Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Garau,

inquisidorsimpático; no te digo más.»

Pasó Febrer el resto de la tarde leyendo la carta o paseando por losalrededores de la torre, conmovido por tales noticias. Los recuerdos desu pasada existencia, amortiguados por la vida solitaria, surgían ahoracon el mismo relieve que si fuesen sucesos del día anterior. ¡Los cafésdel Borne! ¡Sus amigos del Casino!... ¡Volver allá, pasando de un saltoa la vida ciudadana, luego de su reclusión casi salvaje en la torre!...Se marcharía cuanto antes: estaba resuelto a ello. Partiría a la mañanasiguiente, aprovechando el viaje de vuelta del mismo vapor que habíatraído la carta.

El recuerdo de Margalida surgió en su memoria, pretendiendo retenerle enla isla. La veía blanca, con sus adorables redondeces y sus ojos tímidosy bajos, que parecían ocultar como un pecado el negro ardor de suspupilas. ¡Dejarla! ¡no verla más!... ¡Y ella iba a ser de uno deaquellos bárbaros, que profanarían su belleza usándola en las faenas delcampo, convirtiéndola poco a poco en una bestia agrícola, negra, callosay arrugada!...

Pero una afirmación pesimista le arrancó al poco tiempo de esta dudacruel. Margalida no le amaba, no podía amarle.

Un mutismo desconcertantey lágrimas misteriosas era todo lo que él había podido conseguir con susdeclaraciones de amor. ¿A qué empeñarse en conquistar lo que a todosparecía imposible? ¿Por qué seguir la lucha sorda con toda la isla, poruna mujer que aún no sabía él ciertamente si le amaba?

La alegría de las recientes noticias volvió escéptico a Febrer. «Nadiese muere de amor.» Le costaría un gran esfuerzo abandonar aquella tierraal día siguiente; experimentaría honda tristeza al perder de vista lablancura africana de Can Mallorquí. Pero al sentirse libre delambiente de la isla y volver a su antigua existencia, tal vez no fueseMargalida más que un pálido recuerdo, y él reiría el primero de estapasión de una atlota hija de un antiguo arrendatario de su familia.

No vaciló más. Esta noche la pasaría en la soledad de la torre, como unhombre primitivo de los que viven acechados por el peligro, dispuestos amatar; a la noche siguiente estaría sentado ante la mesa de un café,bajo el resplandor de los focos eléctricos, viendo carruajes junto a lasaceras y pasando por el centro del Borne mujeres más hermosas queMargalida. «¡A Mallorca!» No viviría en un palacio: el caserón de losFebrer lo perdía para siempre en el arreglo revolucionario y salvadorideado por el amigo Valls; pero no le faltaría una casita pequeña ylimpia en el Terreno u otro barrio vecino al mar, y en ella la compañíay los cuidados maternales de madó Antonia. Ninguna tristeza, ningunavergüenza le esperaba allá. Hasta se vería libre de don Benito Valls yde su hija, a los que había abandonado de un modo incorrecto, sinpalabras de excusa.

El rico chueta, según anunciaba su hermano en lacarta, vivía ahora en Barcelona para cuidar mejor de su salud.Indudablemente, como creía el capitán Pablo, este viaje era

paraencontrar

un yerno

lejos de

las

preocupaciones que perseguían en la islaa los de su raza.

Al cerrar la noche llegó el Capellanet llevando la cesta de la cena.Mientras Febrer comía ávidamente, con el buen apetito de la alegría, elmuchacho anduvo por la habitación, atisbando con ojos ansiosos, por sipodía encontrar aquella carta que había excitado su curiosidad. «Nada.»La alegría del señor acabó por contagiarle, y rio también, sin saber dequé, creyéndose obligado a mostrar buen humor, ya que don Jaime estabacontento.

Febrer bromeó sobre su próxima ida al Seminario.

