La Serie del Lenguaje Moderno Heath: José by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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pobre.

Los ojos de D. Fernando centellaron de ira al escuchar estas malignaspalabras.

—Oyes tú, cochino, zambombo, ¿te he pedido algo a ti? ¿Qué

tienes quepartir en[27.2] mi riqueza ni[27.3] en mi pobreza? Has de saber que tú yyo no hemos mamado la misma leche, grandísimo

pendejo[27.4]. ..

—D. Fernando, sosiéguese V.—dijo D. Claudio.—La cólera

es malaconsejera.

—No le haga V. caso, D. Fernando—manifestó la señá Isabel.

—Paz, paz, paz, señores—exclamó el juez municipal

levantando las manoscon autoridad.

Bernardo reía cazurramente, sin dársele nada, al parecer, de[27.5]

lasinjurias que le vomitaba el Sr. de Meira. Estas escenas eran frecuentesentre ambos: el festivo marinero gustaba de

mortificarle y verleencolerizado: después, se arrepentía de lo dicho, hacían las paces, yhasta otra.[27.6] El anciano caballero no podía guardar rencor a nadie;sus cóleras eran como la espuma del vino.

—Madre, ya es hora de cenar—dijo Elisa aprovechando el

silencio quesiguió a la reyerta.—José tendrá ganas de irse.[27.7]

La señá Isabel no contestó; su ojo avizor[27.8] había descubierto, hacíaya rato largo, que D. Fernando tratabaPg 28 de hablar reservadamente con suesposo. En el momento en que Elisa

volvía a su tema, observó que el Sr.de Meira tiraba

disimuladamente de la levita a D. Claudio, marchándosedespués

hacia la puerta como en ademán de investigar el tiempo:

elmaestro le siguió.

—Claudio—dijo la señá Isabel antes de que pudiesen

entablarconversación;—alcánzame el paquete de los botones de

nácar que estáempezado.

D. Claudio volvió sobre sus pasos; arrimose a la estantería,[28.1]

yempinándose cuanto pudo, sacó los botones del último estante.

En elinstante de entregarlos, su esposa le dijo por lo bajo con acentoperentorio:

—Sube.

El maestro abrió más sus grandes ojos saltones,[28.2] sin comprender.

—Que te vayas de aquí—dijo su esposa tirándole de una

manga confuerza.

D. Claudio se apresuró a obedecer sin pedir explicaciones; salió por lapuerta que daba al portal, y subió las escaleras de la casa.

—El señor de la casa de Meira necesita cuartos—dijo

Bernardo al oídodel marinero que tenía cerca.—¿No has visto qué pronto lo haolido[28.3] la señá Isabel? ¡Si se descuida en echar fuera almaestro![28.4]...

El marinero sonrió mirando al caballero, que seguía a la puerta

enespera de[28.5] D. Claudio.

—Señores, ¿gustan VV. de cenar?[28.6]—dijo la señá Isabel levantándosede la silla.

Los tertulianos se levantaron también.

—José, tú subirás con nosotros, ¿verdad?Pg 29

—Como V. quiera. Si mañana le viene[29.1] mejor arreglar eso...

—Bien; si a ti te parece...

Elisa no pudo contener un gesto de disgusto, y dijo

precipitadamente:

—Madre, mañana es mal día; ya lo sabe... tenemos que cerrar

una porciónde barriles... y luego la misa, que siempre enreda algo[29.2]...

—No te apures tanto, mujer[29.3]. .. no te apures... lo arreglaremos hoytodo—contestó la señá Isabel clavando en su hija una mirada

fría yescrutadora que la hizo turbarse.

Los tertulianos se fueron, dando las buenas noches.[29.4] La señáIsabel, después de atrancar la puerta, recogió el velón y subió laescalera, seguida de Elisa y José.

