Erckmann-Chatrian
LA INVASION O EL LOCO YEGOF
MCMXX
ES PROPIEDAD
Copyright by Calpe, Madrid, 1921.
Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA ERCKMANN-CHATRIAN
La invasión
o
El loco Yégof
NOVELA
La traducción del francés ha
sido hecha por J. Alvarez Pastor
MADRID, 1921
"Tipográfica Renovación" (C. A.). Larra, 6 y 8.—MADRID
Erckmann-Chatrian es un nombre doble, formado con los apellidos deEmilio Erckmann y Alejandro Chatrian. Ambos eran alsacianos. En 1847conociéronse, trabaron amistad y comenzaron una colaboración íntima queduró casi tanto como su vida. Numerosísimas novelas han publicado, quese cuentan entre las más famosas y leídas de la literatura francesa enel siglo XIX. Son las principales: El amigo Fritz (1864), Madama Teresa(1863), Cuentos de las orillas del Rin (1862), LA INVASIÓN O
EL LOCOYÉGOF (1862), Historia de un quinto de 1813 (1864), Waterlóo (1865),etc.
Han cultivado principalmente la nota campesina, popular, ingenua,y la novela histórica con una visión también popular; los grandesacontecimientos de la Revolución francesa y del Imperio son descritosdesde el punto de vista peculiar, rústico, honradote, de un soldadoalsaciano, de una cantinera, de un campesino; pero con el interésnovelesco más hondo y una rapidez e intensidad dramática admirables.Llevaron al teatro alguna de sus mejores novelas.
LA INVASION O EL LOCO YEGOF
EL LOCO YEGOF
EPISODIO DE LA INVASION
I
Si deseáis conocer la historia de la gran invasión de 1814 tal como mela ha referido el anciano cazador Frantz del Hengst, debéis trasladarosa la aldea de Charmes, en los Vosgos. Unas treinta casitas, con tejadosde madera cubiertos de obscuras siemprevivas, se alinean a lo largo delSarre; de ellas se ven los mojinetes llenos de yedra y de madreselvasmarchitas—pues ya se acerca el invierno—, las colmenas cerradas conhaces de paja, los jardinillos, las empalizadas y los setos que separanunas viviendas de otras.
A la izquierda, en una elevada montaña, se alzan las ruinas del antiguocastillo de Falkenstein, destruido, hace doscientos años, por lossuecos. Del castillo no queda mas que un montón de escombros erizado dezarzas; un antiguo camino de schlitte[1], de escalones desgastados,asciende entre los abetos. A la derecha, en una pendiente, se divisa lacasería de «El Encinar»: un gran edificio con trojes, establos ycobertizos, de tejados planos cargados con gruesas piedras para resistirlos vientos del Norte.
Algunas vacas pastan entre los brezos y algunascabras sobre las rocas.
Todo allí es tranquilo, silencioso.
Los niños, vestidos con pantalones de lienzo gris y con la cabeza y lospies desnudos, se calientan alrededor de las hogueras que hacen en laslindes de los bosques. Las espirales de humo azul se pierden en laaltura, en donde grandes nubes blancas y grises permanecen inmóvilessobre el valle. Detrás de las nubes se descubren las cimas áridas delGrosmann y del Donon.
Pues bien; es preciso saber que la última casa de la aldea, cuyo tejadode caballete se halla atravesado por dos claraboyas de cristales y cuyaplanta baja se abre hacia una calle fangosa, pertenecía en 1813 a JuanClaudio Hullin, un antiguo voluntario del 92, a la sazón almadreñero enla aldea de Charmes y que gozaba de una gran consideración entre losserranos. Hullin era un hombre rechoncho y fornido, de ojos grises,labios gruesos, nariz corta, con una hendedura en la punta, y pobladascejas canosas. Era de carácter alegre y cariñoso, y nunca podía negarnada a su hija Luisa, una niña recogida en tiempos lejanos de entre esosmiserables heimatshlos—herreros, caldereros—sin casa ni hogar, quevan de pueblo en pueblo reparando sartenes, fundiendo cucharas ycomponiendo la vajilla rota. Hullin consideraba a Luisa como hijapropia, y había olvidado que pertenecía a una raza extranjera.
Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, enprimer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo«El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado enquinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regresoesperaba la familia cuando la campaña terminase.
Hullin se acordaba siempre con entusiasmo de sus campañas de Sambre yMosa, de Italia y de Egipto. Pensaba a menudo en ellas, y muchas veces,al caer la tarde, después del trabajo, se dirigía a la fábrica deaserrar del Valtin, ese lóbrego edificio, construido con troncos deárboles sin desbastar, que podéis ver allá, al fondo del desfiladero.Hullin se sentaba entre los leñadores, los carboneros, los schlitteros, frente a un gran fuego hecho con serrín, y mientrasgiraba la pesada rueda, retumbaba la presa y rechinaba la sierra, él,con el codo apoyado en la rodilla y la pipa en los labios, hablaba aaquella buena gente de Hoche, de Kléber y, por último, del generalBonaparte, a quien había visto cien veces, describiendo su rostroenjuto, sus ojos penetrantes y su perfil de águila, como si le tuvierapresente.
Tal era Juan Claudio Hullin.
Era un hombre de la vieja cepa gala, apasionado por las aventurasextraordinarias y las empresas heroicas, pero aferrado al trabajo por elsentimiento del deber desde el día primero del año hasta el día de SanSilvestre.
En cuanto a Luisa, la hija de los heimatshlos, era una muchachaesbelta, fina, de afiladas y delicadas manos, de ojos de un azul celestey tan dulces que penetraban hasta el fondo del alma de quien los veía;su tez era blanca como la nieve; sus cabellos, rubios como el oro, tansuaves como la seda, y los hombros, oblicuos como los de una virgen enoración. Su inocente sonrisa, su frente soñadora, toda su persona, enfin, recordaba el antiguo lied del minnesinger Erbart, cuando dice:«He visto pasar un rayo de luz, y mis ojos se hallan aún deslumbrados...¿Era una mirada de la Luna a través del follaje?... ¿Era una sonrisa dela aurora en el fondo de los bosques?... No...
Era la hermosa Edit, miamor, que pasaba... La he visto, y mis ojos se hallan aún deslumbrados.»
Luisa amaba con pasión el campo, los jardines y las flores. Al llegar laprimavera, los primeros cantos de la alondra le hacían derramar lágrimasde ternura. Luisa iba a ver brotar los azulejos y las espinas tras loszarzales del monte, y espiaba la vuelta de las golondrinas que anidabanen un ángulo de la ventana de su buhardilla. No podía dudarse que erahija de los heimatshlos errantes y vagabundos, aunque no fuese tansalvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter,y muchas veces le decía riendo:
—Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes—esas gavillas dehermosas flores y de espigas doradas—nos moriríamos de hambre en tresdías.
Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto,que el hombre volvía a su trabajo diciendo:
—¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender? Tiene razón; le gusta elsol... Gaspar trabajará por los dos y será feliz como cuatro... Y no losiento, al contrario... Mujeres que trabajen hay muchas, y no por esoson más hermosas; ¡pero mujeres que amen!
¡Qué suerte si se encuentrauna! ¡Qué suerte!
Así razonaba el buen hombre, y los días, las semanas, los meses sesucedían esperando la próxima vuelta de Gaspar.
Catalina Lefèvre, mujer dotada de una gran energía, compartía las ideasde Hullin respecto de Luisa.
—Yo—decía—sólo quiero tener una hija que me ame; no deseo que seocupe de las cosas de mi casa. ¡Con tal que esté contenta!... ¿No esverdad, Luisa, que no me incomodarás en nada?
Y las dos mujeres se besaban.
