Maltrana no tardó en percatarse del escaso valor de aquellas gentes.Sólo uno era digno de respeto, el más viejo, el maestro; un autor degran talento, siempre melancólico, como si las debilidades de su vidapesasen sobre su carácter, ensombreciéndolo con intensa tristeza. Laironía de sus palabras sonaba como una burla contra su frágil voluntad.Todos estaban más unidos por las aberraciones del gusto que por laadmiración literaria.
Se murmuraba, en la tertulia, de los ausentes, en presencia de Maltrana,cambiando el género de sus nombres, haciéndolos femeninos. «La Enriquetacree tener talento, y es una fregona.» «La comedia de la Pepa no valenada...» Por la noche iban todos ellos a lo que llamaban gran mundo, alas reuniones frecuentadas por sus familias o a los palcos de la gentearistocrática. Las señoras se confiaban a ellos, hablándoles con eldescuido que da la ausencia de todo peligro. Luego, sus tertulias en lacervecería eran una prolongación del chismorreo femenino, mencionándosepor todos ellos los defectos ocultos de las damas más famosas, con unadelectación hostil, como si les complaciese las debilidades y miseriasde un sexo enemigo.
Todos eran refinados, sutiles, enemigos de la vil materia, de la prosade la vida y de las violentas emociones. Publicaban volúmenes depoesías, con más páginas en blanco que impresas. Cada grupito de versosiba envuelto en varias hojas vírgenes, como flor de invernadero quepodía morir apenas la tocase el viento de la calle. Abominaban de laimpiedad de las masas, de todas las realidades de la vida vulgar; sedecían católicos, anarquistas y aristócratas al mismo tiempo; nopensaban gran cosa en la religión, pero hablaban, con los ojos enblanco, de la dulzura del pecado monstruoso y de la voluptuosidad delarrepentimiento, seguido de la reincidencia. Encontraban un fondo dedistinción en la vieja liturgia de la Iglesia, y titulaban sus poesíasmicroscópicas Salmos, Letanías o Novenarios.
Otros escribían comedias de sátira contra las costumbres de laaristocracia, que eran las suyas: obras teatrales en las que colaborabael modisto con el poeta, y no había gran toilette que no tuviese suamor con un frac, que jamás era el del esposo. «Hay que flagelar»,gritaban con expresión terrible.
Y Maltrana pensaba sonriendo:
«Está bien. ¿Y a éstos quién los flagela?...»
De vez en cuando se ingerían en la reunión ciertos hombres de aspectobestial y groseros modales, que les tuteaban, tratándolos con lasuperioridad despectiva del macho fuerte. Eran toreros fracasados,antiguos guardias civiles, mozos de tranvía, que vestían como señoritosy se mostraban contentos de su vida de holganza. Algunos hablaban de sumujer y sus hijos, y atusándose el pelo, justificaban con el amor a lafamilia lo extraordinario de sus ocupaciones.
—Hay que ayudarse con algo. Los tiempos están malos y cada uno seagarra a lo que puede.
Uno de los jóvenes, el marqués que había encontrado a Maltrana ciertoparecido con Beethoven, acosábalo con su pegajosa amistad. Le pagaba los bocks, le había regalado varias corbatas, se sentaba a su lado,fijando en su rostro de morena fealdad unas pupilas glaucas iluminadaspor extraño fuego.
Iba completamente afeitado. Según los maldicientes de la tertulia, sehabía cortado el bigote, enviándolo bajo sobre, en un arrebato denostalgia, a cierto pintor con el que había vivido en París, un artistamalfamado y simbolista, que representaba sus concepciones por medio deefebos desnudos de femenil musculatura.
Maltrana, una tarde en que los dos estaban solos en la cervecería, echósu silla atrás, sintiendo impulsos de cerrar de una bofetada aquellosojos claruchos fijos en él cínicamente. Una mano ágil, de femeninasuavidad, había trotado sobre sus piernas por debajo de la mesa.
—Pero tú—exclamó indignado—no eres escritor, ni poeta, ni nada. Túeres un...
Y soltó la palabra brutal y callejera. Pero el otro, sin desconcertarse,sin dejar de acariciarlo con los ojos, contestó con suave desmayo:
—No seas ordinario; no digas esas cosas... Llámame alma iniciada.