La salita donde entraron era pequeña, al tenor de[29.5] la tienda;gracias a los cuidados de Elisa, ofrecía grata disposición y apariencia;los muebles viejos, pero relucientes; un espejillo de marco doradocubierto con gasa blanca para preservarlo de las moscas; sobre la mesados grandes caracoles de mar, y en medio

de ellos un barquichuelo decristal toscamente labrado. Estos atributos marinos suelen adornar lassalas de las casas decentes de Rodillero. Colgaban de las paredesalgunas malas estampas con marco negro, representando la conquista deMéjico, dando la

preferencia a las escenas entre Hernán-Cortés y DoñaMarina;[29.6]

por bajo del espejo había algunas fotografías, con

marcotambién, en que figuraba la señá Isabel y el difunto Vega

poco despuésde haberse unido en lazo matrimonial; media

docena de sillas y un sofácon funda de hilo,[29.7] completaban el mobiliario. Pg 30

Cuando entraron en la sala, D. Claudio, que estaba asomado al

corredor,se salió dejándoles el recinto libre. La señá Isabel pasó a la alcoba enbusca del cuaderno sucio y descosido donde llevaba las cuentastodas[30.1] de su comercio; Elisa aprovechó aquel momento para decirrápidamente a su novio:

—No dejes de hablarle.[30.2]

Hizo un signo afirmativo José, aunque dando a entender el miedo y laturbación que le producía aquel paso. La joven se salió también cuandosu madre tornó a la sala.

—El domingo, trescientas siete libras—dijo la señá Isabel, colocandoel velón sobre la mesa y abriendo el cuaderno,—a real

y cuartillo. Ellunes, mil cuarenta, a real; el martes, dos mil doscientas, a medioreal; el miércoles no habéis salido; el jueves, doscientas treinta ycinco, a dos reales; el viernes nada; hoy, mil ciento cuarenta, a real ymedio... ¿ No es esto,[30.3] José?

—Allá V., señora; yo no llevo apunte.[30.4]

—Voy a echar la cuenta.[30.5]

La vieja comenzó a multiplicar; no se oía en la sala más que el

crugidode la pluma. José esperaba el resultado de la operación dando vueltasa[30.6] la boina que tenía en la mano. No el interés o el afán de sabercuánto dinero iba a recibir ocupaba en aquel instante su ánimo;, todo élestaba[30.7] embargado y perplejo, ante la idea de tratar el negocio desu matrimonio: buscaba con anhelo

manera hábil de entrar en materia,concluida que fuese la

cuenta.[30.8]

—Son[30.9] cuatro mil setecientos tres reales y tres cuartillos—

dijola señá Isabel, levantando la cabeza. Pg 31

José calló en señal de asentimiento. Hubo una pausa.

—Hay que quitar de esto—manifestó la vieja bajando la voz ydulcificándola un poco—la rebaja que me has hecho en tu quiñón y en losde la lancha... El domingo me lo has puesto a real; el lunes a trescuartillos; el martes no hubo rebaja por estar barato; el jueves, a realy medio, y hoy a real. ¿No es eso?

—Sí, señora.

—La cuenta es mala de echar... ¿Quieres que lo pongamos a sietecuartos,[31.1] para evitar equivocaciones?... Me parece que pierdo enello...

José consintió, sin pararse a pensar si ganaba o perdía. La viejacomenzó de nuevo a trazar números en el papel, y José a escogitar losmedios de salir de aquel mal paso.

Terminó al fin la señá Isabel; aprobó José su propio despojo y

recibióde mano de aquélla un puñado de oro, para repartir al día

siguienteentre sus compañeros. Después que lo hubo encerrado en un bolsillo decuero y colocado entre los pliegues de la faja, se puso otra vez a darvueltas a la boina con las manos temblorosas. Había llegado el instantecrítico de hablar. José nunca había sido un orador elocuente, pero enaquella sazón se sintió desposeído como nunca de las cualidades que

loconstituyen. Un flujo de sangre le subió a la garganta y se la atascó;apenas acertaba a contestar con monosílabos a las

