Los reunidos salieron de la cabaña, y Hullin, en presencia de todo elmundo, nombró a Labarbe, a Jerónimo y a Piorette, jefes de los puertos;luego ordenó a los naturales de las orillas del Sarre que se congregasenlo más pronto posible cerca de la finca de «El Encinar» llevando hachas,picos y fusiles.
—Saldremos a las dos—les dijo Juan Claudio—, y acamparemos en elDonon, enmedio del camino. Mañana, a primera hora, comenzaremos la tala.
Hullin quedose un momento hablando con Materne y sus hijos Frantz yKasper, advirtiéndoles que la batalla seguramente comenzaría en el Donony que se necesitaban por este lado buenos tiradores, lo cual fue oídopor aquéllos con gran complacencia.
La señora Lefèvre nunca había sido más feliz; cuando subió al carro quela esperaba, besó a Luisa y le dijo al oído:
—Todo va bien... Juan Claudio es un hombre...; todo lo prevé... y sabearrastrar a la gente... Yo, que le conozco hace cuarenta años, estoyasombrada.
Y luego, volviéndose, exclamó:
—Juan Claudio, abajo nos espera un jamón y algunas botellas de vinoañejo, que no se beberán los alemanes.
—No, Catalina, no se las beberán. Vámonos; aquí estoy.
Pero en el momento de ir a dar el latigazo y cuando numerosos campesinostrepaban ya por la ladera para regresar a sus aldeas, se vio asomar muylejos, en el sendero de Trois-Fontaines, un hombre alto, delgado,cabalgando en una jaca grande y roja, con una gorra de piel de conejo,de visera ancha y baja, metida hasta los hombros, dejando ver sólo lanariz. Un hermoso perro de caza negro saltaba junto a él, y los faldonesde su desmesurada levita se movían como si fuesen alas. Todo el mundoexclamó:
—Es el doctor Lorquin, el del llano, el que cura gratis a los pobres;viene con su perro Plutón; es una excelente persona.
En efecto, era él, que llegaba trotando y dando voces:
—¡Alto!... ¡Quietos!... ¡Alto!
Y su cara roja, sus ojos vivos y abultados, su barba de un color rojizoobscuro, sus anchas y encorvadas espaldas, su caballo y su perro, todoaquello hendía el aire y crecía a ojos vistas. En dos minutos llegó alpie de la sierra, atravesó el prado y desembocó por el puente a lachoza. Y, con voz entrecortada por la falta de aliento, comenzó a deciren seguida:
—¡Ah, los taimados! ¡Pues no quieren entrar en campaña sin mí! ¡Ya melo pagarán!
Y dando golpes en una arquita que llevaba a la grupa, añadió:
—Esperad, amigos míos, esperad; llevo aquí dentro algo que ya sabéis loque es: aquí traigo cuchillos pequeños y grandes, redondos ypuntiagudos, para atrapar las balas, los cascos de granada y la metrallade diferente clase que os van a regalar.
Y, dicho esto, el médico prorrumpió en una carcajada estentórea; todoslos que escuchaban sintieron un momentáneo escalofrío.
Habiendo conseguido dar aquella broma agradable, el doctor Lorquinañadió en tono más serio:
—Hullin, yo debía tirar a usted de las orejas. ¿Por qué, cuando setrata de defender la patria, no se acuerda de mí? He tenido queenterarme por otras personas. Y, sin embargo, me parece que un médico noestá aquí de más. Eso no se lo perdono.
—Excúseme usted, doctor; he hecho mal—dijo Hullin estrechándole lamano—.
¡Pero han pasado tantas cosas desde hace ocho días!... ¡Siemprese le olvida a uno algo! Y, además, un hombre como usted no necesita quele requieran para cumplir con su deber.
Apaciguose el doctor y dijo:
—Todo eso está bien y es cierto; pero no impide que yo, por culpa suya,llegue tarde; los buenos puestos ya están tomados, y distribuidas lascruces. Vamos a ver,
¿dónde está el general, para presentarle misquejas?
—Soy yo.
—¡Oh!, ¡oh! ¿De veras?
—Sí, doctor, yo soy, y le nombro nuestro médico mayor.
—¡Médico mayor de los guerrilleros de los Vosgos! ¡Bien; eso me agrada!Lo olvido todo, Juan Claudio.