Pero Gaspar no volvía, y hacía dos meses que no se tenían noticiassuyas.
Pues bien; aquel día, a mediados del mes de diciembre de 1813, entretres y cuatro de la tarde, Hullin, inclinado sobre su banco, terminabaun par de zuecos claveteados para el leñador Rochart. Luisa acababa decolocar una vasija de barro vidriado en la estufita que chisporroteaba yhacía cierto ruido triste, mientras que el viejo péndulo contaba lossegundos con su tic-tac monótono. Fuera, a lo largo de la calle, seveían esos charquitos de agua, cubiertos de una capa de hielo blanca yfriable que anuncia la proximidad de los grandes fríos. A veces se oíala marcha de pesados zuecos sobre la tierra endurecida y se veía pasarun sombrero de fieltro, una capucha o un gorro de algodón; después, elruido se alejaba, y el crujido de la madera verde en las llamas, elzumbido del torno de hilar de Luisa y el hervor de la olla volvían areinar. Habían pasado así dos horas cuando Hullin, al mirar casualmentea través de los cristalillos de la ventana, suspendió su trabajo ypermaneció con los ojos muy abiertos, como absorto por un espectáculoinusitado.
En efecto; en el sitio donde torcía la calle, frente a la taberna de Los tres pichones, avanzaba—en medio de un corro de muchachos quesilbaban, saltaban y gritaban «¡El Rey de Bastos! ¡El Rey deBastos!»,—, avanzaba, repito, el más extraño personaje que es posibleimaginar: figuraos un hombre de barba y cabellos rojos, el rostro grave,la mirada sombría, la nariz recta, las cejas juntas en medio de lafrente, con un círculo de hojalata en la cabeza, con una piel de perrode ganado, de color gris acero y largos pelos, puesta sobre la espalda ylas dos patas de delante atadas alrededor del cuello; el pecho cubiertode crucecillas de cobre falso; las piernas vestidas con una especie decalzón de lienzo gris, atado por encima del tobillo, y los piesdesnudos. Un cuervo de gran tamaño, cuyas negras alas brillaban como unespejo, se posaba sobre su hombro. Se diría al contemplar la marchamajestuosa de tal hombre que era uno de aquellos antiguos reyesmerovingios, tales como los representan las imágenes de Montbéliard;sostenía con su mano izquierda un palo grueso y corto, que tenía laforma de cetro, y con la mano derecha hacía gestos imponentes,levantando el dedo hacia el cielo y apostrofando al cortejo.
A su paso, todas las puertas se abrían; detrás de los cristales seapretujaban los rostros de los curiosos. Algunas viejas, desde laescalera exterior de sus barracas, llamaban al loco, que no se dignabasiquiera volver la cabeza; otras descendían a la calle y trataban decortarle el paso; pero él, levantando la cabeza y alzando las cejas, conun gesto o una palabra les obligaba a separarse.
—¡Vaya!—dijo Hullin—; aquí tenemos a Yégof... No esperaba volver averle este invierno... Eso es raro en él... ¿Qué le sucederá pararegresar con semejante tiempo?
