La Novela de un Joven Pobre by Octave Feuillet - HTML preview

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Y sumergió afectuosamente su mano en la espesa piel del Terranova, queparado sobre las patas de atrás, alargaba ya su formidable cabeza,entre mi plato y el de la señorita Margarita.

No pude menos de observarcon nuevo interés la fisonomía de esta mujer, y buscar en ella lossignos exteriores de la poca sensibilidad de alma de que al parecer haceprofesión. La señorita Laroque, que me pareció muy alta, sólo debe estaapariencia al carácter amplio y perfectamente armonioso de su belleza.Es en realidad de una estatura ordinaria; su rostro, de un óvalo algoredondeado, y su cuello, de una postura delicada y arrogante, estáncubiertos ligeramente por un tinte propio de las hijas de Bretaña. Sucabellera que señala sobre su frente un espeso relieve, arroja á cadamovimiento de su cabeza reflejos ondulosos y azulados; su delicada narizparece copiada sobre el divino modelo de una madona romana, y esculpidaen nácar viviente. Debajo de sus ojos grandes, profundos y pensativos,el color algo tostado de sus mejillas, es matizado por una especie deaureola más bronceada, que parece una traza proyectada por la sombra delas pestañas y como quemada por el rayo ardiente de la mirada.Difícilmente podría retratar la dulzura soberana de la sonrisa, queviene por intervalos, á animar esta bella fisonomía y á atemperar por nosé qué contracción graciosa el brillo de sus grandes ojos. Ciertamente,la diosa misma de la poesía, del sueño y de los mundos encantados,podía presentarse atrevidamente á los homenajes de los mortales bajo laforma de esta niña que sólo ama á su perro. La naturaleza, en susproducciones más escogidas, nos presenta á menudo estas cruelesmistificaciones.

Por otra parte, esto me importa muy poco. Comprendo perfectamente queestoy destinado á jugar en la imaginación de la señorita Margarita elpapel que podría representar en ella un negro, objeto, como se sabe, muypoco seductor para las criollas.

Por mi parte me jacto de ser tanorgulloso como la señorita Margarita; el más imposible de los amorespara mí, sería aquel que me expusiera á la sospecha de intriga éinterés. No pienso tampoco tener que armarme de una gran fuerza moralcontra un peligro que no me parece verosímil, pues la belleza de laseñorita Laroque es de aquellas que despiertan más la contemplación delartista que un sentimiento de naturaleza más humano y más tierno.

Entretanto, sobre el nombre de Mervyn, que la señorita Margarita habíadado á su guardia de Corps, mi vecina de la izquierda, la señoritaHelouin, se lanzó á toda vela en el cielo de Arturo, y quiso enseñarmeque Mervyn era el nombre auténtico del célebre encantador que el vulgollama Merlín. Desde los caballeros de la mesa redonda se remontó hastalos tiempos de César y vi desfilar ante mí, en procesión prolija, todala jerarquía de los druidas, de los bardos y de los vates; después de locual caímos fatalmente de menhir en dolmen y de galgul en cromlech[1].

Mientras que me extraviaba en las selvas célticas, siguiendo los pasosde la señorita Helouin, á la que no falta sino un poco de gordura paraser una druidesa muy pasable, la viuda del agente de cambio, colocadacerca de nosotros, hacía resonar los ecos de una queja continua ymonótona como la de un ciego; se habían olvidado de ponerle sucalentador, se le servía un potaje frío, se le presentaban huesosdescarnados; ved ahí cómo se la trataba.

Por lo demás, ella estabahabituada.

—Es triste ser pobre, muy triste. ¡Desearía más bien morir!

Sí,doctor—decía, dirigiéndose á su vecino, que parecía escuchar susquejas con una afectación de interés un tanto irónico;—sí, doctor, noes broma: querría más bien haber muerto. Sería una carga menos paratodos. Además, piense, doctor. ¡Cuando se ha estado en mi posición,cuando uno ha comido en vajilla de plata con sus armas... verse reducidaá la caridad y á ser el juguete de los criados! No se sabe todo lo queyo sufro en esta casa ni se sabrá jamás. Cuando uno tiene orgullo, sufresin quejarse; es por esto que me callo, aunque no deje de pensarlo.