Y, acercándose al carruaje, el doctor dijo a Catalina que contaba conella para organizar las ambulancias.
—Esté usted tranquilo, doctor—respondió la labradora—; todo estarádispuesto; Luisa y yo vamos a ocuparnos del asunto a partir de estanoche; ¿no te parece, Luisa?
—¡Sí, sí, mamá!—exclamó la joven, entusiasmada al ver que se ibadecididamente a la guerra—; vamos a trabajar muchísimo; pasaremos lanoche velando, si es preciso.
El señor Lorquin quedará satisfecho.
—¡Pues bien! ¡En marcha! Usted comerá con nosotros, doctor.
El carro partió al trote. Mientras le seguía, el animoso doctor contó aCatalina cómo había sabido la noticia de la sublevación general, ladesolación de su ama de llaves, la anciana María, que no quería dejarleir a matarse con los kaiserlicks; en fin, los diferentes episodios desu viaje desde Quibolo hasta la aldea de Charmes. Hullin, Materne y sushijos iban algunos pasos más atrás, con la carabina al hombro, y de estemodo subieron la ladera y se dirigieron hacia la granja de «ElEncinar».
IX
Fácilmente puede imaginarse la animación de la granja, las idas yvenidas de los criados, los gritos de entusiasmo de todo el mundo, elchocar de vasos y tenedores, y la alegría que reflejaban aquellosrostros cuando Juan Claudio, el doctor Lorquin, los Materne y cuantoshabían acompañado al carruaje de Catalina se instalaron en la ampliasala, alrededor de un magnífico jamón, y se pusieron a celebrar susfuturos triunfos con la jarra en la mano.
Era precisamente un martes, día de amasar en la granja.
La cocina, desde por la mañana, estaba hecha un ascua de oro; Duchêne,el viejo aperador, en mangas de camisa y con su gorro de algodón metidohasta las orejas, sacaba del horno innumerables panecillos, cuyo buenolor llenaba toda la casa. Anita los tomaba e iba apilándolos en unrincón del hogar. Luisa servía a los convidados, y Catalina Lefèvre lovigilaba todo, diciendo de vez en cuando:
—Daos prisa, hijos míos, daos prisa. La tercera hornada debe estaracabada cuando lleguen los del Sarre. Ya sabéis que tocan a seis librasde pan por hombre.
Hullin, desde su sitio, veía a la anciana labradora ir y venir.
—¡Qué mujer!—se decía—, ¡qué mujer! ¡Vaya usted a encontrar dossemejantes en toda la comarca! ¡A la salud de Catalina Lefèvre!
—¡A la salud de Catalina!—respondían los demás.
Chocaban los vasos unos contra otros, y se reanudaban las conversacionesde combates, ataques y atrincheramientos. Todos se sentían poseídos deuna ciega confianza, todos se decían para sus adentros: «¡Esto marchabien!»
Pero el cielo les reservaba en aquel día una satisfacción aún mayor,sobre todo a Luisa y a la señora Lefèvre. Hacia mediodía, cuando unhermoso sol de invierno blanqueaba la nieve y fundía la escarcha de loscristales, y cuando el arrogante gallo rojo, sacando la cabeza delgallinero y moviendo las alas, lanzaba su grito triunfal, que repetíanlos ecos del Valtin, de repente el perro de la puerta, el viejo Johan,que estaba completamente mellado y casi ciego, prorrumpió en aullidostan alegres y al mismo tiempo tan lastimeros, que todo el mundo prestóatención.
Era el momento de mayor animación en la cocina; la tercera hornada salíadel horno, y, no obstante, todos, hasta Catalina Lefèvre, suspendieronel trabajo.
—Algo sucede—dijo la labradora en voz baja.
Y luego añadió muy conmovida:
—Desde que se marchó mi hijo, Johan no ha aullado así.
En aquel instante se oyeron pasos ligeros que atravesaban el patio.Luisa corrió a la puerta, gritando: «¡Es él, es él!» Y casi al mismotiempo, una mano agitada buscaba el pestillo; abriose la puerta yapareció en el umbral un soldado, pero un soldado tan flaco, tan morenoy escuálido, con un capote gris con botones de estaño tan viejo y raído,con unas altas polainas tan destrozadas, que todos los allí presentesquedáronse, al verle, sobrecogidos.
