La Serie de Lenguaje Moderno del Librero Heath - Historias Cortas by Elijah Clarence Hills, Ph. D and Louise Reinhardt - HTML preview

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Puedo afirmarle, sin mentir, que las cosas que pensé en un segundo,allí, en la obscuridad, no tendría tiempo á pensarlas{5-2} ahora en undía entero. Vi con perfecta claridad lo que iba á suceder. La muerte deaquel hombre divulgada en seguida por la

ciudad; la policía echándomemano, la consternación de mi yerno, los desmayos de mi

hija, los gritosde mi nietecita; luego la cárcel, el proceso arrastrándose perezosamenteal través de los meses y acaso de los años; la dificultad de probar quehabía sido en defensa propia; la acusación del fiscal llamándomeasesino, como siempre acaece en estos casos; la defensa de mi abogadoalegando mis honrados antecedentes; luego la sentencia de la Salaabsolviéndome quizá... quizá

condenándome á presidio.

De un salto me planté en la calle{5-3} y corrí hasta la esquina; peroallí me hice cargo de que venía sin sombrero, y me volví. Penetré denuevo en el portal, con gran repugnancia y miedo. Encendí otro fósforo yeché una mirada oblicua á mi víctima, con la esperanza de verle alentar.Nada; allí estaba en el mismo sitio, rígido, amarillo, sin una gota desangre en el rostro, lo cual me hizo pensar que había muerto deconmoción cerebral. Busqué el sombrero, metí por él la mano cerrada

paradesarrugarlo, me lo puse y salí.

Pero esta vez me guardé de correr. El instinto de conservación se habíaapoderado de mí por completo, y me sugirió todos los medios de evadirla justicia. Me ceñí á la pared por el lado de la sombra, y haciendo elmenor{6-1} ruido con los pasos, doblé pronto la esquina de la calle dela Perseguida, entré en la de San Joaquín y caminé la vuelta de mi casa.Procuré dar á mis pasos todo el sosiego y compostura posibles. Mas heaquí que en la calle de Altavilla, cuando ya me iba serenando,{6-2} seacerca de improviso un guardia del Ayuntamiento.

—Don Elías, ¿tendrá usted la bondad de decirme?...

No oí más. El salto que di fué tan grande, que me separé algunas varasdel esbirro.

Luego, sin mirarle, emprendí una carrera desesperada, loca,al través de las calles.

Llegué á las afueras de la ciudad y allí medetuve jadeante y sudoroso. Acudió á mí la reflexión.{6-3} ¡Québarbaridad había hecho! Aquel guardia me conocía. Lo más probable es queviniera á preguntarme algo referente á mi yerno. Mi

conductaextravagante le había llenado de asombro. Pensaría{6-4} que estaba loco;pero á la mañana siguiente, cuando se tuviese noticia del crimen,seguramente concebiría sospechas y daría parte del hecho al juez. Misudor se tornó frío de repente.

Caminé aterrado hacia mi casa y no tardé en llegar á ella. Al entrar seme ocurrió una idea feliz. Fuí derecho á mi cuarto, guardé el bastón dehierro en el armario y tomé otro de junco que poseía, y volví á salir.Mi hija acudió á la puerta sorprendida.

Inventé una cita con un amigo enel Casino, y, efectivamente, me dirigí á paso largo

hacia este sitio.Todavía se hallaban reunidos en la sala contigua al billar unos cuantosde los que formaban la tertulia de última hora. Me senté al lado deellos, aparenté buen humor, estuve jaranero en exceso y procuré portodos los medios que se

fijasen en el ligero bastoncillo que llevaba enla mano. Lo doblaba hasta convertirlo en un arco, me azotaba lospantalones, lo blandía á guisa de florete, tocaba con él en la espaldade los tertulios para preguntarles cualquier cosa, lo dejaba caer alsuelo. En fin, no quedó nada que hacer.{7-1}

Cuando al fin la tertulia se deshizo y en la calle me separé de miscompañeros, estaba un poco más sosegado. Pero al llegar á casa yquedarme solo en el cuarto, se apoderó de mí una tristeza mortal.Comprendí que aquella treta no serviría más que para agravar misituación en el caso de que las sospechas recayesen sobre mí. Me desnudémaquinalmente y permanecí sentado al borde de la cama larguísimorato,{7-2}

absorto en mis pensamientos tenebrosos. Al cabo el frío meobligó á acostarme.

No pude cerrar los ojos. Me revolqué mil veces entre las sábanas, presade fatal desasosiego, de un terror que el silencio y la soledad hacíanmás cruel. Á cada instante esperaba oir aldabonazos en la puerta y lospasos de la policía en la escalera. Al amanecer, sin embargo, me rindióel sueño; mejor dicho, un pesado letargo, del cual me sacó la voz de mihija.

