Sentado en un amplio sillón de velludo carmesí, al lado de anchaventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. Ala primera cláusula que contenía su profesión de Fe, había logradodar un giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de uncompendio de la Religión Católica resultaba un verdadero opúsculoliterario. El Prelado, muy satisfecho, prosiguió a enumerar cada unode sus bienes, y al hacerlo, parecía que iban arrancándose las máshermosas páginas de la historia del arte. El notario escribía a todaprisa y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese género de trabajos,se fatigaba en grado sumo, y gruesas gotas de sudor aparecían sobresu calva frente.
Terminadas las cláusulas preliminares, el Cardenal hizo una pausa ydirigió la mirada vagamente a través de la ventana de su estudio. LaPlaza del Duque era un hervidero de gente, y el Prelado seguía conla vista el ir y venir de carruajes y peatones. Transcurrió algúnespacio de tiempo; el notario se pasó el pañuelo por la frentevarias veces, y por fin observó tímidamente:
—¿Sí, Eminencia?
Pero el Cardenal permanecía callado.
—¿Si, Eminencia? insinuó de nuevo el letrado.
La verdad era que el Cardenal Diácono de la Basílica de Santa Maríade las Rosas estaba perplejo; no encontraba a quién nombrarheredero. Miembro de una de las más esclarecidas familias deToscana, con él terminaba su ilustre progenie: su único sobrino, elConde Fabricio de Portinaris, se había marchado a América hacíaquince años y no se había vuelto a tener noticia de él. Ministrosdiplomáticos y agentes consulares, por más averiguaciones quehicieran, no habían podido proporcionar ningún informe, y todo elmundo consideraba que el Conde había muerto. Desde sus primerosaños, don Fabricio había dado pruebas de un carácter indomable, subolsillo fué siempre un pozo sin fondo, y no era secreto para nadieque sus locuras habían conducido a su madre a un sepulcro prematuro.
Los ojos del Cardenal se empañaron de lágrimas y durante largotiempo estuvo pensando a quién nombrar heredero. Sabía que lasllamadas obras de beneficencia poco podrían aprovecharse de unafortuna que consistía mas bien en objetos de arte que en bienesmateriales, y dolíale el alma al pensar que éstos fueran a parar amanos del anónimo e insípido personaje que se llama el Estado.
Decidió por fin legar todo su caudal a algún amigo, y resolvióhacerlo a favor del Príncipe de Sant' Andrea, prócer bondadoso ymagnánimo Mecenas.
—Instituyo por mi único y universal heredero, empezaba a dictar el Cardenal, cuando sonó leve toque en una puerta.
—¡Adelante! exclamó el Prelado, y apareció en el umbral unsirviente vestido de negro. Adelantóse éste y presentó en unasalvilla de plata una tarjeta, que el Príncipe de la Iglesia tomócon cierto gesto de enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabriciode Portinaris" experimentó alguna sorpresa, pudo dominarla enseguida, pues con tono tranquilo dijo al notario:
—Ramponelli, mañana terminaremos. Puede Vd. retirarse.
El notario recogió sus papeles, metiólos dentro de un cartapacio, ycon éste bajo el brazo, fué a besar el anillo cardenalicio, y salióde la estancia después de hacer profunda reverencia.
En seguida ordenó a su camarero:
—¡Que pase el Conde!
Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta años. Eraextraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la narizaguileña, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, quea primera vista aparecía estar sonriendo continuamente.
Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso depie: sólo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retratode César Borgia que pendía en uno de los muros.
—No esperaba veros más, sobrino. Creí que habíais muerto.
—Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademán debesar la mano del Prelado, pero éste la retiró disimuladamenteindicando con ella una butaca cercana. Tomó asiento el Conde, ydespués de unos instantes de embarazoso silencio, dijo:
—He llegado esta mañana, y creí de mi deber, antes que nada,saludar a vuestra Eminencia.
—Os lo agradezco, contestó el Cardonal, tomando polvos de sutabaquera de oro. Y, decidme, prosiguió,
¿encontrásteis en el NuevoMundo todas aquejas cosas que aquí echábais de menos? ¿Aquellalibertad, aquella cuantiosa fortuna, aquella igualdad encantadoraentre los hombres, aquella (aquí sonrió el Cardenal) verdaderademocracia?
