Las Mariposas Vuelan Libres: Un Acercamiento Innovador y Radical a la Evolución Espiritual by Stephen Davis - HTML preview

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CAPÍTULO 1

LA CAVERNA DE PLATÓN

 

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Imagina que te has pasado la vida entera sentado en el asiento de una sala de cine. El lugar es oscuro, como todas las salas de cine, pero sientes que…

¡No, espera!, antes de que nos metamos en eso…

Hay una alegoría famosa llamada “La Caverna de Platón,” escrita por Platón, naturalmente. Es una conversación ficticia entre Sócrates, el maestro de Platón, y el hermano de éste, Glauco. Esencialmente, la primera parte de la alegoría dice así:

Sócrates le pide a Glauco que imagine una caverna habitada por prisioneros que han sido encadenados y mantenidos inmóviles desde la infancia. No sólo tienen sujetos sus brazos y piernas, sino que además sus cabezas están fijas de manera que lo único que pueden ver es un muro situado directamente frente a ellos. Tras los prisioneros hay una gran hoguera, y un pasadizo elevado entre la hoguera y ellos.

Según pasan las gentes y los animales por ese pasadizo elevado entre la hoguera y las espaldas de los prisioneros, la luz del fuego proyecta sus sombras en el muro frente a ellos. Los prisioneros sólo pueden ver las sombras, pero no saben que son sombras.

Del muro también vienen los ecos de los ruidos que se producen en el pasadizo. Los prisioneros sólo oyen los ecos, pero no saben que son ecos.

Sócrates le pregunta a Glauco si no parece razonable que los prisioneros piensen que las sombras fuesen cosas reales y que los ecos fuesen sonidos reales, no simplemente reflejos de la realidad, ya que son todo lo que los prisioneros han visto y oído jamás.

Sócrates introduce un elemento nuevo en este escenario. Supón, conjetura Sócrates, que un prisionero sea liberado y se le permita levantarse y moverse libremente. Si alguien le mostrase las cosas reales que han proyectado las sombras y causado los ecos (el fuego y los seres sobre el pasadizo) el prisionero no sabría lo que eran y no los reconocería como la causa de las sombras y los ecos, seguiría creyendo que las sombras sobre el muro eran más reales que aquello que ve.1

La alegoría prosigue, pero quiero detenerme aquí. (Si te interesa, pincha aquí para ver un vídeo animado de tres minutos.)

Y ahora…

Imagínate que te has pasado la vida entera sentado en el asiento de una sala de cine. El lugar es oscuro, como todas las salas de cine, pero sientes que tienes limitaciones (grilletes) en tus muñecas y en tus tobillos que te dificultan mover brazos y piernas. El respaldo de tu asiento es alto, se eleva por encima de tu cabeza de manera que te es imposible mirar tras de ti. Todo lo que puedes ver es la pantalla frente a ti y la gente que está sentada a tu lado en las mismas condiciones que tú.

Frente a ti, extendiéndose por todos lados de la sala hasta donde puedes ver, tienes una pantalla gigante IMAX en 3 dimensiones (3D). Estás sentado ahí y ves película tras película. Te parece que tú formaras parte de cada película, totalmente sumergido en ellas. (Pincha aquí para ver el ejemplo de Woody Allen de una película de inmersión total: “La Rosa púrpura de El Cairo”.)

Como las sombras y los ecos en la Caverna de Platón, esas películas son todo lo que has conocido jamás. Son, de hecho, tu única realidad, tu vida.

Los actores son buenos, los guiones están bien escritos y tú te involucras emocionalmente en esas películas sintiendo rabia, dolor, tristeza, remordimiento, alegría, entusiasmo, hostilidad, miedo y un amplio abanico de emociones, dependiendo del guión. Tú tienes tus personajes favoritos (familia y amigos, por ejemplo) que intervienen a menudo, y otros a los que desprecias y que desearías que no aparecieran nunca.

Alguna de esas películas son placenteras de ver, incluso bellas algunas veces: felices, conmovedoras, amables, disfrutas con ellas. Otras son oscuras, de mal agüero, perturbadoras y dolorosas, y producen en tu interior reacciones nada agradables. Te resistes a verlas y desearías no sentir lo que sientes. A veces cierras los ojos y desearías que cambiase el guión.