—Eso es, mi querida señora—dijo el doctor, que se llama, según creo,Desmarets;—no hablemos más de eso; beba refrescos, que la calmarán.

—¡Nada, nada me calmará, doctor, sino la muerte!

—¡Pues bien, señora, cuando guste!—replicó resueltamente el doctor.

En una región más central, la atención de los convidados estabamonopolizada por el palabreo insubstancial, cáustico y fanfarrón de unpersonaje, á quien oí llamar el señor de Bevallan, que goza, al parecer,de los derechos de una particular intimidad.

Es un hombre bastante alto,de una juventud madura, y cuya cabeza recuerda bastante fielmente eltipo del rey Francisco I. Se le escucha como á un oráculo, y aun laseñorita Laroque le concede todo el interés y admiración que parececapaz de concebir aún por las cosas de este mundo.

En cuanto á mí, como la mayor parte de las agudezas que oía aplaudir, sereferían á anécdotas locales y á chismografía de aldea, no he podidoapreciar hasta aquí sino incompletamente el mérito de este leónarmórico.

Tuve, sin embargo, que congratularme de su urbanidad: me ofreció uncigarro después de comer y me llevó al retrete de fumar. Al mismo tiempohacía los honores á tres ó cuatro jóvenes apenas salidos de laadolescencia, que lo miraban evidentemente como un modelo de bellasmaneras y de exquisita pillería.

—¡Y bien, Bevallan!—dijo uno de los jóvenes—¿no renuncia usted, pues,á la sacerdotisa del sol?

—¡Jamás!—respondió el señor de Bevallan.—Esperaré diez meses, diezaños, si es preciso; ¡pero ó la poseeré yo ó nadie!

—Es usted afortunado, viejo bribón; la institutriz le ayudará á tenerpaciencia.

—Debo cortarle la lengua ó las orejas, Arturo—dijo á media voz elseñor de Bevallan avanzando hacia su interlocutor, y haciéndole unarápida seña para que notara mi presencia.

Se pasó entonces en revista, en una encantadora mezcolanza, todos loscaballos, todos los perros y todas las damas de la comarca. Entreparéntesis, sería de desear que las mujeres pudiesen asistirsecretamente una vez en su vida á una de esas conversaciones que tienenlugar entre hombres en la primera efusión que sigue á una abundantecomida; allí hallarían la medida exacta de la delicadeza de nuestrascostumbres y de la confianza que ella debe inspirarlas. Por lo demás, yono me jacto de gazmoñería; pero la conversación de que era testigo,tenía, según mi opinión, la grave falta de ultrapasar los límites de labroma más libre; todo lo tocaba al pasar, lo ultrajaba todo alegremente,y tomaba, en fin, un carácter muy gratuito de universal profanación.Luego mi educación, muy incompleta sin duda, me ha dejado en el corazónun fondo de respeto, que me parece debe ser reservado en medio de lasmás vivas expansiones del buen humor. Entretanto, tenemos hoy en Franciaá nuestra joven América, que no está contenta sino blasfema un pocodespués de haber bebido; tenemos amables pichones de bandido, esperanzasdel porvenir, que no han tenido padre ni madre, que no tienen patria,que tampoco tienen Dios, pero que parecen el producto bruto de algunamáquina sin entrañas y sin alma, que los ha depositado fortuitamentesobre este globo, para que le sirvan de mediocre ornamento.

En resumen, el señor de Bevallan, que no teme instituirse profesorcínico de estos calaveras sin barba, no me ha gustado, ni pienso haberleagradado tampoco. Protesté un poco de fatiga y me retiré.

A mi llamamiento, el viejo Alain tomó una linterna y me guió á travésdel parque hacia la habitación que me estaba destinada.

