La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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III

Como el tiempo no pasa sin mudar la faz de las cosas, cuando volvió a supatrio hogar la colegiala no dejó de hallar en él cambios y mudanzas quela sorprendieron. Su madre tenía «achaques», y achaques graves, segúnella decía, apostándoselas al médico, que no mostraba gran empeño encontradecirla. Estos achaques no la impedían frecuentar los salones de«su mundo», ni la obligaban a tachar un solo renglón de su larga listade compromisos sociales, ni se revelaban, a cierta distancia, en sucara frescachona ni en su apostura garbosa y elegante; pero es indudableque los tenía, y muy hondos; achaques de matrona presumida, biensufridos y mejor tapados con heroicos esfuerzos de la voluntad y buenacopio de sonrisas y menjurjes.

No fue esto un hallazgo, en todo el rigor de la palabra, para su hija,que ya barruntaba algo de ello por las últimas cartas de la marquesa yla propia observación en las dos visitas que la había hecho en elcolegio. Harto más se admiró al convencerse de que la inusitada dulzuracon que su madre la había tratado en París, y que ella tomó por disfrazde añejas y naturales esquiveces, antes crecía que se agriaba en lasintimidades de la vida doméstica; y todavía fue mayor su asombro cuandosupo, por testimonios fidedignos, que la modificación genial de lamarquesa, en lo referente a este grave punto, databa de la misma fechaque los achaques. ¿Cómo lo que de ordinario sirve para exacerbar loshumores y despertar las impertinencias, y hace inaguantables a lasgentes que son desabridas por naturaleza, había producido en aquel ejemplar el efecto contrario? No podía averiguarlo Verónica. Loimportante para ella era el hecho, y el hecho bien a la vista estaba.

Otro suceso que fue completa novedad para la colegiala: su hermano teníaachaques también; es decir, nuevos, muchos, demasiados achaques; pero eneste infeliz se cumplía

rigurosamente

la

ley

común:

se

le

reflejabanclaramente

en

el

espíritu

los

que

le

desorganizaban y consumían elcuerpo. Era éste raquítico, sarmentoso y descuajaringado. Cada pieza deél estaba mal avenida con la inmediata: las piernas se negaban asostener el tronco; el tronco forcejeaba por desprenderse de la cabeza,y los brazos andaban de acá para allá sin saber a qué arrimarse, porqueen todas partes estorbaban y de todas partes se caían. El espíritu eradigna joya de tal estuche: quebradizo, avinagrado y herrumbroso. Dabacompasión contemplar aquel ser que parecía un castigo providencial deciertas injusticias y flaquezas de sus padres. Más que un niñoenfermizo, era un enano decrépito. Por razón de su miserable naturaleza,nada se le había enseñado; así es que, contando ya más de quince años,no sabía deletrear. Por el contrario, se le había dejado en completalibertad de hacer todo cuanto le diera la gana; pero tan hastiado estabade ser libre y de campar por sus caprichos, de romper, de manchar, dealborotar y de dar tormento impunemente a cuanto respiraba y se movía ensu derredor, que ya solamente se entretenía con las contrariedades y lasresistencias, por hallar el placer de vencerlas y de atropellarlas. Yhabía que presentárselas, o fingir que se le presentaban, para darlegusto y sacarle por un instante del mortal desfallecimiento en que caíaen cuanto le faltaba el aguijón de un apetito que pusiera en actividadel cordaje de su desconcertada máquina.

Es verosímil que la contemplación continua de este desconsoladorespectáculo tuviera gran parte en los cambios geniales de la marquesa;y, sin embargo, no concordaban tampoco las manifestaciones de ésta conla tristeza y gravedad del motivo, aun sin tener en cuenta los extremosde locura a que la condujo el nacimiento de aquel hijo tan deseado.Cierto que continuaba siendo esclava de sus antojos; pero no con laabnegación incansable de antes.

Aquella esclavitud no era ya amorosoentretenimiento, sino carga abrumadora, cruz de enorme peso. Llevábalacon paciencia, pero no sin cansancio. ¿Consistiría esto en que suspropios males la hacían más insensible para los ajenos, o en que,robándole los alientos del espíritu, agostaban el campo de sus ilusionesy vanidades, e imprimían nuevo y más sosegado ritmo a los impulsos de sucorazón? Pero, en este caso, ¿por qué no se cumplía la ley con igualrigor en lo tocante

a

las

pompas

del

mundo?

