Liette se asomó al balcón y paseó su mirada un poco turbada por lossitios en que iba a desarrollarse su vida. A sus pies la plazuelarectangular plantada de tilos, a cuya sombra iban a hacer su partida losjugadores de pelota, entre los bancos de piedra desgastados por el usode tantas generaciones, a los que el abuelo tembloroso iba a calentar sureuma pensando en el tiempo lejano en que iba allí a jugar al marro y alpaso, y al lado de la fuente rústica de murmullo cristalino en la que elcansado caminante iba a apagar la sed y las jóvenes habladoras a llenarsus cántaros charlando.
En el fondo, la iglesia de inseguras piedras, de vidrios rajados y decampanario oscilante, pero que conservaba, sin embargo, la imponentemajestad de las cosas del pasado y aplastaba con su altura a la nuevaalcaldía blanqueada y a la cual estaba aneja la escuela.
A la derecha el letrero hereditario que anunciaba el despacho delnotario Hardoin, tercero de este nombre.
A la izquierda la bandera tricolor que flotaba por encima de laGendarmería Nacional.
El Correo estaba así guardado entre el órgano de la ley y susdefensores.
En la calle se agrupaba el «alto comercio», del pueblo: merceros,tenderos de comestibles, carniceros y taberneros; y después una largafila de cabañas bajas y ahumadas, apretadas las unas contra las otrascomo pájaros frioleros, y separadas de vez en cuando por las altastapias y la puerta cochera de alguna granja rica, que hacía más sensibletodavía la miseria de sus humildes vecinas.
Más allá el campo con sus verdes praderas, sus dorados trigos y susbosques frondosos, y, mucho más allá, en un marco de vegetaciónexuberante, un castillo señorial con sus ladrillos rojos, sustorrecillas de pizarra que brillaban al sol saliente, sus ventanasojivales y sus balcones de hierro forjado, como esas joyas delRenacimiento que esmaltan las orillas del Loira.
Estábase sin embargo lejos de allí, y todo lo más, hubiérase podido verlas orillas del Oise, pues era en este departamento donde se encontrabael castillo de Candore y el pueblo del mismo nombre y donde JulietaRaynal acababa de ser nombrada empleada de Correos con mil doscientosfrancos de sueldo.
El campo dormido estaba envuelto en una ligera bruma como un velo dedesposada, y la joven pensaba en el tiempo pasado con la mirada perdidaen el horizonte y la mejilla apoyada en la mano.
Allá, en lo más lejano de sus recuerdos, veía el patio de la casa mora,muy largo, muy largo, un vasto desierto que atravesar para suspiernecitas... Y Julieta permanecía temerosa, agarrada a la falda de sumadre, mientras que en el otro extremo un hombre, con las manosextendidas, sonriendo bajo su fino bigote y dulcificando la vozacostumbrada al mando, le gritaba:
—Valor, Liette.
Entonces, a la llamada de «papá,» la niña, dejando el refugio materno,se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos,pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía:«Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazabaestrechamente entre sus brazos.
Recordaba después la alegría de ser levantada como una pluma yestrechada contra el uniforme bordado de oro, y de sentir en la frente yen el cuello el cálido beso del joven padre.
—¡Bien, Liette, eres valiente...
Después su infancia errante por las guarniciones, recorriendo la Franciay las colonias, del Norte al Mediodía, del Este al Oeste, marcando cadaetapa por un galón más.
Después, ya muchachita de cabello menos largo y trajes menos cortos,apoyándose en el brazo de papá (pues ya le da el brazo). Y la niña seestira toda gloriosa, sin notar las miradas de admiración de losoficiales al hacer el saludo militar.
Pero papá las nota y sonríe, halagado en su orgullo paternal.
El oficial está orgulloso de su hija, pero ¡cuánto más lo está la hijade su padre!...
Comandante a los treinta y ocho años, pronto coronel, general acaso...¡Y quién sabe si irá a recoger del otro lado del Rhin el «bastón» que yano brota en tierra francesa!