—Encontré en el Nuevo Mundo, Eminencia, lo mismo que en Europa.Quince años he vivido una vida angustiosa, y hoy vengo a impetrarvuestro perdón y a morir en mi país.
Fué tal su acento de sinceridad, que el Cardenal se puso de piesolemnemente y bendijo a don Fabricio de Portinaris. Era la hora delocaso y los rayos del sol que se ponía hacían más intensa la rojavestidura del prócer.
Al principio el regreso del Conde fué escasamente comentado en laCiudad, porque había casi, desaparecido su memoria. Pero prontovolvió a hablarse de él, porque el Cardenal de Portinaris, a pesarde su robusta salud y no avanzada edad, decaía notablemente, y unmes después se hallaba al borde del sepulcro. No faltó quien hablaseen voz baja de sutiles venenos traídos de América y alguien recordó,en plena tertulia, que los Portinaris descendían de Cesar Borgia. Alfallecer el Prelado y abrirse su testamento, se supo que habíalegado todos sus bienes a Don Fabricio.
El nuevo Príncipe se ausentó enseguida de la Capital, y estableciósu residencia en una villa
cercana, en donde llevó una vidaretirada y tranquila. A las pocas personas con quienes trataba,refería que estaba escribiendo sus memorias.
Pero pasados algunos meses, decidió regresar a la Corte y allí sedijo que pensaba dar grandes recepciones en su palacio, pues deseabacontraer matrimonio y llevar la vida que correspondía a su clase.
No viene al caso hacer una reseña del Palacio de Portinaris, porqueha sido descrito mil veces. En toda obra referente al Arte delRenacimiento ocupa preferente lugar, y es conocidísimo aún de laspersonas que jamás han visitado la Ciudad Ducal. Baste recordar que,entre las innumerables obras de arte que encierra, quizá sea la másnotable la hermosa reja de entrada, labrada en bronce con talmaestría, que todos están acordes con atribuirla al autor de laspuertas del bautisterio florentino. En los tableros inferiores sedestaca, en alto relieve, la historia de aquel Hugo de Portinarisque, después de defender heroicamente la fortaleza del Borgo, fuédegollado, junto con su mujer y sus dos hijas, por el victorioso ysanguinario Orlando Testaferrata. Gruesos, pero exquisitamentelabrados, barrotes abalaustrados sostienen el medio punto que laremata, en cuyo centro campea orgullosamente, la puerta queconstituye las armas parlantes de la familia, mientras que coronas,tiaras, espadas y llaves cruzadas, pregonan por doquier los grandeshonores que ésta ha gozado desde tiempo inmemorial.
Llegó el Príncipe a su palacio con las primeras sombras de la noche.Al ascender la escalera de honor, sintió un desmayo y hubiera caídoal suelo, si no se apoyara en el pedestal de una estatua, quedecoraba el primer descanso. Repúsose enseguida, y atravesó con pasorápido la larga galería del Poniente, seguido de su mayordomo, yentró en la cámara, llamada del Papa Calixto, que había sidodispuesta para su dormitorio. Era amplísima y, a diferencia de lasdemás estancias del palacio, relativamente sobria.
Pocos pero ricosmuebles la exornaban y el techo carecía de plafond
alegórico,motivo por el cual el Príncipe la prefirió a las demás, pues, comodijo sonriendo al mayordomo, no quería estar viendo los ángeles ymujeres desnudas de Julio Romano desde su lecho.
Aquella noche, don Fabricio tomó ligerísima comida, y después seinstaló en su gabinete, a escribir, hasta hora muy avanzada. Elvasto edificio estaba sumido en el más profundo silencio, pues todala servidumbre se había retirado a descansar, y sólo podía oírse elrasguear de la pluma sobre el papel. Larga fué la carta que escribióel Príncipe, y bastante tiempo tomó en leerla y hacerle algunascorrecciones. Por fin la dobló cuidadosamente, y después de haberlametido dentro de un sobre grande, la dirigió a una persona de vulgarapellido, residente en la República del Pánuco. Se disponía alacrarla y sellarla, cuando se dibujó en su rostro una expresión desorpresa y de miedo. El gabinete se hallaba contiguo al estudio quehabía sido del Cardenal, y al alzar el Príncipe la cabeza en buscadel sello, notó que por debajo de la puerta de comunicación conaquella estancia, se veía una brillante raya de luz.
