—Y éste—añade señalando a un compañero suyo—, ¿tampoco sabes quiénes?
—Tampoco. No sé quiénes sois; pero tal vez puedan informaros en elJuzgado municipal.
Desde que estoy en el pueblo, numerosas personas se me han acercado paraque les diga sus nombres. Al principio procuraba complacerlas y hacíaesfuerzos inauditos a fin de recordar bien. Ahora ya no me canso. Setrata de un sport local que no me interesa gran cosa. Faltas de otroentretenimiento, las gentes esperan aquí cinco, diez o quince años elregreso de algún convecino viajero para preguntarle quiénes son.
Quierenver si uno ha conservado la memoria durante sus viajes, y, si el tabaco,por ejemplo, se la ha estropeado a uno, entonces le consideran a uno unhombre terriblemente orgulloso.
XIV
EL CAMINO DE SANTIAGO
EL que quiera trasladarse en ferrocarril al siglo XIII, que no piense enSantiago. Lo más siglo XIII de Santiago es el viaje. Desde la Coruña seva en automóvil, pero ¡qué automóvil! Viajando en él, yo he tenido unasensación de cosa arcaica y primitiva que no hubiese podido tener nuncaviajando en una diligencia. Me parecía así como si el automovilismofuese una invención medieval, una invención que se hubiese perfeccionadoen
otras
partes
a
fuerza
de
siglos,
pero
que
hubiese
permanecidoestacionaria en el camino de Santiago. Si me aseguran que cuando sedescubrió el cuerpo del Apóstol, aquel mismo automóvil había servidopara conducir a Santiago los primeros peregrinos, yo lo creo sinvacilar.
En Santiago quise comprar periódicos, pero no había más que El CorreoEspañol y El Debate. Esto también me produjo una impresión demedievalismo. Se hablaba de la guerra, y a mí me parecía que, ya en elsiglo XIII, se debía de comentar en Santiago la guerra europea con elmismo criterio.
Lo que me pareció más moderno fue la catedral. En ninguna parte seencuentran más adelantadas las catedrales medievales. La catedral deSantiago podía estar perfectamente en Francia, en Inglaterra o enAlemania, al lado de las fábricas y de los laboratorios. Ante lacatedral de Santiago no se experimenta ninguna impresión de anacronismo.Esta impresión, si no se ha recibido antes, se recibe después, cuandouno pregunta las horas del tren para Villagarcía y le dicen a uno queeste tren sólo sale tres veces por semana.
XV
EL BOTAFUMEIRO
HUBO un tiempo en que las catorce puertas de la catedral de Santiago nose cerraban de día ni de noche. Constantemente llegaban peregrinos detodas las partes del mundo, que, entonces, sólo eran tres. Venían persascon las cabezas tonsuradas; griegos que traían tatuado en las manos elsigno de la cruz; ingleses, irlandeses, franceses, italianos, eslavos...Unos, mudos de nacimiento, querían que el Apóstol les concediese el usode la palabra; otros, ciegos, deseaban ver, y muchos sólo se proponíancobrar una herencia, ya que en la Edad Media, para cobrar una herenciasolía imponerse como condición la peregrinación a Santiago. No faltabanpríncipes que, en vísperas de alguna batalla, viniesen a implorar elauxilio militar del Apóstol contra sus enemigos. Fuera de la catedral,unos hombres, sentados en cuclillas, iban apilando a su alrededormonedas de todos los países. Eran los cambiantes, padres de nuestrosactuales banqueros. Dentro, los peregrinos, agrupados pornacionalidades, rezaban y cantaban. Cantaban en sus diversos latinesrespectivos y se acompañaban con sus instrumentos predilectos. Cítaras,crótalos, flautas, gaitas, arpas, salterios, trompetas, liras, todosonaba allí, y el Apóstol hacía el milagro de armonizarlo. Luego, losperegrinos se iban a ver las reliquias, guiados por el lenguajero, unaespecie de intérprete de hotel, que sabía decir en varios idiomaspiedra, corona, cuchillo, hacha, sombrero...
