Un grito penetrante se le escapó a la pobre viuda; pero se dominó enseguida y estalló en una carcajada.
—¿Y ese grito?—murmuró la condesa estupefacta.
—Es de alegría, señora, de alegría—dijo Marta—. Ahora me podré casar,vos seréis libre y feliz, estaréis libre de todo pesar.
¡Ah, quésatisfecha estoy! Menos por mí que por vos, que sois mi buena y generosaseñora.
Engañada por estas halagadoras palabras, la condesa exclamó alegremente:
—Os creo, la victoria me ha causado a mí también una viva impresión.Desde que estoy cierta del triunfo, mi corazón se ha aliviado de un pesoenorme. Es un verdadero martirio verse abrumada durante muchos años poruna loca, que ha recibido de la naturaleza un carácter detestable, queno tiene más propósito que deshonrar mi nombre y arrancarme la vida.
—Sí, señora, es un martirio cruel para una madre verse obligada,después de tantos sufrimientos, a encerrar a su hija única en una casade sanidad.
—¡Qué queréis, Marta; cuando no hay más remedio!...
—¿Va ir lejos de aquí?
—Sí, bastante lejos.
—Cuanto más lejos, mejor será para vos y para mí... De esta modo habrámenos peligro de que el señor de Bergams descubra su paradero. ¿Laseñorita irá, sin duda, al extranjero?
—No me preguntéis eso—respondió la condesa visiblemente molestada porla curiosidad del aya—. Mathys ha ido esta mañana a hablar con ladirectora del convento y a anunciarle la llegada de Elena. Si regresaantes de la noche, podréis preguntarle lo que os interesa. Si cree quedebe decíroslo, está bien; pero yo le hecho prometer formalmente quecallaría el sitio adonde va a ser conducida Elena mañana.
—¡Ah! ¡mañana! ¡tan pronto!
—Mañana, a las diez en punto, vendrá a buscarla un coche de la ciudad.Estaremos ausentes.
—¿Estaremos ausentes durante mucho tiempo, señora? Porque tendré, porsupuesto, que preparar algunos equipajes, y llevar ropa para mí.
—Vos permaneceréis a mi lado, Marta.
—¿Y qué mujer acompañará entonces a vuestra hija?
—Ninguna, irá Mathys solamente. Ya está todo concluído y arreglado. Porotra parte, no es lejos, porque Mathys estará de regreso al díasiguiente. El sol se ha ocultado ya tras del bosque; id, Marta, avuestro cuarto y preparad las ropas de Elena. Haré que os lleven dentrode un momento un par de valijas y unas cajas de cartón. Ocupaos encolocar en ellas las cosas de mi hija, para no tener que apresurarosdemasiado mañana. Sed discreta, no digáis nada de lo que os he dicho...,y que la loca llore o grite, no os importe, dejadla que grite como si nola oyerais. Es la última vez que os molestará.
Marta salió de la sala con la sonrisa en los labios y murmurandopalabras de agradecimiento, pero así que estuvo sola las lágrimasbrotaron de sus ojos y se vió obligada a apoyarse en la barandilla de laescalera, porque sus piernas vacilantes se negaban a sostenerla.
En el primer piso se detuvo en medio del pasillo con el pecho jadeantepara que su espíritu tuviera tiempo de recogerse y su valor de templarsea fin de preparar a su hija contra el dolor de la separación, o deconsolarla con una falsa esperanza. Era una fatalidad implacable quepesaba sobre ella desde que había pisado a Orsdael; tenía que disimular,fingir, mentir siempre, lo mismo a su hija que a sus indignos verdugos.
Permaneció un momento inmóvil, absorta en sus sombríos pensamientos.Luego, de golpe, irguió la cabeza. En sus ojos negros brillaba unaespecie de altivez dolorosa y una especie de audacia amenazadora, comosi lanzara un reto a sus enemigos invisibles; sus facciones contraídasse distendieron de pronto, sin embargo, y su expresión se tornótranquila y paciente, al dirigirse a pasos lentos al cuarto de Elena;una suave serenidad iluminaba su rostro, y le dijo a la joven que searrojó desesperada a su cuello con los ojos llenos de lágrimas:
—Vamos, Elena, mi querida hija; no llores así. Tu desesperación no esrazonable. Lo que temes, no sucederá.
