Un colérico estupor le exaltaba y le desconcertaba a la vez; irainmensa, refrenada ante el enigma, pero pronta a caer como un peñascosobre el culpable. Por debajo de aquel desvío de Beatriz había quebuscar la nueva intriga de sus rivales. Ella era inocente y víctima dela misma impostura. ¡Quién sabe qué sospecha habrían logrado incrustarlaen el corazón!
Sin embargo, no quería pensar por ahora en Gonzalo. Según su altivacostumbre, buscaba disimularse a sí mismo toda intención de venganza, desuerte que la cólera sólo estallara en el instante del infaliblecastigo.
Quiso la casualidad que uno de aquellos días, al pasar Ramiro bajo lasventanas de Beatriz, don Alonso llegase por la misma calle en direccióna su morada, llevado en silla de manos y rodeado de escasa servidumbre.Ramiro le saludó con franqueza, quitándose del todo la gorra. El hidalgobajó rápidamente los ojos y respondió apenas con leve inclinación:
—¡Qué es esto, Santísima Virgen!—se dijo el mancebo.
Sintiose tentado de volver sobre sus pasos e interpelar derechamente adon Alonso.
¡Pero no!...
Llegado a su casa, y ahondando cada vez más sus cavilaciones, creyóencontrar una nueva cifra. A la misteriosa calumnia agregábase quizá lanoticia verdadera de su ruina. Don Alonso habría sido informado; y quiénsabe si los años, enfriándole el corazón, no le habían tornadocalculador y avariento.
Sobrevínole de nuevo el asco de aquel «ruin lugar», como le llamara, encierto instante de tedio, el mismo don Alonso. Ciudad cárcel, según él,donde la holganza enmohecía los ánimos más nobles; donde la excesivaproximidad de los mismos orgullos hacía germinar rivalidadesmonstruosas; donde se vivía bajo continuo espionaje, y cada rendijatenía una mirada, cada colgadura un oído, cada soplo una lengua; dondetodo impulso generoso topaba con muros más agobiantes que los queretajaban el escaso recinto de la ciudad, y, donde, en fin, sólo podíanlibrarse del desengaño y del hastío aquellos que tenían el ala asaznervuda para tender a cada momento su vuelo hacia Dios. Ahora comprendíael abandono que iban haciendo de sus moradas tantos caballeros, parairse a vivir a la corte o a buscar fortuna y honra en Flandes, enItalia, en las Indias.
A fuerza de meditar en su propia situación, asaltole un pensamientoirresistible: probar la suerte, someter todo el oro que había recibidode los usureros al azar de un instante. Multiplicaría, tal vez, sucaudal en proporciones fantásticas. Viose ya subyugando el capricho dela fortuna y asiéndola del pescuezo como a una mujer que se resiste.Llenaría su cofre y sería poderoso por algunos meses. Era todo lo quedeseaba. Se creería en la ciudad que había logrado restaurar supatrimonio, y don Alonso volvería a abrirle los brazos.
El había entrado una vez, en compañía de otro mancebo, a un garitopróximo a la Puerta del Puente, donde acudían a diario muy principalescaballeros de la ciudad. Allí se había encontrado con don EnriqueDávila, encerrado ahora en el castillo de Turégano por la conspiraciónde los pasquines; con Valdivieso, con Heredia, con los hermanos Verdugo,con Antonio Muxica, y muchos otros conocidos, sin exceptuar a Gonzalo yPedro de San Vicente. Calose su sombrero de fieltro, y, echándose a loshombros la segoviana capa, se dirigió, precedido de su paje, a la casade juego.
La luna no había salido aún, y al bajar por la Rúa, hacia el Adaja,Ramiro contemplaba las constelaciones. ¡Quién hubiera podido leer enaquella escritura suntuosa y estremecida!
A eso de las cinco de la mañana estaba de vuelta en su aposento.
—¿Y no dijo vuesa merced alguna oración al entrar a la tablajería o alarrimarse a la mesa?—preguntole el paje, continuando la plática quetraían desde el portal.
—Deja eso, Pablillos, que no es tiempo ahora de pensar en lo que hice ono hice.
—Es que yo creo que si vuesa merced... Cuando yo estaba en Salamanca yponíame a jugar con otros como yo, cada vez que recitaba cierta oraciónque yo me sé, les sacaba todos los cuartos.