Don Fabricio, pasados algunos instantes de sobresalto, logródominarse y hasta sonreir; y levantóse de su asiento para ir aapagar la luz, que inadvertidamente habría dejado algún criadoencendida en el estudio.
Abrió la puerta resueltamente, … y ¡seheló su sangre! Sentada en el sillón, con su tabaquera abierta en lamano derecha, y los dedos de la izquierda en ademán de tomar unospolvos, hallábase la prócer figura del Cardenal de Portinaris.
—No esperaba veros más, dijo lentamente. Creí que habíais muerto,sobrino.
Presa del mayor terror, don Fabricio huyó, llamando en alta voz almayordomo y otros sirvientes; pero nadie acudía en su auxilio, yrecorrió las galerías dando voces que retumbaban en las bóvedas dela señorial mansión.
—¡Antonio, Bernardo, Julio, Gilberto! gritaba, pero nadie queríacontestar, y con verdadero pavor bajó, puede decirse que rodó, laescalera, y corrió a llamar al conserje. Grandes golpes dió en supuerta con ambas manos, pero nadie oía sus desesperadas vocesde terror.
Acercóse a la entrada de palacio y quiso abrir la puerta de bronceque la cerraba; pero por más esfuerzos que hizo, no pudo lograrmoverla un milímetro, y por fin, en su desesperación, concibió laidea de salir por entre los barrotes, pues a toda costa queríaabandonar aquella casa. Como hemos dicho, don Fabricio eraextremadamente delgado, y decidió intentar pasar el cuerpo poraquella parte de la reja, en que los barrotes eran más esbeltos y,por consiguiente había mayor espacio entre ellos.
A la madrugada siguiente, enorme concurso de curiosos se aglomerabaa la entrada del palacio. La cabeza del Príncipe, amoratada ydescompuesta, se hallaba presa entre dos barrotes, y los ojos,saltándosele de las órbitas, parecían mirar con terror el tablero,en el cual Ghiberti había cincelado magistralmente la degollación deHugo de Portinaris por el despiadado Orlando Testaferrata.
UN HOMBRE PRACTICO
A AGUSTIN BASAVE.
El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compañía de Jesús enEspadal era pequeñín, de rostro colorado, cabello blanco y expresiónrisueña. Decíase que en su juventud tuvo trato con las Musas, perosi tal fué el caso, ningún resabio de ello adivinábase en el PadreHurtado. El Padre Ministro, varón santo si los hay, era ante todo unhombre práctico; pruebas de serlo dió en mil ocasiones, al grado dehacerse esta cualidad suya proverbial, no sólo entre la comunidad,sino en toda la comarca. Inútil nos parece decir que aquelestablecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la granInstitución de que formaba parte.
Una alegre mañana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba consatisfacción que el consumo de patatas en el mes pasado había sidomucho menor que el del correspondiente del año anterior, un levetoque en su puerta vino a interrumpir su tarea.
—¡Adelante! exclamó.
El Hermano Fuente dió vuelta al picaporte y dijo:
—Padre Ministro; un hombre desea hablarle.
El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunció ligeramente elentrecejo, pero contestó;
—Que pase.
Pocos momentos después, se presentaba un individuo, cuya descripciónes ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta años, pocomás o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, segúnreza el refrán, no puede estar disimulado.
—Buenos días, Padre.
—Buenos nos los dé Dios. ¿Qué se ofrece?
Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situacióndifícil. No tengo qué comer. Desde que paró la fábrica….
—Si os metéis en huelgas, interrumpió el religioso.
—No podía yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos loscompañeros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazasde serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengonadie que dependa de mí, necesito trabajar. Conozco algo dejardinería….
—Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jardín.
—He trabajado como albañil.
—En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras quehacer por el momento.
—Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Ustedque es un hombre tan práctico….
Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi nohabía reparado en su interlocutor, pues mientras sostenía eldiálogo, seguía haciendo números; pero al notar un leve acento deamargura o de reproche en la última frase del obrero, alzó la vistay lo miró fijamente por algunos instantes.
—Repito, prosiguió, que no tengo trabajo que proporcionarle en estacasa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carrión de laVega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodríguez, le dará todolo que le haga falta.
