La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

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Casi todos aquellos hombres eran enjutos. La ambición o la penitencia,ayudadas a menudo por tercianas prolijas y rebeldes, desgrasaban lascarnes y labraban ictéricos surcos en los rostros. Rostros a la vezaltaneros y tristes, do el brío solía disimular terrores y la constanteaspiración hacia Dios iluminaba en lo alto las visionarias pupilas.

XXII

La turbia claridad que bajaba de las nubes alumbraba apenas el libro.Ramiro leía por tercera vez el mismo pasaje de «La vanidad del mundo»:

«Si fingiéramos que la tierra estuviese en el cielo estrellado y latornase Dios clara como una de las estrellas, no se podría de acá abajodivisar por su pequeñez. Y si en respecto del firmamento es la tierracomo un punto, ¿cuánto será menor puntillo respecto del cielo empíreo?¿Pues qué dejas, menospreciando el mundo, aunque fueses señor dél, sinoun angosto nido de hormigas, por los reales y anchos palacios delcielo?»

Aquellas palabras del padre Fr. Diego de Estella traspasaronluminosamente su espíritu. Señalando la página e inclinando su cuerposobre el brazo del sillón, miró pensativamente hacia afuera, a través delos viejos vidrios sujetos por tosca malla de plomo. Espeso nublado,cuya cepa debía prolongarse hacia el naciente, asomaba por encima de lasmurallas. A pesar de tener cabe sí un brasero con lumbre, Ramiro sentíacolarse por las rendijas ese estremecimiento glacial de la atmósfera queanuncia la nevasca. Las losas de la calle y los sillares de los palaciostomaban tonos lívidos, ateridos. El viento ululaba.

Era uno de esos días de invierno en que el alma se siente apartadiza ydoméstica y todo el ser se arrellana en su propio egoísmo. ¡Cuán mágicosentido toman entonces las cuatro paredes del aposento, entre las cualesel continuo soñar ha ido adhiriendo a las cosas compañeras indefinidaconfidencia y algo como nuestro propio dejo espiritual! El cerrojo lanzaal caer una interjección uraña y reconfortante, y el ascua nos recibecon su ardiente fascinación que amodorra las ansias y desapega de todoslos afanes del siglo.

Una enorme hostilidad se cernía. El cielo estaba ceñudo, el aire malignoy poblado, quizá, de espíritus dañosos. Las lúgubres consejas,escuchadas allá en la torre, siendo niño, volvían a la memoria delmancebo. A veces un remolino de polvo y de briznas, junto a algunachimenea, le inquietaba. Hubiérase dicho que un miedo mudo hacíapalidecer todas las cosas, la teja, la ventana cerrada, el árbol de lospatios.

Algunos campesinos bajaban presurosos hacia la Puerta de DonAntonio Vela, acuciando sus machos y borricos. Ramiro adivinaba en ladirección del Sudeste, por detrás de las sierras, un agazapamiento devendaval, pronto a lanzarse sobre la dehesa, destechando cabañas,reventando los trojes, descuajando los árboles.

¡Cuán sabrosa aquella su pereza junto a la lumbre! Soñó en la paz de losmonasterios, en la ascética fruición de la celda durante los días ynoches del invierno, en la deliciosa somnolencia de los rezos en loscoros obscuros, entre el olor eclesiástico de los viejos barnices, de lacera, del incienso.

El brutal desengaño que sufriera, días antes, al presentarse en lareunión, habíale llenado el pecho de asco y rencor hacia los hombres.

—¡Por cuestión de la paga!—repetía por momentos, recordando laspalabras del religioso.—¿De quién podía venir aquella especie si no desu rival? ¿Debía también perdonarle con el heroico perdón de los santos?

La frase de doña Guiomar: «Harta dicha será que no os desluzcan lajornada mediante alguna calumnia», tomaba ahora en su mente acento deprofecía.