Unos peregrinos viajaban a sus expensas; otros venían implorando lacaridad. La mayoría llegaban rotos, sucios, mugrientos y enfermos.Algunas veces se declararon en Santiago epidemias muy serias, y elApóstol no daba abasto haciendo milagros. Fue entonces cuando se inventóel botafumeiro, «rey de los incensarios», como le llama Víctor Hugo.El botafumeiro no fue en sus orígenes un objeto litúrgico, sino,sencillamente, un aparato de desinfección. Lo cargaban con inciensoporque todavía no existía el ácido fénico. Aquellos peregrinos, quevenían directamente desde el fondo del Asia, tenían mucha fe, pero olíanmuy mal, y los santiagueses procuraban aislarlos en una nube deincienso. Si hubieran podido, también se hubiesen untado las narices conaceite mentolado, y quizás hoy, al olor del aceite mentolado, uno sellenase de evocaciones religiosas y viese, en su imaginación, coros deángeles y serafines...
¡Grandioso botafumeiro! Hoy, que la falta de fe lo mantiene ocioso,¿por qué no se piensa el medio de trasladarlo al Congreso? Cuanto másanimados fuesen los debates, el botafumeiro giraría más velozmente. Yen vez de procurarse una entrada o de leer el Diario de las Sesiones,uno se limitaría a ver, desde fuera, cómo salía y se elevaba y sedesvanecía el humo.
XVI
CABEZAS DE CERDO
HACE tiempo, los cerdos de Galicia llevaban una vida completamentepatriarcal.
Eran, quizás, algo inmorales, eran glotones y tenían unacierta socarronería muy campesina; pero ninguno de ellos estabacontaminado por las ideas del siglo. Los chicos de los paisanos crecíanentre ellos, y a veces, chicos y cerdos dormían en la misma habitación.¿Puede imaginarse nada más virgiliano? En ciudades como Santiago habíaquien se llevaba los cerdos a un segundo piso y salía luego a pasearsecon ellos entre los canónigos, los tenientes de la guarnición y losestudiantes de latín. Una señorita inglesa que estuvo hace algunos añosen la ciudad del Apóstol—
la autora de Galicia. The Switzerland ofSpain—le preguntó a su hostelera si era cierto lo que se decía de loscerdos santiagueses como animales de sociedad.
—No son únicamente los cerdos—contestó la interpelada—. Desde suventana puede usted ver dos cabras en el piso de enfrente. Sus dueñoslas tratan como personas de la familia...
Todavía hay en Santiago quien recuerda a Montero Ríos guiando por lascalles un rebaño de cerdos. Más tarde guió electores. Luego,diputados...
Sí. Los cerdos llevaban aquí una vida completamente patriarcal. Cuandoles llegaba su San Martín, berreaban horriblemente y estiraban una pata,que era un jamón.
Morían dolorosamente, pero sin remordimientos deconciencia. Nunca habían tenido ambiciones ni vanidades. Si habíanprocurado engordar, no lo hicieron por ellos tanto como por sus dueños.Engordaron para que sus morcillas fuesen más sabrosas y para que sutocino le diera más gusto al caldo de las buenas familias en cuyo senohabían vivido.
Pero ahora hay en Galicia una nueva generación de cerdos. A poco deestallar la guerra, unos hombres extraños vinieron por aquí ysoliviantaron a los cerdos, a las gallinas y a otros muchos animalesdomésticos.
—¿Cuánto os dan aquí por una docena de huevos?—parece que lespreguntaron a las gallinas.
—Y los jamones—dijeron, dirigiéndose a los cerdos—, ¿a cómo losvendéis?