Y Luisa, dejando la rueca, corrió a contemplar al Rey de Bastos. Era,en verdad, un acontecimiento la llegada del loco Yégof al comenzar elinvierno; unos se alegraban con la esperanza de retenerle y de hacerlehablar en las tabernas de su fortuna y de su gloria; otros, sobre todolas mujeres, sentían cierta vaga inquietud, porque los locos, como sesabe, participan de las ideas de otro mundo, conocen el pasado y elporvenir y están inspirados por Dios; el secreto está en llegar acomprenderles, pues sus palabras siempre tienen dos sentidos, unovulgar, para las gentes ordinarias, y otro profundo, para los espíritusdelicados y las personas juiciosas. Por otra parte, aquel loco, más queninguno, tenía pensamientos verdaderamente extraordinarios y sublimes.No se sabía ni de dónde venía ni adónde iba, ni lo que quería, puesYégof erraba por todas partes como alma en pena; a veces hablaba derazas desaparecidas y decía que era emperador de Austrasia, de Polinesiay de otros lugares. Se hubiera podido escribir extensos libros acerca desus castillos, sus palacios y sus fortalezas, de los cuales conocía elnúmero, la situación y la arquitectura, y de los que celebraba laamplitud, la belleza y la riqueza con un aire sencillo y modesto.Hablaba el loco de sus caballerizas, de sus cotos de caza, de losgrandes dignatarios de su Imperio, de sus ministros, de sus consejeros,de los intendentes de sus provincias, y nunca se equivocaba ni acerca desus nombres ni acerca de sus méritos, pero se lamentaba amargamente dehaber sido derrotado por la raza maldita; y la anciana comadre SapienciaCoquelin, siempre que le oía quejarse con tal motivo, lloraba a lágrimaviva, y otras mujeres también lloraban. Entonces Yégof, levantando eldedo hacia el cielo, exclamaba:
—¡Oh mujeres! ¡Oh mujeres!... ¡Acordaos!... ¡Acordaos!... La hora seacerca... El espíritu de las tinieblas huye... ¡La antigua raza..., losseñores de vuestros señores avanzan como las olas del mar!
Y todas las primaveras tenía la costumbre de ir a ver los viejos nidosde búhos los antiguos castillos y las ruinas que coronan los Vosgos enel seno de los bosques, en el Nideck, en el Géroldseck, en Lutzelburg,en Turkestein, diciendo que iba a visitar sus leudes, y hablaba derestaurar el pasado esplendor de sus Estados y de reducir nuevamente aesclavitud a los pueblos sublevados, con la ayuda del Gran Golo, suprimo.
Juan Claudio Hullin se reía de estas cosas, pues no era su ingeniobastante sutil para penetrar en las esferas invisibles; pero Luisa aloírlos experimentaba una gran turbación, sobre todo cuando el cuervoagitaba las alas y dejaba oír su ronco grito.
Descendía, pues, Yégof porla calle sin detenerse en ninguna parte, y Luisa, muy inquieta, viendoque el loco miraba hacia su casita, dijo:
—Papá Juan Claudio, me parece que Yégof viene a nuestra casa.
—Es muy posible—respondió Hullin—; el pobre diablo no dejará denecesitar un par de zuecos claveteados con el frío que hace; y si me lopide, a fe mía que me costará gran trabajo negárselo.
—¡Oh, qué bueno es usted!—dijo la joven besando a su padre con cariño.
—Sí, sí...; tú me acaricias—dijo Hullin riendo—porque hago todo loque quieres...
Pero ¿quién me pagará la madera y el trabajo?... No seráciertamente Yégof...
Luisa besó otra vez a Hullin, el cual, mirándola con ternura, murmuró:
—Esta moneda bien vale aquella otra.
Yégof se encontraba entonces a cincuenta pasos de la casita, y eltumulto iba en aumento. Los muchachos, agarrándose a los pingajos de lachaqueta del loco, gritaban:
«¡Bastos! ¡Espadas! ¡Copas!» De improvisoel viejo se volvió, y levantado el cetro que llevaba, con aire digno,aunque irritado, exclamó:
—¡Retiraos, raza maldita!... ¡Retiraos..., no me aturdáis más... osuelto contra vosotros mi jauría de dogos!
Aquella amenaza no produjo otro efecto que aumentar los silbidos y lascarcajadas; pero como en el mismo instante Hullin apareció en el umbralde la puerta con una larga barrena en la mano y como, distinguiendo acinco o seis de los más revoltosos, les advirtiese que aquella mismanoche iría a tirarles de las orejas durante la cena, lo que el buenhombre había hecho ya varias veces con el consentimiento de sus padres,el
cortejo
se
disolvió,
consternado
de
semejante
encuentro.