Pensaba hacerle unregalo, pero un regalo extraordinario, como él no podía imaginárselo, yal lado del cual nada valdría el cuchillo. Sus ojos, al decir esto,miraban la escopeta colgada del muro.

Cuando se fue el muchacho, cerró la puerta y se entretuvo a la luz de lavela en hacer el inventario y distribución de los objetos que llenabansu vivienda. En un antiguo arcón de madera, tallado a cuchillogroseramente, estaban dobladas con cuidado por Margalida, entre hierbasolorosas, las ropas con que había llegado él de Mallorca. Las vestiría ala mañana siguiente. Pensó con cierto terror en el suplicio de las botasy el tormento del cuello de la camisa, después de su larga temporada decampestre libertad; pero quería salir de la isla lo mismo que habíavenido a ella. Lo demás lo regalaba a Pep y la escopeta a su hijo,riendo del gesto del pequeño seminarista ante este presente, que llegabaalgo tarde... Ya cazaría, con ella cuando fuese cura de uno de los cuartones de la isla.

Volvió a sacar del bolsillo la carta de Valls, complaciéndose en leerlalentamente, como si cada vez encontrase en su texto nuevas noticias.Mientras leía estos párrafos,

que

ya

le

eran

familiares,

su

pensamientotrabajaba aparte a impulsos de la alegría. ¡El buen amigo Pablo! ¡Y quéa tiempo llegaban sus consejos!... Le sacaba de Ibiza en el instante másoportuno, cuando se veía en guerra abierta con todas aquellas gentesrudas, que deseaban la muerte del forastero. No se equivocaba elcapitán. ¿Qué hacía allí, como un Robinsón, que ni siquiera podíadisfrutar la placidez de la soledad?...

Valls, oportuno como siempre, lelibraba del peligro.

Su vida de horas antes, cuando aún no había recibido la carta, parecíaleabsurda y ridícula.. Ahora era otro hombre.

Sonreía con lástima yvergüenza de aquel loco que el día anterior, llevando la escopeta alhombro, había emprendido el camino de la montaña para buscar a unantiguo presidiario, retándolo a bárbaro combate en la soledad delbosque. ¡Como si toda la vida del planeta estuviese concentrada en lapequeña isla y hubiera que matar para poder existir en ella!... ¡Como sino hubiese vida ni civilización más allá de la sábana azul que rodeaba aeste pedazo de tierra, con su grupo humano de almas primitivas,petrificadas en las costumbres de otros siglos!

Ésta era la última nochede su existencia salvaje. Al día siguiente, todo lo ocurrido no seríamás que una aglomeración de recuerdos interesantes, con cuyo relatopodría entretener a sus amigos del Borne.

Cortó

Febrer

repentinamente

sus

pensamientos,

separando los ojos delpapel. Al encontrar su mirada una mitad de la habitación en la sombra yotra mitad en una luz rojiza que hacía temblar los objetos, parecióvolver del lejano viaje al que le arrastraba su imaginación. Aún vivíaen la torre del Pirata; aún estaba en medio de lobregueces, de unasoledad poblada por los rumores de la Naturaleza, en el interior de uncubo de piedra cuyas paredes parecían sudar lóbrego misterio.

Algo había sonado fuera de la torre: un grito, un aullido, distinto delde la otra noche, más sofocado, más lejano.

Jaime tuvo la sensación deque este grito venía de muy cerca, de que tal vez lo lanzaba alguienoculto en los grupos de tamariscos.

Concentró su atención, y al poco rato el aullido volvió a sonar. Era elmismo aucamiento de la otra noche, pero sordo, quedo, ronco, como siel que lo lanzaba tuviese miedo de que el grito se esparciese demasiado,colocando sus manos en torno a la boca para enviarlo con esta bocinanatural únicamente hacia la torre.

Pasada la primera sorpresa, rio silenciosamente, encogiendo los hombros.No pensaba moverse. ¿Qué le importaban ya estas costumbres primitivas,estos retos de payeses? «Aúlla, buen hombre; grita hasta que te canses:estoy sordo.»