—Padre, mil gracias, replicó el hombre. He confesado y comulgado esta mañana, y estaba seguro que usted me sacaría de apuros. Juan González le será siempre agradecido. ¿Quisiera usted darme, Padre Ministro, una carta o papel de recomendación?
El Padre Hurtado tomó una cuartilla, la partió cuidadosamente endos, guardando una mitad para uso futuro, y trazó en el papel brevesrenglones. La metió dentro de un sobre, lo cerró y dirigió, y loentregó a Juan González.
Despidióse éste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre Hurtado diciéndole:
—Espere un momento, hermano.
Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en una pila de agua benditaque colgaba en la pared, y tocó con ellos la mano del obrero,diciéndole cariñosamente;
—¡Vaya con Dios!
El Rector de Carrión de la Vega abrió cuidadosamente el sobre queacababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del PadreHurtado; la leyó, y sin alzar la cabeza, miró al Hermano por encimade sus espejuelos.
—No entiendo esto, dijo. ¿Quién ha traído este papel?
—Un hombre a quien no conozco. Parece obrero.
—¿No trae ningún mensaje de palabra?
—Nada me ha dicho, Padre.
—¿En dónde está este hombre?
—Espera en la portería.
—Voy a verle.
Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodríguez se levantótrabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cúmulo decartas que había sobre el escritorio esperando contestación, y seencaminó a la portería.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, Padre, contestó Juan González, con el rostroiluminado por la esperanza.
—¿Usted ha traído este billete del Padre Hurtado?
-Sí, Señor.
—Y ¿nada le indicó que me dijera de palabra?
—Nada, Padre.
—Es raro. Haga favor de esperar un momento.
El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtadohubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido común,era un absurdo. En las galerías immediatas a la portería encontró alPadre Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a susuperior, levantaron sus birretes respetuosamente.
—El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin máspreámbulo.
—¡Imposible! exclamaron a un tiempo los otros dos.
—Entónces, ¿cómo explican ustedes que me envíe este billete?preguntó, y alargó el papel al Prefecto, quien leyó en voz alta lossiguientes renglones:
—"Estimado Padre Rodríguez: Le ruego se sirva dar cristianasepultura al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto.
Alonso Hurtado, S.J.
"
Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombremás cuerdo de la Provincia no podía haber escrito esas palabras.
Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la porteríapara interrogar a Juan González, seguros de que se trataba deuna broma.
Pero Juan González, yacía en el suelo, boca arriba, con los ojos muyabiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, ytenía la mano izquierda crispada contra el pecho.
SIMILIA SIMILIBUS
A LUIS CASTILLO LEDON.
Como ya murió el célebre homeópata Dr. Idiáquez, puedo divulgar elsecreto que me impuso bajo mi palabra.
Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia quemotivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué elprimer escalón de su fama. Desde pequeño fuí enfermizo y débil, porlo cual puedo decir, sin gran exageración, que toda mi niñez y lamitad de mi juventud las pasé en consultorios de doctores. Enverdad, era una maravilla para todos mis allegados que fuese yoviviendo. Apenas cumplí los treinta años, empecé a sufrir los másagudos dolores de cabeza que puedan imaginarse, los cuales de día endía aumentaban al grado de hacerme la vida un verdadero martirio.Solamente descansaba yo de ellos cuando dormía, razón por la cualprocuré cortejar a Morfeo incesantemente.
Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar missufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñabalas cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los doloresque me torturaban.
Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quisehuir del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo lamuerte como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos misesfuerzos para permanecer despierto y del horror con que veía yollegar la noche, me vencía al fin el sueño, y en seguidapresentábanse a mi mente las más peregrinas visiones que puedanimaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas,kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mentede continuo; a veces, sobre un mar fosforecente veía yo navegarhacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientrasindescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, queaquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor queatormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi alma, que nocomprendo cómo no fuí a parar a un manicomio.
Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mimal, y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a misprincipios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdoqué médico famoso, determiné que varios de los doctores máseminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y después de doshoras del más penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mimal era incurable y degeneraría en locura; el tumor que se habiaformado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba,aunque lentamente.
Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchasveces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo lavida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente,como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas,temeroso de encontrar alguna persona conocida.