¿Para qué afanarse, pues, en el siglo, si toda honra estaba a la mercedde cualquier lengua malvada? Y aunque así no fuera: ¿De qué valían lasglorias y loores del mundo, de este «nido de hormigas», como loapellidaba el inspirado religioso? ¿No era, acaso, todo ello castillo decañas para el fuego de la muerte? ¿Qué más valía el paso de un hombresobre la tierra?... Cualquier frágil baratija duraba más que su dueño.Otros galanes habían de aderezarse quizá, el juvenil mostacho ante aquelsu espejo, cuando él no fuera sino un hato de podredumbre. La copa deVenecia pasaba de padres a hijos más vividora que las manos soberbiasque la alzaban en los festines. ¿Qué pensar?

¿Qué hacer?

El mismo se asombraba de las oscilaciones extremas de su ánimo.

Volvió a mirar hacia la calle.

Una hora pasó. Era un domingo de fines de febrero. La esquila de laCatedral acababa de tocar tres campanadas. Los visitantes de costumbreiban llegando; unos en sillas, envueltos en capisayos aforrados demartas; otros a pie, embozados completamente en sus ferreruelos o en suscapas de lluvia, y manteniendo apenas una abertura por donde escapaba elaliento blanquecino. Los clérigos se arrebozaban con sus lobas; losdominicos, en sus manteos; los franciscanos y carmelitas traían elrostro cubierto bajo la puntiaguda capilla y los brazos cruzados pordentro de las mangas.

Ramiro vio llegar a Vargas Orozco con la narizamoratada por el frío; el paje caudatario le sostenía por detrás la colasuperflua. Creyó reconocer a don Pedro Valderrábano por las calzas develludo amarillo y sus pantuflos con pieles. Cuatro valentonescustodiaban la silla de don Enrique Dávila, tres de ellos con alabarda yrodela, el otro con hermosa ballesta incrustada de marfil.

Ramiro, sin deseos de llegarse al estrado, abrió de nuevo «La vanidaddel mundo».

En ese instante, después de anunciarse con el golpecito decostumbre, entró Casilda en la habitación. Un estremecimiento inusitadoagitaba sus pestañas. Acercose al escritorio, removió la arquilla delas obleas, requirió las torcidas del velón, estiró las holandas dellecho. Palpábalo todo con gesto bobo y encogido, como si quisieracomunicar o pedir alguna cosa y no se hallase con ánimo.

—¿Buscas algo?—la preguntó el mancebo.

—Nada, señor; sólo que mi padre me manda llamar y miro porque todoquede bien aparejado para la noche.

La idea de recompensar con alguna dádiva los cuidados que aquellamuchacha le había prodigado, durante tantos días de sufrimiento, leasaltó a Ramiro por la primera vez. Díjola entonces:

—Abre la naveta de la izquierda de aquel bufetillo. ¿Ves una escarcelaverde? Bien, tráela.

Cogió tres ducados y alargóselos, exclamando:

—Toma para alfileres, Casilda.

Ella, al sentir en la palma de la mano el frío de las monedas, dejolascaer al pronto, sobre la mesa, como si hubiese tocado un reptil. Elrostro se le enrojeció de vergüenza, y su pecho, henchido por laemoción, dejó escapar un suspiro. Luego sonrió tristemente, diciendo:

—¡Ah! ¿vuestra merced ha pensado?... ¡No, no, por Dios!

—¿Tanta honrilla, muchacha? ¿No puedo hacerte, acaso, un obsequio?

—No, señor; gracias. A lo que venía me mueve otro interés. Deseo decira vuestra merced—agregó vacilando un instante y bajando la voz—algoque sucede en esta casa.

—Sí, ya imagino: que el lacayo... que la criada... que la dueña... Melo dirás otra vez.

—Nada de eso, señor. Es negocio harto apurado. Un negocio... ¿cómodecir? que importa; que, con ser yo tan necia, se me alcanza que lajusticia ha de caer aína sobre esta casa y todo el daño que se puedeseguir a vuestra merced.

—Bien, aguija; aclárate presto. ¿Qué sucede?

Casilda tembló como sacudida por aquel acento imperioso, y luego repuso:

—Sucede, señor, que muchos de estos caballeros que aquí vienen, acabadala visita, se juntan abajo en secreto, en una cuadra vecina de aquellaen que yo guardo mi cofre; y encienden lumbre, y dicen palabras contrael Rey y hablan de levantar bandera.