III
Huyó Maltrana de tales... almas, no volviendo más a la cervecería.
Cansado de tertulias estériles y acosado por la necesidad, tuvo quepensar en la conquista del pan. Nada le restaba de la herencia de suprotectora.
Sus amigos no le vieron ya mas que en el Ateneo leyendo revistas, o enla Biblioteca Nacional rebuscando datos para ciertos eruditos yacadémicos, que le daban por este trabajo una exigua retribución. De vezen cuando, algún amigo le pasaba un libro para traducir, quedándose conla mitad del precio. Además, escribía artículos para un semanariosocial, a razón de diez céntimos la cuartilla, que luego firmaba eldirector, dando así práctico ejemplo de que la propiedad no es sagrada,ni mucho menos.
Isidro, después de rodar de una a otra casa de huéspedes, salvando losrestos de su biblioteca de las patronas que le perseguían porirregularidades en el pago, tuvo que subir la pendiente de los CuatroCaminos y refugiarse en la calle de los Artistas, pidiendo asilo alseñor José. De este barrio de miseria le había arrancado la caridad dela buena señora, y a él tornaba más infeliz y desarmado para la batallade la vida que las rudas gentes condenadas a la pena del trabajocorporal.
Vivió desde entonces con su padrastro y su hermano Pepín, que trabajabaen las obras como aprendiz. Su nueva existencia le puso en contacto conlos parientes de su madre.
Tenía ésta dos hermanos, antiguos traperos de Bellasvistas, que habíanacabado por establecerse en el Rastro. Uno colocaba su puesto en laRibera de Curtidores, dedicándose a la especialidad de armas y viejosinstrumentos de música, que arreglaba con maestría extraordinaria. Otroera el grande hombre de la familia; todos hablaban de él con respeto, acausa de su riqueza. Había hecho buenos negocios; apenas sabía pintar sufirma, pero las echaba de anticuario, y tenía su tienda en el patio delas Américas viejas.
Los dos conocían vagamente a su sobrino Maltrana, por haber llegadohasta ellos su fama de sabio. Además, la esperanza de que pudieseheredar a su protectora les inspiraba gran consideración. La primera vezque se presentó a ellos con su madre acogiéronle con grandes agasajos.Después, al volver solo, aún le recibieron con cierto afecto, creyéndoloposeedor de la herencia y en camino de ser un personaje que extenderíasu protección sobre toda la familia. Pero viéndole en cada visita con unaspecto de miseria creciente, los codos y las rodillas del trajebrillantes por el uso, y las botas torcidas, acabaron por hablarle confrialdad y visible recelo.
«Estos temen que les suelte algún sablazo», se dijo Maltrana.
Y como vivía al otro extremo de Madrid, dejó de visitar a sus parientesdel Rastro.
En el barrio de las Carolinas, más allá de Tetuán, albergue de lasgentes de la busca, tenía a su abuela, la señora Eusebia, conocida porla Mariposa, una de las traperas más antiguas.
Maltrana iba a verla en su casucha de ladrillos, que pasaba por ser elmejor edificio del barrio, y eso que el joven podía tocar con las manossu alero de tejas viejas.
En el corral, delante de la casa, roncaban tres cerdos negros y enjutos,hociqueando la basura. Las gallinas picoteaban en medio tonel lleno degarbanzos deshechos, judías despanzurradas y huesos de aceituna, todoformando un plasma repugnante. Eran residuos de comida recogidos en lascasas; los restos de los pucheros que nutrían a Madrid.
La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de lafamilia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores,pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en élsus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas delatón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelorojo que la oprimía las sienes. Un trozo de mantón sujeto al talle conuna cuerda servíale de corsé y de faja. El jubón era de seda negra,quemada por el tiempo, y se abría por todos lados, mostrando, al travésde la urdimbre, en unas partes la camisa de blancura amarillenta, enotras la amojamada carne de un tono verdoso de bronce oxidado. Calzabapantuflas de distinto tamaño y color, una roja y otra azul, adquiridasal azar de la busca. La falda estaba matizada de grandes remiendos, perobajo estos andrajos superpuestos aún se revelaba en varios sitios elbordado del primitivo terciopelo.
