«argumentos» le había contado Argensola, pero no podíaaceptar la grandeza intelectual del ilustre pariente.
Durante su permanencia en Berlín, una palabra alemana de invenciónvulgar le había servido para clasificarlo. Los libros de investigaciónminuciosa y pesada se publicaban á docenas todos los meses. No habíaprofesor que dejase de levantar sobre la base de un simple detalle suvolumen enorme, escrito de un modo torpe y confuso. Y la gente, alapreciar á estos autores miopes, incapaces de una visión genial deconjunto, los llamaba Sitzfleisch haben (con mucha carne en lasposaderas), aludiendo á las larguísimas asentadas que representaban susobras. Esto era su primo para él: un Sitzfleisch haben.
El doctor von Hartrott, al explicar su visita, habló en español.
Sevalía de este idioma por haber sido el de la familia durante su niñez yal mismo tiempo por precaución, pues miró en torno repetidas veces, comosi temiese ser oído. Venía á despedirse de Julio. Su madre le habíahablado de su llegada, y no quería marcharse sin verle. Iba á salir deParís dentro de unas horas; las circunstancias eran apremiantes.
—Pero ¿tú crees que habrá guerra?—preguntó Desnoyers.
—La guerra será mañana ó pasado. No hay quien la evite. Es un hechonecesario para la salud de la humanidad.
Se hizo un silencio. Julio y Argensola miraron con asombro á este hombrede aspecto pacífico que acababa de hablar con arrogancia belicosa. Losdos adivinaron que el doctor hacía su visita por la necesidad decomunicar á alguien sus opiniones y sus entusiasmos. Al mismo tiempo,tal vez deseaba conocer lo que ellos pensaban y sabían, como una detantas manifestaciones de la muchedumbre de París.
—Tú no eres francés—añadió dirigiéndose á su primo—; tú has nacido enArgentina, y delante de ti puede decirse la verdad.
—¿Y tú no has nacido allá?—preguntó Julio, sonriendo.
El doctor hizo un movimiento de protesta, como si acabase de oir algoinsultante.
—No; yo soy alemán. Nazca donde nazca uno de nosotros, pertenecesiempre á la madre Alemania.
Luego continuó, dirigiéndose á Argensola:
—También el señor es extranjero. Procede de la noble España, que nosdebe á nosotros lo mejor que tiene: el culto del honor, el espíritucaballeresco.
El español quiso protestar, pero el sabio no le dejó, añadiendo con tonodoctoral:
—Ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza de una razainferior y mestizados por el latinismo de Roma, lo que hacía aún
mástriste
su
situación.
Afortunadamente,
fueron
conquistados por los godosy otros pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad depersonas. No olvide usted, joven, que los vándalos fueron los abuelos delos prusianos actuales.
De nuevo intentó hablar Argensola, pero su amigo le hizo un signo paraque no interrumpiese al profesor. Este parecía haber olvidado la reservade poco antes, entusiasmándose con sus propias palabras.
—Vamos á presenciar grandes sucesos—continuó—.
Dichosos los que hemosnacido en la época presente, la más interesante de la Historia. Lahumanidad cambia de rumbo en estos momentos. Ahora, empieza la verdaderacivilización.
La guerra próxima iba á ser, según él, de una brevedad nunca vista.Alemania se había preparado para realizar el hecho decisivo sin que lavida económica del mundo sufriese una larga perturbación. Un mes lebastaba para aplastar á Francia, el más temible de sus adversarios.Luego marcharía contra Rusia, que, lenta en sus movimientos, no podíaoponer una defensa inmediata. Finalmente, atacaría á la orgullosaInglaterra, aislándola en su archipiélago, para que no estorbase más consu preponderancia el progreso germánico. Esta serie de rápidos golpes yvictorias fulminantes sólo necesitaban para desarrollarse el curso de unverano. La caída de las hojas saludaría en el próximo otoño el triunfodefinitivo de Alemania.