—¿Por quién sabes todo eso?

—Lo escuché yo mesma, yendo a buscar un manto, el domingo pasado, ya denoche.

—Dilo todo, date prisa.

—Al entrar oí unas voces que parecían salir de una alacena; pero, comoyo no temo a los duendes, la abrí para ver lo que era. Vacía lo estaba;pero las voces se escuchaban como si fuesen en la mesma cuadra y eran enla de al lado, e decían lo que ya dejo expresado a vuestra merced. A miver, deben ser muchos señores, y entre ellos está el señor cura de SantoTomé, con su catarro, y el señor de Bracamonte, con su voz tan áspera, yel de...

Un golpe dado en la puerta que comunicaba con la galería cortó sunarración.

—¿Quién?—demandó Ramiro.

—Yo soy—respondió Vargas Orozco, abriendo él mismo la hoja ypenetrando en la estancia. Luego, habiendo mirado de soslayo a Casilda,aproximose a Ramiro, y sin tomar asiento, le preguntó:

—¿Os lo ha referido?

—¿Qué?

—Lo que acontece en esta casa.

—¿A qué quiere aludir vuesa merced?

—A las reuniones secretas de don Diego, y los otros, en el piso bajo,conducidos por el maestresala.

En seguida, alzando la voz, y señalando hacia las cuadras vecinas:

—¡A la enorme felonía—gritó—de esos malos caballeros!

—Por Dios, hable vuesa merced más bajo, que pueden oílle—interrumpióRamiro, agregando:—De suerte que vuesa merced lo sabe también por...

—Por esta rapaza—contestó el Canónigo señalando a Casilda.

El diálogo se desarrolló vivamente y quedó convenido que, antes de queterminara la reunión, irían los dos a cerciorarse de la verdad,escondiéndose en la cuadra que indicaba Casilda. Al principio, elmancebo manifestó no poca repugnancia por aquel espionaje, declarandoque a él le parecía más derecho requerir con franqueza a don EnriqueDávila o al mismo Bracamonte; pero el Canónigo le hizo pensar en lanecesidad de una previa certidumbre; y, al referirse al peligro de quesu llaga se reabriese en el tráfago de las escaleras, le dijo:

—Si tal os sucede, hijo mío, haréis de cuenta que os hicisteis herir,una vez más, en servicio del Rey y de la honra de vuestra casa.

Seguidamente, uno y otro, se dirigieron al estrado. Ya un crecido númerode visitas rodeaba a don Íñigo. Don Pedro de Valderrábano, hidalgo viejoy socarrón, se paseaba solo, observando maquinalmente los muebles ymirando las figuras de los tapices.

Otros señores hablaban, en pie,junto a las vidrieras, por donde entraba una luz opaca y mortecina.Ramiro, después de cumplir con los saludos de ceremonia, sentose junto aun ancho brasero, en torno del cual se parlaba de guerra.

Don Enrique Dávila juzgaba la táctica de Farnesio, mientras alzaba en sumano un vaso de plata con una piedra bezoar incrustada en el borde. Uncriado escanciábale el vino de San Martín con demasiada frecuencia.Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo,forrada de pieles.

Su intemperante condición respondía a su estatura gigantesca. Cuandoquería dominar alguna congoja, reventaba uno o dos caballos a fuerza delocas carreras por el camino de Villatoro. El juego era la única pasiónque lograba punzarle. Peinaba sin crencha, hacia atrás. Su tez erabarrosa y trasnochada. Sus ojos pequeños.

Ramiro no escuchó sino el final de su discurso:

—Diga, vuesa merced, que una vez que Farnesio hubo dejado lasprovincias para penetrar en Francia, debió librar batalla campal alBearnés, desbaratalle en seguida, quitalle las vituallas, adueñarse deParís e decir luego a nuestro rey: «Señale agora Su Majestad la personaque ha de sentarse en este trono.» De esta suerte, aunque exponiendo aFlandes, hubiéramos extendido el poder de nuestras armas y limpiado aaquella monarquía de la pestilencia luterana.