—Que{7-3} ya son las diez, padre. ¡Qué ojeroso está usted! ¿Ha pasadomala noche?

—Al contrario, he dormido divinamente—me apresuré á responder.

No me fiaba ni de mi hija. Luego añadí afectando naturalidad:

—¿Ha venido ya El Eco del Comercio?

—¡Anda! ¡Ya lo creo!

—Tráemelo.

Aguardé á que mi hija saliese,{8-1} y desdoblé el periódico con manotrémula.

Recorrílo todo con ojos ansiosos sin ver nada. De pronto leí enletras gordas: El crimen de la calle de la Perseguida, y quedé heladopor el terror. Me fijé un poco más.{8-2} Había sido una alucinación. Eraun artículo titulado El criterio de los padres de la Provincia. Alfin, haciendo un esfuerzo supremo para serenarme, pude leer la secciónde gacetillas, donde hallé una que decía:

"Suceso extraño

Los enfermeros del Hospital Provincial tienen la costumbre censurable deservirse de los alienados pacíficos que hay en aquel manicomio, paradiferentes comisiones, entre ellas, la de transportar los cadáveres á lasala de autopsias. Ayer noche cuatro dementes, desempeñando esteservicio, encontraron abierta la puerta del patio que da

acceso alparque de San Ildefonso, y se fugaron por ella llevándose el

cadáver.Inmediatamente que el señor administrador del Hospital tuvo noticia

delhecho, despachó varios emisarios en su busca, pero fueron inútiles susgestiones. Á

la una de la madrugada se presentaron en el Hospital losmismos locos, pero sin el cadáver. Éste fué hallado por el sereno de lacalle de la Perseguida en el portal de la señora Da. Nieves Menéndez.Rogamos al señor decano del Hospital Provincial que tome medidas paraque no se repitan estos hechos escandalosos.»

Dejé caer el periódico de las manos, y fuí acometido de una risaconvulsiva que degeneró en ataque de nervios.

—¿De modo que había usted matado á un muerto?

—Precisamente.

LOS PURITANOS

(Novela)

POR DON ARMANDO PALACIO VALDÉS{9-1}

Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. Notenía motivo para negarme á recibirle en mi habitación algunos días. Eldueño de la fonda

me lo presentó como un antiguo huésped á quien debíamuchas atenciones. Si me negaba á compartir con él mi cuarto, se veríaen la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cualsentía extremadamente.

—Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tienehoras extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente enque V. le ponga una cama en el gabinete... Pero cuidado... ¡sinejemplar!...

—Descuide V., señorito, no volveré á molestarle con estas embajadas. Lohago únicamente porque D. Ramón no vaya á parar á otra casa. Crea V. quees una buena

persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fué la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid notuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de loscompañeros de cuarto. Si volvía á casa más tarde que yo, entraba y seacostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba mástemprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor dehacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toseró moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de

campo, ysólo venía á Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión erapara

gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. Ápesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba delos cincuenta años, lo cual hacía

presumir, como así era en efecto, quese había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora consu elevada

estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojosanimados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchasmujeres con preferencia á otros galanes

sietemesinos.

Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar ó canturriar al tiempo delavarse. Pero

observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba ysoltaba{10-1} con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzueladeshaciéndolos y pulverizándolos{10-2} entre resoplidos y gruñidos, elpasaje que con más ardor acometía y más á menudo, era uno

de LosPuritanos: me parece que pertenecía al aria de barítono en el primeracto. Don Ramón no sabía la letra sino á medias, pero lo cantaba con elmismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:

Il sogno beato

Di pace e contento,{10-3}

Ti, ro, ri, ra, ri, ro,

Ti, ro, ri, ra, ri, ro.

Necesitaba seguir tarareando hasta llegar á otros dos versos que decían:

La dolce memoria

Di un tenero amore.{10-4}

Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.

—¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta áV. Los Puritanos.

—Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquiercosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzurahay en ella! ¡Qué inspiración! Éstas son óperas y ésta es música.¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana quesólo sirve para hacer dormir!... Á mí me gustan con pasión todas lasóperas de Bellini:{11-1} El Pirata, Sonámbula, Norma; pero sobretodas ellas Los Puritanos... Tengo además razones particulares paraque me guste más que ninguna otra, añadió bajando la voz.

—¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndomelos

calcetines: vengan{11-2} esas razones.

—Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestóruborizándose un poco.

—Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedoremediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecariade que V. me habló ayer.

—¡Al fin poeta!{11-3}

—No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.

—Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, selo contaré

ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tonteríaque no merece la pena...