preguntas que la señáIsabel le dirigía acerca de los sucesos de la pesca y de las esperanzasque cifraba para lo sucesivo; la vieja, después de haberle chupado lasangre,[31.2] se esforzaba en mostrarse amable con él. Mas laconversación, a pePg 32 sar de esto, fenecía, sin que el marinero lograsedar forma verbal a lo que pensaba. Y ya la señá Isabel se disponía adarla por terminada,[32.1]

levantándose

de

la

silla,

cuando

Elisa

abriórepentinamente la puerta y entró, con pretexto de recoger unas tijerasque le hacían falta; al salir, y a espaldas de su madre,[32.2]le hizoun sin número[32.3] de señas y muecas, encaminadas todas a exigirle elcumplimiento de su promesa; fueron tan imperativas y terminantes, que elpobre marinero, sacando fuerzas de flaqueza y haciendo un esfuerzosupremo, se

atrevió a decir:

—Señá Isabel...

El ruido de su voz le asustó, y sorprendió también por lo extraño a lavieja.

—¿Qué decías, querido?

La mirada que acompañó a esta pregunta le hizo bajar la cabeza; estuvoalgunos instantes suspenso y acongojado: al cabo

sin levantar la vista ycon la voz enronquecida dijo:

—Señá Isabel, el día de San Juan pienso botar la lancha al agua...

Contra lo que esperaba, la vieja no le atajó con ninguna palabra; siguiómirándole fijamente.

—No sé si recordará lo que en el invierno me ha dicho...

La señá Isabel permaneció muda.

—Yo no quisiera incomodarla... pero como el tiempo se va pasando, y yano hay mayormente[32.4] ningún estorbo... y después la gente le preguntaa uno para cuando... y tengo la casa apalabrada... lo mejor seríadespachar el negocio antes de que el

invierno se eche encima... Pg 33

Nada; la maestra no chistaba.[33.1] José se iba turbando cada vez más:miraba al suelo con empeño, deseando quizá que se abriese.

La vieja se dignó al fin exclamar alegremente:

—¡Vaya un susto que me has dado,[33.2]querido! Pensé al verte tanazorado que ibas a soltarme una mala noticia y resulta que me hablas delo que más gusto me puede dar.

El semblante del marinero se iluminó repentinamente.

—¡Qué alegría, señora! Tenía miedo...

—¿Por qué? ¿No sabes que yo lo deseo con tanto afán como

tú?... José,tú eres un buen muchacho, trabajador, listo, nada[33.3]

vicioso. ¿Quémás puedo desear para mi hija? Desde que

empezaste a cortejarla te hemirado con buenos ojos, porque estoy segura de que la harás feliz. Hastaahora hice cuanto estaba en mi mano[33.4] por vosotros, y Dios mediante,pienso seguir haciéndolo. En todo el día no os quito del pensamiento; nohago

otra cosa que dar vueltas[33.5] para ver de qué modo arreglamospronto ese dichoso casorio... Pero los jóvenes sois muy impacientes yecháis a perder[33.6] las cosas con vuestra precipitación... ¿Por quétanta prisa? Lo mismo tú que Elisa[33.7]

sois bastante jóvenes, yaunque, gracias a Dios, tengáis lo bastante para vivir, mañana u otrodía[33.8] si os vienen muchos hijos acaso no podáis decir lo mismo...Tened un poco de

paciencia: trabaja tú cuanto puedas para que nunca hayamiedo al

hambre, y lo demás ya vendrá...

El semblante de José se oscureció de nuevo.

—Mientras tanto—prosiguió la vieja,—pierdePg 34 cuidado en

lo que toca aElisa: yo velaré porque su cariño no disminuya y sea siempre tan buena yhacendosa como hasta aquí... Vamos, no

te pongas triste; no hay tiempomás alegre que el que se pasa de

novio. Bota pronto la lancha al aguapara aprovechar la costera del bonito. Cuando concluya, si ha sidobuena, ya hablaremos.

Al decir esto se levantó: José hizo lo mismo sin apartar los ojos delsuelo; tan triste y abatido, que inspiraba lástima. La señá Isabel ledio algunas palmaditas cariñosas en el hombro,

empujándole al mismotiempo hacia la puerta.