El soldado parecía no poder dar un paso más, y muy despacio dejó caer elfusil con la culata hacia el suelo. La punta de la nariz del reciénllegado—la nariz de la señora Lefèvre—relucía como el bronce; susrubios bigotes temblaban; cualquiera hubiera pensado en uno de esosgavilanes grandes y flacos a los que el hambre lleva a las puertas delos establos en invierno. El soldado contemplaba la cocina, muy pálido,a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenosde lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.
Fuera, el viejo perro saltaba, aullaba, sacudía la cadena; dentro se oíala llama chisporrotear: tan profundo era el silencio; pero, en seguida,Catalina Lefèvre, con voz desgarradora, exclamó:
—¡Gaspar!... ¡Hijo mío!... ¿Eres tú?
—¡Sí, madre!—respondió el soldado en voz baja y como si le ahogara laemoción.
Y en el mismo momento Luisa comenzó a sollozar, mientras que en laamplia sala se levantaba un ruido ensordecedor.
Todos los amigos se acercaron al recién llegado, con el señor JuanClaudio al frente, gritando: «¡Gaspar! ¡Gaspar Lefèvre!»
Al aproximarse vieron que madre e hijo se besaban: aquella mujer tanenérgica, tan decidida, lloraba a lágrima viva: Gaspar no lloraba,sostenía a su madre junto a su pecho, mezclándose sus bigotes rubios conlos cabellos grises de la anciana, mientras murmuraba:
—¡Madre!... ¡Madre!... ¡Ah! ¡Cuántas veces he pensado en ti!
Luego, con voz más firme, añadió:
—¡Luisa! ¡Yo he visto a Luisa!...
Y Luisa se arrojó en sus brazos, cambiando entre ambos muchos besos.
—¡Ah! ¡No me has reconocido, Luisa!
—¡Oh, sí!; ¡oh, sí!; te he reconocido en seguida, por tus pasos.
El anciano Duchêne, con el gorro de algodón en la mano, cerca del hogar,tartamudeaba:
—¡Santo Dios!... ¿Es posible?... ¡Pobre muchacho..., cómo viene!...
El aperador había criado a Gaspar y se lo imaginaba siempre, desde quese marchó, rozagante y mofletudo, vistiendo un uniforme nuevo conadornos encarnados. Y al verle de distinto modo, todas sus ideas habíanvenido a tierra.
En tal momento Hullin, alzando la voz, dijo:
—¿Y nosotros, Gaspar, nosotros, tus antiguos amigos? ¿Nos vas a dejaren blanco?
Entonces el muchacho se volvió y prorrumpió en un grito de entusiasmo:
—¡Hullin! ¡El doctor Lorquin! ¡Materne! ¡Todos, todos, aquí estántodos!
Y comenzaron de nuevo los abrazos; pero ahora más alegres, con risotadasy apretones de manos que no acababan nunca.
—¡Ah, doctor, es usted! ¡Ah, querido papá Juan Claudio!
Todos se miraban hasta el fondo de los ojos, y en los rostros rebosabala alegría; cogidos del brazo unos y otros, hablaban e iban de acá paraallá en la sala; la señora Catalina con la mochila, Luisa con el fusil,Duchêne con el saco, continuaban riendo, secándose los ojos y lasmejillas; nunca se había visto nada semejante.
—¡Sentémonos!... ¡Bebamos!—exclamó el doctor Lorquin—; ésta es lacorona de la fiesta.
—¡Ah, querido Gaspar, cuán contento estoy de verte sano y salvo!—decíaHullin—.
¡Eh!, ¡eh!, sin que esto sea adularte; más me agrada verte asíque cuando tenías la cara redonda y colorada. ¡Ahora estás hecho unhombre, pardiez! Me recuerdas a los veteranos de mi tiempo, a los delSambre, a los de Egipto. ¡Bah, bah, bah! No teníamos los carrilloshinchados ni estábamos relucientes de grasa; mirábamos como las ratashambrientas cuando ven un queso, y teníamos los dientes largos ylimpios.
—Sí, sí, no me extraña, papá Juan Claudio—respondía Gaspar—.Sentémonos; así se puede hablar más cómodamente. ¡Ah, vaya! ¿y por quéestán todos ustedes aquí?