Después dealgunos minutos de marcha, atravesamos un puente de madera echado sobreun río y nos hallamos delante de una puerta maciza y ogival abierta enuna especie de torre y flanqueada por dos torrecillas. Era esta laentrada del antiguo castillo. Robles y abetos seculares forman,alrededor de estos despojos feudales, un cerco misterioso que les da unaire de profundo retiro. En estas ruinas es donde debo habitar.

Midepartamento compuesto de tres piezas, elegantemente tapizadas de azul,se prolonga encima de la puerta de una torrecilla á la otra. Estamelancólica morada no deja de agradarme; ella conviene con mi fortuna.Apenas me vi libre del viejo Alain, que es de genio un poco noticiero,me puse á escribir el relato de este importante día, interrumpiéndomepor intervalos para escuchar el murmullo bastante dulce del pequeño ríoque corre bajo mis ventanas, y el grito del tradicional mochuelo, quecelebra en sus vecinos bosques sus tristes amores.

1.º de julio.

Ya es tiempo de que trate de desenredar el hilo de mi existenciapersonal é íntima, perdido desde hace dos meses, en medio de las activasobligaciones de mi cargo.

Al día siguiente de mi llegada, después de haber estudiado en mi retiro,durante algunas horas, los papeles y registros del padre Hivart, como sellama aquí á mi predecesor, fuí á almorzar al castillo, donde no hallémás que una pequeña parte de los huéspedes de la víspera. La señora deLaroque, que ha vivido en París antes que la salud de su suegro lahubiese condenado á un eterno veraneo, conserva fielmente en su retiroel gusto por los intereses elevados, elegantes ó frívolos, de que elarroyo de la calle de Bac era el espejo, en tiempos del turbante de laseñora Stäel. Parece, además, haber visitado la mayor parte de lasgrandes ciudades de Europa, y adquirido conocimientos literarios quepasan la medida común de la erudición parisiense.

Recibe muchos diarios y revistas, y se aplica á seguir, tanto como le esposible á la distancia en que se encuentra, el movimiento de esacivilización refinada, de que los teatros, los museos y los librosrecién publicados son las flores y los frutos más ó menos efímeros.Durante el almuerzo se habló de una ópera nueva, y la señora de Laroquedirigió sobre este asunto, al señor de Bevallan, una pregunta á que nosupo responder, aun cuando siempre tenga, si ha de creérsele, un pie yun ojo en el Bulevar de los Italianos. La señora de Laroque se dirigióentonces hacia mí, manifestando en su aire de distracción la pocaesperanza que tenía de hallar á su encargado de negocios muy alcorriente de estas cosas; pero precisa y desgraciadamente, son lasúnicas que conozco. Había oído en Italia la ópera que acababa de darseen Francia por la primera vez. La reserva misma de mis respuestas,despertó la curiosidad de la señora de Laroque, que me oprimía ápreguntas, y que se dignó muy luego comunicarme ella misma, susimpresiones, sus recuerdos y sus entusiasmos de viaje. No tardamos enrecorrer como camaradas, los teatros y las galerías más célebres delcontinente, y nuestra conversación, cuando dejamos la mesa, era tananimada, que mi interlocutora para no romper su curso, tomó mi brazo,sin pensarlo. Fuimos á continuar en el salón nuestras simpáticasefusiones, olvidando la señora de Laroque, cada vez más, el tono debenévola protección, que hasta entonces me había chocado en suconversación particular conmigo.

Me confesó, que el demonio del teatro la atormentaba en alto grado, yque meditaba hacer representar comedias en el castillo.

Me pidióconsejos sobre la organización de esta diversión. Yo le hablé entonces,con detalles, de las comedias caseras, que había tenido ocasión de veren París y en San Petersburgo; luego no queriendo abusar de mi favor, melevanté bruscamente, declarando que pretendía inaugurar sin demora misfunciones, por la exploración de un gran cortijo situado á dos leguasescasas del castillo. A esta declaración, la señora de Laroque pareciósúbitamente consternada; me miró, se agitó entre sus almohadillas,aproximó sus manos al brasero, y me dijo á media voz:

—¡Ah! ¿qué importa eso? vaya, déjelo usted.