—¡Oh, Dios sea loado!—exclamó la joven con una risa nerviosa—. Teníarazón en confiar en vuestro maravilloso poder.
¿Habéis convencido a mimadre? ¿Ya no iré al convento?
¿Puedo quedarme con vos? ¡Oh! ¡Gracias,gracias, mi ángel bueno!
—Siéntate, Elena—dijo la viuda conduciéndola hasta una silla—, ytrata de escucharme con calma. El día toca a su fin: tengo que trabajartodavía y no me alcanza el tiempo para conversar largo rato contigo. Escosa resuelta que vayas al convento.
—¡Oh, Marta, mirad cómo tiemblo!
—Haces mal. Escucha lo que voy a decirte. Mañana a las diez, vendrá uncoche a buscarte... ¿Por qué te asustas tanto? No hay la menor razónpara ello. ¿Es acaso tan dulce y agradable la vida en este estrechocalabozo?
—Con vos, Marta, este obscuro cuarto es para mí un paraíso en latierra.
—Estarás seguramente mejor en el convento.
—¡Oh! Entonces, Marta, ¿vienes conmigo? Sí, sí, estoy contenta. ¡Sipudiera irme en seguida de este sitio en que he sufrido tanto!
—Es cierto, hija mía, pero seguramente no partiré en el mismo coche quetú y no me verás en todo el viaje... ¿Te pones pálida otra vez? Tratade dominar tu espanto.
—¡Por amor de Dios, no me engañéis, Marta!
—¿Cuándo os he engañado?
—¡Jamás!... ¡Jamás!... perdonadme esta duda. No sé lo que me pasa,tengo el corazón oprimido, apenas puedo respirar, tiemblo de pies acabeza; una voz secreta me dice que voy a perderos para siempre. ¡Antespreferiría morir, Marta, a no volveros a ver más!
La viuda, aunque su corazón sangraba cruelmente, dulcificó aún más lavoz y trató de calmar a la joven, asegurándole que no se separaría nuncade ella y que estaría siempre a su lado para quererla y protegerla. Porfin, cuando creyó haberlo conseguido agregó:
—Pues bien, Elena, ya que este viaje te asusta tanto, todavía creo quelo podré impedir. El intendente salió esta mañana y volverá tarde estanoche. Espiaré su vuelta e iré a verlo en su cuarto. Por medio de élquizá consiga que tu madre vuelva sobre su decisión. Si esta últimatentativa no da resultado, es preciso que demuestres que tienes valor yjuicio, y que no dificultes mi protección con tu debilidad. Sube alcoche, déjate conducir sin quejas ni resistencias; aunque tengas quepasar algunos días sin mí en el convento, soporta con paciencia estacorta ausencia, segura de que me tendrás pronta a tu lado, más abnegaday poderosa que antes. Es posible, Elena, que tus enemigos hayan queridoprepararte una existencia dolorosa en el convento, pero debes saber quetengo bastante amor y fuerzas para triunfar de su maldad.
Marta consiguió, por fin, fingiendo una confianza absoluta, dar a suhija el valor necesario. Elena prometió que haría el viaje sin quejarse,retemplada por la idea de que su protectora estaría presente en elmomento de la partida para alentarla y sostenerla.
Era tiempo de que la joven fuera a acostarse y tratara de descansardespués del golpe terrible que su corazón había recibido. Los consuelosy las predicciones del aya le habían hecho esperar que su existenciasería menos amarga en el convento que en el castillo de Orsdael.
La viuda salió después de abrazar tiernamente a Elena.
Apenas hubo Marta cerrado la puerta, la expresión de su rostro cambiópor completo. Las señales de espanto reaparecieron alrededor de suslabios, y sus ojos abiertos sondeaban los espacios con una especie deextravío, su propio pensamiento la arrastraba, y, sin embargo, era esemismo pensamiento el que, hacía un instante, le había inspirado el valorde arrojar a sus enemigos un victorioso reto. Ahora parecía vacilar yretroceder ante la ejecución, aunque la felicidad de su hija fuera elpremio de su audacia.