Maltrana veía con amarga conmiseración los ojillos pitañosos de lavieja, su boca sumida en una aureola de arrugas, moviéndose al hablarcon gestos cabríos, las mejillas resinosas de suciedad, pulidas ybrillantes, en las que el agua debía producir el doloroso efecto de unescopetazo. ¡Y de aquel ser procedía él! ¡Y aquella carne era sucarne!...
La vieja le recibía con grandes ademanes de admiración. ¡Qué guapo! ¡Quéseñorito tan arrogante! Todo el barrio conocía su entusiasmo por aquelnieto que era un sabio, un futuro personaje, del que hacían, según ella,gran caso en Madrid.
Abandonaba su tarea de escoger en los montones de basura y hacía sentara Maltrana en el mejor mueble de la casa, un banco procedente de untranvía viejo que había comprado por entero con la ayuda de su camaradael señor Polo: magna empresa para la que juntaron sus capitales.
La señora Eusebia no podía ver a Isidro sin lamentar inmediatamente latriste suerte de su hija.
Había querido convertirse en madrileña: la daba vergüenza ser trapera.Así había pasado su vida, rabiando como una condenada. Primeramenteabandonó el barrio para meterse a servir en una casa grande. ¡Servir,cuando su madre tenía una industria honrada y un pedazo de pan!... Todoslos comerciantes de Tetuán iban tras de ella; y no eran pelambres de losque entran en Madrid con el saco al hombro y recogen la basura de casasde poco más o menos, sino negociantes de carro y burro, que se plantabancomo unos señores ante las verjas de los hoteles de la Castellana osubían a los mejores pisos de la calle de Serrano.
«Tía Mariposa, que la chica me gusta.» «Señá Usebia, que yo quiero sersu yerno.»
Toda la industria de las Carolinas, la Almenara y Bellasvistaspresentaba a la madre sus memoriales; y ella, la muchacha, empeñada endespreciar lo más respetable del comercio, enamoricándose de unalbañilillo que trabajaba cerca de la casa de sus señores. Por fin, sehabía salido con la suya, casándose. Hambre todos los días, paliza todaslas semanas, viviendo en uno de esos caserones que parecen colmenasobscuras; frío en el lavadero para ganarse una mala libreta, y comotérmino, la muerte en el hospital. ¡Anda y toma albañilillo! Y todo pordarse el gusto, la muy bruta, de vivir en Madrid, de ser señora, demirar por encima del hombro a las pobres traperas... ¿No era laindustria de sus padres tan respetable como otra?
—Pagamos contrebución, Isidrín, como cualsiquiera de los que tientienda en la calle de Postas. No hay mas que ver lo que se nos lleva elAyuntamiento por la licencia: un porción de dinero. Y por lo que toca aparroquianos, les tenemos marqueses y condeses, tan buenos como los queentran a comprar en casa de Sobrino.
Se trata muy buena gente en estecomercio. ¿Ves esta falda? Pues me la regaló una señora que iba aPalacio y trataba casi de tú a los reyes. ¿Ves este corpiño? Pues fue deuna cómica muy guapa, de la que hablaron mucho los papeles: ¡ya hamuerto la pobre!
Y la vieja detallaba al nieto las ventajas de su industria: todoganancia. A él, que era un sabio, no le importaban estas cosas; peronada perdía conociéndolas. Como estaba sola, tenía a su servicio unmuchacho del barrio, hijo de una vecina que había muerto.
El cuidaba delburro, el guiaba el carro cuando al amanecer emprendían la marcha aMadrid, el subía a los pisos altos mientras su ama cuidaba en la calledel vehículo. Al volver a casa, cerca de mediodía, su primera ocupaciónconsistía en el arreglo de los comestibles. En un tonelillo depositabanlas sobras de ciertas casas, cuyos amos eran limpios y se acordaban delos pobres, cuidando de guardar aparte los restos de la cocina. Ella,además, conocía a sus parroquianos, los clasificaba según su estado desalud, llevaba de memoria la lista de las casas sanas y la de aquellasotras donde había señores amarillentos, siempre encorvados por la tos oque mostraban enfermedades repugnantes.
