aniquilamiento de todos los afanes del hombre bajouna piedra roída, las palabras de su madre y del monje franciscano sobrela vanidad y la ambición. Pensaba entonces que él mismo no era sino unfuego fatuo escapado de aquellos huesos ancestrales y destinado a vagarun instante en la noche del mundo. No había, pues, cosa mejor que vestirel penitente sayal y preparar, entre cuatro paredes desnudas, lasalvación eterna.

En ocasiones, cuando el tiempo alcanzaba, subía a las torres. Holgábalecontemplar la ciudad y la campiña desde las ventanas del campanario, ysus ojos solían detenerse en cierta mansión, unida a los muros, hacia laparte del Norte. Cierta vez descubrió un puntillo movedizo, uncuerpecito minúsculo que atravesaba el huerto, subía los escalones deltorreón, y se asomaba luego a las troneras. Era ella seguramente. El nohabía querido volver a la casa de don Alonso, y se había jurado olvidara Beatriz para siempre. Con cuán victorioso despecho preguntábaseentonces: ¿Cómo el alma del creyente podía correr en pos de un grano devida como aquél, de una migaja de sensualidad efímera, y a vecesemponzoñada, si Dios le ofrecía desde el cielo los goces infinitos yeternos?

Tales sentimientos comenzaban a abrirse hondo cauce en el alma deRamiro, cuando su mismo maestro trajo la primera perturbación al abordarde lleno el tema de las tentaciones. Explicó el origen y la naturalezadel Demonio, la transformación horrible de sus formas angélicas al caerdel cielo a los infiernos. Distinguió la bestialidad: omnem concubitumcum re non ejusdem speciei, de la demonialidad o copula cum Dæmone,que algunos teólogos confundían, y disertó, en fin, largamente sobre elcomercio con los íncubos y súcubos de donde, aliquoties nascunturhomines.

—Y es de este modo—afirmaba—como debe nacer el Anticristo, según ungran número de doctores, y como nacieron Rómulo y Remo, según TitoLivio; Platón el filósofo, según San Jerónimo; Alejandro el Grande,según Quinto Curcio; el inglés Merlín, engendrado por un íncubo en unareligiosa hija de Carlomagno; y, para decirlo todo, el malditoheresiarca que llevaba el nombre de Lutero.

Era menester mucha cautela.—La tentación—decía—palpita por doquier.Todo es arma y cebo para el Demonio.

Un día que Ramiro le llevó en obsequio una hermosísima pera, en uncestillo de mimbre, el lectoral comenzó a saborearla sin quitarle lapiel. Era una pera de las que llaman calabaciles por su doble turgencia.De pronto, al hincar su mordedura en la parte más gruesa, hizo un gestoespantoso y arrojó la fruta al corredor, sacudiendo los brazos yexclamando:— ¡Vade retro, vade retro! El Enemigo acababa de mostrarleen aquella poma ceñida y abultada las formas de la mujer.

Desde entonces el mancebo comenzó a vivir en una inquietud imprevista, aconcebir la virtud más difícil y a experimentar en toda su carne,tranquila hasta entonces, un hormigueo de instintos que mareaba porinstantes su cerebro como vapor de cubas en el lagar.

Una tarde fría de febrero, al retirarse de la lección, y después dehaber oído leer a su maestro un docto comentario sobre el Cantar de loscantares, Ramiro topó con Aldonsa junto al pilar de la escalera. Ellale invitó a subir a la torre. Un instante después uno y otro escalabanlos peldaños. De pronto la campanera se detuvo y arrimó la luz del farolal rostro del mancebo. Ramiro se detuvo también, y su mano temblorosareconoció que la moderna Sulamita había puesto en libertad «loscervatillos mellizos» del cantar.

Allí se deshojó su doncellez, sobre aquellos escalones tenebrosos, dondedormía un olor sagrado de cirios y de incienso.

Al levantar los ojos para pedir perdón por su horrible pecado, hallosefrente a frente con la figura del campanero, que, cinco o seis escalonesmás arriba, esperaba impasible, sosteniendo en la mano encendido candil.¿Qué tiempo hacía que estaba allí? Ramiro le miró naturalmente y comenzóa descender, en la sombra, palpando los muros, sin pronunciar vocablo.

