Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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4 de octubre.

La abuela ha tomado en serio su idea del matrimonio.

Al salir de la primera misa, en la que habíamos hecho nuestrasdevociones—hoy es la fiesta del Rosario,—mi querida abuela me condujovivamente hacia San José, y yo comprendí inmediatamente de qué setrataba. San José, protector de los matrimonios, es el más solicitadode los santos, a pesar de San Antonio, que empieza a hacerle unacompetencia temible. Todas las mamás ávidas de casar a su progenituraestán a los pies del santo patriarca, y todas las solteras y solteronasen busca de un marido le hacen una corte asidua.

Al salir de la Catedral quise darme el placer de parecer ignorar lo quela abuela podía tener que pedir tan largamente al bueno de San José.

—Muchas coqueterías te traes con San José—le dije en cuanto salimos dela iglesia.—Supongo que le has pedido muchas gracias en la largaestación que acabas de hacer delante de él.

—Una sola, Magdalena—dijo la abuela con una convicción absoluta.

—¡Ah!

—La gracia de un buen matrimonio para ti.

—¡Pobre abuela!

La ocasión era tan tentadora, que dije muy de prisa:

—Yo también he rezado por ti, querida abuela, aunque no para obtener lamisma gracia. He suplicado a San José que te quite de la cabeza todo loque pueda parecerse a una idea fija.

Si no hubiéramos estado en medio de la calle, la abuela me hubieratirado de las orejas; pero no pudiendo administrarme su castigofavorito, se contentó con sonreír con indulgencia. En esto nosencontramos de manos a boca a una charlatana, a la que la abuela recibesin quererla mucho, la señora Siberot.

—Querida amiga—dijo ésta, apoderándose de la mano que la abuela leofrecía;—qué contenta estoy de ver a usted.

—Y nosotras también, amiga mía—respondió la abuela con política.

—¿Conque piensa usted casar a Magdalena?—preguntó aquella buena alma.

—¿Quién le ha dicho a usted eso?—respondió la abuela.

—Tres personas me lo han afirmado después de la misa de ocho.

—¡Ah!—replicó la abuela mirando al reloj.—Hemos salido a las ocho ycuarenta y son ahora las ocho y cincuenta. En diez minutos se ha habladomucho.

—Ha rezado usted tanto tiempo a San José, como decía ahora mismo laseñora de Robertier, que todo el mundo ha deducido que desea usted casara su nieta.

—De modo—respondió con complacencia la abuela,—que no se puede rezara San José por otros motivos...

—No, señora—dijo la omnipotente charlatana,—sobre todo cuando setiene hija o nieta casaderas.

Y viendo a lo lejos a una de sus amigas, saludó con prisa a la abuelapara correr a la recién llegada y emprender con ella el chisme del día.

—Abuela, me pones en evidencia—dije furiosa por las murmuraciones deque era objeto.

—No te importe, hija mía—dijo la abuela siempre filósofa.—

Hay quesaber sufrir lo que no se puede evitar.

De vuelta a casa, encontramos a Celestina, la cocinera, con unaexpresión consternada.

—¿Qué hay, Celestina?—le pregunta la abuela.

Celestina no responde y finge absorberse buscando un objeto perdido. Laabuela, que sabe lo que significan los silencios de Celestina, sigue sucamino y se va a su cuarto. Oigo a Celestina murmurar algo sobre SanJosé, y comprendo. Aquella mujer, ferviente del celibato, está ya alcorriente de la historia de la oración de la abuela y protesta a sumodo.

¡Dichoso país, donde las noticias se propagan con tal facilidad!Verdaderamente, nos sobra el teléfono.

Esta tarde, en las vísperas, había poca gente, a pesar del atractivo deun predicador forastero. Apenas han acabado las vacaciones y losretrasados están gozando de los últimos placeres campestres y de lospenúltimos rayos de sol.