—Yo tengo unas manos de oro para el guisoteo; ¿te enteras, pequeño?Caliento la comida buena y hago unos ranchos que tien fama en el barrio.Si yo fuese blanda, el tío Polo no saldría nunca de aquí. Le tiene ley alo que guiso... Y en cuanto a abundancia, ¡echa y no te canses! Todoslos días hay rancho para un regimiento... ¡Y
los chascos son buenos! Alo mejor, crees estar comiendo alubias, y te tropiezas con un pedazo debisté. Algunas veces, entre patatas deshechas hemos encontrado esascositas negras como carbón que llaman trufas, y que los señores pagancomo si fuesen de oro. Así está el chiquillo que me sirve: colorado ygordote como un arcipreste. No se le puede pellizcar en salva sea laparte, de duro que está, y cuando le tomé, traía más hambre que unlobo... Yo tengo muy buenos parroquianos, Isidrín.
Y a continuación revolvíase indignada contra las otras casas, las de losseñores malos, que dejaban la comida hecha una basura. ¡Qué cocinas,Señor! Las criadas eran unas puercas y las señoras unas abandonadas. Losrestos del puchero tenían mondaduras de patatas, hojas secas de col,huesos de frutas, tapones de corcho.
Algunas veces había encontrado enel caldo agujas de coser, hilos, dedales y hasta juguetes de niño. ¡Ypensar que otros del barrio, que sólo tenían casas de éstas, habían dealimentarse con tal bazofia, después de limpiarla como podían!... Ellala destinaba a sus cerdos. Por eso se los pagaban los tratantes de lasafueras a más precio. Sólo los alimentaba con las sobras de los señores.No se atrevía a darles «otras cosas» que gustaban a aquellosanimaluchos, capaces de tragarse a su propia madre; tenía demasiadaconciencia para eso.
Entusiasmábase al detallar las abundancias que la rodeaban. Pan, amontones; había día que llenaba de mendrugos dos talegos, y hasta lasgallinas, hartas, no querían más.
Por las mañanas, al levantarse, elrico café. Se lo daban en las casas, después del recuelo; pero ella loesparcía en el corral sobre un periódico, secándolo al sol, para eldesayuno. Un saco de papel guardaba llenito...
La casa era suya; tenía en el corral un montón, más alto que el tejado,de paja de cuadra, que luego de bien desecha se vendía a los hornos deladrillos; los animales se alimentaban sin gasto, y ella y el muchacho,a más de la comida, tenían asegurado el vestir, pues mientras en lavilla anduvieran las gentes con ropas, ellos no se verían desnudos.
—Sólo compro el vino: en las Carolinas nadie bebe agua. Los chicos sedesmaman con leche de cepas. Pero por tres perros me llenan un frascopara todo el día. Aquí, fuera de puertas, el vino va regalado.
Y luego de bien satisfechas las necesidades de su vida, le restaban,como ganancias, los hallazgos de la busca, los descubrimientosinesperados.
Maltrana había oído hablar de las riquezas de su abuela, de un tesorooculto, que era motivo de misteriosa conversación en todo el barrio.
—Para rica, la tía Mariposa—decían los traperos en la taberna—. Esasí que tie suerte; no va mas que a casas de título. ¡Las cosas que habráencontrao esa mujer!
El famoso Coleta, cuando estaba en el período verboso de susborracheras, declaraba haber sorprendido a la vieja en el momento derecontar su tesoro en un rincón del corral, y cerraba los ojos como pararecordar mejor las joyas, las piezas de plata, los montones de monedaque le habían deslumbrado.
El joven, en sus conversaciones con la vieja, acababa siempre con lamisma petición:
—Abuela, dicen que es usted muy rica. A ver: enséñeme su tesoro.
La señora Eusebia protestaba. ¡Rica ella!... Mentiras de las gentes;invenciones de Coleta y otros borrachos; manías del tío Polo, que labuscaba por esto desde que quedó viuda, y ya llevaba muertas cuatromujeres, proponiéndole a ella que fuese la quinta.