—¿Fue ansí como llegaste a reunir tanta hacienda?
—No se burle vuesa merced, que andaba yo amancebado, en aquel tiempo,con la hembra menos guardosa del mundo.
Pablillos habíale tomado ya el sombrero y los guantes y, al quitarle lacapa, exclamó como espantado:
—¿Hanle robado a vuesa merced la cadena? ¡Vive Dios!
—Fuese la soga tras el caldero, Pablillos.
—¿La jugó también vuesa merced?
—Juguela.
—¿Vuesa merced ha perdido entonces todo su caudal?
—Todo.
—¡Ah, cuánta desgracia! ¿Y cómo habré de comprar las provisiones paramañana y los días venideros?
—Eso piénsalo tú, que eres villano—exclamó Ramiro muy cerca de lacólera.
—No tan villano, señor, que es bien sabido que los Martínez fueronsiempre de muy limpia sangre castellana, y que, a no ser el incendio quedestruyó todo el solar de mis padres, podría yo enseñar agora a vuesamerced tamañotes pergaminos de mi hidalguía.
Luego, después de haber quitado a su amo las calzas, balbuceó concautelosa humildad:
—Vuesa merced recordará que los ginoveses, según me ha dicho,ofrecieron veinte ducados por los retratos de sus mayores.
Ramiro estaba ya metido en el lecho, y, hurtando su rostro a la luzpara dormirse, repuso como entre dientes:
—Dáselos, dáselos, Pablillos; pero que entiendan...
El resto de la frase perdiose entre las mantas.
VII
Amargo fue el despertar del joven hidalgo. Pablillos le trajo el dinerode los genoveses, a quienes llevó los retratos con la primera lumbre delalba; pero después de referir los pormenores de la diligencia, le dijo:
—Debo comunicar también a vuesa merced, que, al cruzar la plazuela,topé con Pedro San Vicente, el segundón, quien parecía estarmeesperando. Me ha declarado, con mucho misterio, que don Alonso Blázqueztiene resuelto entrar de religioso tan pronto case a la hija, e que suhermano el mayorazgo le pasea la calle a la señora Beatriz, entrada lanoche, e que hace menos de una hora ha recibido un papel que no puedeser sino della, dándole una cita para hoy; pues a través de unaantepuerta hale oído exhalar muchos suspiros, diciendo: «Sí, bellanamorada mía. ¡Sí que he de ir!
Hoy mesmo, hoy mesmo. Mal que os pese,señor Ramirillo.» Y encargome no dejara de referir esto último, palabrapor palabra, a vuesa merced, por lo mucho que le importa.
—¿Quién acoge razones de un ebrio?—repuso Ramiro, desdeñosamente.
Pero no por eso dejó de experimentar súbito calofrío que le bajó hastalas plantas.
Hizo llamar a Medrano y refiriole su extraña situación, el menospreciode Beatriz, la frialdad de don Alonso y lo que acababa de decirle supaje.
El escudero palideció de pronto y, mesándose la barba, repuso:
—Amor de niña, agua en cestilla—luego alzando la frente:—¿No seráalguna treta de Franco, el campanero?
Ramiro, pensando que podía referirse al asunto de los moriscos, meneóla cabeza negativamente. Acto continuo, como hombre resuelto a desatarel nudo de modo harto breve, vistiose el coleto de ante y ciñose laespada que le diera don Rodrigo del Aguila. Luego, desnudando la hoja,oprimió con ambas manos la guarnición sobre su pecho, para rezar deaquella guisa una larga plegaria. En acabando persignose con laempuñadura, y haciendo correr a lo largo del acero indefinible mirada,envainolo otra vez en silencio.
Todo quedó convenido. Ordenó a Medrano que fuese a rondar la casa deBeatriz.
Quería saber lo que pasaba, instante por instante, por si eraverdad lo del billete. El por su parte iría a esperar junto a la Puertade San Vicente, y Pablillos haría de correo.
