Los argonautas
Vicente Blasco Ibáñez
I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII
I
Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda soltó la pluma ylevantó la cabeza. Una palmera enana movía detrás de él con balanceorepentino sus anchas manos de múltiples y puntiagudos dedos. Paraevitarse este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo seguirescribiendo. Algo nuevo había ocurrido en torno de él mientras con elpecho en el filo de la mesa y los ojos sobre los papeles huía lejos, muylejos, acompañado en esta fuga ideal por el leve crujido de la pluma.
Vio con el mismo aspecto exterior cosas y personas al salir de suabstracción; pero una vida interna, ruidosa y móvil parecía haber nacidoen las cosas hasta entonces inanimadas, mientras la vida ordinariacallaba y se encogía en las personas, como poseída de súbita timidez.
Sus ojos, fatigados por la escritura, huían de las ampollas eléctricasdel techo, inflamadas en plena tarde, para reposarse en los rectángulosde las ventanas que encuadraban el azul grisáceo de un día de invierno.La blancura de la madera laqueada temblaba con cierto reflejo húmedo queparecía venir del exterior. Dos salones agrandados por la escasez de sualtura eran el campo visual de Ojeda. En el primero, donde estaba él,mezclábase a la blancura uniforme de la decoración el verde charolado delas palmeras de invernáculo, el verde pictórico de los enrejados demadera tendidos de pilastra a pilastra y el verde amarillento y velludode unas parras artificiales, cuyas hojas parecían retazos de terciopelo.Sillones de floreada cretona en torno de las mesas de bambú formabanislas, a las que se acogían grupos de personas para embadurnar conmanteca y mermeladas el pan tostado, husmear el perfume del té o seguirel burbujeo de las aguas minerales teñidas de jarabes y licores.
Camareros rubios de corta chaqueta azul y botones dorados pasaban conla bandeja en alto por los canalizos de este archipiélago humanosorteando los promontorios de los respaldos, los golfos y penínsulasformados por las rodillas. Una vidriera, de pared a pared, formada depequeños cristales biselados, dejaba ver el salón inmediato, blancotambién, pero con adornos de oro. Los asientos tapizados de seda rosa,igual a la que adornaba los planos de las paredes, estaban ocupados porseñoras. El ambiente era más limpio que en el jardín de invierno, dondeuna atmósfera de humo de habano y tabaco oriental con perfume de opioflotaba sobre las plantas. Más allá de estos corros femeninos en tornode las mesas de té, media docena de músicos, uniformados lo mismo quelos camareros, agrupábanse sobre una tarima, alrededor de un piano decola. Sus cabezas
rubias
de
germanos
y
los
arcos
de
sus
violinesdestacábanse sobre los rectángulos luminosos de cuatro ventanas quecerraban la perspectiva. Al otro lado de los cristales, ligeramenteturbios por la humedad exterior, movíase, pasando de una a otra ventana,con lento balanceo, una especie de
columna,
esbelta,
amarilla,
deinvisible
término,
acompañándola fieles en este cambio de situación,regular y acompasado como el de un péndulo, unas líneas negras yoblicuas semejantes a cuerdas.
Todo estaba lo mismo que una hora antes, cuando el té humeaba en la tazade Ojeda, ahora vacía, y blanqueaban sobre la mesa los pliegos,cubiertos al presente de compactas líneas.
Las personas cercanas a élfumaban silenciosas o seguían sus conversaciones con lentitudsoñolienta. Del fondo del segundo salón llegaban, confundidos con risasde mujeres y choque de bandejas, los tecleos del piano y los gemidos delos violines; del techo, coloreado a la vez por el reflejo azul de latarde y el frío resplandor de las ampollas eléctricas, descendíangorjeos de pájaros, como una evocación campestre que parecía animar laartificial rigidez del jardín contrahecho. Por la parte exterior sedeslizaban de ventana en ventana los bustos de unos paseantes, siemprelos mismos, ocultándose para volver a aparecer con regularidad casimecánica; como si se moviesen en un espacio reducido, con los pasoscontados. Niños rubios, sostenidos por criadas cobrizas, adherían a loscristales las rosadas ventosas de sus labios, empañándolos con círculosde vaho, y agitaban las manecitas para saludar a las madres y hermanasque estaban en los salones.