Era una pobre; notenía nada. Y sonreía enigmáticamente al decir esto, le brillaban losojos; no se recataba en dar a entender que el tesoro era una realidad...pero que nadie lo vería nunca.
Los domingos eran los únicos días en que Maltrana hablaba con el señorJosé y veía a su hermano. Cuando llegaba, después de amanecer, a losCuatro Caminos, encontraba ya a Pepín en medio de la calle reclutandomuchachos para alguna excursión a Amaniel con carácter de razzia, queponía en alarma a los dueños de los merenderos.
Maltrana, al levantarse, ajustaba sus cuentas con el padrastro, dándolelo que podía por el alquiler del cuarto. Luego se iban los dos, según suestado de fortuna, a comer lomo barato y cordero tierno en un «horno deasados» de los Cuatro Caminos, o gallinejas preparadas en los puestosinmediatos a Punta Brava.
Comían al aire libre, en una mesita redonda pintada de rojo, sentados enduros taburetes. Los tranvías llegaban con grandes cargamentos de gentemadrileña; esparcíanse por hornos y tabernas las blusas y los mantones,los anchos sombreros y las negras gorras, buscando el vino y la carne,más baratos que en la villa por expenderse al otro lado de la ronda deConsumos. Sonaban los pianos en atropellada melodía, matizando susescalas con golpes de timbre; bailaban las parejas, dándose dos vueltasde vals en mitad de la comida; giraban los toldos de los «tíos-vivos»con sus caballitos y carrozas infantiles; asomaban con rítmica apariciónpor encima de los tejados los verdes esquifes de los columpios, conmujeres de pie agarradas a las cuerdas, chillando como gallinas, lasfaldas apretadas entre los muslos; y sobre el fondo azul del cielo, lapercalina roja y oro de las banderas aleteaba en un ambiente de aceitefrito y sebo derretido.
El señor José era escuchado en silencio por Maltrana. Al albañilgustábale hablar con hombres de estudios que supieran distinguir. Aunqueél fuese hijo de la Isidra, su educación convertíalo en hombre superior,casi en uno de aquellos seres que el antiguo guardia civil veneraba comopastores de la humanidad, designados por un poder misterioso que él nose tomaba el trabajo de conocer. Al lado del joven daba salida elalbañil a su lenta verbosidad, con voz bronca y monótona. No podíahablar con los compañeros de trabajo; estaba en desacuerdo con ellos; leinsultaban por reaccionario, por borrego, echándole en cara sus tiemposde guardia civil.
—Tú eres un sabio, Isidro—decía—; tu raciocinas, y por eso puedescomprenderme y hacerme justicia más que esos animales... ¿Y qué es loque digo yo para que me llamen borrego? Que esto de que el pobre seponga sobre el rico o a un igual suyo, y que el criado se monte sobre elamo, no pue ser. Que siempre ha habido unos con dinero y otros sin él, ysiempre será así. Que eso de los metinges y de las sociedades sólo sirvepara llenar de humo la cabeza del trabajador y echarle a la calle a quele calienten las costillas. Lo que le importa al jornalero es encontrardonde le den jornal, y ser bueno para que los señores le ayuden con lalimosna... Y también me da rabia que en todos esos metinges se metan conlos curas, y eso que, como tú sabes, hace un porción de tiempo que yono voy a misa. Pero ¿qué mal hacen esos pobres señores de la sotana altrabajador? Ellos al menos dan algo: reparten limosnas, tienen asilos,se ocupan del pobre y predican a los ricos para que socorran con dinero.Y los otros, que hablan en las reuniones sobre esos papas del socialismoy la anarquía, no dan ni un botón. ¡Qué han de dar, si son unospelagatos!...
El señor José, al hablar de los rebeldes, sentía la cólera de un antiguosostenedor del orden, moldeado por la disciplina. El guardia civilresucitaba bajo su blusa. Reconocía que todo estaba mal repartido y queel pobre sufría mucho. El mismo pasaba temporadas de horrible miseria, ysu fin, cuando se sintiese viejo, sería mendigar en la calle o morir enel hospital. Pero si metían sus manos aquellos arregladores quepredicaban contra los ricos, ¿quedaría el mundo mejor?...