—¡Qué brava guisa de guerrear!—dijo don Pedro Valderrábano, con tonoamistoso y burlesco.—En un quítame allá esas pajas desbarata vuesamerced un ejército, le coge las vituallas, cae de sopetón sobre unapoderosa ciudad y se la adueña. Piense vuesa merced, señor don Enrique,que no hay batalla que no se gane desde una silla de vaqueta, cabe elbrasero.

El regidor Gaspar González Heredia, queriendo amortiguar el picante deaquella fisga, agregó con seriedad, dirigiéndose a don Enrique:

—Quizá el ejército del Duque no era suficiente para tamaña empresa, yhay quien presenta al Bearnés como hombre de mucho ardid y coraje, quepelea a la cabeza de sus soldados.

—Con eso—le replicó el licenciado Daza Zimbrón, que alardeaba detáctico—no demostraría ese mucho ardid que dice vuesa merced; pues eljefe de un reino poderoso, como apunta a serlo el Bearnés, ya que ha dedar la batalla, no debe hallarse en la refriega, entre sus soldados; quesi él mesmo fuere muerto o vencido, el reino todo se pierde, comoaconteció a los persas y medos, vencidos por Alejandro, muerto el reyDarío, y en España muerto el rey don Rodrigo, y en Hungría, en nuestrostiempos, muerto el rey Ludovico, en la batalla que dio temerariamente alos turcos.

Prodújose un rumor de admiración.

—¿Y vuesas paternidades habéis recibido nuevas cartas deFrancia?—preguntó don Alonso al padre Jaime Rodríguez, de la Compañíade Jesús.

—Casi todas se quedan por el camino. Este mes sólo una ha logradollegarnos. Trae algunos pormenores de la primera acometida del Bearnéssobre París, en diciembre pasado.

—Sepamos, sepamos.

—Parecer ser que el Bearnés se acercó, ya pasada la media noche, cuandotodos los vecinos dormían; pero, por un caso, en que se echa de ver lamano de Dios, los herejes apoyaron sus escalas en la Puerta Papal, dondese hallaban a la sazón algunos religiosos de nuestra Compañía. Al asomarlos primeros asaltantes, nuestros hermanos dan repetidas voces dealarma. Los vecinos despiertan, tócase a rebato, y el hereje se retiradesengañado.

—Grande gloria para vuestra religión—dijo alguno.

—Un venturoso accidente en verdad—respondió el padre Rodríguez.

Entonces el dominicano fray Gonzalo Jiménez, Guardián del Convento deSanto Tomás y Calificador del Santo Oficio, díjole con aparentemansedumbre:

—Ya tenéis blasón para hacer labrar a la puerta de vuestras casas.

—¿Cuál sería, según vuesa Reverencia, señor Guardián?

Anseres Capitolini, los famosos gansos del Capitolio; y no se diráque os falta añejo abolengo.

Todos sabían la enemistad que separaba a aquellas dos religiones; peronadie esperaba una ofensa semejante; así que las palabras del padreRodríguez: «Aún no sería bastante humilde para nosotros», se perdieronen un murmullo de estupor.

Formáronse entonces pláticas diversas. Unapredominó y todos acabaron por escuchar.

El capellán de laIglesia-Hospital de la Anunciación, Miguel González Vaquero, hablaba conel dominico Crisóstomo del Peso, de los milagros de doña María Vela,monja de Santa Ana. El capellán gozaba fama de santo. Su palidezcenicienta hacía pensar en terribles austeridades, y a la vez, susgrandes ojos claros emanaban conmovedora dulzura.

—Son tan grandes—decía—las mercedes que Dios la hace y tan apegadassus razones al amor divino, que no cabe dudar.

—De su humildad y otras virtudes dígame cuanto quiera vuesa merced,señor capellán; pero de sus revelaciones muy poco, porque soy menosinclinado a creellas.

—Igual cosa oí decir a vuesa Paternidad, en cierta ocasión, de la madreTeresa de Jesús.

—En verdad, muchas veces dije: esperemos a ver en qué para esta monja,que no es bueno dar fe tan presto a sus virtudes y revelaciones; notanto porque dudase de ella, cuanto por juzgar que así conviene paramujeres. Pero ahora declaro que la dicha Teresa ha dado a entender serposible en ellas la perfección evangélica.