Algo nuevo había sobrevenido, sin embargo, mientras Ojeda escribía. Susillón, antes inmóvil, con sólida estabilidad, parecía agitado porestremecimientos nerviosos, lo mismo que una bestia que jadea afirmadasobre sus patas. La raza, como si la animase de pronto un almatraviesa, iba a pequeños saltos, repiqueteando en su plato, de unextremo a otro del velador. Unas jaulas de bronce pendientes del techoempezaban a balancearse, y dentro de ellas saltaban los canarios, sindejar de cantar, buscando en el vaivén de su prisión un punto inmóvil.Las cortinillas de las ventanas, sujetas por sus abrazaderas, agitábansebajo un soplo invisible. El suelo de mosaico, liso, unido, inerte a lavista, parecía ondular como si por debajo de él mugiese un huracán.
Alsordo zumbido de la gente que ocupaba los dos salones uníase un retintíncontinuo de platos, vidrios y maderas. Todo cantaba de pronto, como siuna vida extraña resucitase los objetos inanimados, haciéndolosconversar con voces y golpeteos: el cuchillo contra el vaso, la cucharacontra la botella, el sillón contra la mesa, la fosforera de loza contrael búcaro de flores.
En un rincón del invernáculo, alineadas sobre un aparador, las cafeterasy teteras parecían deliberar con la solemnidad de un consejo deancianos, chocando gravemente sus barrigas metálicas. Un cesto de lilasblancas colocado en el centro de la pieza estremecíase como un montón denieve tocado por un remolino. Las paredes inmóviles, firmes, de unespesor considerable a juzgar por los profundos quicios de puertas yventanas, estaban prontas a animarse igualmente a impulsos de esta vidamisteriosa. Permanecían en silencio, con la calma de las construccionesque desafían a los siglos; pero Ojeda, viéndolas, se acordaba de ciertaspersonas que aun estando calladas inspiran la certeza, no se sabe porqué, de que tienen buena voz y aman el canto. Estas paredes blancas, queparecían de una sola pieza, podían crujir también con internos roces,uniendo sus crepitaciones y quejidos al concierto de los objetos.
Una puerta sin cerrar se movió por unos instantes como un abanico loco,hasta que con un golpe igual a un pistoletazo avisó a los domésticos,que corrieron a asegurarla. Y este estremecimiento de huracán invisibleparecía más extraño en el ambiente cerrado y bien calafateado de lossalones, cada vez más denso y tibio por la respiración de las gentes, elhumo de los cigarros y el vaho de las tazas. Los niños rubios habíandesaparecido de las ventanas; los paseantes, cada vez más escasos,transitaban por el exterior con el busto inclinado, llevándose una manoa la gorra y ladeando la cara para defender los ojos y las narices dealgo molesto; los velos femeniles crujían lo mismo que banderas o seelevaban en espirales de color, manteniéndose rebeldes a las manosenguantadas que pretendían aprisionarlos. Algunos que avanzabanabombando el pecho con aire de reto y la cabeza descubierta sentían entorno de su frente el trágico despeinamiento de Medusa: un llamear decabellos echados atrás, como si una fuerza invisible intentasearrancarlos.
Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin que los vidriosreflejasen el paso de una persona. Pero algo nuevo vino a asomarse a lavez a todos ellos. Era una faja de color azul, mate y opaca, queempezaba por marcarse levemente en el filo interior de las ventanas.Luego subía y subía lentamente con la ascensión del agua que hierve,hasta llenar la mitad del rectángulo de cristal; permanecía inmóvil unmomento, temblando en ella lejanos redondeles de espuma, ojos curiososque intentaban contemplar el interior de los salones, y poco después seiniciaba su descenso con gran lentitud, cediendo el paso a la tristeclaridad de una tarde sin sol. Y cuando las ventanas de un lado quedabanlibres de este testigo azul, las del lado opuesto estabaninvariablemente ocupadas por él.