—Ea, vamos a cenar, querido, que tú ya tendrás gana y

nosotros también.Elisa—añadió alzando la voz,—alumbra a

José, que se va. Vaya, buenasnoches, hasta mañana...

—Que V. descanse, señora—contestó José con voz apagada.

Elisa bajó con él la escalera, y le abrió la puerta. Ambos se mirarontristemente.

—Tu madre no quiere—dijo él.

—Lo he oído todo.

Guardaron silencio un instante; él, de la parte de fuera,[34.1]

elladentro del portal con el velón en una mano y apoyándose con la otra enel quicio de la puerta.

—Ayer—dijo la joven—había soñado con[34.2] zapatos... es de buenagüero: por eso tenía tanto empeño en que la hablases.[34.3]

—Ya ves—replicó él sonriendo con melancolía—que no hay

que fiar desueños.

Después de otro instante de silencio, los dos extenPg 35 dieron las manos yse las estrecharon diciendo casi al mismo tiempo:

—Adiós, Elisa.

—Adiós, José.

IV

CUANDO la pesca anda escasa por la costa de Vizcaya,[35.1]

suelen veniralgunas lanchas de aquella tierra a pescar en aguas de Santander[35.2] yde Asturias. Sus tripulantes eligen el puerto que más les place y pasanen él la costera del bonito, que dura próximamente desde Junio aSetiembre. Mientras permanecen a

su abrigo, observan la misma vida quelos marineros del país, salen juntos a la mar y tornan a la misma hora:la única diferencia es que los vizcaínos comen y duermen en sus

lanchas,donde se aderezan toscamente una vivienda para la

noche, protegiéndolascon toldos embreados y tapizándolas con alguna vela vieja que lespermita acostarse, mientras los

naturales se van tranquilamente areposar a sus casas. Ni hay rivalidades ni desabrimientos entre ellos:los vizcaínos son de natural pacífico y bondadoso; los asturianos, másvivos de genio

y más astutos, pero generosos y hospitalarios. Cuandonavegan se ayudan y se comunican cordialmente el resultado que

obtienen:después que saltan en tierra, acuden juntos a las tabernas y departenamigablemente, apurando algunas copas de vino. Los vizcaínos son mássobrios que los asturianos; rara vez

se embriagan: éstos, dados como lospueblos meridionales a la burla y al epigrama, los embroman por suvirtud.

Uno de tales vizcaínos fue el padre de José. CuanPg 36 do vino con otros unverano a la pesca, la madre era una hermosa joven,

viuda, con dos hijasde corta edad, que se veía y deseaba[36.1] para alimentarlas trabajandode tostadora en una bodega de

escabeche. El padre de José trabórelaciones con ella, y la sedujo dándola palabra de casamiento. La bellaTeresa esperó en vano por él: a los pocos meses supo[36.2] que habíacontraído matrimonio con otra en su país.

Teresa era de temperamento impetuoso y ardiente, apasionada

en susamores como en sus odios, pronta a enojarse por livianos

motivos,desbocada y colérica: tenía el amor propio brutal de la gente ignorante,y le faltaba el contrapeso del buen sentido que ésta suele poseer; susreyertas con las vecinas eran conocidas de

todos; se había hecho temiblepor su lengua, tanto como por sus

manos. Cuando la cólera la prendía, semetamorfoseaba en una furia; sus grandes ojos negros y hermososadquirían expresión feroz y todas sus facciones se descomponían. Loshabitantes de Rodillero al oírla vociferar en la calle, sacudían lacabeza con disgusto, diciendo: «Ya está escandalizando esa loca de

Ramónde la Puente» (así llamaban a su difunto marido).

La traición de su amante la hizo adolecer de rabia: hubiera quedadosatisfecha con tomar de él sangrienta venganza. Las pobres hijas pagarondurante una temporada el delito del

seductor: no se dirigía a ellas sinocon gritos que las aterraban; la más mínima falta les costaba cruelesazotes: en todo el día no se

oían más que golpes y lamentos en la oscurabodega donde la viuda habitaba.