Una vez afuera caminó con nueva arrogancia. La brisa que llegaba por lacalle de la Muerte y la Vida oreaba en su labio un dejo impuro y febril.

X

A los diez y siete años, merced a un precoz desarrollo, Ramiro tomó unaspecto recio y adulto. Su ceño altivo, así como sus anchas espaldas,imponían, a todo el que hablaba con él, un trato ceremonioso.Generalizaba ahora el pensamiento, buscaba el oculto sentido de cadaapariencia, creía descifrar, con juvenil soberbia, los enigmas supremos.

Llevaba demasiado largo, en contra del uso, el renegrido cabello, y sutez, extremadamente pálida, como si la constante meditación leenflaqueciera la sangre, recordaba esa misteriosa blancura que la lunapone en el mármol.

El, que esperó encontrar en el canónigo un consejero de humildad,recibió de su verbo la brasa viva de la ambición. El nuevo maestrointerrumpía a menudo sus lecciones para historiarle los grandes hechosde aquel ilustre linaje de los Aguila, fundado por el adalid Sancho deEstrada, venido de Asturias; y nombrábale también guerreros admirables,hijos de aquella ciudad que, aunque pequeña, representaba en España elprimer seminario de honra y caballería. En todas partes los avileses seseñalaban por su don de mando y su saña en la lucha. Sancho Dávila,apellidado El rayo de la guerra, servía ahora de ejemplar a losflamencos.

—¡Quién pudiera devolverme mi mocedad y darme algunos años de la vidagallarda y desembarazada del soldado!—exclamaba el canónigo.

No quería decir con esto que estuviese arrepentido de la nobilísimacarrera a que le había inclinado su constelación, no, mil veces. Pensabatan sólo que con un coleto de ante, un morrión y un acero toledano,escogiendo a su guisa las comarcas, hubiera hecho mucho más en bien dela Santa Fe Católica que dejando correr sus días atado con cordeles decalumnia y de estulticia a una poltrona canonjil. Confiole a Ramiro, sinrodeos, las sordideces y mezquindades de aquella asfixiante existenciade sacristía, y díjole el furor y la insólita crueldad con que todos suscolegas se habían ligado en contra suya cuando se trató de ofrecerle unasilla episcopal.

—Los muy bellacos y alicortos—decía—barruntan que apenas el águilase encarame y pueda hender el espacio, volará muy alto, muy alto.

El anhelo impaciente de una mitra era ahora más fuerte que su virtud yel gran pecado de su alma.

Dominado por la reverente admiración que profesaba a su maestro, yhabiéndole entregado desde los primeros días todo su ánimo, Ramiro miróderechamente la senda que señalaba aquella mano sacerdotal. Ya no dudóque en la carrera de las armas, siguiendo el ejemplo de sus antepasados,pudiera ser tan útil a Dios y a la Santa Iglesia como en el claustro oen el púlpito. Diose entonces a descifrar los añejos pergaminos de sufamilia y a leer la historia de los grandes capitanes de Roma y España.Al pronto, las representaciones de su propio porvenir se confundieron yconformaron a los grandes episodios antiguos. Alucinado por la lectura,llegaba a creerse, él mismo, el héroe de la narración. Fue sucesivamenteJulio César, el Cid, el Gran Capitán, Hernán Cortés, don Juan deAustria. Al tomar en sus manos Los Comentarios, era él quien conducíalas cohortes a través de las Galias; pero, en los idus de marzo, mássagaz que el dictador, atisbaba la traición de Junio Bruto y,escondiendo una espada bajo la toga, entraba a la Curia y mataba uno auno a los conjurados. Vencía a los moros en innúmeras batallas, brindabaa la España el reino de Nápoles o el imperio de Moctezuma; y, por fin,de pie en el castillo de una nave inverosímil, destruía para siempretoda la flota del turco, en un nuevo Lepanto prodigioso, que suimaginación soñaba según las estampas.