Su cuarto estaba casi a obscuras; el crepúsculo de la noche no permitíadistinguir los objetos, sino como formas grises...
De pronto lanzó un grito extraño; su resolución era ya inquebrantable.
—Soy madre—se dijo—; Dios me perdonará.
Corrió con precipitación febricitante hacia el cuarto del intendente, sedejó caer sobre la puerta, apoyó contra ella el hombro, se arqueó sobrelas piernas, contrajo los músculos para vencer el obstáculo de lacerradura. La puerta había sido sin duda mal cerrada, porque se abrió alprimer empuje. Un grito ronco salió de la garganta de la viudasemienloquecida. Saltó hacia el cofre de hierro, tanteó por todas partesla cerradura, la sacudió temblando y jadeando, bramó de desesperacióncuando comprendió que era imposible violentarla. Sin embargo, en aquelcofre había un objeto, un escrito cuya posesión hubiera comprado alprecio de su sangre. La libertad de su hija, su derecho de madre, sufelicidad, sólo estaban separados de sus manos trémulas, por lasdelgadas paredes de aquel cofre; ¡y tendría que dejarlo allí, querenunciar a toda esperanza y sucumbir bajo el peso de su impotencia!Pero no se dió por vencida aún. Acudió a la chimenea y tomó las pinzasde hierro.
Se arrojó al suelo delante del cofre, introdujo elinstrumento con una violencia insensata, entre la tapa y la cerradura,se apoyó con tal fuerza contra las tenazas, que las dobló, como sifueran de plomo. Sudaba copiosamente; jadeaba como si un gran peso leoprimiera el pecho; su corazón latía con furia. Nada, todo era inútil.
Por fin, hizo un último esfuerzo, rompió las tenazas, y Marta sintió conterror inexplicable que tenía sangre en las manos.
Recogió los pedazos del instrumento roto y corrió a su cuarto, cayendosin conocimiento en una silla.
Volvió en sí largo rato después. Primero se sintió desalentada y comoaniquilada por la fatiga; una nueva claridad iluminó su espíritu,comenzó a reflexionar, y a buscar en aquella necesidad extrema, si noexistía algún último medio de continuar su lucha contra el destino.
¿Despertaría su hija? ¿La vestiría apresuradamente y emprendería la fugacon ella a favor de la obscuridad? Pero, ¿a dónde iría? ¿No laperseguirían y muy luego darían con ella? La pondrían en la cárcel... Y,¿cuál sería la suerte de su pobre Elena? ¿Iría a hablar a la condesa, ledeclararía su nombre y reclamaría su derecho de madre sobre la joven? Nopodía probar ese derecho, la única prueba estaba en poder de susenemigos y a la menor sospecha destruirían infaliblemente esetestimonio.
¿Huiría sola del castillo? ¿Correría horas enteras a travésde los bosques, para invocar el socorro de Federico? ¿Quién le indicaríael camino? ¿Y qué podría hacer aquel joven más que ella?
La inutilidad de sus meditaciones le arrancaba penosos suspiros. Laatroz convicción de que la puerta de la casa de sanidad iba a cerrarsesobre su hija querida, le oprimía el corazón y hacía correr por todo sucuerpo un frío glacial.
Después de haber permanecido un rato inmóvil y como inerte, unainspiración brusca y misteriosa la hizo erguirse vivamente con un rayode alegría en los ojos.
—Sí—exclamó—, lo que voy a intentar sería culpable en otracircunstancia de mi vida, pero no me es dado escoger, debo salvar a todoprecio la vida de mi hija.
V
Eran las once de la noche cuando el coche en que viajaba el intendentellegó a todo galope por el camino que conducía al castillo y se detuvodelante de la puerta. Los caballos, fatigados por aquella rápidacarrera, estaban jadeantes y cubiertos de sudor. Mathys saltó al suelo yllamó; la puerta se abrió en seguida.
—Veo luz en la ventana. ¿La señora está despierta todavía?