—Y así mesmo doña María, padre Crisóstomo. Harta experiencia tengo desu caridad y oración para saber si hay lazo o engaño de Satanás.

—Me dicen que fue vuesa merced—preguntó el licenciado Zimbrón,dirigiéndose al capellán—quien aconsejó administralla el santo Viáticopara hacella aflojar las mandíbulas.

—No, no; fue el padre Julián, el padre Julián.

—¿Vuesa merced presenció el milagro?

—Cuando yo entraba en la celda, ya doña María tenía abierta su bocahacia el divino remedio; toda la faz encendida como una lámpara. Más denueve días pasó con los dientes tan apretados, que el hombre más fuerteno hubiera logrado separárselos y sin que fuera posible hacella pasaruna gota de caldo.

La conversación recayó, como de costumbre, en la crónica de losasombrosos milagros que se realizaban de continuo en aquella ciudad.

Otra monja de Santa Ana oía todas las noches una voz que le denunciabalas asechanzas del Demonio en torno de la celda de tal o cual religiosa.En el convento de San José, Catalina Dávila, presa de súbitoarrobamiento, habíase levantado varios palmos del suelo al leer unaanotación de mano de Teresa de Jesús, en los Morales de San Gregorio.Sor Angela de la Encarnación era estrujada y abofetea la por Satanás ala vista de todas sus compañeras, y, últimamente, arrojada por él, desdelo alto de una galería al jardincillo del convento, no recibió dañoalguno. Además, todos los lunes, que es el día que corresponde a laOración en el Huerto, sudaba a imitación de Nuestro Señor, tanta sangrede toda su piel, que era preciso mudarla dos o tres túnicas al día.

Al hablar de aquellas cosas, las voces temblaban de modo extraño y lossemblantes más recios se ablandaban y palidecían como oreados por unsoplo divinal.

La ciudad entera, odorífera de santidad, parecía haberse levantado hastauna región convecina de Dios y flotar en pleno prodigio, entre el vuelocuasi visible de los ángeles. Las almas ardían como los perfumadoscarbones de aquel místico brasero, hurgoneadas por la penitencia,atizadas por el aleteo de la incesante plegaria. El milagro estaba entodas partes. Posábase aquí y allá, a modo de un ave inverosímil yfamiliar. Se hablaba de él con regocijo, pero sin espanto.

El nombre de Teresa de Jesús, la religiosa andante, la garduña de almas,la pícara sublime, reaparecía con frecuencia en los diálogos. Muchos delos que allí se reunían eran sus parientes, algunos habían parlado ychanceado con ella en los locutorios de la Encarnación y de San José;otros, más ancianos, la conocieron muchacha, con harto amor a las galasy a los olores y poniendo motes a los galanes. Referíanse con el mismoentusiasmo sus prodigios que sus gracejos, y todos se complacían enhablar llanamente de un ser que los ojos del alma veían ahora en lagloria del Paraíso.

—Grande injusticia ha sido llevarnos la gran reliquia de sucuerpo—dijo Alonso de Valdivieso, al terminar la narración de unagraciosa entrevista que tuvo con ella en Medina del Campo.

—Esa trapacería se la debemos al Duque de Alba—replicó el señor deNavamorcuende.

Entonces, aprovechando del vocerío que suscitaron aquellas palabras dedon Enrique, un padre carmelita refirió en voz baja a Ramiro que, nohacía mucho, temiendo que se llevasen nuevamente de rondón el cuerpomilagroso, una hermana lega del convento de Alba de Tormes, en medio deuna noche de tempestad, habíase dirigido al sepulcro de la madre Teresa,y descubriendo el cadáver, abriole el pecho con un filoso cuchillo,metió la mano por la herida y arrancó el corazón. Luego, aquellasobrehumana mujer, poniendo la reliquia entre dos platos de roble, se lollevó consigo a la celda. Al siguiente día, el inconfundible perfume queembalsamaba los claustros, denunció el sublime sacrilegio.