Era lamentable para el predicador, que debe de tener una mala opinión dela piedad de las aiglemontesas, y muy triste para mí, que, si no meintereso siempre por el sermón, me fijo mucho en la manera especial quetiene cada cual de escucharle.

Nada más curioso que ver el aspecto de avidez del auditorio femenino porpoco que se trate de un predicador desconocido.

Desde el cuarto salmo,los ojos empiezan a errar desde la gran nave hasta los lados de laiglesia, con el ánimo de no dejar de ver la subida al púlpito. Se esperaal predicador con impaciencia no disimulada y las plumas y los sombrerosse levantan con un movimiento de ola en el sentido indicado por lacuriosidad del momento. El movimiento de ola era hoy más acentuado quede ordinario, pues el orador conquistó a su auditorio solamente con elmodo autoritario con que tomó posesión del púlpito. Plumas y flores seinclinaron con respeto enternecido.

Hay que confesar que el olfato especial de las aiglemontesas en materiade sermones no les había engañado. El predicador ha hablado muy bien y,sobre todo, de un modo original, lo que, vista la rareza del caso,produce siempre placer. A propósito de la vida interior y del alma nocomprendida, el orador encontró el medio de llegar a decir que ésta eracon frecuencia la resultante de un estado no comprendido: el celibato.

El sombrero de la abuela no se movió, pero, delante de mí, una porciónde plumas, opinaron con una elocuente unanimidad en pro de tan deliciosaexplicación. Todas parecían exclamar:

—Sí, el celibato es calumniado, muy calumniado.

El predicador se extendió sobre las ventajas espirituales de lavirginidad y no temió asegurar, con gran escándalo de mi abuela, que seagitó en su silla, que el horror del mundo por las solteronas, no vienemás que de un resto de paganismo. En cualquiera otra circunstancia, esprobable que todo esto no me hubiera chocado; pero viniendo en seguidade la reprimenda de la abuela para celebrar mi vigésimoquintoaniversario, me sentí poseída de una ardiente curiosidad:

—El horror de la abuela—pensé instantáneamente,—¿será un resto depaganismo olvidado en su cerebro?

Me sonreí ligeramente ante esta sospecha, cómica a fuerza deinverosimilitud, y eché una mirada a la abuela para ver si se dabacuenta ella también de que era pagana sin saberlo. Pero vi que afectabauna expresión un poco incrédula. La gracia no la había tocado y seguíaen sus errores acerca de las solteronas.

Concentré toda mi atención en la idea que expresaba el predicadortratando de demostrar que esa falta de estima por el celibato venía delas religiones paganas y estaba en contradicción con el cristianismo.

El origen del desprecio en que se tiene a las solteronas esverdaderamente curioso y mi memoria ha guardado un recuerdo casi fiel.

Todo lo lejos que se remonta en la historia, se ve que los muertospasaban por seres sagrados. Los antiguos les daban los epítetos másrespetuosos que podían encontrar. Los llamaban santos, buenos ybienaventurados, y tenían por ellos, cualquiera que hubiera sido suvida, toda la veneración que el hombre puede tener por la divinidad aquien ama o teme. En el pensamiento antiguo cada hombre era un Dios que,aun siéndolo, no estaba bastante desprendido de la humanidad para notener necesidad de alimento. No sólo, en ciertos días del año, sellevaba una comida a cada tumba, sino que los vivos debían tener fe enla presencia continua alrededor de ellos, de los muertos de su sangre.El padre de familia volvía a ser huésped invisible del hogar que habíahabitado, para recibir en él todos los días las primicias de la comidade la tarde y gozar del cariño fiel de sus hijos y de su viuda.

¡Desgraciado el que faltaba al deber de alimentar a sus antepasados!...¡Desgraciado el que no era alimentado por sus descendientes!...

Si, por una razón cualquiera, la cadena de las comidas llegaba ainterrumpirse, el alma del muerto salía de su morada apacible y seconvertía en un alma vagabunda cuya única ocupación era molestar yatormentar a los vivos.