Y para distraer su atención volvió a leer la carta, complaciéndose en elsaboreo de la larga lista de acreedores, muchos de cuyos nombresevocaban visiones coléricas o grotescos recuerdos.

El aullido continuó sonando a largos intervalos, y cada vez que su roncaestridencia cortaba el silencio, Febrer se estremecía de impaciencia yde cólera. «¡Cristo! ¿Iba a pasar

así

la

noche,

desvelado

por

estaserenata

amenazadora?...»

Pensó que tal vez el enemigo, oculto en la maleza, veía las rendijas dela puerta iluminadas y esto le hacía persistir en sus provocaciones.Apagó la vela y se tendió en la cama, experimentando una sensación debienestar al verse en la obscuridad, con la espalda hundida en lascrujientes blanduras del jergón. Podía aullar horas y horas hasta perderla voz aquel bárbaro. Él no quería moverse. ¿Qué le importaban susinsultos?... Y rio con una alegría de bienestar animal, en la blandurade su lecho, mientras el otro enronquecía oculto tras los matorrales,con el arma preparada y el ojo atento. ¡Qué chasco para el enemigo!...

Febrer casi se durmió arrullado por estos gritos de amenaza. Habíacolocado tras la puerta la misma barricada de la noche anterior.Mientras sonasen los gritos tenía la certeza de que ningún peligro leamenazaba. De pronto, se incorporó, repeliendo ese sopor que precede alsueño. Ya no sonaban aullidos. Lo que le había desvelado era el misteriodel silencio, más amenazador e inquietante que las vociferaciones de lahostilidad.

Avanzando la cabeza, creyó percibir entre los rumores confusos yfundidos de la respiración nocturna un roce, un leve crujir de madera,algo semejante al ligero peso de un gato trepando de peldaño en peldañopor la escala de la torre, con largas pausas de inmovilidad.

Jaime buscó el revólver y aguardó con él en la diestra. El arma parecíatemblar entre sus dedos. Comenzaba a sentir la cólera del hombre fuerteque adivina junto a su puerta el rondar de un enemigo.

La lenta ascensión se detuvo, tal vez en mitad de la escala, y traslargo silencio, oyó el solitario una voz queda, una voz que sonaba sólopara él. Era la voz del Ferrer: la reconocía. Le invitaba a salir; lellamaba cobarde, uniendo a este insulto otras injurias para la odiadaisla donde había nacido.

Con irreflexivo impulso, se levantó Jaime de la cama, sonandoruidosamente el jergón bajo el hundimiento de sus rodillas. Al estar depie, en la obscuridad, con el revólver en la mano, volvió a tenerselástima por este movimiento y a despreciar a su retador. ¿Por quéhacerle caso? Debía volver a acostarse... Hubo una larga pausa, como siel enemigo, al escuchar los crujimientos del jergón, esperase que elhabitante de la torre fuera a salir de un momento a otro.

Perotranscurrió algún tiempo, y la voz ronca e injuriosa volvió a sonar enla calma de la noche. Le llamaba cobarde otra vez; invitaba a salir almallorquín. «Sal, hijo de...»

Febrer, ante este insulto, tembló, guardándose el revólver en la faja.¡Su madre, su pobre madre, pálida, enferma, dulce como una santa,resucitando con el más infamante de los insultos en la boca de aquelpresidiario!...

Anduvo instintivamente hacia la puerta, tropezando a los pocos pasos conla mesa y las sillas amontonadas. No; la puerta no... Un rectángulo deluz brumosa y azul se marcó en el muro lóbrego. Jaime acababa de abrirla ventana. El fulgor sideral iluminó débilmente la contracción de surostro, un rictus frío, desesperado, cruel, que le daba gran semejanzacon el comendador don Príamo y otros navegantes de guerra y destrucción,cuyos retratos se empolvaban en el palacio de Mallorca.