—Pero ¿cómo? ¿No sabes nada? ¡Toda la comarca se ha levantado, desde elHoupe hasta San Salvador, para la defensa!
—Sí, el anabaptista del Painbach me ha dicho algo cuando pasé; ¿y escierto?
—¡Completamente cierto! Todo el mundo toma parte en el alzamiento, y yosoy el general en jefe.
—¡Perfectamente, perfectamente! ¡Con mil demonios! ¡Que esos granujasde kaiserlicks no caigan sobre nosotros sin llevar su merecido, meparece muy bien!
¡Bah! Deme uste el cuchillo. Es igual; ¡qué bien seencuentra uno en su casa! ¡Eh, Luisa! ¡Ven y siéntate un momento aquí!¡Mire usted, papá Juan Claudio, con esta personilla a un lado, el jamónal otro y la jarra en frente, en menos de quince días me reponíacompletamente; no me reconocían los camaradas de la compañía!
Todos se habían sentado y veían con admiración al valiente muchachocortar, despedazar, empinar el codo, mirar luego a Luisa y a su madrecon ojos tiernos, y contestar a unos y otros sin perder bocado.
La gente de la finca, Duchêne, Anita, Robin, Dubourg, formando unsemicírculo, miraban a Gaspar con aire extático; Luisa llenaba de vez encuando la copa; la madre Lefèvre, sentada cerca del horno, revolvía lamochila y, al no ver mas que dos camisas viejas muy sucias, con agujeroscomo puños, unos zapatos torcidos, betún para la cartuchera, un peinecon sólo tres púas y una botella vacía, levantó las manos al cielo y seapresuró a abrir el armario de la ropa blanca, murmurando:
—¡Señor! ¿Cómo extrañarse de que muera tanta gente de miseria?
El doctor Lorquin, ante un apetito tan voraz, se frotaba las manos muysatisfecho y murmuraba entre dientes:
—¡Qué salud!, ¡qué estómago!, ¡qué diente!; ¡podría partir piedras comosi fuesen avellanas!
Y el anciano Materne decía a sus hijos:
—Otras veces, después de dos o tres días de caza en la sierra, duranteel invierno, me entraba también a mí un hambre de lobo y me comía unapierna de corzo sin respirar; ahora, ya voy haciéndome viejo y me bastanuna o dos libras de carne. ¡Lo que es la edad!
Hullin había encendido su pipa y parecía muy pensativo; no cabía duda deque algo le inquietaba. Cuando hubieron pasado algunos minutos, viendoque el apetito de Gaspar se moderaba, exclamó repentinamente:
—Dime, Gaspar, sin dejar de comer, ¿cómo es posible que estés aquí?Nosotros creíamos que te hallabas aún a orillas del Rin, cerca deEstrasburgo.
—¡Ah, ah, el veterano! Ya comprendo—dijo Lefèvre guiñando un ojo—.¡Como hay tantos desertores! ¿No es eso?
—¡Oh!, semejante idea no se me ocurrirá nunca; pero, sin embargo...
—¡A usted no le desagradará saber que tengo mis papeles en regla! Nopuedo engañarle, papá Juan Claudio; usted está en su derecho; ¡el quefalta al llamamiento cuando los kaiserlicks están en Francia mereceque le fusilen! Pero no tenga cuidado, aquí está mi permiso.
Hullin, que no sentía una falsa delicadeza, leyó:
«Permiso de veinticuatro horas al granadero Gaspar Lefèvre, de la 2.ªdel 1.º.
»Hoy, 3 de enero de 1814.
» Gémeau, comandante del batallón.»
—Bien, bien—dijo Hullin—; mete esto en la mochila, porque puedeperderse.
Juan Claudio había vuelto a adquirir su alegría habitual.
—Mirad, hijos míos—añadió luego—, sé bien lo que es el amor; es algomuy bueno y muy malo; es malo particularmente para los soldados jóvenescuando se aproximan a su aldea después de una campaña. Son capaces defaltar a su deber y hasta llegar a huir, perseguidos por dos o tresgendarmes. Lo he visto yo mismo. En fin, puesto que todo está en regla,bebamos una copa de rikevir. ¿Qué dice usted de esto, Catalina?