—Sí, señor, os está esperando—le respondieron.
A la vez que refunfuñaba con singular vivacidad, abrió la puerta de lasala y, en vez de responder al saludo, al alegre saludo y las preguntaspremiosas de la condesa, se dejó caer en una silla exhalando un suspiro.
—¡Dios mío! ¿qué os pasa, mi buen Mathys?—exclamó la condesa—, ¡quésudoroso y pálido estáis!
—Dejadme respirar, dejadme reponer del susto mortal que he sentido.
—Hablad, os lo ruego. ¿Qué es lo que ha pasado? ¡Me hacéis temblar,Mathys!
—Es cosa de temblar, señora; he estado a punto de ser asesinado a unalegua de aquí.
—¡Asesinado! ¿Qué queréis decir?
—Os contaré eso mañana; pero no, ya veo que no tenéis compasión de miestado, y no me concederéis un minuto de reposo hasta que lo sepáistodo. Pues bien, he aquí en pocas palabras lo que me ha pasado. Cuandollegamos a la aldea en que vive
Federico
Bergams,
el
cochero
me
propusoque
atravesáramos el bosque de Muraster para acortar el camino. Yo noacepté porque la obscuridad es intensa, y confieso que no me gusta andarpor los caminos apartados, sobre todo de noche. Pero como ya era tarde ytenía ganas de encontrarme en mi cama, me dejé convencer por el cochero,y tomamos por el camino travieso. Todo marchó bien durante una hora.Pero tuvimos que pasar por un valle rodeado por todas partes por bosquesespesos.
Yo no me sentía a gusto porque la sombra era tal que no podíadistinguir ni al cochero ni a los caballos, y ya empezaba a pensar enaquel crimen cometido en ese sitio hace años, cuando de pronto oigo unsilbido agudo detrás de mí. Le grito al cochero que castigue a loscaballos; pero un silbido análogo se hace sentir por todas partes,delante y detrás de nosotros. Yo estaba más muerto que vivo y ya me veíarodeado de una banda de asesinos.
El cochero estaba quizá más asustadoque yo, quizá los caballos tuvieron conciencia del peligro, porque sepusieron a volar como el viento. Yo ya me felicitaba de que hubiéramosescapado, cuando tres o cuatro hombres salieron del bosque y nosgritaron que nos detuviéramos; pero algunos buenos fustazos despertaronel valor de los caballos. Uno de los bandidos invisibles hizo un disparode pistola y la bala pasó tan cerca de mis oídos, que todavía me siguenzumbando. Desde ese momento los caballos galoparon sin cesar hasta elcastillo. Son unos animales soberbios y el cochero debe ser muy hábil.No sé como no nos rompimos el pescuezo en esta carrera salvaje.
¡Ah!comienzo a tranquilizarme, pero necesito descansar, y os ruego que mepermitáis retirarme.
La condesa abrió la puerta de un armario y sacó una botella y una copa.
—Mi pobre Mathys—le dijo tomándole la mano—, vuestro susto debe habersido grande. Tomad, bebed una copa de vino de España, esto os repondrá.Ahora estáis en seguridad en el castillo, todo temor ha desaparecido. Osdejaría marchar a pesar de mi ardiente deseo de saber si habéisconseguido el objeto de vuestro viaje; pero no podéis iros a la cama tanagitado, y debéis darle a vuestro espíritu el tiempo necesario para quese calme.
Bebed un sorbo, os digo, esto os repondrá, mi buen amigo.
El intendente miró a la condesa con sorpresa; había en el timbre de suvoz y en su fisonomía algo tan suave y cariñoso, que no supo qué pensary se preguntó si no ocultaría alguna celada bajo aquella amabilidadextraordinaria. Supuso que la condesa había sido dominada por completopor sus amenazas de la víspera y que no le halagaba más que para impedirlas realizara en un momento de cólera.
—Vamos, Mathys—dijo la señora de Bruinsteen—, olvidad vuestraaventura de esta noche, y hacedme el favor de darme algunasexplicaciones sobre el resultado de vuestro viaje. ¿Le hablasteis a ladirectora de la casa de sanidad?