Con la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por susoyentes, explicó la superioridad de la raza germánica.
Los hombresestaban divididos en dos grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según laconformación de su cráneo. Otra distinción científica los repartía enhombres de cabellos rubios ó de cabellos negros. Los dolicocéfalosrepresentaban pureza de raza, mentalidad superior. Los braquicéfaloseran mestizos, con todos los estigmas de la degeneración. El germano,dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero de los primitivosarios.
Todos los otros pueblos, especialmente los del Sur de Europa,llamados «latinos», pertenecían á una humanidad degenerada.
El español no pudo contenerse más. ¡Pero si estas teorías del racismoeran antiguallas en las que no creía ya ninguna persona medianamenteilustrada! ¡Si no existía un pueblo puro, ya que todos ellos tenían, milmezclas en su sangre después de tanto cruzamiento histórico!... Muchosalemanes presentaban los mismos signos étnicos que el profesor atribuíaá las razas inferiores.
—Hay algo de eso—dijo Hartrott—. Pero aunque la raza germánica no seapura, es la menos impura de todas, y á ella le corresponde el gobiernodel mundo.
Su voz tomaba una agudeza irónica y cortante al hablar de los celtas,pobladores de las tierras del Sur. Habían retrasado el progreso de lahumanidad, lanzándola por un falso derrotero. El celta esindividualista, y por consecuencia, un revolucionario ingobernable
quetiende
al
igualitarismo.
Además,
es
humanitario y hace de la piedad unavirtud, defendiendo la existencia de los débiles que no sirven paranada.
El nobilísimo germano pone por encima de todo el orden y la fuerza.Elegido por la Naturaleza para mandar á las razas eunucas, posee todaslas virtudes que distinguen á los jefes. La Revolución francesa habíasido simplemente un choque entre germanos y celtas. Los nobles deFrancia descendían de los guerreros alemanes instalados en el paísdespués de la invasión llamada de los bárbaros. La burguesía y el pueblorepresentaban el elemento galo-celta. La raza inferior había vencido ála superior, desorganizando al país y perturbando al mundo. El celtismoera el inventor de la democracia, de la doctrina socialista, de laanarquía. Pero iba á sonar la hora del desquite germánico, y la razanórtica volvería á restablecer el orden, ya que para esto la habíafavorecido Dios conservando su indiscutible superioridad.
—Un pueblo—añadió—sólo puede aspirar á grandes destinos si esfundamentalmente germánico. Cuanto menos germánico sea, menor resultarásu civilización. Nosotros representamos la aristocracia de la humanidad,«la sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo.
Argensola escuchaba con asombro estas afirmaciones orgullosas. Todos losgrandes pueblos habían pasado por la fiebre del imperialismo. Losgriegos aspiraban á la hegemonía, por ser los más civilizados y creerselos más aptos para dar la civilización á los otros hombres. Los romanos,al conquistar las tierras, implantaban el derecho y las reglas de lajusticia. Los franceses de la Revolución y del Imperio justificaban susinvasiones con el deseo de libertar á los hombres y sembrar nuevasideas. Hasta los españoles del siglo XVI, al batallar con media Europapor la unidad religiosa y el exterminio de la herejía, trabajaban por unideal erróneo, obscuro, pero desinteresado.
Todos se movían en la Historia por algo que consideraban generoso yestaba por encima de sus intereses. Sólo la Alemania de aquel profesorintentaba imponerse al mundo en nombre de la superioridad de su raza,superioridad que nadie le había reconocido, que ella misma se atribuía,dando á sus afirmaciones un barniz de falsa ciencia.
—Hasta ahora, las guerras han sido de soldados—continuó Hartrott—. Laque ahora va á empezar será de soldados y de profesores. En supreparación ha tomado la Universidad tanta parte como el Estado Mayor.La ciencia germánica, la primera de todas, está unida para siempre á loque los revolucionarios latinos llaman desdeñosamente el militarismo. Lafuerza, señora del mundo, es la que crea el derecho, la que impondránuestra civilización,
única
verdadera.