El cerdo, animal muy tradicionalista, dio un gruñido y no hizo caso. Lagallina cacareó. Pero aquellos hombres hablaron de los mercadosextranjeros, donde todo se pagaba diez veces más que aquí, y hoynuestros animales de corral y de alcoba han aprendido ya los caminos delmundo. El cerdo gallego tiene actualmente sus ideas industriales, nimás ni menos que si fuese un cerdo de Chicago. Dentro de poco será capazde pedir que lo maten automáticamente y que lo desmenucen de un modocientífico.
Las costumbres patriarcales del cerdo gallego van desapareciendo. Elcerdo progresa. Y si esto continúa así, será cosa de recomendar anuestros políticos que coman cabeza de cerdo a ver si se les pega algo.
XVII
LA VIEIRA
UNO de los mariscos más dignos de estimación es la vieira. Madrid, quelo ignora todo respecto a provincias, no come vieiras, y es unalástima. Asadas en su concha, con un diente de ajo y un poco depimentón, las vieiras son bastante más sabrosas que esos cangrejos deceluloide con que los madrileños pretenden consolarse de su falta demar. En Inglaterra la vieira carece de triptongo; se llama scallop, yeste nombre, escaso en vocales, es como si le quitara la mitad delgusto. Sin embargo, la vieira tiene allí, por lo menos, tantapopularidad como la ostra. En Francia las vieiras bretonas, las vieirasarmoricanas, gozan de gran reputación y son consideradas un bocadoexquisito.
¿Y saben ustedes cómo las llaman los franceses a las vieiras? Las llaman coquilles Saint-Jacques, o conchas de Santiago.
Porque la vieira es el marisco del Apóstol. Es un marisco casi sagrado,así como otros mariscos son literarios, y otros, políticos. Se cuentaque cuando el cuerpo de Santiago fue conducido al Padrón, un caballeroque deseaba acompañarlo llegó tarde al puerto. El barco había izado yasus velas y se perdía en el horizonte, sobre un mar de oro y de plata.Entonces el caballero hizo el signo de la cruz y se lanzó audazmenteentre las olas. Durante varios días su caballo fue galopando sobre elfondo del mar, con gran asombro de merluzas y salmonetes, y cuandollegaron a Iria Flavia, caballo y caballero estaban cubiertos de vieiras. Desde entonces la vieira ha sido el símbolo de losperegrinos, y para que éstos no tuviesen que ir a buscarlas debajo delmar—la experiencia del caballero no se consideraba concluyente y habíael temor de que algún peregrino pudiese morir ahogado—, lossantiagueses se las vendían ya muy bien preparadas. Al principio vendíanconchas naturales. Después hacían conchas de cobre, de plata, de latón,de porcelana y de azabache. Todavía existe en Santiago la calle de losAzabacheros, desde donde se ve una fachada de la catedral, y a estafachada se la llama la Azabachería. Y muchas casas, que antiguamentesirvieron de mesones para los peregrinos, conservan aún, comodistintivo, una concha de vieira esculpida a la entrada.
Pocos mariscos unirán, como la vieira, una carne tan sabrosa a unabolengo tan ilustre. Ya, mucho antes de la Edad Media, la vieira lehabía servido a Afrodita, surgiendo del mar, para alisarse los húmedos yadmirables cabellos. Hoy Afrodita usa peines bastante más caros; peroesto no quiere decir nada contra la vieira. La vieira es el pectenVeneris de los antiguos, y el Arte ha buscado mil veces inspiración ensus curvas sencillas y maravillosas.
De paso en Galicia, tierra de vieiras, yo me considero obligado ahacer la apología de este marisco. Creo que Madrid no debe ignorarlo, yque mantenerlo más tiempo en el olvido sería una política funesta. SiMadrid no se interesa por nuestras vieiras,
¿cómo va a interesarse pornuestros conflictos sociales? Indudablemente, la política central carecede sensibilidad con respecto a provincias.