Losdel Sarre pueden llegar de un momento a otro, y no tenemos un minuto queperder.
—Tiene usted razón, Juan Claudio—respondió la anciana labradoratristemente—.
Anita, baja a la cueva y trae tres botellas de ladespensa.
La criada se marchó corriendo.
—Pero ese permiso, Gaspar—añadió Catalina—, ¿cuándo comenzaste ausarlo?
—Me lo dieron ayer, a las ocho de la noche, en Vasselone. El regimientose retiraba hacia Lorena, y yo debo alcanzarlo esta noche en Falsburgo.
—Bien; todavía tienes siete horas por delante; no necesitarás más deseis para llegar a tiempo, aun cuando haya mucha nieve en el Foxthal.
La animosa mujer fue a sentarse junto a su hijo, muy afligida. Todo elmundo estaba conmovido. Luisa, con el brazo apoyado en la descoloridacharretera de Gaspar y la mejilla junto a su oreja, sollozaba; Hullingolpeaba en un extremo de la mesa para vaciar de cenizas la pipa, yfruncía las cejas, sin decir nada; pero cuando llegaron las botellas, yuna vez que fueron abiertas, exclamó:
—Vamos, Luisa, valor. Todo esto no puede durar mucho tiempo, ¡pardiez!De un modo o de otro tiene que acabarse, y yo afirmo que acabará bien;Gaspar volverá, y entonces nos divertiremos.
Juan Claudio llenó las copas y Catalina secose las lágrimas, murmurando:
—¡Y pensar que esos bandidos tienen la culpa de lo que nos pasa! ¡Ah!¡Que vengan, que vengan por aquí!
Se vaciaron las copas sin ninguna alegría; pero el añejo rikevir, alpenetrar en la sangre de aquellas buenas gentes, no tardó enreanimarlos. Gaspar, más firme de lo que hubiera podido sospechar,comenzó a referir los terribles sucesos de Bautzen, Lurtzen, Leipzig yHannau, donde los reclutas se habían batido como veteranos ganandovictoria tras victoria, hasta que los traidores se pasaron al otro lado.
Todo el mundo escuchaba en silencio. Luisa, en los momentos depeligro—al pasar los ríos bajo el fuego enemigo, al tomar una batería ala bayoneta—, apretaba el brazo de Gaspar como para defenderle. Losojos de Juan Claudio chispeaban; el doctor preguntaba siempre dónde sehallaba situada la ambulancia; Materne y sus hijos alargaban el cuello yapretaban las mandíbulas, y el vinillo añejo, acudiendo en ayuda de laimaginación, aumentaba el entusiasmo cada momento más: «¡Ah, losgranujas!
¡ah, bandidos! ¡Cuidado, cuidado, no ha terminado todo!...»
La señora Lefèvre admiraba el valor y la fortuna de su hijo en medio deestos acontecimientos, de los que los siglos venideros guardarán porsiempre memoria.
Pero cuando Lagarmitte, con aire serio y solemne, vistiendo larga blusagris, sombrero flexible, de color negro, que resaltaba sobre sucabellera blanca, y llevando colgada del hombro su enorme trompa,atravesó la cocina y asomose a la puerta de la sala, diciendo: «¡Los delSarre llegan!», entonces toda aquella exaltación desapareció y losreunidos se levantaron, pensando en la terrible lucha que iba pronto acomenzar en la sierra.
Luisa, arrojándose en brazos de Gaspar, exclamó:
—¡Gaspar, no te vayas! ¡Quédate con nosotros!
El joven se puso muy pálido, y dijo:
—Soy soldado; me llamo Gaspar Lefèvre; te amo mil veces más que a mivida; pero un Lefèvre cumple siempre con su deber.
Desasiose el joven de los brazos de su novia; Luisa se recostó sobre lamesa y comenzó a gemir en alta voz. Levantose Gaspar; pero Hullin seinterpuso, y estrechándole fuertemente las manos, mientras que un ligerotemblor le agitaba el rostro, exclamó:
—¡Está muy bien! ¡Acabas de hablar como un hombre!