Nuestros
ejércitos
son
losrepresentantes de nuestra cultura, y en unas cuantas semanas librarán almundo de su decadencia céltica, rejuveneciéndolo.
El porvenir inmenso de su raza le hacía expresarse con un entusiasmolírico. Guillermo I, Bismarck, todos los héroes de las victoriaspasadas, le inspiraban veneración, pero hablaba de ellos como de diosesmoribundos, cuya hora había pasado. Eran gloriosos abuelos, depretensiones modestas, que se limitaron á ensanchar las fronteras, árealizar la unidad del Imperio, oponiéndose luego con una prudencia devaletudinarios á todos los atrevimientos de la nueva generación. Susambiciones no iban más allá de una hegemonía continental... Pero luegosurgía Guillermo II, el héroe complejo que necesitaba el país.
—Mi maestro Lamprecht—dijo Hartrott—ha hecho el retrato de sugrandeza. Es la tradición y el porvenir, el orden y la audacia. Tiene laconvicción de que representa la monarquía por la gracia de Dios, lomismo que su abuelo. Pero su inteligencia viva y brillante reconoce yacepta las novedades modernas. Al mismo tiempo que romántico, feudal ysostenedor de los conservadores agrarios, es un hombre del día: buscalas soluciones prácticas y muestra un espíritu utilitario, á laamericana. En él se equilibran el instinto y la razón.
Alemania, guiada por este héroe, había ido agrupando sus fuerzas yreconociendo su verdadero camino. La Universidad lo aclamaba con másentusiasmo aún que sus ejércitos. ¿Para qué almacenar tanta fuerza deagresión y mantenerla sin empleo?...
El imperio del mundo correspondíaal pueblo germánico. Los historiadores y filósofos discípulos deTreitschke iban á encargarse de forjar los derechos que justificasenesta dominación
mundial.
Y
Lamprecht,
el
historiador
psicológico,lanzaba, como los otros profesores, el credo de la superioridad absolutade la raza germánica. Era justo que dominase al mundo, ya que ella soladispone de la fuerza. Esta
«germanización telúrica» resultaría deinmensos beneficios para los hombres. La tierra iba á ser feliz bajo ladominación de un pueblo
nacido
para
amo.
El
Estado
alemán,
potencia«tentacular», eclipsaría con su gloria á los más ilustres Imperios delpasado y del presente. Gott mit uns (Dios está con nosotros).
—¿Quién podrá negar que, como dice mi maestro, existe un Dios cristianogermánico, el «Gran Aliado», que se manifiesta á nuestros enemigos losextranjeros como una divinidad fuerte y celosa?...
Desnoyers escuchaba con asombro á su primo, mirando al mismo tiempo áArgensola. Este, con el movimiento de sus ojos, parecía hablarle. «Estáloco—decía—. Estos alemanes están locos de orgullo.»
Mientras tanto, el profesor, incapaz de contener su entusiasmo, seguíaexponiendo las grandezas de su raza.
La fe sufre eclipses hasta en los espíritus más superiores. Por esto elkaiser providencial había mostrado inexplicables desfallecimientos. Erademasiado bueno y bondadoso. « Deliciæ generis humani», como decía elprofesor Lasson, también maestro de Hartrott. Pudiendo con su inmensopoderío aniquilarlo todo, se limitaba á mantener la paz. Pero la naciónno quería detenerse, y empujaba al conductor que la había puesto enmovimiento. Inútil apretar los frenos. «Quien no avanza, retrocede»: talera el grito del pangermanismo al emperador.
Había que ir adelante,hasta conquistar la tierra entera.