XVIII
OPINIONES POLÍTICAS Y LITERARIAS DE LA ROSARIO
AL volver a Madrid, tras una ausencia de mes y pico, soy cariñosamenteacogido por mi buena Rosario, una chica mitad ama de llaves y mitadcocinera, que arregla mis papeles y cuida de mi estómago.
—Te entrego mi estómago, un poco estropeado por las salsas al pormayor—le dije al darle posesión de su cargo—, y espero que me lotrates bien. El estómago es el alma del escritor. Con un poco de acidezo de flatulencia, yo haría una literatura triste y perdería lectores. Alnombrarte mi cocinera, te nombro, en realidad, mi colaboradora.
Hazmeguisos sencillos, sabrosos y sanos, y de este modo tendremos siempre elrespeto de la crítica y la aceptación del público.
Desde entonces, la Rosario pone sus cinco sentidos en la cocina. Aveces, advierto la desaparición de algún plato, pero no es culpa de laRosario.
—Yo no lo rompí. Fue él. Lo tenía en la mano, y se cayó. Se hizopedazos contra el suelo...
—Debe de ser un caso de suicidio—observo yo entonces—. El pobre platoestaría desesperado de la vida.
Otras veces, la carne está espantosamente dura, y la Rosario dice que noha querido cocerse. Verdaderamente, ¿qué interés puede tener la carne enponerse blanda?
Pero, a pesar de todo, la Rosario es una excelente muchacha. Yo le doy aleer los libros de mis amigos, y luego le pregunto qué es lo queopinamos de ellos. La Rosario tiene un criterio literario en el que lacrítica no ha ejercido aún su perniciosa influencia: un criterio sano yhonrado. Algunos autores, al enviarme sus obras, lo hacen dedicándoselasya a la Rosario, y no falta quien le prodigue adjetivos laudatorios paracongraciarse con ella.
Ahora, al volver de Galicia, la Rosario me contó todo lo que habíaocurrido durante mi ausencia. Yo había estado más de un mes sin recibircartas ni leer periódicos, y quería restablecer mi contacto con la vidaurbana.
—¿Se han suicidado muchos platos? ¿Han traído muchas cuentas? ¿En quénuevas aventuras se ha metido el amigo Charlot?...
La Rosario ha ido contestándome a todas estas preguntas y satisfaciendoasí mi curiosidad.
—Y Gobierno, ¿qué Gobierno tenemos ahora?—añadí.
—¿Gobierno? Yo creo que tenemos el mismo.
—Imposible, Rosario. Hace más de un mes que salí de Madrid, y no esposible que un Gobierno dure tanto. Seguramente tenemos un Gobiernonuevo.
La Rosario entonces reflexionó un poco, y dijo:
—Quizás. La verdad, yo, que gobiernen unos o que gobiernen otros, no lonoto nunca...
Y aquí me tiene el lector, ignorando si estoy gobernado por Maura, porSánchez de Toca o por Romanones. En casa no lo notamos. Las patatascuestan lo mismo. El alquiler no baja. Los guisos salen igual...
E N E L P A Í S D E L A R U L E T A
I
LOS TEMAS LITERARIOS
LOS escritores solemos dirigirnos a «el lector», poco más o menos, asícomo los criados se dirigen a «el señor». Desgraciadamente, esteconcepto de «el lector» es demasiado vago. Por lo general, el lectortiene una personalidad multiforme y a veces carece de existencia. Si ellector—este lector de quien hablamos tanto los escritores—
fuese unarealidad concreta y tangible, entonces yo me dirigiría a él y le diría:
—¿Qué artículo de San Sebastián quiere usted que yo le haga? ¿El de lalluvia? ¿El del jugador? ¿El de las pulgas? ¿El de la Concha? ¿El delobjeto perdido? ¿El de la misteriosa extranjera...?
Porque en San Sebastián no hay arriba de doce temas para artículos.
Loscorresponsales madrileños que vienen aquí hacen las mismas crónicas cadatemporada. Yo conozco a un compañero que lleva ya quince sobre lalluvia. Es un especialista.
