—¡Muera la tiranía!
—¡Viva Cebre y nuestro diputado!
—¡Viva la Soberanía Nacional!
—¡Muera el marqués de Ulloa!
Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó estegrito:
—¡Muera el ladrón faucioso Barbacana!
Y el vocerío, unánime, repitió:
—¡Mueraaaa!
Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre desiniestra catadura, hasta entonces oculto en un rincón. No vestía comolos labriegos, sino como persona de baja condición en la ciudad:chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de bocade hacha, redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos yancha de sienes. Uno de sus hundidos ojuelos verdes relucía felinamente;el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho decristal cuajado.
Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormespistolas de arzón, prehistóricas sin duda, y las reconocía paracerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente,pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta,el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo deuna navaja de cachas amarillas, que volvió a ocultar al punto. Elarcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad y los años,sobresaltóse mucho.
—Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salirpor la puerta de atrás. ¿Eh? No es cosa de aguardar a que esosincircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo.
Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto,formaban un grupo lleno de decisión. El señorito de Limioso, nodesmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba sosegadamente, sinfanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacidocon más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilola pistola, olfateaba el peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchadode gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un tigre, se situaba detrásde la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.
—No tenga miedo, señor arcipreste...—murmuró gravemente Barbacana—.Perro que ladra no muerde. Ni a romperme un vidrio se atreverán esosbocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por si acaso, a enseñarles losdientes.
Resonaban nutridos y feroces los mueras; mas en efecto, ni una piedrasola venía a herir los cristales. El señorito de Limioso se acercó otravez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio.
—Mire, Naya, mire para aquí.... Buena gana tienen de subir ni de tirarpiedras.... Están bailando.
Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada. Entre lapatulea de beodos, dos seides de Trampeta, carcelero el uno, el otroalguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban másfuerte, para que atacasen la morada del abogado; señalaban a la puerta,indicaban con ademanes elocuentes lo fácil que sería echarla abajo yentrar. Pero los borrachos, que no por estarlo perdían la cautelosaprudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, sehacían los desentendidos, limitándose a berrear, a herir cazos ysartenes con más furia. Y en el centro del corro, al compás de losalmireces y cacerolas, brincaban como locos los más tomados de labebida, los verdaderos pellejos.
—Señores—dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso—: Es siquierauna mala vergüenza que esos pillos nos tengan aquí sitiados.... Me danganas de salir y pegarles una corrida, que no paren hasta elAyuntamiento.
—Hombre—gruñó el abad de Boán—, usted poco habla, pero bueno. Vamos ameterles miedo,
¡ quoniam! Estornudando solamente, espanto yo mediadocena de esos pellejones.
No pronunció el Tuerto palabra; únicamente su ojo verdoso se encendiócon fosfórica luz, y miró a Barbacana, como pidiéndole permiso de tomarparte en la empresa. Barbacana hizo con la cabeza señal afirmativa, perole indicó al mismo tiempo que guardase la navaja.
—Tiene razón—exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza ydilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresión, muydesusada en su lánguida y triste faz—. A esa gente, a palos y latigazosse les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte,para las perdices y las liebres, que valen más que ellos (fuera elalma).
Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.
—Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento...—murmuraba el arciprestedifícilmente, extendiendo las manos como para calmar los ánimosirritados. (¡Cuán lejos estaban los tiempos belicosos en que asegurabauna elección a puntapiés!)
Barbacana no se opuso a la hazaña; al contrario, pasó a otra estancia yvolvió con un haz de junquillos, palos y bastones. El cura de Boán noquiso más garrote que el suyo, que era formidable; Ramón Limioso, fiel asu desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un latiguillode montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que, manejada pordiestra vigorosa, debía ser de terrible efecto.
Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsiónque el endiablado estrépito de la cencerrada hacía de todo punto ociosa.Tenía la puerta su tranca y los cerrojos corridos, medida de precauciónadoptada por la cocinera del abogado así que oyó estruendo de motín. Elabad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca,giró la llave en la cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contrala canalla sin avisar ni dar voces, con los dientes apretados,chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.
No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrásde los visillos registraba el teatro del combate, sonriósilenciosamente, o más bien regañó los labios, descubriendo la amarilladentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana.En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como silos cargase un regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban ycaían de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor delos lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo deLimioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como sefustigaría a una piara de marranos. El cura de Boán sacudía estacazolimpio, con regularidad y energía infatigables. El de Naya, incapaz demantenerse dentro de los límites de su papel justiciero, insultaba, reíay vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos.
—¡Anda, tinaja, cuba, mosquito! ¡Toma, toma, para que vuelvas otra vez,pellejo, odre! ¡Ve a dormir la mona, cuero! ¡A la taberna con tushuesos, larpán, tonel de mosto! ¡A la cárcel, borrachos, a vomitar loque tenéis en esas tripas!