Y como yo insistiese:

—¡Pero, Dios mío!—agregó, con un gracioso ademán,—¡mire usted que loscaminos están espantosos!... Espere al menos la buena estación.

—No, señora—le dije riendo,—no esperaré ni un minuto; ó soyintendente ó no lo soy.

—Señora—dijo el viejo Alain, que se hallaba allí,—se podríaenganchar para el señor Odiot el carricoche del padre Hivart; no tieneelásticos, pero por lo mismo es más sólido.

La señora de Laroque confundió con una mirada fulminante al desgraciadoAlain, que osaba proponer á un intendente de mi especie, que habíaasistido á un espectáculo en casa de la gran duquesa Elena, elcarricoche del padre Hivart.

—¿La americana no pasaría por el camino?—preguntó.

—¿La americana, señora? No, á fe mía. No hay riesgo de que pase—dijoAlain,—y si pasa no será entera... y aun así, creo que no pasará.

Protesté que iría perfectamente á pie.

—No, no, es imposible, yo no lo quiero. Veamos... tenemos una mediadocena de caballos de silla que no hacen nada... pero probablemente nomontará usted á caballo.

—Le pido perdón, señora; pero es verdaderamente inútil, voy...

—Alain, haga ensillar un caballo para el señor... Dí tú cuál,Margarita.

—Dele á Proserpina—murmuró el señor de Bevallan, riendo en mis barbas.

—¡No, á Proserpina no!—exclamó vivamente la señorita Margarita.

—¿Por qué no Proserpina, señorita?—le dije yo entonces.

—Porque lo arrojaría á tierra—me respondió rotundamente la joven.

—¡Oh! ¿cómo es eso? Perdóneme; ¿quiere usted permitirme que lepregunte, señorita, si monta usted ese animal?

—Sí, señor, pero con dificultad.

—¡Pues bien! puede ser que ella sea menor cuando lo haya yo montado unaó dos veces. Esto me decide. Haga usted ensillar á Proserpina, Alain.

La señorita Margarita frunció sus negras cejas y se sentó haciendo unsigno con la mano, como para rechazar toda responsabilidad, en lacatástrofe inminente que preveía.

—Si necesita usted espuelas, tengo un par á su servicio—

agregóentonces el señor de Bevallan que decididamente pretendía que yo novolviese.

Sin notar, al parecer, la mirada de reproche que la señorita Margaritadirigió al obsequioso gentil hombre, acepté sus espuelas. Cinco minutosdespués, un ruido de pisadas desordenadas anunciaba la aproximación deProserpina que traían trabajosamente al pie de la escalera del jardínreservado, y que era, entre paréntesis, una yegua muy bella mestiza,negra como el azabache. Bajé al punto la escalera. Algunos jóvenes,encabezados por Bevallan salieron al terrado, por humanidad según creo,y se abrieron al mismo tiempo las tres ventanas del salón para lasmujeres y los ancianos. Habríame pasado de buena gana sin todo esteaparato, pero en fin, me resigné, y por otra parte no tenía muchainquietud sobre las consecuencias de la aventura, pues si bien soy unnovel intendente, soy un antiguo jinete. Apenas caminaba, cuando mipadre me había ya plantado sobre un caballo, con gran desesperación demi madre, y después, no desdeñó ningún cuidado, para hacerme su igual eneste arte en que él sobresalía.

Había llevado mi educación en este puntohasta el refinamiento, haciéndome vestir muchas veces viejas y pesadasarmaduras de familia para que realizara con más facilidad los ejerciciosde equitación que me enseñaba. Entretanto, Proserpina me dejó desenredarlas riendas y aun tocar su pescuezo sin dar la menor señal deirritación, pero no bien sintió mi pie sobre el estribo, se tendió á unlado bruscamente, tirando tres ó cuatro soberbias coces por encima delas macetas de mármol que adornan la escalera, se paró en dos patashaciéndose la graciosa y batiendo el aire con sus manos; luego reposóestremeciéndose.