Unas veces les jugaba todas las malas pasadas posibles aplicándose acontrariar sus proyectos, a quitarles los objetos que les pertenecían ya hacer desaparecer las cosas más necesarias para la vida. Otras vecesse les aparecía por la noche en formas pálidas y fantásticas, lesperseguía y les arrancaba gritos de espanto. Después, cambiando deaspecto, era él quien gemía en la tempestad, quien lloraba con el vientode la tarde y lanzaba como un ave nocturna esas quejas agrias ydiscordantes que hacen pasar por el alma de los vivos, como por lascimas de los árboles, un largo escalofrío de hielo.

Las ánimas no eran verdaderamente dioses más que en cuanto los vivos loshonraban con un culto fiel, y la primera manifestación de ese culto erael darles alimento.

Ese culto, que se encuentra en Oriente como en Occidente, tenía porprimera regla el no poder ser tributado por cada familia más que a losmuertos que le pertenecían por la sangre. Si una familia llegaba aextinguirse, las almas de los antepasados, siempre errantes en la tierraentre los malos genios, no podían llegar jamás al eterno reposo.

El único gran interés de la vida humana era, pues, forzosamente,continuar la filiación para perpetuar el culto. El celibato, porconsecuencia, era para la antigüedad una impiedad grave y una desgracia:una impiedad porque el soltero ponía en peligro la dicha de los manes desu familia; una desgracia porque él mismo no debía recibir otro cultodespués de su muerte y no debía conocer lo que regocija a los manes. Eraa la vez para él y para sus antepasados una especie de condenación.

De aquí la imposibilidad de permanecer soltero.

Confieso que estas nuevas consideraciones sobre las solteronas meinteresaron de tal modo que olvidé que tenía que oír el resto delsermón. Vi entonces que la peroración había terminado y empujédulcemente a la abuela perdida en las dulzuras de un sueño reparador.

Al salir de la Catedral, la voz de Francisca Dumais me interpeló:

—Magdalena, ahí tienes un sermón de tu cuerda. A una amiga de lassolteronas le gusta que se ocupen de ellas.

—¿Por qué no?—respondí alegremente.—¿Y tú?

—Eso no va conmigo—dijo Francisca con una mueca de infinitodesdén.—Además, yo tengo respeto a la familia y no quiero condenar ami pobre mamá a andar errante por toda la eternidad, como en otrotiempo. Los gemidos de mamá son extremadamente penosos.

—Debieras estar acostumbrada sin embargo, Francisca. No parecessatisfecha más que cuando gime tu madre.

—A mi pobre mamá le gusta eso.

—¡Francisca!—protestó la señora de Dumais que llegó con la abuelaadonde estábamos nosotras.

La abuela sonrió con expresión equívoca, pues no aprecia el carácterlibre de que se jacta Francisca. Pertenece ésta, en efecto, a un géneropoco conforme con las sanas tradiciones, que son las que gustan a laabuela y a sus amigas. No hay, pues, ninguna más criticada ni vigiladaque mi pobre Francisca. Se cuenta el número de sus sombreros y se espíael color de sus corbatas. A esto hay que añadir que el espíritu infantilde Francisca le atrae numerosas enemistades. En un país de solteronascomo el nuestro,

Francisca

lleva

la

imprudencia

hasta

burlarsecontinuamente de ellas. En misa, cuando se la cree sumida en una seriameditación, está ahogándose de risa entre las manos piadosamente juntas,y es el vestido de una o la actitud de otra lo que provoca suintempestiva alegría. Su madre se pasa la vida murmurando con espanto:

—¡Oh! Francisca...

Y se comprende. La buena y plácida señora de Dumais no puede creer a susojos ni a su oído desde hace veintitrés años que Francisca está en elmundo. Conserva el asombro de una gallina que ha empollado un huevo depato creyendo empollar uno de su raza. No es posible volver jamás deesas sorpresas... Pobre señora Dumais.