¿Por

qué

continuabapagándose de ellas con el mismo fervor del primer día? Posible eratambién que el convencimiento que necesariamente tendría de que para laenfermedad de su hijo no había humano remedio, le quitara, con laesperanza de conservarle, las fuerzas para sufrirle; pero, en este caso,¿qué pensar de la calidad de aquel extraño sentimiento que se manifestóen la casa, haciendo a todos los moradores de ella siervos pacientísimosde la tiranía del presunto heredero de los títulos de su padre?

Lo cierto era que el enfermo se moría poco a poco; que su madre, aunquelo sabía muy bien, no daba muestras de apurarse por ello, y que ya noera Verónica quien pagaba, como en otros tiempos, todos los vidriosrotos de la casa.

Por lo tocante al marqués, tampoco se preocupaba gran cosa con el estadomísero de aquel su retoño, cuyo nacimiento tantas extravagancias ysandeces le había hecho cometer. Bastante más le quitaban el sueño otroscuidados.

Habíase dado con pasión a la política; y mientras arreglabaciertos comprobantes, de muy mal arreglo, para que le nombraran senador,perseguía, con escasa fortuna, una credencial de diputado cunero. Nosalía del salón de Conferencias, ni de la tertulia del ministro de laGobernación. En casa paraba poco, pero hablaba mucho, y siempre de supleito; no a la manera llana y familiar de otros tiempos, sino en estilodeclamatorio y rimbombante, y tomando pretexto de todo para ensayarpapeles de tribuno.

Comíale el prurito de la solemnidad y de las grandesfrases, y más de una vez le arrastraron sus obsesiones parlamentarias alextremo de replicar a su mujer en un diálogo prosaico sobre temas decocina, con un «¡Su señoría se equivoca!» que, por lo campanudo yresonante, hubieran envidiado los más famosos adalides del Congreso.

No eran de fácil arreglo los susodichos comprobantes para lograr lasenaduría, porque las rentas propias, vueltos los manantiales al bajonivel en que estaban antes de fomentarlos su suegro con el copiosocaudal de sus talegas, no llegaban hasta donde la ley quería. Y ésta fueotra de las novedades con que se halló la colegiala al volver a su casa.De la cual novedad llegó a enterarse por los comentarios de su padre acada batacazo del expediente, que no salía de un atolladero sino paracaer en otro más hondo. Si esta merma procedía de los banquetes y otrasparecidas travesuras con que el marqués trataba de hacerse visible, yhasta ministrable, entre los hombres políticos de mayor talla, o delas enormes sumas que le costaba a la marquesa sostener el esplendor desu jerarquía a la altura en que le había colocado de recién casada, o delo uno y de lo otro, que era lo más seguro, no cayó la hija en latentación de averiguarlo. Bastábale saber que el lujo y la abundanciarodaban por aquellos suelos lo mismo que antes, y que su abuelo, hechouna ruina ya, aunque de mala gana y refunfuñando, acudía siempre a lasllamadas de la hija en sus continuos apuros.

¿Ni cómo pararse ella en reflexiones de mayor substancia? ¡Ella, quesiempre había sido allí la puerca cenicienta! ¡Ella, que llegaba delcolegio con la cabeza llena de fantasías tentadoras y el pecho atestadode mortificantes deseos, y en todo cuanto la rodeaba veía recursos parasatisfacerlos, alas con que mecerse en los sonados espacios, llaves dehechizos con que abrirlas doradas puertas que guardaban los descifradosenigmas de su curiosidad insaciable!

Ocupaba un hermoso gabinete que se la había dispuesto ex profeso. Eracomo la leyenda, en colores y substancias, de su fresca juventud, conlos obligados atributos de inocencias, candores y misterios pudorosos.El arte y el cariño parecían haber trabajado con empeño en aquel nidofantástico. Tan elocuente y expresivo estaba todo allí, que casi seruborizaba de sí propia la jovenzuela al desnudarse para meterse en elcándido y esponjado lecho.

¡Lo que influye en los juicios y sentimientoshumanos el relumbrón del aparato escénico!...