—Y la guerra viene—continuó—. Necesitamos las colonias de los demás,ya que Bismarck, por un error de su vejez testaruda, no exigió nada á lahora del reparto mundial, dejando que Inglaterra y Francia se llevasenlas mejores tierras. Necesitamos que pertenezcan á Alemania todos lospaíses que tienen sangre germánica y que han sido civilizados pornuestros ascendientes.
Hartrott enumeraba los países. Holanda y Bélgica eran alemanas. Francialo era también por los francos: una tercera parte de su sangre procedíade los germanos. Italia...—aquí se detenía el profesor, recordando queesta nación era una aliada, poco
segura
ciertamente,
pero
unida
todavíapor
los
compromisos diplomáticos. Sin embargo, mencionaba á loslongobardos y otras razas procedentes del Norte—. España y Portugalhabían sido pobladas por el godo rubio, y pertenecían también á la razagermánica. Y como la mayoría de las naciones de América eran de origenhispánico ó portugués, quedaban comprendidas en esta reivindicación.
—Todavía es prematuro pensar en ellas—añadió el doctor modestamente—,pero algún día sonará la hora de la justicia.
Después de nuestro triunfocontinental, tiempo tendremos de pensar en su suerte... La América delNorte también debe recibir nuestra influencia civilizadora. Existen enella millones de alemanes, que han creado su grandeza.
Hablaba de las futuras conquistas como si fuesen muestras de distincióncon que su país iba á favorecer á los demás pueblos.
Estos seguiríanviviendo políticamente lo mismo que antes, con sus gobiernos propios,pero sometidos á la dirección de la raza germánica, como menores quenecesitan la mano dura de un maestro. Formarían los Estados Unidosmundiales, con un presidente
hereditario
y
todopoderoso,
el
emperador
deAlemania, recibiendo los beneficios de la cultura germánica, trabajandodisciplinados bajo su dirección industrial... Pero el mundo es ingrato,y la maldad humana se opone siempre á todos los progresos.
—No nos hacemos ilusiones—dijo el profesor con altiva tristeza—.Nosotros no tenemos amigos. Todos nos miran con recelo, como á serespeligrosos, porque somos los más inteligentes, los más activos, yresultamos superiores á los demás... Pero ya que no nos aman, que nosteman. Como dice mi amigo Mann, la Kultur es la organizaciónespiritual del mundo, pero no excluye «el salvajismo sangriento» cuandoéste resulta necesario. La Kultur sublimiza lo demoniaco que llevamosen nosotros, y está por encima de la moral, la razón y la ciencia.Nosotros impondremos la Kultur á cañonazos.
Argensola seguía expresando con los ojos su pensamiento:
«Están locos,locos de orgullo... ¡Lo que le espera al mundo con estas gentes!»
Desnoyers intervino, para aclarar con un poco de optimismo el monólogosombrío. La guerra aún no se había declarado: la diplomacia negociaba.Tal vez se arreglase todo pacíficamente en el último instante, comohabía ocurrido otras veces. Su primo veía las cosas algo desfiguradas,por un entusiasmo agresivo.
¡La sonrisa irónica, feroz, cortante del doctor!... Argensola no habíaconocido al viejo Madariaga, y sin embargo, se le ocurrió que así debíansonreir los tiburones, aunque jamás había visto un tiburón.
—Es la guerra—afirmó Hartrott—. Cuando salí de Alemania, hace quincedías, ya sabía yo que la guerra estaba próxima.
La seguridad con que lo dijo disipó todas las esperanzas de Julio.Además, le inquietaba el viaje de este hombre con pretexto de ver á sumadre, de la que se había separado poco antes... ¿Qué había venido áhacer en París el doctor Julius von Hartrott?...
—Entonces—preguntó Desnoyers—, ¿para qué tantas entrevistasdiplomáticas? ¿Por qué interviene el gobierno alemán, aunque sea contibieza, en el conflicto entre Austria y Servia?... ¿No sería mejordeclarar la guerra francamente?