«¡Señor Mariscal!»
¿Por qué no? ¿Dónde se detienen los sueños de una cabeza de dieciséisaños?
Después la brusca parada en vísperas de ascender a coronel; la parálisisa consecuencia de una insolación que venció al brillante oficial, a él,a quien las balas enemigas habían dejado en pie.
Después la despedida al regimiento, a la vida activa y brillante, elretiro, la enfermedad, la miseria...
Raynal no tenía más que su sueldo. Se había casado con una criolla sinfortuna, que tenía apenas el dote reglamentario, pero de gustos deduquesa, de muy hermosos ojos y de cerebro de pájaro.
Coqueta, gastadora e incapaz de una idea seria, era un lindo juguete,gracioso y seductor en alto grado, pero tan poco hecho para las luchasde la vida como una figurita de Sajonia.
Acostumbrada a descansar en su marido para todos los cuidadosmateriales, no pensó siquiera en tomar el timón en la mano y dejó que elbarco privado de su capitán se fuese a pique.
El enfermo tiró dos largos años, el tiempo necesario para agotar losúltimos recursos, y sucumbió más a la angustia mortal que le dominabaante el porvenir de las personas queridas que al sufrimiento físico.
Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, queocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, comocuando era pequeña,
«¡Valor Liette!,» expiró.
¡Liette iba a tener necesidad de valor!
Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente ala desgracia.
Dejando a su madre lamentarse inútilmente o mecerse en peligrosasquimeras, puso sin tardar manos a la obra, apeló a sus relaciones,multiplicó los pasos, pidió poco para obtener algo, y, después detribulaciones, decepciones y penas que hubieran desanimado a un almamenos valiente, fue nombrada para ese humilde puesto objeto de suambición.
¡Era la salvación!
Sin hacer caso de las quejas de su madre sobre la inferioridad de laposición, la escasez del sueldo y la tristeza del país, «un agujero enel que se iban a morir de aburrimiento,» Julieta la calmó dulcementecomo a un niño, más aún por sus caricias que por sus palabras, y labuena señora acabó por declarar que estaba pronta, por su hija, a todoslos sacrificios.
Aquella condescendencia, de la que en realidad era Liette quien hacíatodo el gasto, hubiera hecho sonreír sin la absoluta necesidad de lasupuesta abnegación maternal.
Habían llegado el día antes y habían pasado la noche como pudieron enmedio de una aglomeración de muebles y paquetes que recordaba losantiguos cambios de guarnición.
La de Raynal tenía la pasión, particularmente funesta en la mujer de unmilitar, de los cachivaches tan molestos como inútiles y costosos.
En el curso de sus peregrinaciones, había reunido muestras variadas dela fauna, la flora y la industria de las diversas latitudes, y estoformaba una mezcolanza heteróclita de objetos sin nombre que rabiaban deverse juntos; calabazas, samowar, babuchas turcas, zuecos normandos,gaitas bretonas, zancos landeses, huevos de avestruz, etc.
etc., más unacolección de animales disecados; lagartos, gacelas, monos, loros,marmotas...
La viuda quería a aquellas «reliquias» como a las niñas de sus ojos ypor nada del mundo las hubiera reemplazado con objetos menos frívolos ymás necesarios.
En aquel bazar cosmopolita, que lo mismo parecía una tienda de prenderíaque la de un guerrero apache, la excomandanta se agitaba y se revolvíaembrollándolo todo, mandando sin ton ni son y aumentando la confusión yel desorden.
Por fin, sucumbiendo al cansancio, consintió en meterse en la cama yJulieta aprovechó aquel respiro para arreglar sumariamente su primerainstalación.
Todo fue saliendo del caos bajo su mano inteligente. Los grandes mueblesestaban en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras puestas, yel pobre alojamiento tomó un aspecto casi coqueto.
Después de unas horas de descanso, acababa de levantarse con el albapara terminar la tarea mientras su madre dormía todavía. Pero asomada ala ventana, se olvidaba por