—Cada uno para lo que ha nacido, y que se conforme con susuerte—continuó el albañil—. Yo también he visto algo, Isidro, aunqueno sea letrado como tú... ¿Cuál es la cosa mejor organizada en todas lasnaciones y que marcha más derecha?... No me negarás que es el ejército.Yo he pertenecido a él y le debo mi buena crianza. ¿Y qué pasa en elejército? Pues que los soldados son los más, y comen rancho y sejoroban, y los oficiales, que son menos, y muchos menos los coroneles ylos generales, comen perdices o lo que se les antoja, y viven mejor.Nombra a todos los soldados generales, como quieren algunos, y se acabóel ejército; haz a todos los jefes soldados rasos, como piden otros, yno habrá quien dirija; total, el mismo resultado. Pues esto aplícalo alos paisanos, y comprenderás por qué pienso yo como pienso. Los quehemos nacido para soldados, a llevar a cuestas la mochila del trabajo,sin pensar en insurrecciones ni en hacer fuego por la espalda sobre losjefes. Tú, que has nacido para oficial, a coger pronto los galones y aver si algún día pescas la faja.
Maltrana sonreía escuchando a su padrastro. Pensaba en el obscuro yhediondo tabuco de la calle de los Artistas; en el camastro, la mesa ylas dos sillas que constituían todo su ajuar; en los días de paroforzoso, que le obligaban a él a exprimir su miseria para prestar ayudaal albañil.
—Y usted—preguntó el joven—, ¿qué va perdiendo con que el ejércitosocial se desbande y mate a sus jefes, si lo considera necesario, y ardamedio mundo?
—¡Ahora salimos con esas!—dijo el albañil, escandalizado—. ¿Tambiéneres tú de los que piden tales horrores? Paece mentira... con los librosque llevas leídos. ¿Y el orden, muchacho? Sin orden no se pue vivir. Meacuerdo que esto lo explicaba muy bien un teniente viejo que teníamos enla Guardia civil. Se lo repartirían todo, entrarían a saco en las casas,nos comeríamos unos a otros, como los caribes. No, muchacho; piénsalocon calma. ¿Cómo pueden vivir las personas de bien sin curas y sinsoldados, sobre todo sin soldados?
Y el antiguo guardia civil acompañaba con un gesto de repulsión y dehorror esta tenebrosa pregunta.
—El hombre necesita pan y palo—decía luego, recobrada ya suserenidad—. Un látigo muy largo para que marche derecho. El mundo estálleno de pillos. Que dejen al hombre en libertad, y veremos la que searma.
Al final, el señor José se tranquilizaba, mostrando un optimismo feroz.
—Por fortuna, esto va para largo. Los mausers no los tienen losalborotadores. ¡Que salgan, que salgan y sabrán lo que es bueno! Por esoyo, cuando hay huelga en el oficio, la sigo por no hacerme de señalar,pero me voy a casa. ¡Pues menudo gusto el tirar a la gente, sin miedo aotra respuesta que alguna pedrada, y escogiendo el blanco a placer, comosi las personas fuesen patos!...
Contraía sus manos al decir esto y guiñaba un ojo, lo mismo que siempuñase un fusil imaginario. Sonreía como si le halagase la ferocidadde sus recuerdos. Maltrana, ante el gesto de delectación homicida delaragonés, pensaba asombrado que aquel hombre era bueno. Habíaembellecido con su mansedumbre silenciosa los últimos años de la pobreIsidra; era un padre bondadoso para el travieso Pepín. Sus camaradas lellamaban borrego por la servil paciencia con que aceptaba todas lasinjusticias y durezas del trabajo, y sin embargo, sonreía como unverdugo al desear las matanzas en masa, las cacerías de hombres, siempreque se verificasen al amparo de la ley, por ejecutores uniformados. Elrespeto supersticioso al orden que le inculcaron al moldearle de jovenen la estrechez de la disciplina tomaba en su alma una dureza salvaje.Para él, la sociedad sólo podía marchar con los presidios llenos, unfusilamiento en cada esquina y la Guardia civil descargando sus armassobre todo grupo que se atreviese a lanzar un viva, a tremolar unabandera. Lo decía con una firmeza que inspiraba espanto, y acontinuación enternecíase ante su hijo, el travieso Barrabás. Cuandoéste cometía una de las suyas, el viejo animal de guerra limitábase afruncir el entrecejo, a agitar las manazas, gritando con voz ronca:«¡Mira que te doy!...» Y el pillete reía, sabiendo que nunca llegaba adarle.