—Difícil para montar—me dijo un criado de caballeriza, guiñando elojo.

—Lo veo, muchacho, pero voy á sorprenderla, mira.—En el mismo instanteme senté en la silla sin tocar el estribo, y en tanto que Proserpinareflexionaba en lo que sucedía, me afirmé sólidamente. Un instantedespués desaparecíamos á galope corto por la avenida de los castaños,seguidos por el ruido de algunos aplausos, que el señor de Bevallan tuvola buena inspiración de comenzar.

Este incidente, por insignificante que fuese, no dejó, como pude notarloesa misma noche, de realzar mi crédito en la opinión. Algunos otrostalentos del mismo valor, de que mi educación me ha provisto, hanacabado de asegurarme aquí toda la importancia que deseaba, y que debegarantizar mi dignidad personal. Por lo demás, se ve muy bien que nopretendo de ningún modo abusar de los agasajos y atenciones de que puedoser objeto para usurpar en el castillo un papel poco conforme á lasmodestas funciones que desempeño. Enciérrome en mi torre tan á menudocomo puedo, sin faltar formalmente á las conveniencias: en una palabra,me mantengo estrictamente en mi lugar, á fin de que nadie tenga quevolverme á él.

Algunos días después de mi llegada, asistí á una de esas comidas deceremonia, que en esta estación son aquí casi cotidianas; oí que minombre fué pronunciado en tono interrogativo por el gordo subprefecto dela pequeña ciudad vecina, que estaba sentado á la derecha de la damacastellana. La señora de Laroque que padece de frecuentes distracciones,olvidó que yo no estaba lejos de ella, y de buena ó de mala gana, noperdí una sola palabra de su respuesta.

—¡Dios mío! no me hable usted de ello; hay en eso un misterioinconcebible... Nosotros pensamos que es algún príncipe disfrazado...Hay tantos que corren el mundo por humorada... Este posee todos lostalentos imaginables: monta á caballo, toca el piano y dibuja, todo deuna manera admirable...

Entre nosotros, mi querido subprefecto, creo quees un pésimo intendente, pero indudablemente, es un hombre muyagradable.

El subprefecto que es también hombre agradable, ó que, al menos creeserlo, lo que viene á ser lo mismo para su satisfacción personal, dijoentonces graciosamente, acariciando con una mano gordinflona susespléndidas patillas, que había en el castillo muchos ojos bastantebellos para explicar tantos misterios; que sospechaba mucho que elintendente fuese un pretendiente, y que además el amor era padrelegítimo de la locura é intendente natural de las desgracias...Cambiando de tono repentinamente:

—Sobre todo, señora—agregó,—si usted tiene la menor inquietud conrespecto á ese individuo, le haré interrogar mañana mismo, por el cabode la gendarmería.

La señora de Laroque clamó contra este exceso de celo galante, y laconversación, en lo que á mí concernía, no fué más lejos, pero me dejómuy picado, no contra el subprefecto, que por el contrario me gustabamuchísimo, sino contra la señora de Laroque, que haciendo á miscualidades privadas una excesiva justicia, no me había parecidosuficientemente penetrada de mi mérito oficial.

La casualidad quiso que tuviese al día siguiente que renovar laescritura de un arriendo considerable. Esta operación se negociaba conun paisano viejo y muy astuto, á quien, sin embargo,

conseguí

ofuscarcon

algunos

términos

de

jurisprudencia, diestramente combinados con lasreservas de una prudente diplomacia. Arregladas nuestras convenciones,el buen hombre colocó tranquilamente sobre mi escritorio, tres paquetesde piezas de oro. Si bien la significación de esta entrega, que no se medebía, me era del todo incomprensible, me guardé

de

mostrar

una

sorpresainconsiderada;

pero

desenvolviendo los paquetes, me aseguré por mediode algunas preguntas indirectas, que esta suma constituía las arras delarrendamiento, ó en otros términos la gabela que tienen por costumbrelos arrendatarios ceder al propietario en cada renovación de contrato.Yo no había pensado en reclamar tal cosa, no habiendo hallado menciónalguna de ella en los contratos anteriores, redactados por mi hábilpredecesor, y que me servían de modelo. No saqué por el momento ningunaconclusión de esta circunstancia, pero cuando fuí á entregar á la señorade Laroque este don de fausto advenimiento, su sorpresa me asombró.