Eran pasadas las once de la mañana cuando Ramiro y su criado dejaron laciudad, tomando, hacia la izquierda, el camino exterior que corre, porla parte de Mediodía, al pie de los muros. El muchacho caminaba pordelante con el gesto despejado y feliz, y aunque llevaba el estómago máshueco que un atambor, su instinto atisbaba cierto olorcillo de aventuraque hacía para él las veces de sustento. Su amo no era hombre de muchosmemoriales, y si el otro se presentaba con la música bajo las ventanasde la señora, habría de seguro una gresca digna de las calles deSalamanca. El, por su parte, creía poseer las mejores piernas del reino;y, a no ser que le cegaran de improviso haciéndole entrar la cabeza enel vientre de alguna guitarra, como le había acontecido cierta vez,riberas del Tormes, estaba seguro de su persona.
La mañana era fresca y radiosa. Pablillos sentía en su sangre hervor devida, escozor de danza, cerril impulso de zapatear la tierra y lanzar alos vientos largos cantares agudos que rebotasen en los collados. Laprimavera prestaba a los trigales undoso brillo de sedas; ¡verde yplateada casulla sobre el buriel de los terruños! El sol chispeaba en lamica de las peñas, en la reja de los arados, en el agua del río,fingiendo como un chubasco de luz, a lo lejos, sobre las sierras deVillatoro. Todo parecía impregnado de claridad y de matutino frescor,hasta el tañer de las campanas, el sonido de los yunques, y el cantar delos tejedores y caldereros en el morisco arrabal de Santiago. Algunasmujeres quemaban al pie de la cuesta montones de hojarasca, y un perfumerústico, mejor que el incienso, sahumaba deliciosamente el contorno.Ramiro recordó sin quererlo sus amores con la sarracena.
Cuando hubo llegado a la Puerta de San Vicente, díjole al paje queesperara en aquel sitio, mientras él iba a situarse frente a la muralladel Norte.
Pasó el mediodía sin que Ramiro recibiese aviso alguno. A eso de lascinco de la tarde, Pablillos vino a comunicarle que don Alonso acababade salir de su casa en una silla cubierta, y que, según les había dichoun viejo lacayo, aquel señor, después de algún tiempo, pasaba la nocheen el convento de Santo Tomás.
La tarde moría. Ramiro se sentó sobre una peña, con el rostro casioculto por el ala del fieltro. El suelo violáceo parecía ondular a suspies bajo la vibración alucinadora de la penumbra.
De tiempo en tiempo, el joven hidalgo levantaba la cabeza y perdía lamirada en el contorno, indiferente a la magia del cielo y a lasseducciones del paisaje; pero recogiendo en el alma, de un modoinstintivo, la reciedumbre de aquel sitio de pasión y de sublimeviolencia.
El sol, antes de ocultarse, exaltó con su gloria muriente el oro delcielo. Las pupilas de Ramiro se dilataron.
Desolada melancolía bañó de pronto la imponente rudeza de la muralla.Ramiro imaginó que las torres se sucedían a espacios iguales, como los paternoster del rosario; que las almenas figuraban las avemarías, y laCatedral, con su saliente cimborio, el hueco crucifijo lleno dereliquias de santos y caballeros.
Cuando Pablillos volvió a presentarse sin ninguna noticia, su amo lemanifestó que se iba a rezar a las cuevas de San Vicente, y encaminose,en efecto, a echarse a los pies de la Virgen de la Soterraña.
Al acercarse a la basílica hundió la mano en la faltriquera y extrajo elrosario de quince misterios que le había ofrecido su primer preceptorFray Antonio de Jesús. Era un viejo rosario de Tierra Santa, cuyascuentas, hechas de hueso de camello, habían sido ensartadas en fuerte yapretado cordón de seda blanca.
«Lleva siempre contigo esta soga de estrangular demonios», habíale dichoel franciscano al ofrecérselo.
La iglesia estaba sola y obscura. Una lámpara de plata ardía en lacapilla mayor.
Misterioso como nunca pareciole ahora el extrañomonumento dorado y azul de los Mártires. Bajó a la cripta. La milagrosaimagen estaba rodeada de cirios ardientes. Dos mujeres, echadas depechos en el suelo, gemían hacia un rincón, cubiertas completamente porsus mantos, haciendo pensar en dos enormes murciélagos moribundos.