Repentinamente, no séqué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobrela puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: "Dr. Idiáquez,homeópata", y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa ysubí la destartalada escalera.
El Dr. Idiáquez era un hombre vulgar y demacrado, y su consultoriouna guardilla sucia y miserable. Ambos me recordaron, enseguida, laescena del boticario en «Romeo y Julieta».
Expuse mi mal y la opinión de los facultativos a quienes consultara,y el Dr. Idiáquez me escuchó con la mayor atención.
—La enfermedad de usted, me dijo al fin, es extraña,indudablemente, y proviene en efecto de un tumor que se ha formadoen su cerebro; pero no sólo no es incurable, sino que puedo librarlode ella en tres días.
—¡Cómo! exclamé, no queriendo creer lo que escuchaba.
—Sencillamente, respondió con mucha calma. Aquí tiene usted estosglóbulos que tomará usted cada tres horas: tres del frasco marcadoA. y cuatro del marcado B., alternativamente. Hoy es lunes; elviernes próximo vendrá usted a verme, ya curado.
Pagué su modesto honorario, y bajé la escalera rápidamente, como sivolara en alas de la esperanza. La tarde estaba tibia y perfumada, yla puesta del sol parecía un incendio en los montes lejanos.
Aquella noche, por primera vez, me abandonaron mis sufrimientos,pero los bellos sueños también huyeron, y fuí atormentado porhorribles pesadillas. Estas aumentaron a tal grado en las dos nochessiguientes, que puedo asegurar que ni el Dante pudiera imaginárselasen lo más profundo del Averno.
Por fin llegó el ansiado viernes, y efectivamente, libre de todosufrimiento físico y moral, subí la destartalada escalera queconducía al consultorio del Dr. Idiáquez. Este me recibióafablemente, y me aseguró que mi curación era definitiva. Ese díacompré un busto de Hahnmann y lo coloqué en lugar prominente de mibiblioteca.
Inútil me parece decir que la noticia de mi rápida curación seextendió por todo el país, y el nombre del Dr.
Idiáquez en seguidase hizo célebre. De allí en adelante, efectuó las más sorprendentescuraciones, y al cabo de poco tiempo, reunió una fortunaconsiderable. Lo que más intrigaba a sus pacientes era que jamásrecetaba, sino que él mismo proporcionaba las medicinas, marcándolasgeneralmente con letras, aunque a veces también con números.
Naturalmente, contraje con él vínculos de estrecha amistad y lovisitaba a menudo en su nueva y lujosa casa.
Un día me atrevía decirle:
—Doctor, hace mucho tiempo que he querido hacerle una pregunta.
—¿Cuál es?
—¿De qué se componían los glóbulos que me proporcionaron mimaravillosa curación?
—Amigo mío, ese es mi secreto; pero puesto que a usted le debo mifortuna, se lo diré, si me promete, si me jura, no decirlo mientrasyo viva. En cuanto muera, queda usted en libertad para proclamarlo alos cuatro vientos.
Hice la promesa requerida, y con una sonrisa muy triste,—nunca hevisto en la cara de un hombre una sonrisa más triste,—dijo el Dr.Idiáquez lentamente:
—Los glóbulos marcados "A" se componían de agua y azúcar; losmarcados "B" de azúcar y agua.
EL AMO VIEJO
A LUIS GARCIA PIMENTEL
La familia Hernández de Sandoval, opulenta hace diez años y hoy casien la miseria, era una de las más respetables de la ciudad deMéxico. Como base principal de su fortuna figuraban las extensashaciendas que poseía, desde los tiempos de la conquista, en el hoydenominado Estado de Morelos, comarca fertilísima, en donde secultiva con preferencia la caña de azúcar. Conservan muchas de lashaciendas mexicanas el carácter de fortalezas que supieron darlessus primeros poseedores, mientras que otras, que no se distinguenpor su arquitectura, abundan, en cambio, en bellezas naturales; todolo cual hace que una visita a una de estas fincas no carezca,generalmente, de interés.
A pesar de la estrecha amistad que unía a los Hernández de Sandovalcon mi familia, desde largos años, no había yo tenido ocasión devisitar ninguna de sus haciendas, aunque ellos sí habían pasadolargas temporadas en la nuestra, situada en el centro del país; demanera que, en cuanto se ofreció la oportunidad de acompañar al hijode la casa, Antonio, pudiendo desprenderme de mis no múltiples, perosí imprescindibles quehaceres, la aproveché gustoso para ir en tangrata compañía a recorrer la finca principal de su casa, célebre porsu riqueza y encantos naturales.