Ojeda vio correr ante su mesa, con angustiosa premura, a una señorapálida que se llevaba un pañuelo a la boca. Luego pasó tras ella,apoyada en el brazo de un doméstico, una dama sexagenaria que hablaba enportugués con voz doliente. Algunos de sus vecinos se levantaron,deslizándose por la gran escalera con balaustres de tallada caoba, quevenía a terminar en la puerta del jardín de invierno. Abríanse grandesclaros en la concurrencia. Desaparecían las gentes con discreción, ensuave retirada, sin que se enterasen los demás de por dónde habíanescapado. La pequeña orquesta pareció adquirir mayor sonoridad al quedarvacíos los salones: los instrumentos de cuerda lloraban como sianunciasen una desgracia en la melancolía azul de la tarde. En torno delas mesas languidecían las conversaciones. Muchos cerraban los ojos comosi les preocupasen tristes recuerdos. Dos puertas abiertas al mismotiempo dieron entrada por un instante a una manga de aire frío,arrollador, cargado de humedad y emanaciones salitrosas, que hizoarremolinarse flores y plantas y volar algunos papeles sobre las mesas.
Defendió Fernando los suyos entre ambas manos, y al restablecerse lacalma, se arrellanó en el sillón con un regodeo voluptuoso. Sentía elorgullo de su salud, la certeza de que ésta no podía turbarse en mediode la zozobra creciente que se revelaba en la tristeza de muchos ojos yla palidez de muchos rostros. Era el placer egoísta del que contempla elpeligro ajeno desde un lugar seguro. Además, experimentaba unasatisfacción animal al apreciar su asiento mullido, el ambiente tibio,las plantas y flores que le rodeaban. Así debían ser las grandesalegrías de los esquimales, encogidos en su vivienda apestosa duranteel invierno, mientras afuera sopla el huracán y cae la nieve.
Aspiró el humo de su cigarro, llamó a un camarero para que se llevase elservicio de té, que le molestaba con sus incesantes tintineos, y buscóen los papeles el pliego interrumpido.
—¿Qué estaba yo escribiendo?...
Al murmurar acariciábase el bigote con el cabo del estilógrafo, mientrassus ojos recorrían las páginas emborronadas para restablecer la ilaciónde sus ideas. Olvidóse instantáneamente del lugar dónde estaba; pasó degolpe a un mundo distinto, un mundo sólo de él, que parecía latir en lospliegos ennegrecidos por su escritura. A impulsos del deseo avanzaba poréstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando unadeleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos.
En Lisboa sólo pude escribirte unas líneas en una postal. Me faltóel tiempo. El tren llegó con retraso; luego el registro de losequipajes en la Aduana y el trasatlántico que estaba ya fondeado enel río, mugiendo a cada instante como el que no quiere esperar. ¡Yyo que soy tan torpe para los menesteres vulgares de la vida!...Recuerda cuántas veces te has reído de mi inutilidad en nuestrosviajes... Nuestros viajes ¡ay! tan lejanos,
¡tan lejanos! que no sécuándo volverán a repetirse... Por fortuna, encontré en el tren aun compañero: un tal Isidro Maltrana, tipo curioso, al que conocívagamente en mis tiempos de bohemia heroica, y que va, como yo, aBuenos Aires. La identidad de nuestros destinos nos ha hechointimar rápidamente. Hace unas sesenta horas que estamos juntos, yno parece sino que hemos andado apareados toda la vida. Él dice quequiere ser mi secretario, o más bien, mi escudero, en esta aventuraestupenda que
acabo
de
emprender.
En
Lisboa
entró
en
funciones,encargándose de las tareas enojosas del embarque...
Pero ¿por quéte cuento esto? Tal vez por distraerme, por engañarme, por miedo aevocar los recuerdos de nuestro último día, que aún parecenenvolverme como esos perfumes intensos y tenaces que nos siguen atodas partes. ¡El domingo pasado! ¿Te acuerdas?, ¿te acuerdas?...Sólo han transcurrido tres días: aún me parece sentir en mis manosel contacto de tus cabellos; aún escucho tu voz; aún veo tus ojos.Te respiro en esta soledad.
Llevo en el bolsillo, sobre mi pecho,tu último pañuelo. Vienes conmigo... ¡Y estamos ya tan lejos el unodel otro!...
Ojeda cesó de leer unos momentos, conmovido por sus propias palabras.Frases vulgares, de una frivolidad antigua como el mundo: todos losenamorados dicen lo mismo. Tal vez aquellos camareros de chaqueta azulescribían en su idioma los mismos conceptos a las fraulein rubias deHamburgo y de Brema. Pero el amor es como la muerte y como todos losgrandes accidentes de la existencia. En otros parece regular, ordinario,sin que merezca atención; pero cuando se experimenta en la propiapersona adquiere
las
proporciones
inauditas
de
uno
de
esosacontecimientos que deben influir en la suerte del mundo.