Rezó con fervor los quince misterios, y cuando creyó que la sombra lepermitiría caminar por las calles sin ser reconocido, se dirigió a laciudad, entrando a ella por la puerta vecina y yendo a situarse a pocospasos de la casa de Beatriz.
Esperó mucho tiempo.
De pronto, un bulto humano rozole y pasó. Algo después vio llegar unaronda. Un corchete venía por delante meneando hacia uno y otro lado lahumosa y enrejada linterna. Aquella luz alumbraba con crudeza lossemblantes de los ministros. Ramiro reconoció al alguacil Pedro Roncopor la facha imponente. Las cejas y el mostacho parecían trazados con untizón sobre su tez color sebo. El ruido autoritario de los pies y lasespadas fuese alejando.
Escuchose luego una voz:
—¡Señor! ¡Mi señor!
Era Pablillos.
Refirió que, un momento antes, un hombre enmascarado se había detenidofrente a la casa de don Alonso, y que a tiempo que Medrano le mandabacon aquella noticia, apareció un nuevo enmascarado, el cual, acercándoseal primero, le interpeló con dureza. Ya parecían irse a las manos,cuando acertó a pasar la ronda. Haciendo abatir las máscaras y arrimadala lumbre a los rostros, el alguacil Pedro Ronco reconoció a los doshermanos San Vicente, ordenando con fieras amenazas al segundón que sealejara al punto, si no quería acabar en la cárcel. El mayorazgoretirose también; pero, según el escudero, no tardaría en volver almismo sitio.
Ramiro fue a colocarse en la esquina más próxima. Encontrándose allí conMedrano, dijo a éste y al paje que le dejasen solo.
La luna debía asomar hacia el naciente, pues la muralla comenzaba acontornear por ese lado sus triangulares almenas.
Más de una hora pasó Ramiro sin apartar los ojos de la casa de Beatriz.Parecíale por momentos que el postigo de la puerta se entreabría y secerraba. De pronto, un cuerpo de mujer asomó por la abertura. Lasblancas tocas y la singular corpulencia denunciaban a doña Alvarez. Cadavez sacaba fuera mayor parte del busto, cobrando confianza. Por fin,chistó quedo, muy quedo, varias veces. Nadie respondía. El postigocerrose.
Cuando Ramiro comenzaba a pensar que Gonzalo no volvería tal vez apresentarse aquella noche, vio llegar a lo largo de la calle, la figurade un hombre que fue a detenerse ante la casa de Beatriz, al pie de lasventanas.
Ramiro desenvainó la espada, y tomándola de la hoja por encima de lacapa, adelantose, prestamente, rozando la pared más obscura. ¡EraGonzalo! Aunque su rostro estaba cubierto por el negro tafetán,reconociole, al pronto, por la pluma blanca, sujeta a la gorra conhermoso joyel de diamantes, y la capa cenicienta que llevaba, también,noches pasadas, en la casa de juego.
Al tiempo que el joven regidor iba a golpear la puerta con los nudillos,Ramiro, corriendo hacia él, asiole el brazo en el aire. Luego,estrujándole con fuerza la máscara sobre el rostro, acabó porarrancársela con rabioso tirón. San Vicente desenvainó a su vez, yexclamando: «¡Muera!», se arrojó sobre su rival. Pero éste le esperabaya con el acero tendido.
Gonzalo se detuvo, y blandiendo furiosamente la espada, gritó de nuevo:
—Pida perdón el alevoso.
—Vos a mí, villano, por vuestras calumnias menguadas.
—¡Muera entonces el perro morisco!—volvió a gritar San Vicente.
—Hablad más quedo, señor regidor; no sea que os preste ayuda la ronda.
—No la he menester.
—Pues busquemos, si os place, algún sitio más apartado, donde el rumorde las espadas no haga asomar a alguna dueña pensando que es el oro devuestra bolsa.
—Vamos donde gustéis.
Los dos envainaron, y Ramiro tomó por la angosta calleja, en ladirección del Nordeste, hacia un paraje solitario dentro de los muros,que él había observado en uno de sus paseos.
Gonzalo marchaba a la izquierda, y su capa gris semejaba una tela deplata entre la incierta claridad de la noche.