El resultado fue que llegó a creerse elegido por Dios para continuar latradición de las glorias inolvidables. Suprimió de su campo mental lomediano, lo prolijo, lo paciente. Todo lo que no era súbito y heroico ledejaba impasible, sintiendo en sí mismo una confianza, una certidumbreabsoluta de alcanzar de un golpe los honores más altos y de llegar aser, en poco tiempo, uno de los primeros paladines de la Fe Católica enla tierra.

Una tarde, sentado sobre una peña en la hondonada que corre entre elConvento de la Encarnación y los muros de la ciudad, Ramiro, dejabarodar sus pensamientos.

Aquel sitio único exaltaba su alma, haciéndole escuchar, en su ilusión,gritos de guerra, suspiros de éxtasis.

Jubilosa coloración de oro húmedo brillaba en las colinas. Había llovidohasta las tres de la tarde, y la tempestad se alejaba hacia el naciente,abriendo grandes claros de nácar etéreo. Caprichoso penacho de nubesdoradas y purpúreas se alargaba por encima de la ciudad, conservandotodavía el movimiento de la ráfaga que lo había retorcido. La ásperamuralla reflejaba una amarillez alucinante, que parecía nacer de ellamisma.

Hablábase con insistencia, en aquellos días, de una posible sublevaciónde todos los moriscos de España, ayudados por el turco. En algunospalacios de la ciudad se celebraban frecuentes reuniones, donde secambiaban noticias y se discutían pareceres.

La casa del señor de la Hozera al presente, todos los miércoles y domingos, un hormiguero deeclesiásticos y grandes señores. Su campaña de la Alpujarra y suconocido encono contra los falsos conversos señaló, desde el primermomento, a don Íñigo como un jefe de asamblea. Ramiro pensaba ahora side todo aquello no surgiría la ocasión de iniciar su renombre.

Pasaron dos menestrales. El mancebo comprendió que eran oficiales decantería por el polvo de piedra que blanqueaba sus manos. Veníanhablando de comida y de jornal:

—Yo, viendo que ninguno se meneaba, me planté como un pino ante elmaestro, e le dije que, con el salario que él nos daba no alcanzábamos allenar la olla a los nuestros, e que con la sopa de torrezno y el vilmendrugo de hogaza que de él recebíamos, se nos iba secando la enjundia.

—¿Qué os respondió?

—Respondió: malos monjes seríais vosotros, picaronazos. Sabed queharíais morir de envidia a muchos obispos.

—¿Eso dijo?

—Cabal.

—Paciencia, Martín.

Ramiro meneó la cabeza con un gesto de enfado.

Pasó un monje franciscano montado en un borrico ceniciento. Santaleticia brillaba en su rostro. Su desnuda pierna vellosa asomaba pordebajo del sayal. Castigaba a su caballería con un gajo de bardaguera.Al buen fraile se le importaba una higa del aspecto de su figura...

Ramiro consideró la fuerza de aquella dicha superior que así se burlabade todas las vanidades del hombre.

Vio llegar después una mujer vieja y espigada, la nariz corva, morena latez, la mirada abstraída. Su negro ropaje andrajoso estremecíase en elcéfiro como un libro quemado. Caminaba lentamente golpeando el suelo conel bastón. A pesar de aquel aspecto de miseria, llevaba ambos brazosornados de brazaletes de alquimia, y un doble collar de cuentas, queimitaban la turquesa, caía sobre su pecho. Al llegar junto a Ramiro,mirole fijamente, apoyando ambas manos en el báculo. El mancebo sacó unamoneda para ofrecérsela. Pero la mujer preguntole:

—¿Sois muslim o castellanuelo?

—Cristiano viejo, por la gracia de Dios—contestó Ramiro.

La mujer rehusó la limosna, y tendiendo el brazo:

—Yo vengo a desengañarvos agora, descreyentes, servidores de lasídolas—

exclamó con voz agorera y fatal.—Echaréis a Agar y a su fiyo,está escribto, y con ellos irase la dicha. Ya no habrá quien vos rieguela vega, ni quien enseñoree el arado, ni quien sepa sembrar y recoger,ni quien os adobe olores finos. El torno, ¿quién sabrá manejallo? ¡Oh!,los de Islam, estáis con las manos agrillonadas; pero la sufrencia esbuena ventura. ¡Sabed que el paraíso es prometido a los sufrientes yserán honrados en gradas altas y aventajadas!