La señora Lefèvre se aproximó a su hijo reposadamente, para atarle lamochila a los hombros. Así lo hizo, con las cejas fruncidas, los labioscontraídos bajo la nariz aguileña, sin dar un suspiro; pero dos gruesaslágrimas corrieron lentamente por las arrugas de sus mejillas. Y cuandohubo acabado, volviose, ocultando los ojos con la manga del vestido, ydijo:
—Está bien... Ve..., ve..., hijo mío, tu madre te bendice. Si la guerrate lleva, no morirás... Aquí tienes tu sitio, aquí, entre Luisa y yo:¡siempre estarás con nosotras!
¡Esta pobre niña no tiene aún bastanteedad para saber que vivir es sufrir!...
Todos los que allí estaban salieron; sólo Luisa permaneció en la sala,entregada a sus lamentos. Pocos momentos después, al oír la culata delfusil golpear en las losas de la cocina y que se abría la puertaexterior, la joven lanzó un grito desgarrador y precipitose fuera.
—¡Gaspar!, ¡Gaspar!—dijo—, ya estoy tranquila, ya no lloro más; noquiero que te quedes, pero no te marches disgustado conmigo. ¡Perdóname!
—¡Disgustado! ¡Disgustado contigo, Luisa mía! ¡Oh, no!, ¡no!—dijoGaspar—.
Pero verte tan apenada me destroza el alma... ¡Ah!, pero sitienes un poco de ánimo..., entonces me iré contento.
—Pues, sí, lo tengo... Dame un beso... ¿Lo ves? Ya no soy la misma,¡quiero ser como mamá!
Los dos jóvenes se dieron los abrazos de despedida con serenidad. Hullinsostenía el fusil, y Catalina agitaba la mano como diciendo: «¡Vamos,vamos, ya está bien!»
Gaspar, cogiendo rápidamente el fusil, se alejó con paso firme, sinvolver la cabeza.
En dirección opuesta, los del Sarre, provistos de picos y hachas,trepaban en fila por el sendero del Valtin.
Cuando pasaron cinco minutos, en el recodo de la encina grande, Gasparse volvió y levantó la mano; Catalina y Luisa le respondieron. Hullin seadelantó para recibir a la gente. Sólo el doctor Lorquin permaneció conlas mujeres; y así que Gaspar, continuando su camino, hubo desaparecido,el doctor exclamó:
—Catalina Lefèvre, usted puede enorgullecerse de tener por hijo unhombre de corazón. ¡Quiera Dios que tenga suerte!
Se oían las voces lejanas de los que llegaban, que reían y marchaban ala guerra como si fuesen de fiesta.
X
Mientras que Hullin, al frente de los montañeses, se preparaba para ladefensa, el loco Yégof, aquel ser inconsciente, aquel desgraciado quellevaba en la cabeza una corona de hojalata, aquella dolorosa imagen delalma humana herida en su parte más noble, más hermosa y más importante,la inteligencia, el loco Yégof, con el pecho descubierto, los piesdesnudos, insensible al frío, como el reptil preso en el hielo, vagabade montaña en montaña, en medio de las nieves.
¿Por qué causa los privados de razón resisten las temperaturas másrigurosas, mientras que las personas con juicio en el mismo casosucumben? ¿Se debe a una concentración más poderosa de la vida, a unacirculación más rápida de la sangre, a un estado continuo de fiebre?¿Es efecto de la sobreexcitación de los sentidos, o tiene quizás unorigen que se desconoce?
La Ciencia nada dice a este respecto, pues no admite mas que causasmateriales y se declara impotente para explicar tales fenómenos.
Yégof caminaba a la ventura mientras que la noche se acercaba; el fríoaumentaba por momentos, y los zorros rechinaban los dientes persiguiendouna caza invisible: el buharro hambriento se dejaba caer sobre la malezacon las garras vacías, lanzando angustiosos gritos. El loco, con elcuervo al hombro, gesticulando y hablando como en sueños, caminaba,caminaba sin cesar, desde el Holderloch al Sonneberg, y desde elSonneberg al Blutfeld.
Mas durante aquella noche el pastor Robin, de la granja de «El Encinar»,iba a ser testigo del más raro y emocionante espectáculo.
Habiendo sorprendido al pastor Robin las primeras nieves, algunos díasantes, en lo hondo del puerto de Blutfeld, dejó abandonado allí sucarro, para llevar el rebaño a la granja; pero notando la falta de lapiel de carnero con que se cubría y que se había dejado olvidada en sucabaña ambulante aquel día, terminada su labor, se puso en camino, hacialas cuatro de la tarde, para ir a buscarla.