—Estuve cerca de una hora junto con ella.
—¿Aceptarán a Elena sin dificultad?
—Sin ninguna dificultad. La declaración del médico y vuestro pedido,eso es todo lo que pide.
—¡Por fin vamos a vernos libres de esa loca desnaturalizada!
¿Es cosasegura, Mathys, que se la vigilará con cuidado y que no se dejará quenadie se acerque a ella?
—Le he explicado a la directora que un joven interesado y codicioso lapersigue por su fortuna, y que ese cobarde seductor tratará de verla ole aconsejará por medio de cartas o de intermediarios que se escape dela casa. Se me ha tranquilizado a ese respecto. Puesto que norepararemos en los gastos, se le dará una guardiana severa que estarájunto con ella siempre, y dormirá en el mismo cuarto.
—¿Y no volverá a salir jamás de la casa de sanidad?
—Jamás, a menos que lo pidáis.
—¡Entonces, no tendrá que esperar poco!—dijo la condesa restregándoselas manos—. Puede estar segura de que no volverá a saber lo que es elcampo libre y el espacio azul. Se acabó, ahora que ha sido declaradaloca, y que va a ser encerrada para siempre, nadie se preocupará deella. El secreto de su nacimiento quedará encerrado en la casa desanidad. Yo me vuelvo curadora de su fortuna, y si muere, de fastidio ode enfermedad, heredaré, naturalmente, sus bienes, en calidad de madre.
Sí, sí, seréis inmensamente rica, y yo, que he sacrificado toda mi vidaen favor de vuestro bienestar y de vuestros intereses,
¿qué recompensatendré? Un puñado de oro, economizado sueldo a sueldo.
—¿Un puñado de dinero?—dijo la señora de Bruinsteen, riendo deincredulidad—. ¿Pensáis que no sé cuántas acciones de la deuda delEstado y cuántos títulos de empréstitos encerráis allá arriba, envuestra caja de hierro? Vamos, vamos, no os enojéis, mi buen Mathys, noos envidio de ningún modo vuestro tesoro. Ahora que hemos conseguido elfin de nuestra vida, quiero
demostraros
mi
agradecimiento
con
un
legadoconsiderable. El molino de agua de Lisck es una linda propiedad, ¿no escierto?
—El molino de agua—repitió el intendente—. ¿Y qué hay con eso?
—Es una linda granja, con quince cuadras de tierra gorda.
—En efecto, señora; ¿qué es lo que queréis decir?
—Que estoy decidida a regalaros ese molino, Mathys.
El intendente lanzó un grito de alegre sorpresa, y tomó entre las suyasla mano de la condesa.
—¡Ay, señora, qué generosa sois!—dijo—. Ahora ya no deploro todo loque he hecho por vos. ¿Me dais entonces el molino de agua con la granja?¿Irrevocablemente, en plena propiedad?
—Es decir—respondió la condesa—que tendréis el usufructo y gozaréisde los arriendos.
—Ya me parecía—dijo el intendente con amarga decepción.
—Sois injusto, Mathys—observó la señora de Bruinsteen—.
Hago todo loque puedo por disponer de ellos a mi antojo. Si muere, el molino de aguaserá vuestro; pero, mientras tanto, tenéis que contentaros con la rentay los réditos. Es una bonita renta anual.
—Sí, pero es revocable, señora, y no sé que estéis dispuesta a mi favorel año que viene; ¿y si se os ocurre casaros, ahora que la loca no osestorba el camino?
—No, no temáis nada, Mathys.
—¿Queréis, señora, que aprecie vuestro regalo y lo considere comorecompensa de los sacrificios que he hecho por vos?
—Ciertamente que sí.
—Pues entonces, dadme un escrito de vuestra mano.
—¿Qué escrito?—murmuró inquieta la condesa—. ¿Un escrito de mi mano?
—Es fácil de comprender, señora; un vale por una suma de dinerobastante considerable para compensar el valor del molino de agua y de lagranja. Sólo entonces le daré realmente las gracias.