Pero estás conforme con estar aquí y mirar, porque te han dicho (y has llegado a creerlo por tu experiencia) que esta es la única realidad que existe y que tienes que aceptarla.

La inmensa mayor parte de la gente (el 95% de la población terrestre, puestos a suponer, quizá más aún) morirá sentada en ese asiento del cine.

A los demás les ocurrirá algo interesante algún día.

En una película especialmente desagradable, pudiera ser que gritases “¡no!,” que retorcieras enérgicamente tu cuerpo en el asiento. De repente, te das cuenta de que ya no sientes los grilletes en las muñecas y los tobillos y que puedes mover brazos y piernas. Con tus manos vas palpando alrededor y descubres que los grilletes no tenían cerraduras (nunca las han tenido) y que tus aterrados movimientos los han abierto.

Todo este tiempo has supuesto (creído) que eras un prisionero, como esos perros que se mantienen alejados de una valla invisible. Te preguntas qué hacer después. Te das cuenta de que ya no tienes por qué estar sentado y ver las películas si no quieres hacerlo. Puedes levantarte pero no lo haces, no enseguida. Puede que te inclines hacia la persona a tu lado y empieces a decirle que no hay cerraduras en los grilletes, pero todo lo que recibes como respuesta es un “ssshhh”.

El miedo a levantarse es enorme; el pensamiento de marcharse de allí va contra todo lo que te han enseñado. Al final (quizá por curiosidad, o quizá rabia, o quizá es que ya no puedes soportar más sentir lo que sientes), decides “mandar al diablo al miedo” y te levantas. No pasa nada, no hay sirenas que aúllen, nadie viene a hacer que te sientes. Comienzas a pensar que acaso no había nada que temer.

Así que decides andar. Según te desplazas por la fila de asientos hacia el pasillo, diciendo “perdone, discúlpeme,” la gente te mira con asombro, sorpresa y consternación. Incluso algunos te dicen que vuelvas a sentarte, que te quites de en medio, que te comportes. Está claro que todos creen que estás loco.

Pero hay algo dentro de ti que se siente intrigado a pesar del miedo, algo que te urge a seguir. Por último, llegas al pasillo, te giras y ves que asciende entre los asientos, pero aún no puedes ver la parte trasera de la sala. Lo que ahora se ve claro es que la pantalla sigue y sigue por todo alrededor del edificio, en 360 grados, y que colgando del techo en el centro de la sala hay una gran bola negra. De todas partes de esa bola surge una luz muy brillante hacia la pantalla. No tienes ni idea de lo que es ni lo que significa. A medida que vas hacia arriba por el pasillo, te tropiezas con un par de personas que van en tu misma dirección y con algunos otros que vuelven a sus asientos. Los que regresan a sus asientos te miran mal, casi con odio, más que nada aterrorizados. Alguien te advierte que no sigas adelante. Pero piensas que, ya que has llegado hasta allí, quieres averiguar lo que hay al final del pasillo.

Cuando por fin llegas a la parte trasera, divisas el diseño completo de la sala circular. En una parte están los asientos de donde has venido, orientados todos en una misma dirección, llenos de gente que mira directamente a la pantalla. Tras los asientos hay un gran espacio donde gente como tú va caminando. También ves una puerta en medio del lejano muro, con una señal encima que dice: “no entrar, extremadamente peligroso”.

Como la pantalla IMAX 3D continúa por toda la estructura, no hay forma de escapar de las películas que se están proyectando. Dicho de otra manera: tu realidad, tu vida, te sigue a todas partes. Pero hay algo diferente, aunque por el momento no sepas qué. Las películas no han cambiado, aunque tú sí lo has hecho de alguna forma, que ya notas, pero que aún no comprendes.

Parece que hubiera pequeños grupos de gente reunidos aquí y allá (otros como tú que se han levantado de sus asientos y han llegado a la parte trasera) que hablan de algo que parece importante. Todo es tan nuevo, tan extraño, tan difícil de comprender, tan aterrador, tan…”irreal”. Por un segundo piensas en volver a tu asiento, en volver a la realidad que tan bien conoces. Entonces decides que no, que vas a quedarte ahí un rato más, al menos por ahora.