El profesor contestó con sencillez:
—Nuestro gobierno quiere sin duda que sean los otros los que ladeclaren. El papel de agredido es siempre el más grato y justifica todaslas resoluciones ulteriores por extremadas que parezcan. Allá tenemosgentes que viven bien y no desean la guerra. Es conveniente hacerlascreer que son los enemigos los que nos la imponen, para que sientan lanecesidad de defenderse.
Sólo los espíritus superiores llegan á laconvicción de que los grandes adelantos únicamente se realizan con laespada, y que la guerra, como decía nuestro gran Treitschke, es la másalta forma del progreso.
Otra vez sonrió con una expresión feroz. La moral, según él, debíaexistir entre los individuos, ya que sirve para hacerlos más obedientesy disciplinados. Pero la moral estorba á los gobiernos, y debesuprimirse como un obstáculo inútil. Para un Estado no existe la verdadni la mentira: sólo reconoce la conveniencia y la utilidad de las cosas.El glorioso Bismarck, para conseguir la guerra con Francia, base de lagrandeza alemana, no había vacilado en falsificar un despachotelegráfico.
—Y reconocerás que es el héroe más grande de nuestros tiempos. LaHistoria mira con bondad su hazaña. ¿Quién puede acusar al quetriunfa?... El profesor Hans Delbruck ha escrito con razón: «¡Benditasea la mano que falsificó el telegrama de Ems!»
Convenía que la guerra surgiese inmediatamente, ahora que lascircunstancias resultaban favorables para Alemania y sus enemigos vivíandescuidados. Era la guerra preventiva recomendada por el generalBernhardi y otros compatriotas ilustres. Resultaba peligroso esperar áque los enemigos estuvieran preparados y fuesen ellos los que ladeclarasen.
Además, ¿qué obstáculos representaban para los alemanes elderecho y otras ficciones inventadas por los pueblos débiles parasostenerse en su miseria?... Tenían la fuerza, y la fuerza crea leyesnuevas. Si resultaban vencedores, la Historia no les pediría cuentas porlo que hubiesen hecho. Era Alemania la que pegaba, y los sacerdotes detodos los cultos acabarían por santificar con sus himnos la guerrabendita, si es que conducía al triunfo.
—Nosotros no hacemos la guerra por castigar á los servios regicidas, nipor libertar á los polacos y otros oprimidos de Rusia, descansando luegoen la admiración de nuestra magnanimidad desinteresada. Queremos hacerlaporque somos el primer pueblo de la tierra y debemos extender nuestraactividad sobre el planeta entero. La hora de Alemania ha sonado.
Vamosá ocupar nuestro sitio de potencia directora del mundo, como la ocupóEspaña en otros siglos, y Francia después, é Inglaterra actualmente. Loque esos pueblos alcanzaron con una preparación de muchos años loconseguiremos nosotros en cuatro meses. La bandera de tempestad delImperio va á pasearse por mares y naciones: el sol iluminará grandesmatanzas... La vieja Roma, enferma de muerte, apellidó bárbaros á losgermanos que le abrieron la fosa. También huele á muerto el mundo deahora, y seguramente nos llamará bárbaros... ¡Sea!
Cuando Tánger yTolón, Amberes y Calais, estén sometidos á la barbarie germánica, yahablaremos de eso más detenidamente...
Tenemos la fuerza, y el que laposee no discute ni hace caso de palabras... ¡La fuerza! Esto es lohermoso: la única palabra que suena brillante y clara... ¡La fuerza! Unpuñetazo certero, y todos los argumentos quedan contestados.
—Pero ¿tan seguros estáis de la victoria?—preguntó Desnoyers—. Aveces, el destino ofrece terribles sorpresas. Hay fuerzas ocultas conlas que no contamos y que trastornan los planes mejores.
La sonrisa del doctor fué ahora de soberano menosprecio.