Enfebrecido por el confuso rumor de los diálogos y el aire denso de lasala, Ramiro tuvo que reconcentrarse un momento, sintiéndose penetrarhasta el fondo del ser por la pasión que exhalaban aquellos últimosrelatos. Acababa de comprobar una vez más que, a la primera mención delos prodigios de una humilde enclaustrada, todos los otros temasdecaían; y los más recios hidalgos, orgullosos de sus linajes, de suscaudales, de sus cicatrices, inclinaban la cabeza como empequeñecidosante la sublimidad de la gloria penitente.

Y de nuevo, la voz ajena y sosegada que solía susurrar en el fondo de suconciencia, le habló de esta manera:

Abandona la brega de los hombres. No hay vida más heroica, más fuerte,vida más vida que la de aquel que, desnudándose por entero del vanoropaje mundanal, sigue la senda de Cristo Nuestro Señor. Ese acrecientacomo ninguno las potencias del alma, y, en un mismo día, asedia o sedefiende, toma castillos o levanta cestones y palizadas, libragrandiosos

combates,

pone

en

fuga

legiones

inmensas,

conquista

mundosignorados y maravillosos. Sólo aquél tiende su vuelo por los espacios dela eternidad, logra sus simientes, conoce la verdadera gloria y vence lavanidad, la brevedad y el terreno dolor.

Sí, sería religioso y quizás ermitaño. Estaba resuelto. Bajando lospárpados, soñó, entre el murmullo creciente de la asamblea, en su futurasantidad.

Un vocerío en la calle, un clamor áspero y bronco, que hizo retemblarlas vidrieras, desgarró su visión.

—¿Qué es esto?—exclamaron algunos.

Ramiro, que se hallaba próximo a una de las ventanas, se puso en pie,abrió las maderas y miró. Un grupo de villanos avanzaba hacia el solarcruzando la plazuela. A la humosa llamarada de las antorchas, Ramiropudo reconocer, en medio de aquel golpe de gente, la enhiesta facha deBracamonte. Nueva exclamación estalló:

—¡Viva don Diego!

Los pasos de la turba resonaban sobre las losas de modo acompasado ysolemne.

—Son algunos vecinos que vienen acompañando a don Diego deBracamonte—

exclamó Ramiro en voz alta, volviendo el rostro hacia elconcurso.

—Parece—dijo Valderrábano,—que de algunos días a esta parte, apenasle advierten por esas calles, se ponen a seguille, y le van regalandotodo el tiempo con sus vítores, que güelen peor de lo que suenan.

—Quiera Dios no le empujen a alguna demasía—agregó con lentamodulación el Canónigo lectoral.

Ramiro

notó

que

algunas

miradas

descendían

gravedosas,

mientras

otrasescudriñaban, uno a uno, los semblantes. Entretanto, don Enrique Dávilarespondía a la frase del Canónigo con injuriante risa haciendo saltarentre sus dedos el joyel que pendía de su cadena.

—Don Enrique: «Las barajas excusallas»—dijo entonces el Lectoral.

—Señor

Canónigo:

«Comenzadas

acaballas»—replicole

el

señor

deNavamorcuende, completando el conocido lema que llevaban las armas de sufamilia.

Minutos después entraba Bracamonte.

—¿Qué nueva?—preguntole don Enrique, dejando el asiento.

A la vez que un lacayo le quitaba de los hombros la negra capa salpicadade nieve, Bracamonte repuso:

—Que se pretende dar parte al Santo Oficio en la causa de AntonioPérez, para burlar de esta suerte los Fueros de Aragón.

Tras un candelabro, y con todo el rostro iluminado por el resplandornumeroso de las bujías, el Guardián de Santo Tomás prorrumpió:

—¿Hay, por ventura, fuero más fuero que el de la Santa Inquisición?Allá se las arreglen, señor don Diego, que aquí estamos en Castilla.

Bracamonte, reconociendo al pronto la voz, replicó sin vacilar:

—Ya sabe vuesa Reverencia que, según los antiguos, la pendiente de latiranía todo está en empezalla; y si a tal se atreven con Aragón, quetan celosamente ha guardado hasta aquí sus libertades, ¡qué no osaránluego con nosotros, que estamos ya harto desplumados y listos para laolla!

Ramiro sintió que le apretaban el brazo.