Te detienes por un momento en un grupo y preguntas

—¿qué pasa?

—Intentamos cambiar las cosas —te responden.

—¿Qué quieres decir? —preguntas.

—No nos gustan las películas que ponen, queremos otras diferentes —aclara la voz.

Mientras estabas sentado en la sala de cine nunca has considerado la idea de cambiar las películas, no sabías que fuera posible, pero ahora resulta una idea interesante. Tienes que admitir que hubo películas de las que desearías no haber tenido que tomar parte, aspectos de tu vida que hubieras preferido no ver ni experimentar.

 

Llegas a otro grupo a tiempo de escuchar disimuladamente a un hombre que dice:

—Sí, esto sí, esto es la realidad, pero hay un lugar mejor al que todos iremos cuando muramos, si tenéis fe y seguís unas pocas reglas sencillas….

En el grupo siguiente hay un gurú que exhorta a sus seguidores:

—Sí, podemos abandonar esta realidad, pero tenemos que ir todos juntos. Tened compasión de aquellos que se quedan viendo las películas….

Continúas tu camino por la trasera de la sala de cine y vas asimilando fragmentos de otros comentarios, del estilo:

—Esto no tiene por qué ser tu realidad, tú tienes el poder de cambiarla y yo puedo mostrarte cómo hacerlo…

—El Amor lo es todo…

—Silencia tu mente.

En toda esta confusión se te ocurre por fin que por primera vez puedes elegir qué hacer después. Lo sientes como algo que intriga y que también te asusta, porque acabas de dar el primer paso hacia la autorresponsabilidad y la autorrealización.

 

* * *

 

Aquí vamos a detenernos otra vez un momento.

En los libros dos y tres de su Trilogía de la Iluminación, Jed McKenna diferencia entre un “Humano-Niño” y un “Humano-Adulto”. Esta idea se merece que juguemos un poco con ella, especialmente a la luz de nuestra metáfora de la Sala de Cine.

Lo primero de todo es que ser un Humano-Niño o un Humano-Adulto no tiene nada que ver con la edad física. La inmensa mayor parte de la población mundial está formada por Humanos-Niños, muchísimos de ellos mayores de veinte años.

 

«La mayoría de los seres humanos cesan de desarrollarse a la edad de diez o doce años. La persona media de setenta años es frecuentemente una de diez con sesenta años de repeticiones… Debemos aprender a ver la diferencia entre un Humano-Adulto y un Humano-Niño con la misma facilidad y fiabilidad como distinguimos una persona de sesenta años de una de seis… Nuestras sociedades están constituidas de, por y para Humanos-Niños, lo que explica la naturaleza que se perpetúa a sí misma de esta enfermedad morbosa, así como de la mayoría de las estupideces que vemos en el mundo».2

 

Los Humanos-Niños son aquellos que están sentados en sus asientos en la sala de cine. Puede que se quejen mucho de las películas que ven, pero siguen mirando sin hacer nada al respecto. Están convencidos de que se mantienen en sus asientos por medio de alguna fuerza externa y poderosa, y de que están indefensos para cambiar nada. De hecho, creen que lo que necesita cambiarse está “ahí fuera,” que es algo o alguien sobre lo que no tienen control. Incluso votar es un acto de Humano- Niño, una declaración de que el cambio sólo es posible cambiándoles a “ellos”. Están convencidos de que las películas que ven son la “realidad,” de que son la vida como tiene que ser y así no se responsabilizan de su propio estado.

Algunos de esos Humanos Niños pueden haber descubierto que sus grilletes no tenían cerraduras y que eran libres para ponerse en pie y caminar cuando quisieran. Quizá unos pocos se hayan levantado, y menos todavía dieron algunos pasos hacia el pasillo. Pero el miedo se hace enseguida abrumador y vuelven a sus asientos a ponerse sus grilletes otra vez, confortados por el hecho de que están en una compañía tan buena, y tan numerosa.