Sentóse en el alféizar, echando las piernas fuera, y lentamente empezó adescender, tanteando con los pies las oquedades del muro para evitar querodasen piedras sueltas, denunciándole con su estrépito.

Al tocar tierra sacó el revólver de la faja, y agachándose, casi derodillas, con una mano en el suelo, comenzó a seguir el contorno de labase de la torre. Sus pies se enredaron en las raíces de los tamariscosque el viento había dejado al descubierto, y se hundían en la arena comomarañas de serpientes negras. Cada vez que un tropezón de éstos le hacíavacilar, obligándole a rudos tirones para seguir adelante, cada vez queuna piedra rodaba o crujía, deteníase, conteniendo su respiración.Temblaba, no de miedo, sino de ansiedad y zozobra, con la inquietud delcazador que teme llegar tarde. ¡Ah, si caía sobre el enemigo, si lepillaba cerca de la puerta, lanzando a media voz sus mortalesinjurias!...

Arrastrándose como una bestia, casi a flor del suelo, llegó a ver elextremo inferior de su escala, luego los peldaños superiores, y al finla puerta negra en mitad del cubo de la torre, que aparecía blanco bajoel fulgor de las estrellas.

¡Nadie! El enemigo había huido.

La sorpresa le hizo incorporarse, avizorando con inquietud la negra yondulante mancha de matorrales que se extendía ladera abajo. Este examenduró poco. Un culebreo rojo, una ondulación llameante y breve, seguidade una nubecilla y de un trueno, salió de entre los tamariscos, a cortadistancia de él. Jaime creyó recibir en el pecho una piedra, un guijarrocaliente que tal vez había hecho saltar el estrépito de la detonación.

«¡No es nada!», pensó.

Pero al mismo tiempo viose en el suelo, sin saber cómo, tendido deespaldas.

«¡No es nada!», pensó otra vez.

Y revolviéndose instintivamente, dio la vuelta, quedando con el pecho entierra, apoyado en una mano y tendiendo la otra, que empuñaba elrevólver. Sentíase fuerte, repetía en su interior que aquello no eranada, pero el cuerpo se negó con súbita torpeza a obedecer su voluntad.Parecía pegado al suelo por una dolorosa simpatía.

Vio agitarse los matorrales como movidos por una bestia obscura,cautelosa y maligna. Allí estaba el enemigo.

Primero avanzó la cabeza,luego el busto, al fin sacó las piernas de entre el ramaje crujidor.

Febrer, con la rápida visión que acompaña al ahogado y al moribundo ensus últimos instantes, visión en la que se concentran los fugitivosrecuerdos de toda la vida anterior, pensó en su juventud, cuando tirabaa la pistola en el jardín de Palma tendido en el suelo y fingiéndoseherido, como un ensayo de ilusorios encuentros. Por primera vez iba aservirle esta caprichosa precaución.

Vio claramente el bulto negro del enemigo inmóvil ante el punto de mirade su revólver. Le vio cada vez más turbio, más indeciso, como si lanoche se obscureciese por momentos. Avanzaba cautelosamente, también conun arma en la mano, sin duda para rematarlo. Entonces tiró del gatillouna, y otra, y otra vez, creyendo que el arma no funcionaba, sin llegara oír sus detonaciones, diciéndose en su desesperación que el enemigoiba a caer sobre él, privado de defensa. Ya no le veía. Una nieblablanca se extendió ante sus ojos; le zumbaron los oídos... Pero cuandocreía sentir cerca de él a su contrario, la niebla se deshizo, volvió aver la luz tranquila y azul de la noche, y a pocos pasos, tendidoigualmente en el suelo, un cuerpo que se revolvía, que se arqueaba,arañando la tierra, lanzando un ronquido angustioso, un hipo de muerte.

Jaime no pudo comprender este prodigio. ¿Realmente era él quien habíatirado?...