Llegados que fueron ante un viejo portalón, Ramiro se detuvo y trató deviolentar el cerrojo. Gonzalo ayudó con el hombro. Por fin, después deun vano forcejeo, convinieron en escalar juntos la tapia. Gonzalo apoyósu pie en el muslo de Ramiro y, cuando se hubo encaramado, tendió desdearriba la mano a su rival, ayudándose uno a otro como en los desafíos delos libros caballerescos y como lo hicieran Amadís, Rugero o Esplandián,con su valiente cortesanía.
Era una cantera abandonada. La roca, formando una sola mole en forma decolina, no había permitido levantar vivienda alguna sobre su pétreocaparacho, antiguo como el mundo. La muralla se levantaba hacia laderecha, almenada, fosca, solemne y revestida de sombras formidables.
Deteniéndose en el paraje más llano, los dos mancebos derribaron alsuelo sus capas. Gonzalo arrojó también lejos de sí la rodela quellevaba colgada del cinto. El cielo, todo entoldado, de nubestransparentes, esparcía sobre la callada ciudad una lumbre misteriosa deamanecer. Hacia el naciente, nacarada aureola rodeaba la escondida perladel plenilunio.
Los aceros se cruzaron.
Gonzalo paraba los golpes con maestría, acechando el instante. Ramiro, asu vez, desplegaba una esgrima aparatosa y soldadesca, con molinetesfantásticos, y su boca, entreabierta por el ansia homicida, dejabarebrillar la dentadura.
San Vicente, a pesar de su destreza sentíase vacilar ante aquellamáscara cruel, toda confianza, toda vigor, toda coraje; y, por fin,temiendo que el corazón le flaqueara, hizo una falsa y enviole a Ramirouna punta derecha y veloz como un dardo. El arma atravesó de parte aparte el coleto por el costado, rozando la carne. Ramiro, entonces,iluminado por una centella de instinto, dio dos grandes pasos haciaadelante, para dejar aprisionada en el cuero la hoja del adversario; ytomando su propia espada, como quien alza un puñal, clavósela de golpeen medio del pecho. Luego se la hundió ferozmente, a través deljustillo, toda entera, toda, toda, hasta los gavilanes.
Gonzalo exclamó:
—¡Esto es hecho!
Y, lanzando por la boca una onda negrusca, desplomose.
Sus brazos y sus piernas se sacudieron un instante; y su cabeza, sinvida, se dobló, se acostó de lado, sobre la piedra.
Al mirar extendido a sus plantas el cuerpo exánime de su rival, Ramiroelevó una oración jaculatoria a la Virgen de la Soterraña. ¡Estabavengado! La fuente del orgullo derramaba ahora por todo su cuerpo ungoce inmenso y bravío. Sintió erguirse en la brisa, como una cresta degallo, la pluma de su sombrero, y experimentó en los talones una extrañasensación de fuerza invencible. Hubiera querido lanzar, con toda su voz,hacia la luna, el grito de guerra de sus mayores.
Asaltado por súbito pensamiento, se agachó hacia el cadáver, ydesciñendo las agujetas, sacó de entre el jubón y la ensangrentadacamisa un billete sin sobrescrito.
Lo desplegó. La claridad era débil;pero, al mirar hacia el cielo, observó que la luna iba a pasar muypronto tras una grieta de las nubes. Poco después sus ojos leyeron lassiguientes palabras:
«Sírvase vuesa merced venir esta noche pasadas las once. Golpee primerotres veces y luego otras dos, muy quedo, en el postigo. Yo le abriré.Cruce el patio y el huerto y suba a la torre de la muralla. Mi señorairá luego a hablar con vuesa merced.
»Vuestra fiel servidora, Alvarez.»
Tomose la frente con ambas manos, ¡Era posible! ¿Sería verdad queBeatriz?... ¿No habría en todo aquello algún ardid infame de la dueña?Fácil era saberlo. Contuvo su meditación, e, instantáneamente, connerviosa premura, cambió su negro sombrero por la gorra de Gonzalo.Arrastrando en seguida el cadáver hasta el borde de una cavidad quenegreaba al pie de los muros, empujolo con el pie reciamente para querodara hasta el fondo. Luego, recogiendo la clara capa del muerto,embozose con ella, haciendo de lo suyo un lío que apretó bajo el brazo.