—¿Qué significa esto?—me dijo.

Le expliqué la naturaleza de esta gratificación. Me la hizo repetir.

—¿Y es esta la costumbre?—agregó.

—Sí, señora, toda vez que se consiente en un nuevo contrato.

—Pero ha habido en treinta años, según creo, más de diez contratosrenovados... ¿Cómo es que no hemos oído hablar jamás de semejante cosa?

—No sabré decírselo, señora.

La señora de Laroque cayó en un abismo de reflexiones, en cuyo fondo, esprobable hallara la sombra venerable del padre Hivart; después alzandoligeramente los hombros, fijó su mirada en mí, luego sobre las piezasde oro, una vez más sobre mí, y apareció perpleja. En fin,arrellanándose en su butaca y suspirando profundamente, me dijo con unasimplicidad de que le estoy agradecido:

—Está bien, señor: le doy mil gracias.

Este rasgo de grosera probidad, por el cual la señora de Laroque tuvo elbuen gusto de no cumplimentarme, no dejó por eso de hacerle concebir unagran idea de la capacidad y de las virtudes de su intendente. Pudejuzgarlo algunos días después. Su hija le leía la relación de un viajeal polo en que se hablaba de un pájaro extraordinario, qui ne volepas.

—Mira—dijo—es como mi intendente.

Espero firmemente haberme adquirido, desde entonces, por el cuidadosevero con que me ocupo de la tarea que he aceptado, títulos á unaconsideración de género menos negativo. El señor Laubepin, cuando fuírecientemente á París, para abrazar á mi hermana, me agradeció con unaviva sensibilidad el honor que hacía á los compromisos que por mí habíacontraído.

—Valor, Máximo—me dijo:—dotaremos á Elena. La pobre niña no careceráde nada, por decirlo así. Y en cuanto á usted, querido amigo, no tengapesares, créame: posee usted en sí mismo lo que más se parece á lafelicidad en este mundo, y gracias al Cielo, creo que siempre loposeerá: la paz de la conciencia y la varonil serenidad de una almaconsagrada al deber.

Este anciano tiene razón, sin duda alguna. Estoy tranquilo y sinembargo, no me siento dichoso. Hay en mi alma, que no está aún sazonadapara los austeros goces del sacrificio, arranques impetuosos de juventudy desesperación. Mi vida consagrada y sacrificada sin reserva á otravida más débil y querida, no me pertenece: no tiene porvenir, está en unclaustro, encerrada para siempre. Mi corazón no debe latir, mi cabeza nodebe pensar sino por cuenta ajena. En fin, que Elena sea dichosa. Lavejez se aproxima: ¡que venga pronto! Yo la imploro: su hielo ayudará mivalor.

No podría quejarme, además, de una situación que en suma ha engañado mismás penosas aprensiones, y que aun ha ultrapasado mis mejoresesperanzas. Mi trabajo, mis viajes frecuentes á los vecinosdepartamentos, mi afición á la soledad, me tienen á menudo alejado delcastillo, cuyas reuniones bulliciosas huyo sobre todo. Puede muy bienque la amistosa acogida que hallo en él, sea debida en gran parte á lopoco que me prodigo. La señora de Laroque, sobre todo, me profesa unaverdadera afección; me toma por confidente de sus extravagantes y muysinceras manías de pobreza, de sacrificio y abnegación

poética

queforman,

con

sus

multiplicadas

precauciones de criolla frívola, unsingular contraste. Tan pronto envidia á las bohemias cargadas de hijos,que arrastran por las calles una miserable carreta, y cuecen su comidaal abrigo de los cercados, como á las hermanas de la caridad, como á lascantineras, cuyas heroicidades ambiciona.