¿Cómo se explica el que esta municipalidad, tan adelantada en otrascosas, no se haya cuidado nunca de darle temas a los escritores? Talabandono es verdaderamente lamentable. Una ciudad de placer que no varíasus temas literarios, una playa que no renueva sus crónicas, estácondenada a muerte. Toda la literatura de San Sebastián resultará unacosa trasnochada tan pronto como, a orillas del Cantábrico o delMediterráneo, se levante otro gran Casino con nuevos temas para loscronistas. Los periódicos madrileños se apresurarán a mandar allí lanube de corresponsales que ahora envían a San Sebastián. Al artículo dela lluvia sucederá el artículo del sol o del relente; la crónica de laspulgas será substituida por una sobre las chinches o sobre lascucarachas. ¡Qué placer para los periodistas y para los lectores deperiódicos! Será una transformación literaria comparable tan sólo aladvenimiento del romanticismo.
Los veraneantes afluirán en masa a lanueva playa de moda, y San Sebastián desaparecerá del mundo como centrode placeres.
Yo he llegado a San Sebastián hace varios días. Mi querido FernándezFlórez estaba todavía aquí.
—Supongo—le dije—que me habrá dejado usted algún tema disponible,aunque sea de segundo o tercer orden.
Fernández Flórez se rascó la cabeza.
—Veamos, veamos—insistí yo—. Ha hecho usted ya el artículo de lalluvia, el del Casino, el de las pulgas...
Los había hecho todos, y, además, los había hecho como yo precisamentehubiese querido hacerlos.
«Voy a tener que volverme a Madrid», pensaba yo.
En esto transponíamos las puertas del Casino, y yo observé que elportero era tuerto.
«¡Qué coincidencia!—exclamé—. Este portero tuerto, aquí donde se juegatanto dinero... ¿Es que habrá todavía en San Sebastián una crónica porhacer?»
Pero Fernández Flórez ya había hablado también del portero tuerto...
El Municipio de San Sebastián creerá, sin duda, que esto de los temasliterarios es cosa de los escritores; pero San Sebastián no tardará ensufrir las consecuencias de tan profundo error. Yo creo que es cosa delos concejales, del Casino, de las sociedades de atracción deforasteros, de las comisiones de festejos, etcétera, etc. Estasentidades debieran renovar cada temporada los temas periodísticos de SanSebastián, a fin de que ningún corresponsal permaneciera aquí ocioso.Más que de dinero se trata de organización. Con seis temas inéditos portemporada, San Sebastián podría ir tirando todavía.
II
EL TREINTA Y CUARENTA
HAGAN juego, señores...!
Sobre la mesa van cayendo fichas de un duro y de cuatro duros, y placasde 50, de 100, de 500 y de 1.000 pesetas. Las raquetas van y vienen,manejadas por manos febriles. Un señor, alargando trabajosamente elbrazo por entre la muchedumbre, pone 1.000 pesetas a encarnado. Es unjugador de a pie. Los empleados dividen a los jugadores en doscategorías fundamentales: jugadores de a pie y jugadores sentados, y laprimera categoría es la única que les infunde cierto pavor. Si eljugador de a pie gana, en efecto, hay muchas probabilidades de que sevaya con la ganancia. Puede dar un pase, dos, tres y marcharse con 15 o20.000 pesetas. En cambio, el jugador sentado no importa que amontonealgún dinero. La banca siempre tiene esperanzas de recuperarlo.
—¡Hagan juego...!
Los mirones encuentran floja la partida.
—Esto está aburridísimo—dicen—. No hay sangre...
Algunos reconvienen a sus amigos.
—¿Por qué juega usted a ese paño? Es absurdo...
Y luego, si por casualidad aciertan, insistirán en sus censuras,llenando de vituperios a los pobres perdidosos.
—¿No se lo dije yo a usted? Si era infalible...