—Salgamos, que es tiempo—murmurole al oído el Lectoral.

Algunos tertulios se retiraban; don Alonso entre ellos.

Cuando maestro y discípulo bajaron a la cuadra del piso bajo, conducidospor Casilda, ya era de noche.

—Cae nieve—dijo la muchacha mirando hacia el patio.

Casilda no había soñado ni mentido. Después de un largo lapso de espera,comenzó a escucharse, a través de las tablas de la alhacena, cavada amedio grueso en el muro divisorio, el rumor de los que iban penetrandoen la estancia vecina. No había rendija alguna por donde se pudieseatisbar; pero Ramiro y el Canónigo reconocían fácilmente a loscongregados, aun cuando todos bajaban la voz con evidente cautela.

—Las nuevas cartas—dijo Bracamonte—son del Barón de Bárboles, deMiguel de Gurrea y del señor de Purroy.

Leyolas. Las dos últimas referían los sucesos recientes de Aragón y laagitación popular de Zaragoza. La de don Diego de Heredia, señor deBárboles, entre otras cosas decía: «Hoy somos los aragoneses losamenazados, mañana lo seréis vosotros.

Prestémonos fiel ayuda, hermanosde Castilla, que nuestra Patria se pierde; pues aquellos que son tenidospor sus padres y jueces, son malos padrastros y prevaricadores della.»

—Sí; la república se pierde—agregó con brusquedad Bracamonte,comunicando a su voz una resonancia imprudente.—¿Y, por ventura,debemos asombrarnos, cuando España, regida ayer por sus más clarosvarones, es hoy la presa de ávidos pecheros, que, no sólo buscan portodo medio acrecentar la propia hacienda, aunque perezca la pública,sino que pretenden, a más, empobrecer y destruir a la más antiguanobleza del reino, no dejándola, como sabemos, regentar los negocios, einventando contra ella, cada día, nuevos pechos y humillaciones? Si elpuntilloso honor de nuestra casta no se hubiese trocado, agora, enacoquinamiento y bajeza, ¿quién osara tales atrevimientos?

¡Ea!:mostremos que de algo vale aquella sangre delicada que heredamos denuestros mayores. Es tiempo ya de resoluciones varoniles. Perdamos, sies preciso, la vida en la demanda, antes que la honra. Aragón sóloespera nuestra señal para arrojarse; Sevilla bulle y se revuelve,Valladolid, Madrid y Toledo vendrán a la zaga, apenas nosotrosmarchemos.

Un coro ardoroso de aprobación respondió a la arenga de Bracamonte.Luego, en medio del silencio que sobrevino, una sola voz resonó, adusta,inconfundible.

—Que no se diga que la vejez, enflaqueciendo mis fuerzas, hadestemplado mi corazón. Sepan vuesas mercedes que toda mi hacienda quedapuesta desde hoy al servicio de esta demanda. Y si el caso lo pide,hareme subir en silla a la muralla, que aún puede mi diestra disparar unvenablo.

Al escuchar aquella voz, el Canónigo y Ramiro se buscaron uno a otro enla obscuridad.

—¡Don Íñigo! ¡Válame Dios!—exclamó el Lectoral asiendo del brazo a sudiscípulo.

—¡Sí; él es!—dijo, tan sólo, el mancebo.

Escuchose entonces un rumor de interjecciones y frases entreveradas.

—Es un tirano—dijo alguien claramente.

—Su confesor—agregó el cura de Santo Tomé—ha de arder en el infierno,porque le absuelve.

Otros exclamaron:

—Que se lea el cartel que ha de pegarse en los muros.

—Es harto tarde.

—Que se lea, y partiremos.

Oyose entonces un ruido claro de papeles, y don Enrique Dávila leyó elhistórico pasquín.

«Si alguna nación en el mundo debía por muchas razones y buenos respetosser de su Rey y señor favorecida, estimada y libertada, es sólo lanuestra; mas la cobdicia y la tiranía con que hoy se procede no da lugara que esto se considere. ¡Oh, España, España, qué bien te agradecen tusservicios esmaltándolos con tanta sangre noble y plebeya; pues en pagode ellos in