Ramiro no pudo vencerse y enseñó la palma para que le predijera sudestino.

—¡Tu jofor, tu jofor!—balbució la morisca.

Pero apenas hubo tomado en las suyas aquella mano delgada y enérgica,soltola de pronto.

Ramiro, al volver instintivamente la cabeza, hallose con la figura delcanónigo que, de vuelta de la Encarnación, le había reconocido y seacercaba.

Chiromanciam habemus—gritó el lectoral.

Ramiro sonriose. El canónigo sacó entonces una moneda de plata y se laalargó a la mujer. La morisca tomola temblando y comenzó a alejarselentamente. Un instante después, maestro y discípulo escuchaban el rodarde la moneda sobre los guijarros.

Entonces, de vuelta a la ciudad y en busca de la Puerta del Adaja, elcanónigo compuso la siguiente oración:

—Ya ves, hijo mío, el amor que nos tiene esta raza de Ismael. He ahíuna anciana miserable que prefiere seguir gimiendo, cual una lobahambrienta por los caminos, antes que aceptar nuestra limosna. Aparentanhaberse convertido, y son tan moros como en Africa. Van como arrastradosde los cabellos a aprender la doctrina, y sólo el temor les hace llevarsus hijos a nuestras iglesias para recibir el bautismo. Pero, ansi quellegan a sus casas, les roen la mollera con un trozo de cacharro o elfilo de un cuchillo, lavándoles en seguida prolijamente para quitalleshasta el último resto de la crisma sacramental. Luego vuelven abautizalles a su manera, con nombres moros que llevan en secreto hastala muerte. No comen jamás de res alguna que no haya sido degollada pormanos infieles, dirigiendo la cabeza del animal hacia el Oriente, haciala Meca, hacia el alquibla, como ellos mesmos se expresan. No bebenvino ni prueban puerco, para distinguirse de nosotros, y, a puertacerrada, observan su cuaresma y todos los ritos de su secta diabólica.Yo he visto en el fondo de sus casas, en Andalucía, baños de mármol oazulejos, donde los hombres se sumergen y perfuman como rameras, segúnsu costumbre infiel y lasciva. Los mozos aturden las calles del arrabalcon sus voceríos salvajes, y son todos dados al adufe, a la gaita, a lassonajas, a los entretenimientos lúbricos de la danza y a los paseos defuentes y pensiles que corrompen y reblandecen el ánimo.

Hizo una pausa para mondar el pecho, y luego que hubo escupidoreciamente, prosiguió:

—En los lugares públicos hacen acatamiento a la Santo Cruz, claro está;pero, cuando se hallan sin testigo ante alguna ermita o humilladero, lehacen sufrir toda clase de escarnios. Yo mismo he sorprendido en lascercanías de Talavera algo horrible. Varios de estos perros malditoshabían ido por leña a un bosque del contorno.

Uno de ellos, al regresar,tuvo que descargar su vientre, y habiendo hecho una cruz de dos astillasde roble, la clavó bien derecha en la inmundicia, y dejola. Yo fui elprimer cristiano, sin duda, que atinó a pasar por aquel sitio. Viendo ami amada cruz en tal estado, corrí por ella, e hincándola entre la raízde una encina, me puse a adoralla.

Consérvola aún celosamente, por lainjuria que sufrió, como si fuera hecha de los huesos de un mártir deRoma.

El sol acababa de ocultarse. Los cerros del poniente recortaban escuetoy pardo perfil sobre el horizonte de fuego. Maestro y discípulo llegaronhasta la esquina nordeste de la muralla y doblaron en dirección almediodía. Abajo, hacia la derecha, entre los obscuros peñascos, el aguadel Adaja despedía un resplandor de oro ígneo.

Las iglesias habíanconcluido de tocar las oraciones, y la próxima campana de la ermita deSan Segundo conservaba todavía un zumbido soñoliento.