 

«La Humana-Niñez es el estado del ego. En los verdaderos niños humanos es un estado natural y saludable. Sin embargo, en los adultos humanos es un sufrimiento horroroso. La única manera de que tal sufrimiento pase desapercibido y sin cura es que todo el mundo esté igualmente afectado, lo que es exactamente el caso. No se reconoce problema alguno y no se conoce alternativa alguna, y así no se busca solución alguna y no existe esperanza de cambio».3

 

Mucha gente pasa felizmente toda su vida como Humanos-Niños, establecidos en sus asientos, inmersos en sus películas. No trato de decir que haya nada “malo” en ello, porque no lo hay. Debe ser exactamente así para ellos, y no hay razón alguna para intentar cambiar su forma de pensar o transformarlos en Humanos-Adultos, como diremos más tarde.

Pero supongo que tú no eres uno de ellos o no estarías leyendo este libro. Te has levantado, has llegado a la parte trasera de la sala de cine y has empezado a comportarte como un Humano- Adulto. Este libro es para ti. Es sobre ti, no sobre ellos.

 

* * *

 

En la Caverna de Platón, el Humano-Adulto es el prisionero liberado que se alza ahora tras los demás, el que ve el fuego y a los hombres que caminan y proyectan las sombras sobre el muro. Pero, como señala Sócrates, las sombras aún representan la “realidad,” y el fuego, los hombres y los animales en el pasadizo siguen siendo alguna clase de enigma inexplicable.

Como mínimo, un Humano-Adulto se ha hecho consciente de que hay algo “equivocado” en la vida que ha venido experimentando a través de las películas de inmersión total, y ya no desea aceptar más esa “realidad” como valor real. En la película clásica de 1976 Network (Un mundo implacable), de Sidney Lumet, el presentador de los noticiarios Howard Beale expresa lo que siente un buen número de Humanos-Adultos cuando vocifera:

—¡Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo!

Un Humano-Niño vive en la ignorancia, creyendo estar despierto y con los ojos abiertos, cuando en realidad está profundamente dormido y con los ojos cerrados. Un Humano-Adulto nuevo ha dado el primer paso al abrir los ojos, aunque todavía está dormido y no comprende lo que ahora ve.

Para que nadie se llame a engaño: la Humana-Adultez no es el estado de la así llamada “iluminación espiritual,” aunque es lo que más “buscadores” persiguen actualmente y lo que la mayoría de los “gurús” venden estos días (también hablaremos más sobre esto después).

 

«La diferencia entre Adultez e Iluminación es que la primera es el despertar dentro del estado de sueño y la última es el despertar desde él… La Adultez poco profunda de los primeros estadios se confunde a menudo (y se vende como) Iluminación Espiritual, pero no lo es. Eso sólo es el primer vistazo verdadero a la vida».4

 

¿Has tenido alguna vez el sueño de que te despiertas y te das cuenta de que era sólo un sueño pero que realmente sigues soñando y no te despertaste?, ¿que el despertar en el sueño era parte del sueño mismo? Eso es de lo que habla Jed. Un Humano-Niño está dormido, pero cree que está despierto y que los sueños son reales. Un Humano-Adulto está dormido y sueña, y se despierta como parte del sueño pero no llega a despertarse del sueño mismo. Cree, como el Humano-Niño, que está despierto, pero realmente no lo está.

El paso siguiente, despertarse del sueño realmente, es de lo que trata este libro.

Ser un Humano-Adulto no es una “mala” manera de emplear tu vida, especialmente si lo comparas con la Humana-Niñez, pero tiene sus límites.

Como Humano-Adulto eres capaz de saber cómo enfrentarte mejor a las películas que vienen a ti y que definen tu vida. Hay toda clase de grupos en la parte trasera de la sala de cine que afirman que son capaces de enseñarte varios métodos de filtrar, o mejorar, o evitar, o negar, o procesar, o tratar con las emociones que surgen como resultado de tu inmersión en tu realidad. En el próximo capítulo vamos a mirar de cerca a alguno de esos grupos.

Pero convertirse en un Humano-Adulto no es el final, es sólo el principio.