Entonces,volviéndose hacia el loco, el almadreñero dijo:
—Entra, Yégof, y ven a calentarte al lado del fuego.
—Yo no me llamo Yégof—respondió el desdichado como si le hubiesenofendido—
; yo me llamo Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia.
—Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé—dijo Juan Claudio—. Me has contado todoeso. De cualquier modo, no importa; te llames Yégof o Luitprand, entra.Hace frío y necesitas calentarte.
—Yo entro—contestó el loco—, pero es para tratar de un asunto muyimportante; es para una cuestión de Estado..., para pactar una alianzaindisoluble entre los germanos y los triboques.
—Bien; pues hablaremos de eso.
Yégof, inclinándose bajo la puerta, entró muy pensativo y saludó a Luisacon la cabeza, al mismo tiempo que bajaba el cetro; pero el cuervo noquiso entrar; desplegando sus grandes alas cóncavas, dio una ampliavuelta alrededor de la barraca y fue a caer a todo volar sobre loscristales para romperlos.
—¡ Hans—le gritó el loco—, ten cuidado! Yo vengo...
Pero el pájaro no separó sus agudas garras de las mallas de plomo y nodejó de agitar en la ventana sus grandes alas mientras que su amopermaneció en la casa.
Luisa, llena de miedo, apartaba de él los ojos.En cuanto a Yégof, sentose en el viejo sillón de cuero, detrás de laestufa, extendió las piernas, como si estuviera en un trono, y paseandoa su alrededor la mirada con imperio, exclamó:
—Vengo de Jéromé directamente para concertar contigo un matrimonio,Hullin. No ignoras que me he dignado fijar los ojos en tu hija, y vengoa pedírtela para que sea mi mujer.
Luisa, al oír aquella proposición, enrojeció hasta las orejas, y Hullinlanzó una sonora carcajada.
—¡Te ríes!—exclamó el loco con voz cavernosa—. Pues haces mal enreírte... Este matrimonio es lo único que puede salvar de la ruina queamenaza tanto a ti como a tu casa y a todos los tuyos... Ahora mismo misejércitos van avanzando... Son innumerables... Cubren gran parte de laTierra... ¿Qué podéis vosotros contra mí?
Seréis vencidos, aniquilados,reducidos a la esclavitud como lo habéis sido ya durante siglos enteros,porque yo, Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia, he decidido quetodo vuelva al estado que antiguamente tenía... ¡Acuérdate!
Y diciendo esto, el loco levantó el dedo con aire solemne.
—¡Acuérdate de lo que ha pasado!... ¡Vosotros habéis sido vencidos!...Y nosotros, las viejas razas del Norte, os hemos puesto el pie en lafrente. Hemos cargado sobre vuestras espaldas las más pesadas piedraspara construir nuestras fortalezas y nuestras prisiones subterráneas...Os hemos uncido a nuestros arados y habéis sido para nosotros lo que lapaja para el huracán... ¡Acuérdate, acuérdate, triboque, y tiembla!
—Me acuerdo muy bien—dijo Hullin sin dejar de reír—; pero nosotroshemos tomado el desquite... ¿No es verdad?
—Sí, sí—interrumpió el loco frunciendo las cejas—; pero aquel tiempoha pasado.
Mis guerreros son más numerosos que las hojas de losbosques... y vuestra sangre fluye como el agua de los arroyos. ¡Teconozco hace más de mil años!
—¡Bah!—respondió Hullin.
—Sí, esta mano, ¿lo oyes?, esta mano es la que te ha vencido cuandollegamos por vez primera al corazón de vuestros bosques... ¡Mi mano esla que ha doblado tu cerviz bajo el yugo y te la volverá a doblar otravez! Porque vosotros sois valientes, creéis que seréis para siempredueños de este país y de Francia entera... ¡Pues bien, estáisequivocados!