—¿Qué hacer—continuó diciendo el canónigo—con este enemigo caserotantas veces perdonado? ¿Qué hacer con este siervo alevoso, que de díanos aborda con la sonrisa en los dientes, mientras acecha de nochenuestro sueño con la mano crispada sobre corvo puñal? Tu abuelo, Ramiro,me ha dicho, y nadie sabe como él estas cosas, que esos arrieros ytrajineros moriscos que topamos por las carreteras durmiendo al soljunto a sus botijos, llevan y traen mensajes sediciosos de Aragón aGranada y de Granada a Aragón, pasando por Castilla; y no hay ya quienignore que la conspiración cuenta con todos los moriscos del reino.

La luz se apagaba en el cielo; pero el canónigo peroraba cada vez másexaltado, como si ensayase, en la soledad del camino, la alocuciónsolemne que intentara pronunciar en alguna asamblea.

—Algunos dicen que la expulsión de los moriscos traería la ruina deEspaña. La avaricia moderna, señores—exclamó esta vez.—¡Ah! ya soncontados aquellos clarísimos varones de antaño que preferían un grano dehonra a todas las alcancías repletas del moro y del judío. Hogaño, losnobles de Aragón son los más sañudos encubridores y abogados destosperros infieles; y llena está Castilla de cristianos viejos,engolosinados con el dinero moruno, que siguen su ejemplo. Piensan quecon los hijos de Mahoma se iría el lucrar y el sabroso vivir, y sustierras se cubrirían de hierbas malignas. Aquí mesmo, en la ciudad delos Leales, de los Caballeros, de los Santos, la mayoría delAyuntamiento está en contra de la expulsión. ¿Y qué mucho—

añadió,bajando la voz y hablando casi al oído del mancebo,—si la Inquisición,la Santa Inquisición, recibe cincuenta mil sueldos al año de las aljamasaragonesas?

Dirigiéndose a personajes ilusorios, que él veía animarse, sin duda, enel teatro de su imaginativa, prosiguió:

—¿Decís que la expulsión reduciría a menos de la mitad la riqueza delreino? Tanto mejor, señores golosos. ¿Qué estado más digno y saludablepara una república cristiana que la pobreza? Los bienes superfluostraen la libertad y la avaricia, del mismo modo que el agua rebalsadacría sabandijas y sapos inmundos; la lascivia triunfa y los ánimospierden la primitiva rudeza, a la par de las espadas que se afinan comoalfileres y se les recubre de terciopelo y pedrería para no amedrentar alas damas en los estrados. Livio afirma que la mucha prosperidad yabundancia de Roma, le acarrearon todos los males, y que por esta causallegaron los romanos a los extremos del vicio. Si consultamos aJuvenal—volvió a decir,—él nos declara que no hay linaje de maldad enque los romanos no cayesen desde que abandonaron la pobreza. ¿Fue acasoopulento el pueblo de Israel, el pueblo de Dios? Si hemos de vivir conla opinión, dice nuestro Séneca, jamás seremos ricos; si con lanaturaleza, jamás seremos pobres.

Yo sé decir que nunca he vistoemprestar a los usureros para comprar aceitunas, pan o queso. Siempre vique el uno lo busca para caballos, el otro para galas, el otro pararameras. Vuelvan, pues, enhorabuena, aquellos siglos dorados, o siglosde bellotas, como también se les llama. Cesen este loco rodar decarrozas y estos desfiles de lacayos, ebrios de vanidad y de vino, ambascosas hurtadas a su señor. Renazcan las antiguas virtudes severas, lamesa parva, la rica devoción, y que la mengua de las vestiduras nos hagallegar mejor a las carnes la saludable franqueza del viento.

Había terminado y escupió varias veces.

Entraron en la ciudad por la Puerta del Adaja. Las callejuelas estabanllenas de penumbra plomiza y temblorosa. Algunos bodegones encendían suscandiles y las puertas volcaban sobre la calzada mortecino resplandoranaranjado. Un viejo sentado a una ventana, con la sien pegada a lareja, miraba al cielo rezando su rosario. En otra ventana, sin luz, erauna joven la que rezaba. Su rostro tomaba el tinte ceniciento de la horay su pupila fosforescía de modo extraño.