¡Pero vístase V., criatura, que se estáhelando!

El año de cincuenta y ocho vine á Madrid con una comisión delAyuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota deconsumos.{12-1} Tenía yo entonces...

eso es, veintinueve años; y yahacía siete cumplidos que estaba casado.{12-2} Es una barbaridad casarsetan joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no

aconsejaré ánadie que lo haga. Vine á parar á esta misma casa, esto es, á la mismaposada; la casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. Enaquella época, bueno será que le advierta que me complacía en andar muylechuguino ó sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que teníasiempre escamada á mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombrede Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándolaun poco enojada. No es malo tener á las mujeres

un si es no es celosas.

Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en esteMadrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunasvisitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminandolentamente por la de las Infantas,

meditando sobre el plan de la noche ósea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarrohabano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en

la cabeza queme hace vacilar; el flamante sombrero de copa fué rodando por un lado

yel cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi ámis pies fué una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.

«Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo», dije para misadentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó nocomprender. Mas como no

era de presumir que ella por su voluntad sehubiese arrojado sobre mí de aquel modo

brusco é inconveniente, puesjamás había hecho daño á ninguna muñeca, creí más probable que de algunacasa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.

En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso,suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece á catorce años.

Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mifuror, y en

vez de lanzarle un apóstrofe violento, como teníadeterminado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formaciónde esta sonrisa haya intervenido más ó menos

directamente la bellezanada vulgar del criminal.

Recogí el sombrero, me lo puse, y volví á alzar la cabeza y á remitirotra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresorseguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse lasamables disposiciones en que su víctima se hallaba. Á todo esto lamuñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modoalguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situaciónpoco decorosa. Me apresuré á levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo,por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido algunafractura ú otra herida grave.

No tenía más que leves contusiones. Alcélaen alto y la mostré á su dueño haciéndole

seña de que iba á subir paraentregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escaleray tomo el cordón de la campanilla.... Ya está abierta la puerta. Milindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida yfrescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales depositorespetuosamente á la muñeca desmayada.

Quise hablar, para dar mayorseguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñecaconservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba laocasión

de conocer una niña tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada deesto fué posible. La chica murmuró confusamente «muchas gracias», y seapresuró á cerrar la puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.

Salgo á la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en elmismo caso, y

sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabezahacia el balcón. Á los treinta ó cuarenta pasos observo que está la niñaasomada, y me paro y le envío una sonrisa y

un saludo ceremonioso. Estavez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura á retirarse. ¡Cuidadoque era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí lanecesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibircierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado,me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de talcriaturita. Ya no estaba en el balcón.

Pues yo no me voy sin verla, me dije, y pian pianito, comencé á pasearla calle sin

perder de vista la casa, con la misma frescura que uncadete de Estado Mayor.

Después de todo, aquí nadie me conoce—me ibarepitiendo á cada instante, á fin de comunicarme alientos para seguirpaseando.—Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagarpor un lado que por otro.

Justamente, al cruzar tercera ó cuarta vez{14-1} por delante del balcón,apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento desorpresa, acompañado de una

mueca encantadora, se echó á reír y seocultó de nuevo.

¡Pero, qué necios somos los hombres{15-1} y qué inocentes cuando setrata de estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospechésiquiera que la niña había estado

presenciando, sin perder uno solo,todos mis movimientos?

Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fuí ácasa de un amigo.

Mas al día siguiente, fuese casualidad ó{15-2}premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté á pasar por elmismo sitio á la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de brucessobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas asíque pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase{15-3} por delantede la casa. Como V.

puede suponer, esto, lejos de hacerme desistir, meanimó á quedarme petrificado en la esquina de la primer boca-calle, encontemplación extática. No pasaron cuatro minutos sin que viese{15-4}asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente,volvió á asomarse á los dos minutos y volvió á retirarse, asomóse alminuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de talesmaniobras, se asomó

por entero y me miró fijamente por un buen rato,cual si tratase de demostrar que no

me tenía miedo alguno.{15-5}Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego graneado demiradas, acompañado por lo que á mí respecta de una multitud

desonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causarnotables estragos en el enemigo. Éste á la media hora, oyó sin duda enla sala el toque de «alto el fuego», y se retiró cerrando el balcón. Nonecesitaré decirle que, por más que me sintiese avergonzado de aquellaaventura, seguí dando vueltas á la misma hora por la

calle, y que eltiroteo era cada vez más intenso y animado. Á los tres ó cuatro días medecidí á arrancar una hoja de la cartera y á escribir estas palabras: Me gusta V.

muchísimo. Envolví una moneda de dos cuartos en la hoja, yaprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle señade{16-1} que se retirase, la arrojé al balcón.