Todo estabaprevisto y estudiado de larga fecha, con el minucioso método germánico.¿Qué tenían enfrente?... El enemigo más temible era Francia, incapaz deresistir las influencias morales enervantes, los sufrimientos, losesfuerzos y las privaciones de la guerra; un pueblo debilitadofísicamente, emponzoñado por el espíritu revolucionario, y que había idoprescindiendo del uso de las armas por un amor exagerado al bienestar.
—Nuestros generales—continuó—van á dejarla en tal estado, que jamásse atreverá á cruzarse en nuestro camino.
Quedaba Rusia, pero sus masas amorfas eran lentas de reunir y difícilesde mover. El Estado Mayor de Berlín lo había dispuesto todocronométricamente para el aplastamiento de Francia en cuatro semanas,llevando luego sus fuerzas enormes contra el Imperio ruso, antes de queéste pudiese iniciar su acción.
—Acabaremos con el oso, luego de haber matado al gallo—
afirmó elprofesor victoriosamente.
Pero adivinando una objeción de su primo, se apresuró á continuar:
—Sé lo que vas á decirme. Queda otro enemigo: uno que no ha saltadotodavía á la arena, pero que aguardamos todos los alemanes. Ese nosinspira más odio que los otros porque es de nuestra sangre, porque es untraidor á la raza... ¡Ah, cómo lo aborrecemos!
Y en el tono con que dijo estas palabras latían una expresión de odio yun deseo de venganza que impresionaron á los dos oyentes.
—Aunque Inglaterra nos ataque—prosiguió Hartrott—, no por estodejaremos de vencer. Este adversario no es más temible que los otros.Hace un siglo que reina sobre el mundo. Al caer Napoleón, recogió en elCongreso de Viena la hegemonía continental, y se batirá por conservarla.Pero ¿qué vale su energía?... Como dice nuestro Bernhardi, el puebloinglés es un pueblo de rentistas y de sportsmen. Su ejército estáformado con los detritus de la nación. El país carece de espíritumilitar.
Nosotros somos un pueblo de guerreros, y nos será fácil vencerá los ingleses, debilitados por una falsa concepción de la vida.
El doctor hizo una pausa y añadió:
—Contamos además con la corrupción interna de nuestros enemigos, con sufalta de unidad. Dios nos ayudará sembrando la confusión en estospueblos odiosos. No pasarán muchos días sin que se vea su mano. Larevolución va á estallar en Francia al mismo tiempo que la guerra. Elpueblo de París levantará barricadas en las calles: se reproducirá laanarquía de la Commune. Túnez, Argel y otras posesiones van á sublevarsecontra la metrópoli.
Argensola creyó del caso sonreir con una incredulidad agresiva.
—Repito—insistió Hartrott—que este país va á conocer revolucionesaquí é insurrecciones en sus colonias. Sé bien lo que digo... Rusiatendrá igualmente su revolución interior, revolución con bandera roja,que obligará al zar á pedirnos gracia de rodillas. No hay mas que leeren los periódicos las recientes huelgas de San Petersburgo, lasmanifestaciones de los huelguistas con pretexto de la visita delpresidente Poincaré...
Inglaterra verá rechazadas por las colonias suspeticiones de apoyo. La India va á sublevarse contra ella y Egipto creellegado el momento de su emancipación.
Julio parecía impresionado por estas afirmaciones, formuladas con unaseguridad doctoral. Casi se irritó contra el incrédulo Argensola, queseguía mirando al profesor insolentemente y repetía con los ojos: «Estáloco: loco de orgullo.» Aquel hombre debía tener serios motivos paraformular tales profecías de desgracia. Su presencia en París, por lomismo que era inexplicable para Desnoyers, daba á sus palabras unaautoridad misteriosa.
—Pero las naciones se defenderán—arguyó éste á su primo—.
No será tanfácil la victoria como crees.
—Sí, se defenderán. La lucha va á ser ruda. Parece que en los últimosaños Francia se ha preocupado de su ejército.