Nosotros
os
hemos
dividido
y
os
dividiremos:
devolveremosAlsacia y Lorena a Alemania; Bretaña y Normandía, a los hombres delNorte; Flandes y el Mediodía, a España. Haremos de Francia un pequeñoreino alrededor de París..., un reino muy pequeño, con un descendientede la vieja raza por jefe..., y vosotros no os moveréis..., estaréismuy tranquilos... ¡Je, je, je!
Yégof comenzó a reír.
Hullin, que no sabía casi nada de Historia, estaba admirado de que elloco conociese tantos nombres.
—¡Bah, dejemos eso, Yégof—le dijo—, y come un poco de sopa para quete calientes el estómago!
—No es sopa lo que te pido; lo que te pido es tu hija..., la máshermosa de mis Estados... Dámela voluntariamente y te elevo a las gradasde mi trono; de lo contrario, mis ejércitos te la arrebatarán por lafuerza y no tendrás el mérito de habérmela dado.
Y al hablar así, el desgraciado miraba a Luisa con profunda admiración.
—¡Qué hermosa es!...—añadió Yégof—. Los más preciados honores leestán reservados... ¡Alégrate, joven, alégrate... Tú serás reina deAustrasia!
—Oye, Yégof—dijo Hullin—, me honra mucho tu petición...; eso pruebaque sabes estimar la belleza... Está muy bien...; pero mi hija estáprometida ya a Gaspar Lefèvre.
—¡Pues yo—exclamó el loco lleno de irritación—no quiero oír hablar deeso!
Después, levantándose, añadió, volviendo a tomar su aspecto solemne:
—Hullin, ésta es mi primera petición; volveré a hacerla dos veces...,¿lo oyes?..., dos veces. Y si persistes en tu obstinación..., ¡que ladesgracia caiga sobre ti y sobre tu raza!
—¡Cómo! ¿No quieres comerte la sopa?
—No, no—aulló el loco—; no aceptaré nada tuyo hasta que no hayasconsentido...; nada, nada.
Y dirigiéndose a la puerta con gran satisfacción de Luisa, que noapartaba los ojos del cuervo que golpeaba los cristales con las alas,dijo alzando el cetro:
—Dos veces...
Y salió.
Hullin prorrumpió en una sonora carcajada.
—¡Pobre diablo!—exclamó—. A pesar suyo, la nariz se le volvía haciala olla...
Tiene el estómago vacío..., los dientes le crujen demiseria... Y, sin embargo, la locura es más fuerte que el frío y elhambre.
—¡Oh, qué miedo he tenido!—dijo Luisa.
—Vamos, vamos, hija mía, tranquilízate... Ya se ha ido... A pesar de sulocura, le parece que eres bonita; no debes asustarte de esto.
No obstante aquellas palabras y la marcha del loco, Luisa temblaba y aúnsentía el rubor en el rostro cuando pensaba en las miradas que eldesdichado le había dirigido.
Yégof tomó el camino del Valtin. Se le veía alejarse reposadamente, conel cuervo al hombro, haciendo extraños gestos, aunque no había nadie asu alrededor; poco después, la alta figura del Rey de Bastos se fundióen los tonos grises del crepúsculo de invierno y desapareció.
II
Aquel mismo día, por la noche, después de cenar, Luisa cogió el torno yfue a pasar la velada a casa de la señora Rochart, en la que se reuníanlas mujeres y las muchachas de la vecindad hasta cerca de la medianoche. Allí se contaban antiguas leyendas y se hablaba de la lluvia, deltiempo, de los matrimonios, de los bautismos, de la marcha y de lavuelta de los reclutas..., ¿qué sé yo? Y eso les ayudaba a pasar lashoras de un modo agradable.