Al día siguiente, cuandopasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré á recoger ydesdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con muchocuidado y el papel rayado para no torcer: Tan bien ustez me gusta á míno crea que juego con muñecas era de mi ermanita. {16-2}

Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensacióndulce y amable, que muy pronto hizo sitio á otra melancólica, alrecordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aqueldía mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de sucondescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada alcombate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambaspartes. Una hora ó más duraba todas las tardes este juego, hasta que seoía llamar{16-3} y se retiraba apresuradamente. Le pregunté por señas sisalía de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en lacalle hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, quedebía de ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguíles

al Retiro, aunque árespetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza

el quela mamá se enterase:{16-4} la chiquilla, con menos prudencia, volvía ácada instante la cabeza{16-5} y me dirigía sonrisas, que me tenían encontinuo sobresalto. Al fin volvimos á casa en paz. Á todo esto, yo nosabía cómo se llamaba, y á fin de averiguarlo escribí la pregunta enotra hoja de la cartera: ¿Cómo se llama V.? La chica contestó en lamisma letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa nocrea ustez por Dios que juego con muñecas. {17-1}

Diez ó doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecíacada día más linda, y lo era{17-2} en efecto, porque según he averiguadoen el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermoseetanto á la mujer como el amor. Le pregunté

repetidas veces si podíahablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible:si la mamá llegaba á saber algo ¡adiós balcón! Empecé á sospechar que meiba enamorando{17-3} y esto me traía inquieto. No podía pensar enaquella niña sin sentir profunda melancolía, como si personificase mijuventud, mis ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempreestaban separados de mí por barrera

infranqueable. Al mismo tiempo meacosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el dolor

de mi pobre mujer sillegase á averiguar que su marido andaba por la corte enamorandochiquillas! Un día recibí carta suya, participándome que tenía á mi hijomenor{17-4} un poco indispuesto, y rogándome que procurase arreglar losnegocios y volviese pronto á casa. La noticia me produjo el disgusto queV. puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos. Y como siaquello fuese castigo

providencial ó por lo menos advertencia saludable,después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara sinpiedad mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador yresolví obedecer á mi esposa inmediatamente. Para llevar á cabo estepropósito, lo primero que se me ocurrió fué no acordarme más de Teresa,ni

pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después,abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre álos cinco ó seis días.

Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después dealmorzar,

ni aun para ir á la de Valverde, donde vivían unos amigos. Porla noche, después de comer, como no había peligro de ver á Teresa, lacruzaba velozmente y sin echar una

mirada á la casa.

Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, ó si me acordabaera de un

modo vago, como la memoria de los días risueños de lajuventud. Tenía casi ultimados

mis negocios{18-1} y andaba preocupadocon la elección del día para marcharme. Será cosa, á más tardar, delviernes ó el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro yechándome á la calle. El ministro se había negado á rebajar la cuota delAyuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que habíade decir

á mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejorde explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré enla calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada.Llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidadde la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto á mifamilia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y lacontemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelantemurmurando: «¡Qué chiquilla tan mona!{18-2} ¡Lástima será que se lalleve un tunante!» Después me puse á reflexionar en lo fácil que{18-3}me hubiera sido jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con elcargo;{18-4} pero no; hubiera sido una felonía. Por más que fuese{19-1}un poco díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba para seralcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y planespolíticos, y cuando ya estaba próximo

á doblar la esquina de la calle,he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que medice:

—¿Va V. muy lejos?

—¡Teresa!

Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándolaestupefacto;

ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.

—¿Pero dónde va V. á estas horas?

—Me voy con V.—respondió alzando la cabeza y sonriendo como si dijesela cosa

más natural del mundo.

—¿Á dónde?

—¡Qué sé yo! Donde V. quiera.

Á un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.

—¿Ha huido V. de su casa?

—¡Qué había de huir!{19-2}.. . ¡solamente se la{19-3} he jugado áManuel, del modo más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoyen ir á la tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral,y papá mandó á Manuel que me acompañase.

Llegamos hasta el portal y allíle dije: «Márchate, que ya no haces falta»; y me hice como que subía laescalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de élhasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dió una risa, que por poco meoye!{19-4}

La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que meobligó á hacer lo

mismo.

—¿Y V. por qué ha hecho eso?—le pregunté con la falta de delicadeza,mejor dicho,

con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistoslos caballeros.{20-1}

—Por nada—repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echandoá

correr.

La seguí y la alcancé pronto.

—¡Qué polvorilla es V.!—le dije echándolo á broma{20-2}—¡Vaya un modode despedirse!... Perdón si la he ofendido...

La niña, sin decir nada, volvió