—Yo prefiero ganar diez duros a negro—murmura una voz—que 1.000pesetas a encarnado. ¡Qué quiere usted! Es una manía. Además, no mesería posible jugar a encarnado. ¡Hace ya noventa y un años que juego anegro...!
Vuelvo la cabeza y veo a un viejecito que empuja las fichas con unaraqueta temblorosa. Debe de sentirse próximo a la muerte, y por eso nojuega a encarnado.
Acaso ganara; pero por unos cuantos duros no va adejar a última hora su camino de siempre. ¡Qué hermoso ejemplo deconsecuencia para los políticos! Yo lo someto a la consideración de undistinguido diputado, el cual se echa a reír.
—Ya ves. En solo media hora he ganado 20.000 pesetas con mi juego dealternativa...
El croupier va cantando con un acento muy francés:
—Siete... Cuatro... Encagnado gana et colog.
—¡Qué le vamos a hacer!—suspira el viejecito.
Y vuelve a jugar a negro. Su cara está alegre, sonriente, satisfecha. Seve que este hombre, tan próximo al umbral de la otra vida, lo traspasarásin temor alguno. Ha sido un hombre leal. Ha cumplido siempre, sinvacilaciones, el deber que se impuso noventa y un años atrás. Suconciencia está tranquila. Cuando Dios le llame a juicio y le preguntesi jugó alguna vez a encarnado, él dirá:
—Nunca. Seguí el negro en la adversidad como en la fortuna, en sushoras buenas y en sus horas malas, cuando todos acudían a él lo mismoque cuando se veía abandonado de todos...
—Dos...—canta el empleado.
Y, extendiendo sobre la mesa otra hilera de cartas, vuelve a cantar:
—Dos...
Es un aprés. Uno de los que juegan a negro retira su postura.
—Hace usted mal—le dice un mirón—. Eso lo que demuestra es la fuerzade la baraja. Ya ve usted si será fuerte el encarnado, que ni a dospuede ganarle el negro.
—¿Cuántos encarnados van?—pregunta alguien.
—Cuatro.
—Es una racha. Hay que aprovecharla...
Llueven sobre el encarnado fichas, placas y billetes. Los postores degrandes sumas las hacen asegurar. Naturalmente que este seguro no escontra la pérdida. No se ha llegado aún a constituir una compañía queasegure las rachas de un color contra el color contrario. Es únicamentepara el caso de que se dé un aprés de treinta y una. Por un duro cadacien duros o fracción de cien duros, el jugador garantiza su capitalcontra lo que constituye el cero del treinta y cuarenta.
Se produce una gran emoción. Al griterío de hace un segundo sucede unsilencio imponente. Estamos como en el circo, cuando para la música y seavecina el ejercicio peligroso.
El empleado comienza a echar las cartas, y el encarnado saca dos.
—¿Otra vez dos?
—¡Malo! ¡Malo...!
—Ahora quiebra la racha...
Y, en efecto, quiebra la racha. El negro gana. Las raquetas de losempleados, miradas con ojos de perdidosos, parecen enormes...
—¿Ha visto usted con lo que se sale ahora la baraja?—exclama uno delos que habían puesto a encarnado—. Mire usted...
Y enseña su cartón. Estos cartones están divididos en columnas donde semarcan con puntos los colores que ganan. En una columna se ponen lospuntos correspondientes al negro, y, en otra, los correspondientes alencarnado. Luego se trazan las líneas de punto a punto y se vaobteniendo un gráfico del juego, que es algo así como el gráfico de unafiebre tifoidea. Hay juegos serpentinos, de línea inquieta, que saltaconstantemente de columna a columna y que podrían llamarse juegos dealambique. Hay juegos casi rectos, en los que se dan 10, 15, 20 negros oencarnados sucesivos. Hay juegos mixtos... Lo malo es que el gráfico deljuego no se conoce hasta el final. El jugador que ve salir cuatro negrosconsecutivos deduce que el juego lleva una dirección recta, y haciendo,a su vez, un juego recto, pone su dinero a negro.