En fin, no cesa de reprochar al finado señor Laroque, hijo, su admirablesalud que jamás permitió á su mujer desplegar las cualidades deenfermera, de que rebosa su corazón. Entretanto, ha tenido, en estosúltimos días, la idea de agregar á su sillón una especie de nicho enforma de garita, para resguardarse de los vientos

colados.

La

hallé,mañanas

pasadas,

instalada

triunfalmente en esta especie de kiosco en elque espera dulcemente el martirio.

Casi otro tanto puedo decir de los demás habitantes del castillo. Laseñorita Margarita, siempre sumergida como una esfinge nubia en algúnsueño desconocido, condesciende sin embargo, en repetir bondadosamentelas piezas de mi predilección. Tiene una voz de contralto admirable, dela que se sirve con arte consumado; pero al mismo tiempo con una dejadezy una frialdad que podrían creerse calculadas. En efecto, suele sucederque, por distracción, deja escapar de sus labios acentos apasionados;pero al punto parece humillada, y como avergonzada de este olvido de sucarácter ó de su papel, y se apresura á entrar de nuevo en los límitesde una helada corrección.

Algunas partidas de cientos que he tenido la fácil galantería deperder con el señor Laroque, me han conciliado los favores del pobreanciano, cuyas débiles miradas se clavan algunas veces sobre mí, con unaatención verdaderamente singular. Podría decirse que algún sueño delpasado, alguna semejanza imaginaria, se despierta á medias en las nubesde aquella memoria fatigada, en cuyo seno flotan las imágenes confusasde todo un siglo. ¡Quería devolverme el dinero que me había ganado!Parece que la señora de Aubry, tertuliana habitual del viejo capitán, notiene escrúpulo en aceptar regularmente estas restituciones, lo que nole impide ganar frecuentemente al antiguo corsario, con quien tiene enesas circunstancias abordajes tumultuosos.

Esta señora, tratada con mucho favor por el señor Laubepin, cuando lacalificaba simplemente de espíritu agrio, no me inspira ningunasimpatía. Sin embargo, por respeto á la casa, me he obligado á ganar suafecto, y he llegado á conseguirlo prestando oído complaciente, unasveces á sus miserables lamentaciones sobre su condición presente, otrasá las descripciones enfáticas de su fortuna pasada, de su plata labrada,de sus muebles, de sus encajes y de sus guantes.

Es preciso confesar que me hallo en muy buena escuela para aprender ádesdeñar los bienes que he perdido. En efecto, todos aquí, por suactitud y su lenguaje me predican elocuentemente el desprecio de lasriquezas; desde luego, la señora Aubry, que se puede comparar á esosglotones sin vergüenza cuya irritante gula os quita el apetito, y que oshacen repugnantes los manjares que alaban; este anciano que se extingue sobre sus millones tan tristemente como Job sobre el estiércol;esa mujer excelente, pero novelesca y estragada, que sueña en medio desu importuna prosperidad con el fruto prohibido de la miseria, y en fin,la orgullosa Margarita, que lleva como una corona de espinas la diademade belleza y de opulencia con que el Cielo ha oprimido su frente.

¡Extraña niña! Casi todas las mañanas, cuando el tiempo está bueno, laveo pasar por debajo de las ventanas de mi torre; me saluda con un gravemovimiento de cabeza, que hace ondular la pluma negra de su fieltro yluego se aleja lentamente por el sombrío sendero que atraviesa lasruinas del antiguo castillo.

Ordinariamente, el viejo Alain la sigue áalguna distancia; otras veces no lleva más compañero que el enorme yfiel Mervyn, que alarga el paso al lado de su bella ama, como un osopensativo.

Con este tren se va á correr por todo el país vecinoaventuras de caridad. Podría considerarse su protectora; n