 

* * *

 

No sé si ayuda que recuerdes cuando hiciste la transición de un Humano-Niño a un Humano-Adulto, levantándote de tu asiento en la sala de cine. Abundan las historias de cambios radicales de vida como resultado de accidentes de automóvil, divorcios súbitos y por sorpresa, la pérdida de un ser querido, una experiencia cercana a la muerte, ojeadas inducidas por drogas a otro mundo, y cosas semejantes.

Para mí fue muy claro.

Yo estaba en el segundo semestre (N. del T.: la segunda mitad del primer curso) en una Universidad pequeña del Sur. Decía que quería ser médico, pero realmente me interesaban más la filosofía y la religión. Dos años antes, un amigo del Instituto me recomendó un libro llamado El río de mi vida: la historia de Edgar Cayce, escrito por Thomas Sugrue5. Un día, estando de vacaciones de la Universidad, lo recordé de repente mientras ojeaba libros en una librería de Nueva York.

De vuelta a la Universidad dejé de acudir a las clases durante una semana para leer y releer ese libro. Me quedé maravillado. Hasta entonces yo había estado dormido, profundamente dormido. Me pasé la niñez y la adolescencia intentando ser ”normal”, como todo el mundo. Bueno, a lo mejor mi familia era ligeramente más deficiente que la mayoría, pero no obstante yo estaba sentado en mi asiento, viendo las películas, experimentando todo el malestar, deseando que las cosas de “ahí fuera” cambiaran, e intentando encontrar tanto placer como pudiera para compensar el dolor.

El río de mi vida terminaba con unas 30 páginas de filosofía extraída de lo que se llaman “lecturas vitales” de Cayce. Hablaban del origen y destino de la humanidad (“Todas las almas fueron creadas en el origen, y van encontrando su camino de vuelta al lugar de donde vinieron”); de reencarnación y astrología; de leyes universales (“como juzgues a otros, así serás juzgado”); de meditación y percepción extrasensorial; de el cuerpo, la mente y el espíritu (“el Espíritu es la vida, la Mente es el constructor, lo Físico es el resultado”); de la Atlántida y los cambios en la Tierra; y sobre la vida desconocida de Jesucristo, a quien Cayce llamaba nuestro “hermano mayor”.

Mi vida cambió de la noche a la mañana, de la misma manera que Cayce predijo que algún día el norte de Europa cambiaría “en un abrir y cerrar de ojos”. Mis compañeros de residencia no sabían qué hacer conmigo. De entrada dejé de comer cerdo, que había sido mi comida favorita. Yo, que literalmente vivía para los miércoles, cuando en la cafetería ponían chuletas de cerdo a la hora del almuerzo. Asimismo, me pasé el verano siguiente trabajando para el hijo de Cayce, Hugh Lynn, en la Asociación para la Investigación e Iluminación, en Virginia Beach.

Seguí en la Facultad otro curso después de leer el libro, aunque dejé de ir a las clases. Como me dijo una vez una señora de la limpieza:

—¡No te preocupes de nada de eso!, de todas formas lo que te enseñan aquí tampoco es verdad.

Yo era ahora un Humano-Adulto, aunque iba a necesitar algún tiempo para adaptarme a mi nuevo entorno.

Las consecuencias de levantarme y caminar a la parte trasera de la sala de cine me parecían apabullantes. Mi madre, cómo no, estaba en contra de todo ello, lo mismo que mi novia. Yo iba a desperdiciar un montón de dinero ya gastado en educación y quizá no iba a tener nunca un título académico. Casi con toda seguridad, nunca me haría médico. No tenía ni idea de lo que haría después, no tenía expectativas en el horizonte. Iba a abandonar a todos mis amigos y dejar una vida que contenía algunos momentos de alegría y placer por… ¿qué?

Y, tal vez lo más importante en ese momento, perdería mi prórroga por estudios y sería sujeto de la leva para acabar muy probablemente como soldado en Vietnam, una guerra a la que me opuse desde el principio.

Sin embargo, al final mi descontento y el malestar de quedarme en el asiento de la sala de cine vencieron al miedo a abandonarlo.