Quiso levantarse, y sus manos, al palpar el suelo, chapotearon en unbarro denso y caliente. Se tocó el pecho, y también lo encontró mojadopor algo tibio y espeso que chorreaba en hilillos sutiles e incesantes.Intentó contraer las piernas para arrodillarse, y las piernas no leobedecieron.

Sólo entonces se convenció de que estaba herido.

Sus ojos perdieron la limpieza de su visión. Contempló doble la torre,luego triple, después toda una cortina de cubos de piedra que seextendía por la costa hundiéndose mar adentro. Esparcióse un gusto acrepor su paladar y sus labios. Le pareció que bebía algo caliente yviscoso, pero que lo bebía al revés, por un capricho del mecanismo de suvida, viniendo el extraño licor a su paladar desde lo más recóndito desus entrañas. El bulto negro que se revolvía entre ronquidos a pocospasos de él agrandábase cada vez que en sus contorsiones tocaba elsuelo. Era ya una bestia apocalíptica, un monstruo de la noche que alarquearse llegaba a las estrellas.

El ladrido de un perro y voces de personas disolvieron estasfantasmagorías de la soledad. De la sombra surgieron luces.

¡Don Chaume!¡Don Chaume!...

¿De quién era esta voz femenil? ¿Dónde la había oído?...

Vio bultos negros que se movían, que se inclinaban, llevando en lasmanos estrellas rojas. Vio un hombre que retenía a otro más pequeño, yen la mano de este último un relámpago blanco, tal vez un cuchillo, conel que pretendía rematar al monstruo pataleante.

No vio más. Sintió que unos brazos suaves, de fina epidermis y dulcecalor, le cogían la cabeza. Una voz, la misma de antes, trémula yllorosa, sonó en sus oídos:

¡Don Chaume!¡Ay, don Chaume!...

Percibió en su boca un roce dulce, algo suave que le acariciabasedosamente, y poco a poco fue extremando su contacto

hasta

convertirseen

un

beso

frenético,

desesperado, rabioso de dolor.

El herido, antes de perder la vista, sonrió débilmente al reconocerjunto a sus ojos unos ojos lacrimosos de amor y de pena: los ojos deMargalida.

IV

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una camaalta—tal vez la cama de Margalida—, fue dándose cuenta de lo ocurridopoco antes.

Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo,sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecíantemblar. Eran remembranzas vagas, imprecisas, rodeadas de un nimbo deblanca niebla; algo semejante a la confusa memoria de hechos y palabrasluego de un día de embriaguez.

Recordaba que su frente había buscado con mortal pereza un apoyo en elhombro de Pep; que las fuerzas le iban abandonando, como si la vida seescapase con el chorreo caliente y viscoso que cosquilleaba a lo largode su pecho y su espalda. Recordaba también que tras sus pasos sonabangemidos sordos, palabras entrecortadas implorando el auxilio de todoslos poderes celestiales. Y él, en medio de su debilidad, latentes lassienes por el zumbido cerebral que acompaña al desvanecimiento, hacíaesfuerzos para concentrar sus energías en las piernas, avanzando pasotras paso, con el temor de quedarse para siempre en el camino.

¡Quéinterminable la bajada a Can Mallorquí! Había durado horas, habíadurado días: en su memoria obscura aparecía esta marcha casi tan largacomo toda su vida anterior.

Cuando brazos amigos le ayudaron a subir al lecho y a la luz de uncandil fueron despojándolo de sus ropas, experimentó Febrer unasensación de bienestar y descanso.

¡No levantarse más de estasblanduras! ¡Permanecer en ellas para siempre!...

¡Sangre!... El rojo escandaloso de la sangre por todas partes: en lachaqueta y la camisa, que cayeron como guiñapos al pie de la cama; en lablancura rígida de las gruesas sábanas; en el cubo de agua que se ibacoloreando al mojar Pep un trapo para lavar el busto del herido.

Cadaprenda arrancada de su cuerpo esparcía en torno una menuda lluvia. Lasropas interiores despegábanse de la carne con un tirón doloroso. La luzdel candil, en su llamear vacilante, sacaba de las sombras una eternanota roja.