Su madre no se hartaba de palparla, unas veces vestida, otras mediodesnuda; de medirla con ávidos ojos, de verla andar, y, aunque seca depalabra siempre, de prodigar, a su manera, elogios a su precozdesarrollo físico y moral, a la redondez de su cuello, a la tersura desu garganta, a la expresión maliciosa de sus ojos, a la frescura de suboca, a la esbeltez de su talle y a todas y a cada una de sus prendasesculturales. Era mucho más exigente con la modista para sus vestidosque para los propios, y la frase que más la halagaba en boca de susamigos, era la que envolvía un piropo para su hija. Llevábala a muchaspartes consigo, y se afanaba y desvivía para hacer cuanto antes, con ladebida solemnidad, su presentación en «el mundo».

El marqués no estaba menos admirado que su hija de esta transformaciónde sentimientos de su mujer. ¿En qué consistía? ¿Por qué, a medida queiba resignándose sin esfuerzo a quedarse sin el hijo, antes preferido,se aficionaba tanto a la hija, despreciada y aborrecida ayer?

«Dios me lo perdone—dicen en este pasaje los Apuntes

, si en elsupuesto me engaño, porque bien pudiera ser causa de mi juicio elrecuerdo de lo pasado; de aquel desdén, que rayaba en antipatía, con queempapó mi corazón, en una edad en que arraigan las impresiones para elresto de la vida; pero yo no vi nunca en las nuevas atenciones de mimadre uno solo de esos reflejos que llegan al alma y hacen latir al unísono dos corazones. Si me amaba, no sabía expresarlo, o yo eraincapaz de sentirlo. Esta es la verdad. Y

si sus actos no erandeterminados por el amor, había que suponerlos hijos de otro sentimientobien distinto. Autoriza a creerlo así el hecho de que todos los consejosque entonces me dio se dirigían a hacerme mujer elegante y distinguida;ni uno solo a hacerme honrada. A pesar de ello, no considero esta faltagravísima como signo de perversidad del alma. Esta falta y otras comoella, son, en determinadas gentes, obra de ciertas deficiencias, a vecesconstitutivas, a veces impuestas por la educación; falsas ideas que seadquieren de las cosas, por el modo erróneo de considerarlas. Elcorazón, al cabo, es una máquina que tiene en la cabeza el tornilloregulador de sus impulsos.»

Como su abuelo salía ya poco de casa, cuando no podía ir a la de sushijos, iba la nieta a visitarle. ¡Cuánto la agradecía estas visitas elpobre viejo!

—Es triste—la decía—vivir solo a esta edad y lleno de achaques. Todoel año es invierno para uno; todos los celajes obscuros; todas lasesperanzas negras, ¡muy negras!

Tú, que asomas ahora, hija mía, por laspuertas de la vida, y porque, comparándolo con lo poco que llevasandado, se te figura que es interminable el camino que te falta porandar, no te dejes seducir de esta ilusión. Porque es una ilusión, nadamás que una ilusión: créeme a mí. La vida es breve, muy breve; y si secomienza andando muy de prisa, se va por la posta. Cuando quierasfijarte en ello, tendrás la cabeza blanca y la cara llena de arrugas; yde allí ya no se retrocede ni con la fuerza de la desesperación: alcontrario, cuanto mayor sea el empeño, más irresistible es el empuje deltiempo, que no para jamás. Para que las canas y las arrugas no tesorprendan ni te espanten, no hay más que un remedio: andar con pies deplomo en la juventud, y acopiar algo de lo que fructifica durante ella,para que nos anime y conforte en las tristezas y soledades de la vejez.De todos estos acopios, ninguno tan importante ni eficaz como el de unaconciencia tranquila. ¡Si tú supieras el valor que tiene este consejopor ser mío!... Dígote todas estas cosas siempre que te veo, y aunque séque te aburren, porque no hay en tu casa quien te las diga. Tu padre...¡valiente padre está el tuyo! Tu madre... no quiero decirte ahora lo quepienso de tu madre. Por de pronto, Dios ha castigado sus injusticiascontigo, haciendo aborrecible cruz para ella lo que con tan locosextremos puso sobre su cabeza y aun por encima de todas las leyesdivinas y humanas... Por supuesto, que ese hijo se le muere, y se lemuere muy pronto, y ella lo sabe y se queda tan fresca. ¿Puedes túexplicar este contrasentido?