El Blutfeld, situado entre el Schneeberg y el Grosmann, es una estrechagarganta rodeada de ingentes rocas cortadas a pico. Una corriente deagua se desliza por allí sinuosamente, tanto en invierno como en verano,a la sombra de crecidas malezas, y al fondo se extiende un ancho prado,en el que se ven grandes piedras esparcidas.
Rara vez cruza este desfiladero la gente de los contornos, porque elBlutfeld tiene algo de siniestro, sobre todo en invierno, a la luz de laLuna. Las personas ilustradas de la comarca, el maestro de escuela deDagsburg lo mismo que el de Halzach, dicen que en aquel sitio se habíalibrado una gran batalla entre los triboques y los germanos, los cualesquerían penetrar en las Galias a las órdenes de un jefe llamadoLuitprandt.
Dicen los mismos que los triboques, situados en las cumbresde alrededor, arrojaron sobre sus enemigos numerosas piedras de grantamaño y los trituraron allí como en un mortero, y que del hecho de tangran matanza el puerto lleva el nombre de Blutfeld (campo de sangre).Se encuentran en tal lugar trastos viejos, pedazos de lanza enmohecidos,trozos de casco y espadas de dos varas de largas en forma de cruz.
De noche, cuando la Luna ilumina aquel campo y las ingentes piedrascubiertas de nieve, cuando el cierzo sopla moviendo las zarzas heladas,parece que se oye el grito de espanto de los germanos en el momento dela sorpresa, el llanto de las mujeres, el relinchar de los caballos, elestruendoso rodar de los carromatos que desfilaron; pues, a lo queparece, aquellos hombres conducían en carros cubiertos de pieles amujeres, niños, viejos y todo cuanto poseían en oro y plata, así comosus muebles, del mismo modo que lo hacen los alemanes que se marchan aAmérica.
Durante dos días, los triboques no cesaron de exterminarlos y, altercero, volvieron a trepar al Donon, al Schneeberg, al Grosmann, alGiromani y al Hengst cargados con un inmenso botín.
Tal es la leyenda conocida respecto del Blutfeld; y ciertamente, cuandose contempla aquel desfiladero, encajonado entre montañas como unaenorme cisterna, sin más salida que un estrecho sendero, se comprendeque los germanos no debían hallarse allí muy a gusto.
Robin llegó al puerto entre las siete y las ocho, a la salida de laLuna.
Mil veces había bajado el pastor al fondo del precipicio; pero nunca lohabía visto iluminado tan claramente ni tan melancólico.
De lejos, su carro plateado, en lo hondo del abismo, le producía elefecto de una de aquellas enormes piedras cubiertas de nieve, bajo lascuales se hallaban sepultados los germanos. Estaba el carro a la entradadel desfiladero, detrás de unos espesos matorrales, y el arroyuelomurmuraba no lejos y se extendía en estrías de hielo, brillante comocuchillas.
Llegado al sitio donde se dirigía, el pastor comenzó a buscar la llavedel candado; después, abrió la garita, y marchando a cuatro pies, pudorecuperar la zamarra y una hacheta que no recordaba siquiera haberperdido.
¡Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al volverse para salir, vio alloco Yégof aparecer por un recodo del sendero y dirigirse hacia él, a laclara luz de la Luna!
El pastor recordó en seguida la historia espeluznante que había oído enla cocina de
«El Encinar» y tuvo miedo...; pero no hay que decir lo quesentiría cuando vio detrás del loco, a quince o veinte pasos, aparecertambién cinco lobos grises, dos de ellos grandes y tres pequeños.
Al pronto creyó que eran perros; pero no, eran lobos, y marchabanlentamente detrás de Yégof, el cual no los veía, al parecer. Revoloteabael cuervo, pasando de la luz a la sombra que arrojaban las rocas, ydespués volvía; los lobos, con los ojos brillantes y los hocicoslevantados, olfateaban, y el loco alzaba su cetro.
El pastor cerró la puerta de la garita con la rapidez del rayo, peroYégof no lo vio. El loco caminaba por el desfiladero como por unainmensa sala; a izquierda y derecha se alzaban tajos ingentes; en loalto bri