Encontraremos ciertaresistencia; el triunfo resultará más difícil, pero venceremos...Vosotros no sabéis hasta dónde llega la potencia ofensiva de Alemania.Nadie lo sabe con certeza más allá de sus fronteras. Si nuestrosenemigos la conociesen en toda su intensidad, caerían de rodillas,prescindiendo de sacrificios inútiles.
Hubo un largo silencio. Julius von Hartrott parecía abstraído.
Elrecuerdo de los elementos de fuerza acumulados por su raza le sumía enuna especie de adoración mística.
—La victoria preliminar—dijo de pronto—hace tiempo que la hemosobtenido. Nuestros enemigos nos aborrecen, y sin embargo nos imitan.Todo lo que lleva la marca de Alemania es buscado en el mundo. Losmismos países que intentan resistir á nuestras armas copian nuestrosmétodos en sus universidades y admiran nuestras teorías, aun aquellasque no alcanzaron éxito en Alemania. Muchas veces reímos entre nosotros,como los augures romanos, al apreciar el servilismo con que nossiguen...
¡Y luego no quieren reconocer nuestra superioridad!
Por primera vez Argensola aprobó con los ojos y el gesto las palabras deHartrott. Exacto lo que decía: el mundo era víctima de la «supersticiónalemana». Una cobardía intelectual, el miedo al fuerte, hacía admirartodo lo de procedencia germánica, sin discernimiento alguno, en bloque,por la intensidad del brillo: el oro revuelto con el talco. Los llamadoslatinos, al entregarse á esta admiración, dudaban de las propias fuerzascon un pesimismo irracional. Ellos eran los primeros en decretar sumuerte. Y los orgullosos germanos no tenían mas que repetir las palabrasde estos pesimistas para afirmarse en la creencia de su superioridad.
Con el apasionamiento meridional, que salta sin gradación de un extremoá otro, muchos latinos habían proclamado que en el mundo futuro noquedaba sitio para las sociedades latinas, en plena agonía, añadiendoque sólo Alemania conservaba latentes las fuerzas civilizadoras. Losfranceses, que gritan entre ellos, incurriendo en las mayoresexageraciones, sin darse cuenta de que hay quien les escucha al otrolado de las puertas, habían repetido durante muchos años que Franciaestaba en plena descomposición y marchaba á la muerte. ¡Por qué seindignaban luego ante el menosprecio de los enemigos!... ¡Cómo no habíande participar éstos de sus creencias!...
El profesor, interpretando erróneamente la aprobación muda de aqueljoven que hasta entonces le había escuchado con sonrisa hostil, añadió:
—Hora es ya de hacer en Francia el ensayo de la cultura alemana,implantándola como vencedores.
Aquí le interrumpió Argensola: «¿Y si la cultura alemana no existiese,como lo afirma un alemán célebre?» Necesitaba contradecir á este pedanteque los abrumaba con su orgullo.
Hartrott casi saltó de su asiento alescuchar tal duda.
—¿Qué alemán es ese?
—¡Nietzsche!
El profesor le miró con lástima. Nietzsche había dicho á los hombres:«Sed duros», afirmando que «una buena guerra santifica toda causa».Había alabado á Bismarck; había, tomado parte en la guerra del 70; habíaglorificado al alemán cuando hablaba del «león risueño» y de la «fierarubia». Pero Argensola le escuchó con la tranquilidad del que pisa unterreno seguro.
¡Oh tardes de plácida lectura junto á la chimenea delestudio, oyendo chocar la lluvia en los vidrios del ventanal!...
—El filósofo ha dicho eso—contestó—y ha dicho otras cosas diferentes,como todos los que piensan mucho. Su doctrina es de orgullo, pero deorgullo individual, no de orgullo de nación ni de raza. El habló siemprecontra «la mentirosa superchería de las razas».
Argensola recordaba palabra por palabra á su filósofo. Una cultura,según éste, era