Cuando se disponía a saltar de nuevo la tapia, vio asomar por detrás dosrostros obscuros. Tuvo un estremecimiento. Eran Medrano y Pablillos, quehabían presenciado desde allí toda la escena. Al caer a la calle, elescudero recibiole sobre su pecho, exclamando:
—Famosa estocada, ¡voto a Cristo! Huyamos, huyamos presto, no sea quevuelva la ronda.
Ramiro ordenoles esta vez con imperio que fueran a esperarle al solar,y, dándoles la capa y el sombrero, enderezó resueltamente a la casa deBeatriz.
Llegado ante la puerta, advirtió en el suelo la mascarilla negra deGonzalo; cogiéndola con presteza se la puso en el rostro.
Golpeó tres veces y luego otras dos con los nudillos. El paño de la capadesprendía afeminado perfume. Su espíritu comenzó a divagar. Vio y dejóde ver varias veces una almohada de Aixa engalanada con hilo de oro ypiedras preciosas. Observó que los clavos de la puerta figuraban cabezasde leones. Llamó de nuevo. El exceso de emoción le embriagaba. Por fin,el cerrojo crujió levemente y el postigo entreabriose; doña Alvarezasomó la cabeza, y después de haberle observado un instante, le dijo envoz baja:
—¡Albricias, señor don Gonzalo!
Luego, abriendo del todo el postigo y sacudiendo la mano conimpaciencia:
—Presto, presto—agregó;—cruce vuesa merced el patio y el huerto, ysuba a la torre.
Cuando Ramiro se halló en lo alto del cubo, desde cuya plataforma habíavisto atardecer siendo niño, en compañía del enano, apoyó su espaldacontra las almenas y se puso a esperar. Incomprensible apatía leinundaba: una inconsciencia, una vaguedad de emoción, comparables alcomienzo de la embriaguez. Su razón meditaba sin comprender. La frescurade la noche hacíale sonreír.
Abajo, profundamente, los altozanos ondulaban con color fosco de acero.El convento de la Encarnación, con sus tristes paredes pálidas, adormíaen la noche su sosiego santo. Tenue claridad flotaba sobre la morada depureza y de pasión, como si sus tapias encerrasen algún milagroso huertode lirios. Nubes bajas, resquebrajadas como témpanos, cubrían el cielo,dejando transparentar esa temerosa luz cenicienta favorable a todos losensalmos. Los gallos cantaban por momentos, como si comenzase la aurora.Un perro latió de modo lúgubre al pie de la muralla.
De pronto, oyose en la escalera sedoso crujir de vestidos.
Ramiro se irguió.
Cubierta de un velo obscuro, una mujer acababa de aparecer sobre latorre; su mano, enguantada, abatió con gracia el embozo. La pálida tezde Beatriz resplandeció entonces con blancura de mármol, y sus lustrososcabellos, ceñidos por un aro de oro, tomaron en la noche azulenco pavónde armadura sombría. Dos mechones se desprendieron de los demás,vibrando en el aire cual doble serpiente.
Anchos galones de plata recamaban la falda color zafiro, mientras latela del jubón desaparecía bajo cuentas y canutillos, cota de abaloriocabrilleando sin cesar como el agua intranquila. La doncella levantó elrostro con los ojos entrecerrados, quedándose inmóvil un instante. Suslabios parecían sorber la fluida claridad que bajaba del cielo.
Ramiro se sintió como enloquecido ante aquella aparición. Todo su ser nofue sino un brusco frenesí, una llama que se estira para devorar el velocercano. Era Beatriz la que estaba ante él, su Beatriz, su señora,divinizada por la magia de la noche y del silencio. Olvidó su sospecha;olvidó el papel de doña Alvarez y el drama reciente; olvidó como unebrio, como un insano, que llevaba las ropas de otro hombre; olvidó lamáscara que ocultaba su rostro; y pareciole que, después de un sueñodesesperante, se encontraba por fin con su amada, esposo y señor, sobrela torre de encantado castillo. Caminó hacia ella y asiola con dulzura.Beatriz se resistió débilmente; ¡en su labio, humedecido, temblaba unalucecilla azul, una gota de luna!