—Pero—dijo la condesa con cólera mal contenida—, si la casualidadhiciera que yo no heredase los bienes de Elena, seguiría siendo, sinembargo, vuestra deudora. Ya me habéis hecho vuestra esclava exigiéndomeun primer escrito. No me he de poner por segunda vez bajo vuestradependencia.
Mathys se levantó para retirarse y repitió con amarga sonrisa:
—Está bien, señora. Vuestra extraña amabilidad, vuestro lenguajehalagüeño me hacían prever que queríais engañarme.
Cuál puede servuestra intención secreta lo ignoro, pero creedme, jugáis una partidapeligrosa. La loca partirá mañana, pero todo no ha concluído por eso.Ya sabéis que aunque Elena estuviera encerrada varios años, me bastaríadecir una palabra para libertarla a ella y sumiros a vos en la pobreza.
—Pero, mi querido Mathys, os equivocáis; yo no tengo ningún propósitosecreto—dijo la condesa con tono suave y humilde—.
Mi único proyectoera recompensar vuestra abnegación, y creía que os causaría placer estanoticia. No desconfiéis de mí, os lo ruego; el molino de agua serávuestro, si no es ahora, será más adelante. Hablaremos más detenidamentede este asunto cuando volváis del convento, y estad seguro que os dejarésatisfecho, aunque tenga que daros otra vez mi firma. Id a descansarahora, mi buen amigo; mañana tendréis que partir bastante temprano.Tomad esta lámpara. Que paséis buena noche. Dormid tranquilo, Mathys;vais a quedar sorprendido de mi generosidad.
El intendente salió de la sala refunfuñando. Subió lentamente laescalera, reflexionando sobre la amable sorpresa que le había hecho lacondesa, y su modo astuto de ofrecerle con mucho énfasis una donaciónque podía retirarle al día siguiente. ¿Qué hábil maniobra ocultabaaquello? ¿Quería la señora de Bruinsteen tenderle una celada? ¿Buscabaalgún medio de impedir su casamiento con Marta? ¿Cómo sabía la condesaque poseía títulos de renta? ¿Quién le había dicho que sus papelesestaban encerrados en el cofre de hierro?
Se aproximó a su cuarto pensativo y desconfiado. Cuando fué a poner lallave en la cerradura, la puerta se abrió sola. Esto le sorprendió y sedetuvo inquieto. ¿Se habría olvidado de echar la llave al salir? ¿Habíaentrado alguno en su cuarto durante su ausencia? Iba a darse cuenta deello.
De pronto se estremeció y volvió la cabeza; era un ruido de pasos que sedeslizaba en el piso.
—¿Sois vos, Marta?—dijo—. ¡Cómo! ¿Todavía estáis en pie?
Son cercade las doce. ¿Queríais hablarme antes de acostaros? Os agradezco esabenévola atención, querida amiga.
Pero la viuda se colocó misteriosamente el índice sobre los labios, ymientras él la miraba estupefacto, ella le tomó el brazo derecho y lecondujo silenciosamente al fondo de la pieza, le indicó una silla y sesentó a su lado, junto a la mesa.
—¿Qué significa este silencio y este aire de misterio? Me hacéistemblar.
—Hablad despacio, que nadie nos oiga—dijo Marta con voz sofocada—. Ungran peligro pende de vuestra cabeza. Vuestros enemigos han tendido unacelada a vuestros pies y de antemano celebran vuestra pérdida...Respondedme, Mathys, y no os sorprendáis de mis preguntas. ¿Es ciertoque una vez cometisteis una acción que podría entregaros, a la menorindiscreción, a la justicia?
El intendente murmuró algunas palabras confusas, como si nocomprendiera bien lo que se le preguntaba.
—¡Quiera Dios que me hayan engañado!—prosiguió Marta—.
¡Oh Mathys,hoy he sabido cosas atroces! Durante toda la tarde he reflexionado en lapenosa situación con que me amenaza esa inesperada revelación. Mepregunto con inquietud si puedo ser la esposa de un hombre a quienacusan de haber cometido un crimen.