Las mujeres prorrumpían en lamentos. La madre de Margalida, olvidandotoda prudencia, juntaba las manos y elevaba los ojos con una expresiónde terror. «¡Reina Santísima!...» Febrer, a quien el descanso en la camahabía devuelto la serenidad, extrañábase de estas exclamaciones.

Él sesentía bien: ¿por qué se alarmaban de tal modo las mujeres? Margalida,silenciosa, con los ojos agrandados por el terror, iba de un lado aotro, revolviendo ropas, abriendo arcas, con la precipitación del miedo,pero sin aturdirse al oír los gritos furiosos de su padre.

El buen Pep, ceñudo, con una palidez verdosa en su tez obscura, manejabaal herido al mismo tiempo que daba órdenes. «¡Hilas! ¡muchas hilas!...¡Silencio las hembras!

¿A qué tantos gritos y lamentos?...» Lo que debíahacer su mujer era ir en busca de cierto pucherete que contenía unungüento maravilloso guardado a prevención desde los tiempos de suvaleroso padre, un verro temible habituado a las heridas.

Y cuando la madre, afligida por las órdenes furiosas, quería unirse aMargalida para buscar el remedio, la reclamaba otra vez su marido juntoal lecho. Debía sostener al señor: lo había puesto de lado para examinary lavar al mismo tiempo el pecho y la espalda. El pacífico Pep habíavisto de mozo sucesos más estupendos que aquél, y entendía algo deheridas. Al borrar las manchas de sangre con el trapo mojado, dejó aldescubierto dos orificios en el busto de don Jaime, uno en el pecho yotro en la espalda...

Bueno: la bala le había atravesado el cuerpo; nohabría que extraerla, y esto llevaban adelantado.

Con sus manos rústicas, a las que pretendía infundir cierta delicadezafemenil, pugnaba por formar unos tapones de hilas, intraduciéndolos enaquellos orificios de carne rota y sanguinolenta, que seguían vomitandomansamente el rojo líquido. Margalida, frunciendo las cejas y desviandola vista para

no

encontrarse

con

los

ojos

del

herido,

intervino,apartando a Pep. «¡Deje, padre!»; tal vez ella sabría hacerlo mejor... YJaime creyó percibir en su carne viva, sensible, vibrante por el cruelrasguño, una impresión de frescura, de dulce calma al hundirse en ellalos tapones manejados por los dedos de la muchacha.

Quedó Jaime inmóvil, sintiendo en la espalda y en el pecho los traposamontonados por las dos mujeres en su horror a la sangre.

El optimismo que le había animado al doblarse sus piernas y caer junto ala torre volvió a reaparecer.

Seguramente,

aquello

no

era

nada:

unaherida

insignificante; sentíase mejor. Le molestaba, como si fuese algoinoportuno, el gesto triste y silencioso de los que le rodeaban, ysonrió para animarlos. Intentó hablar, pero el primer intento de palabrale produjo una gran fatiga.

El payés le atajó con un gesto. «¡Quieto, don Jaime: debía permanecerinmóvil!» El médico iba a llegar. Su hijo había montado en la mejorcaballería de la casa, para traerlo de San José.

Y al ver a don Jaime con los ojos muy abiertos, persistiendo en susonrisa animosa, Pep siguió hablando para entretener al herido.

Estaba él durmiendo con la pesadez de un sueño inconmovible, cuando ledespertaron las voces y tirones de su mujer, los gritos de los atlots que corrían hacia la puerta queriendo salir. Fuera de la alquería, porla parte de la torre, sonaban tiros. ¡Otro ataque al señor, lo mismo quedos noches antes!... Pepet, al escuchar los últimos disparos, parecióalegrarse. Eran de don Jaime: conocía el estampido de su revólver.