Para él había ocurrido tres días antes en Madrid, al anochecer de undomingo, un suceso enorme, igual a los que cambian el curso de lahumanidad o el aspecto del planeta. Y convencido de esto, quería abarcarcon la pluma la grandeza infinita de su desolación.
Aparentábamos serenidad, confianza en el porvenir, certeza devolver a vernos; pero de pronto nos fue imposible fingir por mástiempo, y había lágrimas en nuestros ojos y en nuestra voz...
Y sinembargo, este dolor casi no era nada; había en él más preocupaciónque realidad. Aún podíamos vernos; aún podíamos hablarnos.Llorábamos como se llora en la casa de un muerto cuando estátodavía de cuerpo presente. El dolor parece anestesiado por elaturdimiento de la catástrofe; hay todavía una realidad que sirvede consuelo; queda aún el cuerpo ante la vista: se llora más por elfuturo que por el presente. Lo terrible es cuando se lo llevan, yno queda nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo... Yo meconsideraba el otro día, al separarme de ti, el más infeliz de loshombres, y ahora pienso con envidia en aquellos instantes. ¡Te veíaaún!... Y ahora cada momento que transcurre me aleja más de ti;cada vuelta de las hélices establece una separación mayor entrenosotros; un minuto representa centenares de metros; una hora unadistancia enorme,
que
no
podríamos
salvarla
en
un
día
aunquemarchásemos apoyados el uno en el otro, mirándonos en los ojos,olvidados del mundo. Nuestros cielos van a ser distintos; nuestrasestrellas serán otras: cuando tú vivas en los esplendores de laprimavera, yo sentiré los fríos del invierno; cuando tú despiertescomo una alondra, con el sol que entrará por tus balcones, yogemiré en medio de la noche murmurando tu nombre... ¡Y será envano! La desesperante extensión de una mitad del planeta va ainterponerse entre nosotros... ¡Ay! ¡quién me devolverá tus ojosamados de reflejos de oro, tus brazos suaves de blancura de hostia,tu voz ceceante de infantil arrullo, tu boca de lacre, tu pechoneumático, cojín de ensueños y de olvido!...
Evocaba en su memoria, con el relieve de las cosas vivientes, su últimodía en Madrid... Una gran mancha roja temblaba sobre el empapelado deuna pared: era el reflejo de incendio del carbón amontonado en lachimenea, única luz del dormitorio. Y sobre el fondo rojo, parpadeante,una sombra horizontal, de contornos humanos. Ojeda conocía bien laslíneas de este cuerpo: era ella, pegada a él, bajo las cubiertas de lacama, empequeñecida, humilde por el dolor de una desesperaciónsilenciosa. Él también permanecía callado, con la nuca en las almohadas;percibiendo entre sus brazos el dulce contacto de unas espaldas sedosasrevueltas en blondas; sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de sucabeza, que parecía querer ocultarse, hundirse.
Una caricia húmedarefrescaba su cuello: tal vez era el contacto de su boca abandonada; talvez eran lágrimas. Y los dos permanecían en dolorosa inmovilidad,temiendo que sus ojos se encontrasen, evitando una palabra que hicieseestallar la callada pena; pero los dos, al fingir esta indiferenciaheroica, se adivinaban mutuamente.
Sus caricias habían sido tristes, desesperadas; algo semejante—pensabaOjeda—a los amores de un condenado a muerte en vísperas del suplicio.El goce animal les había hecho olvidar la realidad por algún tiempo;pero al sobrevenir el cansancio y la hartura, los dos experimentaban lamisma decepción del enfermo que ve reaparecer sus dolores luego de unpaliativo con el que creía sanar para siempre... ¡Y no había más! ¡Y lahora terrible estaba más próxima que antes!...
Al través de los balcones cerrados llegaban los ruidos de la estrechacalle popular. Un vendedor pregonaba patatas asadas, llamándolas"chuletas de huerta", con melancólico quejido, como si cantase unadesgracia. Ojeda le saludó mentalmente, con cierta emoción, y pensó quetal vez hacía ella lo mismo. Nunca le habían visto; no sabíanciertamente si era un hombre, un niño o una vieja, pero durante cuatroaños le oían todas las tardes de cita amorosa, siempre a la misma hora,sirviéndoles su grito de aviso cronométrico. Seguramente eran las seis ymedia. ¡Adiós!,
¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó untropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseñade la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio dela calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo yacompañamiento de timbres. Se oía la voz del organillero pidiendo agritos que «le echasen algo» de los balcones. Cuando callaba el pianovenía de lejos un runruneo de guitarra con choque de castañuelas yférreo retintín de triángulo.