—¡Cómo! ¿qué decís?—exclamó el intendente palideciendo—
. ¿Un crimen?¿Y os referís a mí?
—¡Chito! ¡chito! dejadme proseguir. Manteneos tranquilo y escuchadmehasta el fin; la felicidad de toda vuestra vida, quizá dependa devuestra sangre fría... Después de pensarlo bien, me acordé del afectoque me tenéis; la gratitud y la compasión vencieron, y he pensado quesois sin duda víctima de personas perversas que quieren librarse de untestigo inocente, mediante alguna cobarde traición.
—No os comprendo—balbuceó el intendente.
—Puede ser que, en efecto, no me comprendáis. Hablaré más claro, perodadme antes vuestra palabra de que vais a dominar vuestra indignación, ya no salir de esta pieza hasta que yo os lo permita. Si no os conservaisdueño de vos, os perderéis irremisiblemente.
—Os prometo, Marta, conservar mi sangre fría.
—¿Y hablar en voz baja?
—Muy baja.
—Si tomo estas precauciones, Mathys, es solamente para preservaros deun gran peligro. No podré, sin duda, ser vuestra mujer; pero me habéisdemostrado afecto, y quiero demostraros, al menos, que soy agradecida.
—¿Que no podréis ser mi mujer? ¡Oh! os juro, Marta, que me hancalumniado.
—Yo así lo creo, señor, y me lo va a demostrar la sinceridad devuestras palabras. Os ruego, Mathys, que, para bien vuestro, no meocultéis la verdad.
—Pero hablad claramente; ¿qué es lo que queréis saber?
Aproximándose a él, la viuda le preguntó con voz contenida:
—Decidme, Mathys, ¿Elena es realmente hija de la señora de Bruinsteen?
Al oír esta pregunta, Mathys pareció haberse vuelto mudo; sin embargo,después de un rato de silencio, respondió tratando de sonreír:
—Yo lo creo por lo menos; ¿de quién sería, si no, la hija?
—Eso no está bien, señor—dijo Marta con un tono de triste reproche—.Yo trato de obtener la consoladora convicción de que he sido engañada, alo menos respecto a la parte que habéis tomado en ella; pero si osparece que debéis fingir conmigo, me es imposible protegeros y tengoque abandonaros a la muerte atroz que os amenaza. No penséis en nuestrocasamiento: ¿cómo podría resolverme a llevar un nombre que hoy o mañanapuede ser deshonrado por una sentencia infamante?
—¡Dios mío! ¿qué decís?—balbuceó el intendente espantado por laspalabras de Marta, pero retrocediendo ante la revelación que ella lequería arrancar—. Os he prometido confiar ciertos secretos así queestemos casados. ¿Por qué no esperáis ese momento para interrogarme?
—Porque ese momento no llegará, si no obtengo de vuestra boca toda laverdad.
—Decidme de qué se me acusa y veré si puedo responder ahora con enterafranqueza.
Marta pareció ofendida por aquella resistencia y permaneció algunosminutos muda. Después dijo, como adoptando una brusca resolución:
—Elena no es la hija de la señora Bruinsteen; es hija de un oficial dehúsares, y tuvo como nodriza una campesina, en Elterbeck, cerca deBruselas...
—¡Dios mío! ¿quién os ha dicho eso?
—Lo sabréis si por vuestra parte me demostráis alguna confianza. Vamos,respondedme: ¿Elena es hija de la condesa de Bruinsteen, sí o no?
—Pues bien, no—suspiró Mathys como si aquella confesión le hubieraatemorizado.
Marta dejó escapar un grito de alivio; porque bien que no hubiese dudadode que la joven era su hija, la confirmación de esa creencia la llenó deuna alegría infinita. Pero, como viera que el intendente la mirara condesconfianza, prosiguió con acento más tranquilo:
—¡Ah, Mathys, qué feliz me hace esta prueba de vuestra sinceridad! Ellame permite esperar que os hayan acusado injustamente. Se pretende quevos robasteis a esa niña y la trajisteis a casa del conde de Bruinsteensin que él ni la condesa supieran nada de antemano.
—¡Mentira, calumnia!—exclamó el intendente.