Bajo tales auspicios salió nuestro José a la luz delPg 37 día.

Teresa nopudo ni quiso criarlo: entregolo a una aldeana que se avino a hacerlomediante algunos reales, y siguió dedicada a las

penosas tareas de suoficio. Cuando al cabo de dos años la nodriza se lo trajo, no supo quéhacer de él; dejolo entregado a sus hermanitas, que a su vez leabandonaban para irse a jugar: el

pobre niño lloraba horas enterastendido sobre la tierra

apisonada[37.1] de la bodega, sin recibir elconsuelo de una caricia: cuando lo arrastraban consigo a la calle erapara sentarlo en ella medio desnudo con riesgo de ser pisado por lasbestias o

atropellado por un carro. Si alguna vecina lo recogía porcaridad, Teresa, al llegar a casa, en vez de agradecérselo, laapostrofaba

«por meterse en la vida ajena. »[37.2]

Cuando José creció un poco, esta aversión se manifestó

claramente en losmalos tratos que le hizo padecer. Si había sido

siempre fiera y terriblecon sus hijas legítimas, cualquiera[37.3]

puede figurarse lo que seríacon aquel niño hijo de un hombre aborrecido, testimonio vivo de suflaqueza. José fue mártir en su

infancia. No se pasaba día sin que porun motivo o por otro no sintiese los estragos de la mano maternal:cuando por

inadvertencia ejecutaba la más leve falta, el pobre niño seechaba a temblar y corría a ocultarse en cualquier rincón del pueblo;mas no le valía: Teresa, encendida por la ira, con el palo de la escobaen la mano, iba por las calles en su busca,[37.4] vomitando amenazas,desgreñada como una furia, seguida por los chiquillos,

que gustansiempre de presenciar los espectáculos trágicos, hasta

que daba con él ylo traía arrastrando para casa. Si algún vecino

de buen corazón, desdela puerta de su vivienda la recriminaba por tantaPg 38 crueldad, ¡eran deoír[38.1] los denuestos y los insultos que salían vibrantes y agudos dela boca de la viuda contra el imprudente censor! el cual, corrido yavergonzado, la mayor parte de las veces se veía obligado a retirarse.

Asistió poco tiempo a la escuela, donde mostró una

inteligencia viva ylúcida, que se apagó muy pronto con las rudas

faenas de la pesca. A losdoce años le metió su madre de rapaz[38.2]

en una lancha, a fin de quecon el medio quiñón que le tocaba en

el reparto ayudase al sostenimientode la casa. Halló el cambio favorable: pasar el día en la mar erapreferible a pasarlo en la escuela recibiendo los palmetazos delmaestro: el patrón rara vez

le pegaba, los marineros le trataban casicomo un compañero; la

mayor parte de los días se iba a la cama sin haberrecibido ningún golpe: sólo a la hora de levantarse para salir a la maracostumbraba su madre a despavilarle[38.3] con algunos mojicones.Además, sentía orgullo en ganar el pan por sí mismo.

A los diez y seis años era un muchacho robusto, de facciones

correctas,aunque algo desfiguradas por los rigores de la

intemperie, tardo en susmovimientos como todos los marinos, que hablaba poco y sonreíatristemente, sujeto a la autoridad maternal, lo mismo que cuando teníasiete años. Mostró ser en la

mar diligente y animoso, y ganó por estarazón primero que otros

la soldada completa. A los diez y nueve años,seducido por un capitán de barco, dejó la pesca y comenzó a navegar enuna fragata que seguía la carrera de América. Gozó entonces

deindependencia completa, aunque voluntariamente remitía a su

madre unaparte del sueldo. Pero el apego a su pueblo, el recuerPg 39 do de suscompañeros de infancia, y por más que parezca raro, el amor a sufamilia, fueron poderosos a hacerle abandonar, al cabo de algunos años,la navegación de altura,[39.1] y emprender nuevamente el oficio depescador. Fue, no obstante, con mejor provisión y aparejo, pues en eltiempo que navegó, consiguió juntar de sus pacotillas algún dinero, ycon él compró