Una voz bravía de cantor nómada entonabauna jota, venerable música del terruño, miedosa de aventurarse en elcentro de Madrid y que se extingue lentamente en el refugio de losbarrios populares. Igualmente les había visitado muchas tardes estecanto medieval, evocando en el cerrado dormitorio un recuerdo deexcursiones en automóvil por las altiplanicies de Castilla: una visiónde llanuras de rastrojo con hilos de agua bordeados de álamos; cubos defortaleza sosteniéndose erguidos entre montones de ruinas; pueblos decolor pardo; torres de iglesia con nidos de cigüeñas en el remate.¡Adiós! ¡También adiós!
De pronto, un sonido metálico, de mística vibración, suave como la vozde una mujer, cortó el aire, envolviendo los ruidos de la calle. Erapara Ojeda la más amada de todas las visitas invisibles que venían abuscarles en su encierro amoroso.
—La campana de don Miguel—murmuró tristemente una boca junto a sucuello.
Sí; la campana de don Miguel, la que todas las tardes les avisaba elmomento de sacudir la dulce pereza, de levantarse y comenzar lospreparativos de partida... «Don Miguel» era Cervantes, y la campana lade un convento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie conocíasu tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos con los de lossacristanes y antiguos vecinos del barrio; pero era indiscutible queallí habían dado tierra a su cadáver, y esto bastaba para Fernando.
Ydesconociendo la personalidad del convento y de sus habitantesfemeninos, la campana de las pobres monjas era siempre para los dosamantes «la campana de don Miguel».
Sentían gran satisfacción y hasta orgullo ingiriendo en sus ocultosamores el recuerdo del famoso hidalgo. Ojeda, que era poeta, habíadecidido tomar aquella casa, para sus encuentros amorosos, sólo por lavecindad del convento. Además, este barrio popular y sucio había sido elde los grandes autores del Siglo de Oro, el llamado «barrio de lospoetas». En el espacio ocupado por tres calles pequeñas habían vividocasi a un tiempo los hombres más célebres de la literatura castellana.
Cuando al cerrar la noche salía Fernando, sintiendo en su brazo el brazode la amante y en la muñeca el dulce cosquilleo de sus dedos juguetones,deteníase algunas veces en la angosta acera antes de ganar las callesamplias del centro de la ciudad.
«Ésta era la casa de Lope de Vega...»Ésta no; era otra que ocupaba el mismo sitio y tenía un huerto, y enél, a la sombra de contados árboles, escribía aquel trabajadorportentoso comedias a centenares y versos a millones... Vestía lasotana; pero llevaba bajo de ella, por la noche, su buena espada deToledo para poner en fuga a los enemigos que le salían al encuentro.Galante y desalmado en su juventud, como don Juan, habíase acogido,viendo próxima la vejez, al seguro de la Iglesia para decir su misaentre un acto terminado de escribir y otro que empezaba a versificar.Las hojas secas de su huerto crujían bajo las amplias sayas depizpiretas comediantas que venían en busca de madrigales improvisadospor el maestro a puerta cerrada. Y
en una casa próxima había vividoQuevedo, y más allá otros poetas de menos renombre...
El respeto del viajero por las ruinas «donde ha ocurrido algo»
sentíaloOjeda al pasar por estas calles angostas, con el pavimento desigualcubierto de suciedades, grupos de chicuelos jugando «al toro» en lasesquinas, comadres sentadas ante las puertas, por las que se esparcíanvahos de puchero pobre, y balcones que goteaban una humedad de ropavieja puesta a secar.
Por estos mismos lugares había pasado también,siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en loscharcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gestode antiguo soldado. Era don Pedro Calderón. Las procesiones del barriohabían visto formar muchas veces en ellas a un anciano enjuto, debarbillas blancas, tartamudo, con una mano mutilada, el hidalgoCervantes, veterano de guerras famosas, que aguardaba la hora de lamuerte con melancólica resignación sin otro título que el de «Esclavo dela Hermandad del Santo Sacramento».
—¡La campana de don Miguel!—repitió una voz junto a Ojeda—.Hay quetener resolución... ¡Arriba!