Hullin, que se había quedado solo frente a su lamparilla de cobre,ferraba los zuecos del anciano leñador; ya no se acordaba del locoYégof; subía y bajaba el martillo clavando gruesos clavos en las reciassuelas de madera, de una manera automática, por la fuerza de lacostumbre. Mientras tanto, mil ideas cruzaban la mente del almadreñero;estaba pensativo sin saber por qué. Unas veces pensaba en Gaspar, que nodaba señales de vida; otras veces pensaba en la campaña, que seprolongaba indefinidamente. La lámpara alumbraba con reflejosamarillentos la casita llena de humo. Fuera, no se oía un ruido. Elfuego comenzaba a apagarse; Juan Claudio se levantó para echar un leño yluego volvió a sentarse murmurando:
—¡Bah! Esto no puede ser... El día menos pensado recibiremos una carta.
El viejo péndulo dio las nueve, y cuando Hullin reanudaba su tarea, seabrió la puerta y apareció en el umbral Catalina Lefèvre, la labradorade «El Encinar», con gran asombro del almadreñero, porque no erafrecuente que dicha mujer viniese a semejantes horas.
Catalina Lefèvre podía tener unos sesenta años, pero se conservaba aúnderecha y fuerte como si tuviera treinta; sus ojos de color gris perlay su nariz aguileña le daban cierto parecido con un ave de rapiña; susenjutas mejillas y la comisura de sus labios, hundidos por la reflexión,tenían algo de lúgubre y doloroso. Dos o tres grandes mechones de pelosde color gris verdoso caían a lo largo de sus sienes; un obscurocapuchón listado bajaba desde su cabeza a los hombros y le llegaba cercade los codos. En una palabra, su fisonomía revelaba un carácter firme,tenaz, y poseía cierto aire indefinible, entre magnífico y triste, queinspiraba respeto y temor.
—¿Es usted, Catalina?—dijo Hullin muy sorprendido.
—Sí, yo soy—respondió la anciana labradora, con voz reposada—. Vengoa hablar con usted, Juan Claudio... ¿Ha salido Luisa?
—Está en casa de Magdalena Rochart pasando la velada.
—Muy bien.
Catalina dejó caer el capuchón sobre el cuello y fue a sentarse al ladodel banco.
Hullin la miraba fijamente y le encontraba algoextraordinario y misterioso que le extrañaba.
—¿Qué sucede?—dijo Juan Claudio dejando el martillo.
En vez de contestar a esta pregunta, la anciana, mirando hacia lapuerta, parecía escuchar algo; luego, al no oír nada, volvió a adquirirsu expresión meditativa.
—El loco Yégof ha pasado la noche última en la finca—dijo Catalina.
—También ha venido a verme esta tarde—dijo Hullin, sin conceder granimportancia al hecho, que le parecía indiferente.
—Sí—añadió la anciana en voz baja—; ha pasado la noche en casa, yanoche, a esta hora, delante de todo el mundo, ese hombre, ese loco, nosha contado cosas horribles.
Catalina calló, y las comisuras de sus labios parecieron hundirse más.
—¡Cosas horribles!—murmuró el almadreñero cada vez más asombrado, puesnunca había visto a la labradora en semejante estado—; ¿pero qué,Catalina?...
Hable usted; ¿qué decía?
—¡Qué sueños he tenido!
—¿Sueños?... Por lo visto, usted quiere reírse de mí.
—No.
Y después de un instante de silencio, viendo a Hullin boquiabierto, laanciana prosiguió lentamente:
—Anoche nos hallábamos todos reunidos, después de cenar, en la cocinabajo la campana de la chimenea; la mesa estaba todavía puesta con lasescudillas vacías, los platos y las cucharas. Yégof había cenado connosotros y nos había distraído con la historia de sus tesoros, de suscastillos y de sus provincias. Eran próximamente las nueve; el loco fuea sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozode labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacíauna cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercadoel torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, losperros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío. Pasábamos lavelada hablando del invierno que se aproxima. Duchêne decía que iba aser rudo, porque había visto grandes bandadas de patos silvestres. Y