Salimos de México en la noche de un diez de agosto, y llegamos en lamadrugada a la histórica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo eldía siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto porel excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quitó toda gana deadmirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama.
Cansados y agobiados por la alta temperatura, llegamos a lasprimeras horas de la noche a una pequeña estación, de cuyo nombreindígena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba elAdministrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballerías.Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche enel campo se hallaba relativamente fresca, comparada con lasmolestias del ferrocarril, o porque veía yo próximo el fin de lajornada, el trayecto me pareció corto. A poco de abandonar laestación, ví dibujarse en las sombras de la noche la silueta de laenorme mole que constituía la famosa hacienda de San Javier. Y estasilueta, borrosa al principio, fué definiéndose rápidamente,permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea delingenio, después, de la gallarda torre y esbelta cúpula de suiglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos losprincipales detalles del edificio.
Poco o nada habíamos hablado, y suponiendo que Antonio me enseñaríaal día siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve dehacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o más bienplaza, que había delante del edificio, me sorprendió de tal manerala extraña silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que nopude menos que exclamar:
—¿Quién es ese individuo que espera tu llegada en tan estrambóticapostura?
Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (conriesgo inminente de caerse), y cubierto con el más exageradosombrero de alta copa.
Antonio se rió y solamente dijo:
—¡Ah! Mañana te lo presentaré.
Nos apeamos de nuestras caballerías en un amplio portal, y despuésde las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes dela hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos atomar una ligerísima cena, para arrojarnos en seguida en loscodiciados brazos de Morfeo.
Una pequeña contrariedad se dibujó en el rostro de mi amigo, alinformarle el administrador que la mayor parte de las estancias dela casa estaban en vías de reparaciones y de ser pintadas, por lotanto, sólo había disponibles para dormir en ellas, doshabitaciones, una pequeña, y otra, al contrario, amplísima. Inútilme parece decir que ésta me fué cedida por mi amigo, y al penetraren ella, grata fué mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver quela cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana quecomunicaba con el corredor o galería abierta, que abarcaba todo elfrente y un costado del piso superior de la casa. Medía estecorredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos deelevación, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba elencantador paisaje, que en las sombras de la noche, poseía unadulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con lasdiversas plantas de aquellos climas.
A pesar del cansancio que sentía, permanecí no corto espacio detiempo en la soledad de aquella galería, perdido en mispensamientos, y con un leve zumbar de oídos, oía el silencio
, quesólo interrumpía, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el«real» no lejano.
Por fin me metí entre sábanas, dejando la ventana abierta, y enseguida quedé dormido.
No supe cuánto tiempo lo estuviera, cuando me despertó el fuertetoser de una persona. Esta parecía hallarse en el corredor, a pocospasos de mí, y deduje en seguida que era el «velador», que en todahacienda suele rondar de noche. Como la tos no cedía, sino, alcontrario, agravábase de tal manera, que el pobre hombre parecíacorrer riesgo de ahogarse, salté del lecho para prestarle ayuda;pero ¿cuál no sería mi sorpresa, cuando salí a la galería, de hallarque no sólo cesó la tos, sino que el velador o lo que fuera, no seencontraba allí! Torné a acostarme, y a los pocos momentos, serepitió el suceso con idénticos resultados, y dos y tres veces más,hasta que llegué a suponer que el hombre se hallaría en algúnapartado rincón del corredor, el cual, por ser abovedado,transmitiría el eco de la tos, haciéndola oírse como si fuese en lapuerta misma de mi alcoba.
A la mañana siguiente, relatado el desagradable incidente queinterrumpió mi sueño, quiso Antonio averiguar quién fuera el veladorque había pasado tan mala noche en la galería; pero el Administradorcontestó rotundamente que nadie, pues en aquella época de completatranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Ya las reiteradas instancias de que alguien tenía que haber sido, lacontestación, después de ser interrogados todos los dependientes ycriados, fué siempre la misma.
Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía,emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza,convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; lamagnífica ig
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Dec 2024
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