Y entre el revoloteo de las cubiertas repelidas, pasó sobre él un cuerpode satinados y firmes contactos. La vio de pie ante la chimenea,envuelta en fulgores de horno que inflamaban con tono arrebolado lasnacaradas blancuras de su desnudez.
Protestó, como siempre, al notar queel amante, incorporándose en la cama, buscaba el conmutador eléctrico.Nada de luz: ella gustaba de comenzar sus arreglos al fulgor de lachimenea. Más adelante podría encender. Y vagó por la habitación,buscando de mueble en mueble las piezas de ropa esparcidas al azar en lalocura pasional del primer momento. Pasaba del resplandor de la chimeneaa los rincones de sombra, preocupada con estas rebuscas, mostrando, ensu impúdica distracción, al agacharse y erguirse, las más recónditasintimidades. Cada vez que tornaba al círculo de luz, una nueva prendacubría su cuerpo.
Fernando la seguía con su vista desde el fondo del lecho, iluminadainferiormente de rojo y con el busto perdido en la penumbra. Bregabajadeante y frunciendo el ceño con la angostura del corsé, que seresistía a encerrarla en su molde.
Siempre ocurría lo mismo: su cuerpo,después de los supremos espasmos, parecía dilatarse en el reposo de lamás noble de las fatigas. La veía encerrada en un medallón de seda,vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, concierto aire masculino y gracioso de doncel medieval, agitando suscrenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo verdadero, libre delos postizos del peinado, que esperaban sobre el mármol de la chimeneael momento del acople. La dama elegante, de gesto altivo e irónico,tomaba en la intimidad un aspecto de paje.
Después él se veía de pie, yendo hacia ella, con la voz ronca y temblonade emoción. «¡Paje adorado!... ¡Y no verte más!
¡Perderte dentro depoco!...»
Pero la amante, arreglándose el pelo ante el espejo, hablaba con unafrialdad fingida, temblándole la voz. «Vístete...
Vámonos pronto. ¡Ypensar que una noche como ésta tengo que ir con tía al Real!... ¡Quérabia!»
Un estrépito de metales golpeados arrancó a Ojeda de su ensimismamiento.Esta impresión le hizo temblar, mientras su memoria retrogradaba alpresente.
De nuevo se encontró en el invernáculo, ante los pliegos de la cartaempezada. Los camareros recogían del suelo las teteras y bandejas,inmóviles poco antes sobre un aparador. El movimiento de las cosas eracada vez más violento. Casi toda la gente había desaparecido mientrassoñaba Fernando con los ojos entornados. Algunos sillones mecíansesolos, como si quisieran juguetear entre ellos al verse sin ocupación;las mesas, abandonadas,
crujían
ladeándose
lo
mismo
que
en
lasevocaciones de espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débilresplandor lívido: la luz eléctrica descendía conquistadora de lostechos, invadiendo hasta los últimos rincones. En el salón de lujo,algunas señoras pelirrubias, de mejillas rojas, hacían labores, o conlas gafas caladas leían periódicos ilustrados. La música continuabasonando imperturbable para ellas y los camareros.
Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡Aescribir!» Necesitaba terminar la carta, pues al amanecer del díasiguiente llegarían a puerto... Pero la música le retuvo, paralizando suvoluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba elvioloncelo?... Vio de pronto, como trazada en el aire por los sonesgraves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach,el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginaciónpuso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh tú, mi dulceestrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suaveresplandor!...» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrellaaparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó elpresente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como unfakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y seenroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.
Se vio en una calle mal alumbrada, levantándose el cuello del gabánmientras ella se estremecía en su abrigo de pieles. Les hacía temblar elbrusco tránsito del dormitorio caldeado al vientecillo glacial delanochecer. Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse amirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azarcuatro años antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contempladoscon indiferencia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el últimomomento su fingida serenidad. Ojeda dio unos duros a la portera, que lessalía al paso arrebujada en un mantón para abrir los cristales delzaguán. La adelantaba la propina del próximo mes.
—¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien, que hace mucho frío...¡Hasta mañana, señoritos!
Fernando se conmovió con las palabras de la buena mujer.
¡Cuándo seríaese mañana!... Mañana vendría su viejo criado a levantar la casa, allevarse aquellos muebles que él le regalaba para evitar la profanaciónde una venta.
Ella, al da