Fue al principio un beso ideal, casi incorpóreo, tomado con el aliento,en la quietud, en la altura, sobre el sueño de la ciudad y las tierras;pero, al pronto, el indeciso contacto acabó por despertar los sentidos,y las bocas se ligaron, se apretaron fuertemente, bajo el masculinofuror. Beatriz gimió sin poder esquivarse, mientras Ramiro sentía correrpor su cuerpo sobrehumano deleite. ¡Al fin lograba la ansiada, la soñadacaricia! ¡Era el beso de ella, el beso de Beatriz, tantas vecesimaginado! Pero, de pronto, en medio de aquel loco transporte, unrelámpago de razón brilló en su cerebro. La realidad acababa de herirlede súbito. Fue algo espantoso. Con la boca estremecida aún sobre elrostro de la doncella, pensó de repente que estaba con la capa y la tocadel muerto; que llevaba sobre el rostro una máscara; que Beatriz creíahallarse en brazos de Gonzalo, y, en fin, ¡que aquel beso era el beso deotro, el triunfo de otro, la caricia suprema destinada a otro labio, aotro hombre!
En ese instante la niña, levantando su rostro, exclamó con pasión:
—¡Ah, Gonzalo, cuán dichosa me hacéis!
Y tendió de nuevo su boca insaciada.
Ramiro recibió de lleno el aletazo de la demencia. Todo su ser rechinócual la hoja ígnea que el espadero sumerge de golpe en el agua. Sentíaque su mente giraba en una vorágine de negrura, y escuchaba dentro de sucerebro el ladrido de las potencias tenebrosas de la venganza; no viendosino una sola idea, una sola necesidad, una sola justicia: ¡elexterminio, la muerte!
Tomó, sin embargo, sin poder resistirlo, el nuevo beso de Beatriz,devolviendo aquella caricia con una mordedura salvaje. Ella gritó entrelos dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por findesasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugiódos veces:
—¡Ramera! ¡Ramera!—enseñándola el rostro.
La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta,negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible. Elechose sobre ella, arrollándola al pie del parapeto y tapándole la bocacon el manto para ahogar sus gemidos. Buscó su daga, y ya iba adesenvainarla, cuando un instinto rápido le contuvo. ¡Una correa!,
¡uncordel! ¿Dónde? Algo que pudiera anudarse. Intentó locamentedesprenderse el cinturón, las ligas, los tirantes de la espada, el mismocintillo del sombrero. De pronto su mano convulsa rozó las cuentas delrosario de Fray Antonio que colgaba de la faltriquera, e inspirado porel Infierno, tomolo sin vacilar, rompiolo con los dientes junto alcrucifijo, dejó caer algunas cuentas, y envolviéndolo al cuello deBeatriz, tiró con ambas manos, tiró en uno y otro sentido, hastaapretar, por fin, sobre aquella delicada garganta, un nudo terrible.
Luego descendió. Cruzó el huerto y el patio. La dueña esperaba dormidajunto al postigo. El abrió sin despertarla y salió; pero cuando hubodado algunos pasos por la callejuela, creyó escuchar, detrás de lapuerta, la voz de doña Alvarez. Apresurando entonces el paso dejó caerde intento en las losas la gorra y la capa de San Vicente.
Cruza la plazuela de la Catedral, atraviesa la Rúa, llega al caserón. Elescudero le espera a la puerta. Uno y otro desaparecen por el postigo.
VIII
Habiendo despedido a su paje con algunos doblones y convenido conMedrano el día en que habían de encontrarse en el pueblecillo deCebreros, Ramiro abandonó la ciudad, al día siguiente, a la hora delalba.
Escogió para salir la puerta de Antonio Vela. Al contemplar a su derechael arrabal de Santiago, vínole a la memoria su amancebamiento con lahermosa morisca y pensó que aquella mujer había sido la causa de toda sumalaventura, de todos sus yerros y desengaños. ¡Quién sabe si no habíamediado algún hechizamiento! Acordose de su mirada última delante delTribunal, y la sola evocación de aquellas pupilas llénole el ser desupersticiosa inquietud.
Cuando hubo llegado a las primeras colinas del naciente detuvo sucabalgadura. El claro camino corría hacia el porvenir, en la coloracióndeliciosa de la mañana.
Seguirlo era ir en pos de vida nueva. A uno yotro lado los rayos rastreros del sol hacían brillar los tomillarescubiertos de rocí