Como sí aquella quietud le hubiera incitado a destapar el silo más hondode su conciencia, el lectoral, que había dado por concluido sudiscurso, prorrumpió de nuevo, aunque en un tono menos oratorio y másdulce:

—El ánimo compasivo sólo debemos empleallo, hijo mío, en las ocasionesprivadas y menudas de la vida, según lo manda la ley evangélica. Nuestropropio instinto nos ofrece una grande enseñanza cuando nos hace salvaruna mosca que se ahoga en un vidrio y otras veces pone en nuestra manoretorcido lienzo y nos las hace matar a centenares sobre la mesa y elmuro. Alargue aquél su limosna al pordiosero, aunque lleve en su mano unAlcorán; compadézcase éste del huérfano y la viuda, aunque sean de lasecta maldita de Mahoma; ofrezca de beber al muslim sediento que pasa, opida de su cántaro a la infiel, como Jesús a la Samaritana; nada digo,que todo esto lo enseña el mesmo Evangelio, que es ley individual y pande cada día; pero, sonada la hora grande y justiciera, sepamos cumplirsin melindres los designios del Señor, porque hay otra ley, hijomío—agregó levantando la mano y la voz como un antiguo profeta,—otraley más anciana, ley de los pueblos; hay otro testamento, donde Diosmesmo, con su propia palabra, dicta la sentencia a los impíos, diciendoa Moisés:

«Pondrás con mi favor el cuchillo a la garganta del Amorrheo,del Cananeo, del Pherezeo, del Hetheo, del Heveo, del Jebuseo hastaquitalles la vida»; agregando: «y no tengas con ellos misericordia», nec misereberis earum. Y así mismo, por boca del profeta Samuel,mandole decir a Saúl que destruyera a los Amalecitas, sin perdonarhombres, ni mujeres, ni niños aunque fuesen de leche, a fin de no dejarrastro ninguno de ellos ni de sus haciendas. Nosotros debemos también,como un acto expiatorio, descepar de cuajo de nuestro suelo esta plantaponzoñosa. No echemos en olvido que somos, en los modernos tiempos, elpueblo de Dios, como lo fue Israel en los antiguos. Nada debeextrañarnos que pueblos semibárbaros como Inglaterra, Alemania, Bohemia,Hungría se contaminen; pero ¿cómo habemos de tolerar nosotros, de quienDios no aparta su confianza, al siervo idólatra y blasfemo en nuestrapropia heredad? Ya sea por la expulsión sempiterna, ya por el totalexterminio, si el caso lo pide, haciendo en ellos un Vesper Siciliano,antes que lo hagan ellos con nosotros, el cielo nos ordena, a lasclaras, rematar la obra de purificación.

—El miedo a la sangre, hijo mío—prosiguió diciendo el canónigo,—es unbajo instinto del hombre. Jehová se espanta del vicio, de la impiedad,de un solo pecado, pero no de la sangre vertida justicieramente. Lasangre es el riego necesario de toda buena germinación, y el Señor lahace correr a su tiempo con la misma benignidad con que escurre losnublados sobre los surcos. Las vidas humanas no valen sino por lo queresulta de su sacrificio, como los granos de incienso. Ahora, si sequieren remedios más suaves, también los hallaremos en la Escritura.

Meditó un instante y continuó:

—Oigamos al profeta Osseas sobre la tribu idólatra de Efraim: «Dales aéstos, Señor... ¿Qué les darás a éstos? Dales vientres sin hijos y tetasenjutas.»

Recapacitemos esta inspirada sentencia. Ella nos manda que loque se ejecutó con las gentes de Efraim lo realicemos nosotros con losfalsos conversos. Su Santidad, se entiende, lo permitirá, y médicos hayque saben cómo y con qué hacer con ellos y ellas este remedio; y seríaun blando acabar, poco a poco.

Habló así, con tono doctrinal y apacible, sin asomo de saña. El mancebole escuchó sorbiendo sus palabras como precioso jugo de sabiduría.Habían llegado, entretanto, a la plazuela de la Catedral. El templolevantaba su mole religiosa y guerrera en la calma cerúlea delanochecer. Un último reflejo dorado se apagaba en sus almenas.