Pep había encendido el farol que le servía para salir al campo, su mujercogió el candil, y todos corrieron cuesta arriba hacia la torre, sinpensar en el peligro. El primero que encontraron fue el Ferrer,moribundo, con la cabeza chorreando sangre, lanzando aullidos yretorciéndose lo mismo que un demonio... Ya había acabado de penar.

¡QueDios le acogiese en su misericordia! Pep había tenido que ir a las manoscon su hijo, rabioso y maligno como un mono, el cual, al ver almoribundo, extrajo de su faja un gran cuchillo, pretendiendo rematarlo.¿De dónde habría sacado

Pepet

aquella

arma?

¡El

demonio

son

losmuchachos! ¡Famoso juguete para un seminarista!...

Y el padre señalaba con los ojos el cuchillo regalado por Febrer al Capellanet, que estaba ahora abandonado sobre una silla.

Luego habían descubierto al señor, caído de bruces cerca de la escalerade la torre. ¡Ay, don Jaime, qué susto el de Pep y su familia! Le habíancreído muerto. En estos trances es cuando se conoce el cariño que setiene a las personas. Y

el buen payés, con su mirada lacrimosa, parecíabesar al herido, acompañándole en esta caricia muda las dos mujeres,que, encogidas junto a la cama, pretendían devolverle la salud con susojos.

Esta mirada de cariño y de zozobra dolorosa fue lo último que vioFebrer. Sus ojos se cerraron, y dulcemente fue cayendo en un sopor, sinensueños, sin delirio, en la blandura gris de la nada, como si supensamiento se durmiese antes que su cuerpo.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no era roja la luz que alumbraba lahabitación. Vio el candil colgado en el mismo sitio, con la mecha negray apagada. Una luz glacial y lívida penetraba por el ventanillo deldormitorio: la luz del amanecer. Jaime experimentó una sensación defrío.

Arrancaban de su cuerpo las cubiertas del lecho; unas manos ágilesiban tentando los envoltorios de sus heridas.

La carne, insensible pocashoras antes, estremecíase ahora al más leve contacto, con laespeluznante vibración del dolor, despertando un deseo irresistible dequejarse.

El herido, siguiendo con su mirada nebulosa las manos que lemartirizaban, vio unas mangas negras, luego una corbata, un cuello decamisa distinto al que usaban los isleños, y encima de todo esto unacara con bigote cano, una cara que había visto otras veces en loscaminos, pero no podía asimilar ahora al recuerdo de un hombre. Poco apoco fue reconociéndolo. Debía ser el médico de San José, al que habíaencontrado en muchas ocasiones a caballo o guiando un carrito; unpracticón viejo, calzando alpargatas como los payeses, y que sólo sediferenciaba de éstos por la corbata y el cuello planchado, signos desuperioridad social mantenidos por él cuidadosamente.

¡Cómo le atormentaba este hombre al palpar su carne, que parecía haberseendurecido, haciéndose más sensible, con una sensibilidad enfermiza ytímida, cual si se contrajera al simple contacto del aire!... Cuandoperdió de vista esta cara, y no sintió ya el martirio de sus manos,sumióse otra vez en el sopor del descanso. Cerró los ojos, pero su oídopareció aguzarse en esta obscuridad.

Hablaban en voz baja fuera de lapieza, en la cocina inmediata, y el herido sólo llegó a percibir algunasfrases de esta conversación sorda. Una voz desconocida, la del médico,sonaba en medio del angustioso silencio.

Felicitábase de que la bala nose hubiese quedado en el cuerpo; indudablemente sólo había atravesado ensu trayectoria el pulmón. Aquí un coro de exclamaciones de asombro, deayes contenidos, y la protesta de la misma voz.

«Sí, el pulmón; no habíaque asustarse. El pulmón se cicatriza con facilidad. Es el órgano másbondadoso del cuerpo.» Sólo había que temer a la pulmonía traumática.

El herido, escuchando esto, persistía en su optimismo.

«No es nada; noes nada.» Y otra vez volvía a sumergirse dulcemente en el