una lancha. Desde entonces cambió bastante su suerte: eldueño de una lancha, en lugar tan pobre como Rodillero, juega

papelprincipal; entre los marineros fue casi un personaje, uniéndose alrespeto de la posición el aprecio a su valor y destreza. Comenzó atrabajar con mucha fortuna: en obra de dos

años, como sus necesidades noeran grandes, ahorró lo bastante para construir otra lancha.

Por este tiempo fijó su atención en Elisa, que era hermosa entre lashermosas de Rodillero, buena, modesta, trabajadora y con fama de rica:si no la hubiera fijado, le hubieran obligado a

ello las palabras de susamigos y los consejos de las comadres del pueblo:—«José, ¿por qué nocortejas a la hija de la maestra?

No hay otra en Rodillero que más teconvenga.—José, tú debías

casarte con la hija de la maestra; es unachica como una plata,[39.2]

buena y callada; no seas tonto, dilealgo.—La mejor pareja para

ti, José, sería la hija de lamaestra...»—Tanto se lo repitieron, que al fin comenzó a mirarla conbuenos ojos. Por su parte ella escuchaba idénticas sugestiones respectoal marinero, donde

quiera que iba; no se cansaban de encarecerla sugallarda

presencia, su aplicación y conducta.

Pero José era tímido con exceso; en cuanto se sintió

enamorado, lo fuemucho más. Por largo tiempo, laPg 40 única señal que dio del tiernosentimiento que Elisa le inspiraba fue seguirla tenazmente con la vistadonde quiera que la hallaba, huyendo, no obstante, el tropezar con ellacara a cara. Lo cual no impidió que la joven se pusiera al tanto muypronto de lo que en

el alma del pescador acaecía. Y en justacorrespondencia,

comenzó a dirigirle con disimulo alguna de esasmiradas[40.1] como relámpagos con que las doncellas saben iluminar elcorazón de los enamorados. José las sentía, las gozaba, pero no osabadar un

paso para acercarse a ella. Un día confesó a su amigo

Bernardosus ansias amorosas, y el vivo deseo que tenía de hablar con la hija dela maestra. Aquel se rió no poco de su timidez, y le instó fuertementepara que la venciese; mas por mucho que hizo, no consiguió nada.

El tiempo se pasaba y las cosas seguían en tal estado, con visibledisgusto de la joven, que desconfiaba ya de verlas nunca[40.2] en víasde arreglo.[40.3] Bernardo, observando a su amigo cada día más triste yvergonzoso, determinó sacarle de apuros.

Una tarde de romería[40.4]paseaban ambos algo apartados de la gente por la pradera, cuando vieronllegar hacia ellos, también de paseo, a varias jóvenes: Elisa veníaentre ellas. Sonrió

maliciosamente el festivo marinero, halagado por unaidea que en aquel momento se le ocurrió; hizo algunas maniobras a fin depasar muy cerca de las jóvenes, y cuando le fue posible ¡zas!

da unfuerte empujón a su amigo, y le hace chocar con Elisa, diciendo al mismotiempo:—«Elisa, ahí tienes a José.» Después

se alejó velozmente. Joséconfuso y ruborizado quedó frente a frente de la hermosa joven, tambiénruborizada y confusa.—

«Buenas tardes,»—acertó al fin Pg 41 adecir.—«Buenas tardes,»—

respondió ella. Y fue cosa hecha.

El amor en los hombres reflexivos, callados y virtuosos,

prende, casisiempre, con fortaleza. La pasión de José, primera y

única de su vida,echó profundas raíces en poco tiempo: Elisa pagó cumplidamente su deudade cariño: mostrose propicia la astuta maestra: los vecinos lo vieroncon agrado; todo sonrió en

un principio[41.1] a