En los días de trabajo, si el tiempo era bueno y Maltrana tenía en elbolsillo algunas pesetas, encaminábase al barrio de las Carolinas, paraalmorzar con su amigo el Mosco, el cazador furtivo, cuya gloriallegaba hasta Colmenar. El célebre «dañador»
de las posesiones realesmerecía por sus hazañas hasta el respeto de los cazadores de la Sierra,y eso que éstos miraban como rateros cobardes a los camaradas de lasafueras de Madrid que vivían del huroneo en los bosques de El Pardo.
El Mosco vivía cerca de la casa de la señora Eusebia, en unaconstrucción de ladrillos casi sueltos, con una techumbre de antiguastejas traídas de los derribos de la población. Fuera, ocupaban todo unmuro tres filas de jaulas con pájaros de interminable canto, jilgueros ypardillos, que le servían para la caza con red. Maltrana, al llegar a lapuerta, tenía que abrirse paso entre dos hermosos galgos de elegantedelgadez y otros perros de lanas sucias y colgantes, feos, plagados deparásitos, pero que gozaban de una fama igual a la del amo, por sussorprendentes habilidades.
Dentro se hallaba el Mosco. Su hija Feliciana, que era toda sufamilia, estaba trabajando en la fábrica de gorras, y él iba de un ladoa otro, preparándose el almuerzo, después de bien pasado el mediodía.
También el Mosco se levantaba tarde. Maltrana le había sorprendidomuchas veces con sus ropas de faena, un traje de pana manchado de barro,las abarcas y las polainas mojadas, y la boina con raspas secas yespinas de selvática vegetación. Era un hombre pequeño, enjuto, denerviosa agilidad y ademanes resueltos. Tenía su cuerpo un balanceosemejante al temblor de un muelle bien templado próximo a dispararse.
Lavida en plena Naturaleza, la piratería en la selva, le daban, cuandopermanecía silencioso, una tosquedad huraña, semejante a la del árbol oel pedrusco. Al hablar, revelábase el hombre de la ciudad, el evadido delas grandes aglomeraciones humanas, para vivir solitario, en continuocombate, ganándose el sustento con las armas o la astucia, como silejanos atavismos tirasen de él, arrastrándolo a la existencia delhombre primitivo.
Al verle, Maltrana saludábalo siempre con la misma pregunta:
—¿Qué tal se ha dado la noche?...
El Mosco sonreía unas veces; otras contestaba con gruñidos de malhumor. Había noches magníficas, en las que caían dos o más corzos, que aaquellas horas estaban ya desollados y descuartizados, vendiéndoseocultamente entre los vecinos de Tetuán.
Otras, sólo cazaba conejos, yal regresar a su casa, cerca del amanecer, tendíase en la cama sindesnudarse, maldiciendo su mala suerte, y dormía con el cansancio delque ha pasado la noche caminando a gatas, con el oído siempre atento,creyendo de un momento a otro oír la voz de «¡alto!» y el silbido de labala.
Los dañadores del barrio, infelices que trabajaban durante el verano enlos tejares y sólo a impulsos del hambre invernal se decidían a ir decaza, admiraban al Mosco. Este no iba, como ellos, sin un arma en lafaja, resignados de antemano a recibir un escopetazo o una paliza, a quelos llevasen a la cárcel de El Escorial, y de allí a presidio, sinoponer la más leve resistencia. Era tan hombre como los cazadoresselváticos de Colmenar, gentes duras y amigas de la pólvora, queperseguían a los guardas de árbol en árbol, hasta encerrarlos en suscasuchas.
La noche que el Mosco salía con escopeta y dejaba en casa el hurón, laturba de inocentes dañadores estremecíase de inquietud y de orgullo.Aquel era un hombre. Al día siguiente habría carne de corzo en Tetuán; yel guarda que intentase impedirl