Yo

podría

si

quisiera;

pero

no

quiero,porque, al fin y al cabo, no estoy tan limpio como debiera estarlo, dela culpa de los estúpidos extremos de tus padres al nacer tu infelizhermano. ¡Ah, si yo hubiera tenido entonces un poco más de carácter y nome hubiera dejado vencer de ciertas debilidades!... En fin, ya no tieneremedio.

Lo mejor es que tu madre te mira ya con buenos ojos...

¡Puespodía no! ¡Caramba, cómo te vas redondeando, y qué guapísima estás!Vaya, que da gusto mirarte. ¡Chica más precoz y más...! Mira, cuandoentras por esas puertas, parece que asoma la primavera y que cantan lospajaritos en esta casa. ¡Si me sabrán a gloria tus visitas! ¡Dios te lopague, hija mía!

Y cuando llegaba aquí lloraba el pobre anciano, daba a su nieta unsonoro beso en la frente; y después, casi siempre la hacía un regalo.Ella le entretenía hasta hacerle reír con el relato de sus travesuras decolegiala, o con el de los recursos a que apelaba para templar lairacundia de su hermano, cada vez que, por obra de caridad, se acercabaa él; y así llegaba la hora de marcharse. Dábale el abuelo otro beso,recomendándola de nuevo que no echara en olvido sus advertencias; yentonces cala ella en la cuenta de que, a pesar de lo sanas que eran,por un oído le entraban y por otro le salían.

En una de estas ocasiones, o porque el abuelo se espontaneara algo más,o porque fueran más vivas las tentaciones de la curiosidad de su nieta,díjole ésta en crudo:

—Quiero saber lo que usted piensa de esas cosas de mamá. ¿Por qué metrataba antes tan mal, y me contempla y mima tanto ahora?

El abuelo, como quien se desprende de algo que molesta, respondió alpunto y sin titubear:

—Primeramente, tu madre está deseando que se le muera el hijo, porquela da demasiado que hacer y cada día le ve más enclenque, más feo y más imposible; y ella no soporta hijos así ni para eso.

—Corriente; pero bien podía hallar insoportable a mi hermano, y noquererme a mí tampoco.

—A ti, chiquilla, no te quiere ni pizca... lo que se llama querer cuando se trata de otra clase de madres. Lo que hay es que la hacesfalta: a su edad y con sus males, ya no puede esperar hijo más de sugusto, como cuando nació tu hermano; y como eres hermosa y expansiva ydiscreta, y prometes mucho para brillar en la carrera que ella estáterminando, ve en ti, con la supuesta obligación de acompañarte, unhermoso pretexto para no retirarse del mundo cuando más enamorada estáde él. En fin, que te necesita para pantalla de sus incurablesvanidades; y, como cosa suya, cuanto más hermosa sea la pantalla, mayores su deseo de lucirla. Si fueras fea y tonta, antes se retiraría elladel mundo que presentarse contigo en él. Por algo así desea que tuhermano se las líe cuanto antes.

—Triste sería eso, abuelito, si usted no se equivocara.

—Pues te aseguro que no me equivoco.

—Sin embargo, papá no está en el mismo caso que mamá, por lo que a mítoca, y tampoco quiere a mi hermano como le quería.

—Tu papá es un majadero a quien nunca le cupieron en la cabeza dosideas juntas. Desde que dejó de pensar en su hijo; en cuanto seconvenció de que no le servía para representar dignamente el papel de príncipe heredero de su augusta dinastía, se enamoró de los papelonesde político; y mientras esa farsa le preocupe, no se le dará un rábanoya porque, con el hijo espirante, se os lleven los demonios en una nochea ti y a tu madre..., sobre todo, si me llevan a mí también.

Aquí la nieta paralizó la lengua del desengañado abuelo, que tales cosasdecía, dándole, de pronto, un beso en cada mejilla, y despidiéndoseluego de él con una zalamería, de expresión tan confusa, que le dejódudando si era un embuste de su incredulidad despreocupada, o eldisimulo de una pesadumbre.