El aire traía un tufillo de sartenes. El canónigo despidiose de Ramiro,y, al ir a penetrar en la iglesia, un lacayo le detuvo para decirle queel señor de San Vicente le mandaba llamar. La casa estaba a pocos pasos,en el barrio de San Gil.

XI

El señor Felipe de San Vicente, individuo del Consejo de las órdenes,Comisario de la Santa Inquisición y antiguo gentilhombre del Rey,recibió cordialmente al canónigo, tomándole una y otra mano en lassuyas. Luego, después de haber echado los cerrojos a las puertas,preguntole con brusquedad y misterio:

—¿Podría vuesamerced, señor canónigo, indicar algún hombre seguro parauna dificultosa misión en servicio de Su Majestad y del reino? Adviertavuesamerced—

agregó—que debe ser de harta limpieza de sangre, de muchareligión, de mucho ardid y denuedo, y joven, cuanto posible, de suerteque sus idas y venidas puedan achacarse a un amorío, por ejemplo.

El lectoral comenzó a estrujarse el labio inferior, como si buscaraarrancarse por aquel medio el nombre propio que convenía. De pronto,después de breve silencio, sus ojos se llenaron de claridad y respondiócon viveza.

—Sí, tal. Ya le tengo.

—Conozco a vuesamerced, y doy, desde luego, por seguro, que habráescogido con acierto—replicó entonces el hidalgo, acostándose, casi, enel sillón y estirando hacia el brasero sus piernas metidas en calzas develludo pardo.

En seguida, con verbosidad soñolienta, entrecortada sólo por los ásperosesfuerzos con que descargaba de rato en rato su garganta, fuele diciendoque, según recientes averiguaciones, los moriscos preparaban unlevantamiento general en todo el reino, y que era menester sorprenderlescon las manos en la masa.

—Tenemos sospechas—agregó—de que en esta ciudad existe un esconditede conspiradores, donde continuamente se reciben mensajes sediciosos deAragón y Valencia. Pero todo esto, señor canónigo, precisamos saberlocon certeza, pues la mayoría del Ayuntamiento aboga por ellos, yabundan en toda España señores de título que, por no ver sus tierrasabandonadas, les tienden solapadamente la mano.

Dijo luego que la Junta de Madrid acababa de encomendarle, sin atender asu edad y a sus dolencias, aquella difícil misión, que él queríacompartir con un hombre de iglesia, cuyo especial ministerio le pusieraen mejores condiciones para conocer las dotes o defectos de algún vecinode la ciudad. Con la voz cada vez más ronca y más baja, pasó luego aexplicar las instrucciones que el canónigo debía transmitir a su agente.El

mismo

se

narcotizaba

con

su

propio

discurso.

Ya

era

imposiblecomprenderle. Su palabra vacilaba, se extinguía. Entonces, escupiendo,por última vez, dobló la cabeza sobre el hombro, y quedose dormido.

El lectoral no supo qué hacer. Los cerrojos estaban echados y las mechasdel velón crepitaban en ese momento, amenazando apagarse. No había,tampoco, un solo libro sobre la mesa, y él había olvidado su breviario.Pensó entonces que no hay situación en la existencia que resista a unesfuerzo superior de filosofía y, olvidando la circunstancia y la hora,púsose a contemplar a aquel hombre de obscuro entendimiento que, habíalogrado fácilmente los altos honores, hasta ser uno de los másinfluyentes personajes de la comuna, tenido en gran predicamento por elRey. Su estatura era menos que mediana, su espalda un tanto jibosa, subarba rojiza. Había en todo su rostro una tristeza cómica de bufón. Sulabio inferior se alargaba hacia afuera con lúbrico y tembloroso gesto.

La estirpe de los San Vicente era antigua en la ciudad, aunque no de lasmás ilustres y encumbradas. Arrancaba, sin embargo, de una María de LaCerda y exornaban su árbol genealógico Juan Mercado, primer caballero deMilán, Tomás de San Vicente, llamado el Valeroso, y, sobre todo, RuyLópez de Avalos, condestable de Castilla. Los caballeros de su nombrepodían reposar, por remoto privilegio, en el crucero de la iglesia deSanta María del Casti