Naturalmente que, a lomejor, sale encarnado. Entonces el jugador dice que ha quebrado el juegoy considera que la baraja se ha hecho traición a sí misma. Yo me inclinoa creer que los jugadores se precipitan en sus juicios sobre lasbarajas. ¿Que por qué, si a la postre iba a resultar que se trataba deuna baraja de alternativa, ha comenzado el juego con cuatro encarnados?¡Quién sabe! A lo mejor la baraja lo hizo para despistar...
—Ha quebrado el juego. Mire usted mi cartón...
En realidad, lo único que ha quebrado es la línea.
Todo el mundo pierde, excepto el viejecito y un señor que había puesto1.000
pesetas a negro.
—¡Por no saber jugar!—murmura un técnico, en discusión con otrojugador—. Ese señor ha ganado, ¿y qué? ¿Es que demuestra algo el quehaya ganado ese señor?
Porque ante la teoría general, ante la ley profunda del treinta ycuarenta, los hechos aislados carecen de importancia. ¿Es que se va adestruir con 1.000 pesetas toda una filosofía?
—Oye, dame dos duros—dice una voz femenina.
—Pídeselos a Marquet—contesta una voz masculina.
—Es que ya ves lo que ha pasado. Ha quebrado la racha...
—Yo llevo perdidas ya 40.000 pesetas desde el mes de agosto—le diceuna amiga a la pedigüeña.
—¿Cuarenta mil pesetas? Y ¿a quién se las has perdido?
—Se las perdí a varios. Si fuese para comer, no me las hubiesen dado...
Un jugador abandona su asiento con cara de malhumor.
—¿Perdió usted mucho?
—No. Perdí poco; pero lo que más me indigna es ver ganar a los amigos.Que yo pierda, pase. Que ganen los desconocidos, pase. Que ganen losamigos, eso, francamente, me desespera.
Se oye la voz del empleado, que domina todas las otras.
—¡Hagan juego, señores...!
La mesa se llena de miles de pesetas. ¡Y luego diremos que el dineroespañol carece de audacia y que está dormido en las cuentas corrientes!
III
LOS BOLSILLOS Y EL ESPÍRITU DE PROPIEDAD
VIENDO, en el Casino, a los empleados de las mesas de juego, se me hanvenido a la memoria las reflexiones de un oso: el oso Atta Troll,inmortalizado por Heine.
Según Atta Troll, los hombres son unosanimales infelices y depravados, y todo su mal proviene de la invenciónde los bolsillos. Si los hombres no usáramos bolsillos, no habría entrenosotros egoísmo, no habría ambición, no habría tuyo y mío, nohabría propiedad, no habría tiranía... Seríamos como unos osos dediferente especie, serios y dignos, aunque aficionados a la danza.Desgraciadamente, un día los hombres inventaron los bolsillos, y desdeentonces cada uno trata de meter en los suyos lo que debiera estar a ladisposición de todos...
En el Casino de San Sebastián, los empleados de las mesas de juegocarecen de bolsillos. La dirección del establecimiento, como el oso deHeine, cree que, despojando de bolsillos a los hombres, se suprime enellos el sentido de la propiedad, y a medida que los empleados llegan,hace que cambien sus trajes por unos trajes especiales, en los que nohay medio de guardar ni una sola perra chica. Los empleados pueden, así,manejar todas las noches miles y miles de duros sin la menor emoción.
Situvieran bolsillos, tendrían, con ellos, el sentido de la propiedad, yal pensar que todo aquel dinero era un dinero ajeno, sufrirían tormentosespantosos. Sin bolsillos, esto es, sin sentido de la propiedad, no seles ocurre nunca guardarse un duro de nadie.
Juegan con el dinero comojugarían con chinas al borde de la playa. Las fichas de 1.000 pesetas nolos tantalizan ni poco ni mucho. S