Limpia estaba la calle; más limpia ya que una patena: silencio profundohabía sustituido al vocerío, a los mueras y a la cencerrada feroz. Porel suelo quedaban esparcidos despojos de la batalla: cazos, almireces,cuernos de buey. En la escalera se oía el ruido de los vencedores, quesubían celebrando el fácil triunfo. Delante de todos entró don Eugenio,que se echó en una butaca partiéndose a carcajadas y palmoteando. Elcura de Boán le seguía limpiándose el sudor.
Ramón Limioso, serio y aúnmelancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sindespegar los labios.
—¡Van... buenos!—tartamudeó el abad de Naya reventando de risa.
—Yo mallé en ellos... ¡como quien malla en centeno!—exclamórespirando con placer el de Boán.
—Pues yo—explicó el hidalgo—, si supiese que habían de ser tan cobardesy echar a correr sin volvérsenos siquiera, a fe que no me tomo eltrabajo de salir.
—No se fíen—observó el arcipreste—. Ahora en el Ayuntamiento losavergüenza Trampeta, y capaz es de venir acá en persona con losincircuncisos a darle un susto al señor Licenciado (así llamaban aBarbacana familiarmente sus amigos). Por si acaso, es prudente que estosseñores pasen aquí la noche. Yo tengo que misar mañana en Loiro, y mihermana estará muerta de miedo..., que si no....
—Nada de eso—replicó perentoriamente Barbacana—. Estos señores sevuelven cada uno a su casa. No hay cuidado ninguno. A mí... me basta coneste mozo—añadió señalando al Tuerto, agazapado otra vez en su rincón.
No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor quele ofrecían. Por otra parte, no se notaba síntoma alguno de que hubiesede alterarse el orden nuevamente. Ni se oían a lo
lejos
vociferacionesde
electores
victoriosos.
El
soñoliento
silencio
de
los
pueblecillospequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de lagran batida, y el arcipreste con ellos, salieron a caballo hacia lamontaña. No iban cabizbajos, a fuer de muñidores electorales derrotados,sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más ymejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. DonEugenio estaba inspirado, oportuno, bullanguero, ocurrentísimo en unapalabra; había que oírle remedar los aullidos y la caída de los ebriosen el lodo de la calle, y el gesto que ponía el cura de Boán al majar en ellos.
Barbacana se quedó solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos músicosde la cencerrada se atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia lasventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o por descuido, noestaban cerradas las maderas, y podría distinguir, al través de losvisillos y destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por elquinqué, las cabezas del abogado y de su feroz defensor y seide. Sinduda hablaban de algo importante, porque la plática fue larga.
Una horao algo más corrió desde que encendieron la luz hasta que las maderas secerraron, quedando la casa silenciosa, torva y sombría como quien ocultaalgún negro secreto.
La persona en quien se notó mayor sentimiento por la pérdida de laselecciones fue Nucha.
Desde la derrota, se desmejoró más de lo queestaba, y creció su abatimiento físico y moral.
Apenas salía de suhabitación donde vivía esclava de su niña, cosida a ella día y noche. Enla mesa, mientras comía poco y sin gana, guardaba silencio, y a vecesJulián, que no apartaba los ojos de la señorita, la veía mover loslabios, cosa frecuente en las personas poseídas de una idea fija, quehablan para sí, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca huraño, no setomaba el trabajo de intentar un asomo de conversación. Mascaba firme,bebía seco, y tenía los ojos fijos en el plato, cuando no en las vigasdel techo; jamás en sus comensales.
Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día seatrevió, venciendo recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro,preguntándole en voz entrecortada si no sería bueno avisar al señor deJuncal, para que viese....
—¿Está usted loco?—respondió don Pedro, fulminándole una miradadespreciativa—. ¿Llamar a Juncal..., después de lo que trabajó contra míen las elecciones? Máximo Juncal no atravesará más las puertas de estacasa.
No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, setropezó con el médico.
Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse,contestó a las preguntas de Julián.
—«Puede ser grave...». Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidadosexquisitos.... Las mujeres nerviosas sanan del cuerpo cuando se lestranquiliza y se les distrae el espíritu.... Mire, Julián, tendríamos quehablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infelizseñorita, y de esos Pazos.... Punto en boca.... Bonito diputado queríanustedes enviar a las Cortes.... Más valdría que sus padres lo hubiesenmandado a la escuela....
Puede ser grave.... Esto principalmente se estampó en el pensamiento deJulián. Sí que podía ser grave: ¿Y de qué medios disponía él paraconjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno.
Envidió a los médicos.Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían,pues Nucha no se confesaba con él; y hasta la idea de que se confesase,de ver desnuda un alma tan hermosa, le turbaba y confundía.
Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día erafácil que Nucha, por necesidad de desahogo y de consuelo, viniese aechársele a los pies en el tribunal de la penitencia y a demandarleconsejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo—se decía Julián—paraguiar a una persona como la señorita Marcelina? Ni tengo edad, niexperiencia, ni sabiduría suficiente; y lo peor es que también me faltavirtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos de laseñorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar susméritos, para darle mayor cantidad de gloria en el otro mundo... y soytan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que me paso la vida dudandode la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades ytribulaciones pasajeras.... Pues no ha de ser así—resolvía el capelláncon esfuerzo—. He de abrir los ojos, que para eso tengo la luz de la fe,negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están en pecado mortal.Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz,enseñémosle a que la abrace amorosamente. Es necesario que comprendaella, y yo también, lo que significa esa cruz. Con ella se va a lafelicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquíen el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo?Aunque su marido la... estimase como merece, y la pusiese sobre lasniñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de contrariedades, enfermedades,vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa ni dequé sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidillaperecedera y despreciable?».
Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la Imitación de Cristo;era la modesta edición de la Librería religiosa, y castiza y admirabletraducción del P. Nieremberg. Al frente de la portada había un grabado,bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán muchoalivio cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, elCalvario; y por el estrecho sendero que conducía al lugar del suplicio,iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas, y el rostro vueltohacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro.Aunque malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado unaespecie de resignación melancólica, adecuada a la situación moral delpresbítero. Y después de haberlo contemplado despacio, parecíale sentiren los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y unacalma honda, como si se encontrase—calculaba él para sí—sepultado en elfondo del mar, y el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle.Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le entraban en el alma amanera de hierro enrojecido en la carne:
«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En lacruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensade los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, enla cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo delespíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfecciónde la santidad.... Toma pues tu cruz, y sigue a Jesús.... Mira que todoconsiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para lavida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continuamortificación.... Dispón y ordena todas las cosas según tu querer, y nohallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza; y asísiempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, opadecerás tribulación en el espíritu.... Cuando llegares al punto de quela aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entoncesque te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra...».
—¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor!—murmurabaJulián poniendo una señal en el libro—. Había oído algunas veces queDios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar lahostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz....No, la de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decíaKempis....
A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda derodillas, y retirándose cuando Julián daba gracias. Sin volverse nidistraerse en la oración, Julián conocía el instante en que se levantabala señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimadonuevo. Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó derezar con sosiego.
Al alzarse, vio a Nucha también en pie, el índicesobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo notable,se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña.
Lamirada de la señorita decía elocuentemente:
«Que se vaya ese niño».
El capellán ordenó al acólito que despejase.
Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla dellavatorio. Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor deflores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, quecernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos delaltar adquirían apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseabaartificialmente.
—¿Julián?—preguntó con imperioso acento, extraño en ella.
—Señorita...—respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado.Tembláronle los labios y las manos se le enfriaron, pues creyó llegadoel terrible momento de la confesión.
—Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes nofalta quien aceche.
—Es verdad que no falta.
—¿Hará usted lo que le pida?
—Ya sabe que....
—¿Sea lo que sea?
—Yo....
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó enel altar.
—Es preciso—declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos,extraviados ya—que me ayude usted a salir de aquí. De esta casa.
—A.... A... salir...—tartamudeó Julián, aturdido.
—Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Paraconseguirlo hay que guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán conllave. Me apartarán de la pequeña. La matarán. Sé de fijo que lamatarán.
El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud desus facultades mentales; de mujer impulsada por excitación nerviosa queraya en desvarío.
—Señorita...—articuló el capellán, no menos alterado—, no esté de pie,no esté de pie....
Siéntese en este banquito.... Hablemos contranquilidad.... Ya conozco que tiene disgustos, señorita.... Se necesitapaciencia, prudencia.... Cálmese....
Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona enquien se cumplen mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinasy despegadas del cráneo, transparentaban la luz. Habiendo tomadoaliento, habló con cierto reposo.
—¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no vieneal caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina;desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó... grantrabajo. Digo, sí; me costó un... un combate.... En fin, eso es lo quemenos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se mefigura que... duraré poco..., pero..., ¿y la niña?
—La niña....
—La van a matar, Julián, esas... gentes. ¿No ve usted que les estorba?¿Pero no lo ve usted?
—Por Dios le pido que se sosiegue.... Hablemos con calma, con juicio....
—¡Estoy harta de tener calma!—exclamó con enfado Nucha, como el que oyeuna gran simpleza—. He rogado, he rogado.... He agotado todos losmedios.... No aguardo, no puedo aguardar más. Esperé a que se acabasenlas elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entoncesse me pasaría el miedo.... Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted,Julián; miedo horrible.... Sobre todo de noche.
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio laspupilas dilatadas de la señorita, sus entreabiertos labios, susenarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su rostro.
—Tengo mucho miedo—repitió estremeciéndose.
Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no sele ocurría nada, nada.
Los consuelos místicos que tenía preparados yatesorados, la teoría de abrazarse a la cruz..., todo se le habíaborrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.
—Ya desde que llegué... esta casa tan grande y tan antigua...—prosiguióNucha—me dio frío en la espalda.... Sólo que ahora... no son tonterías dechiquilla mimada, no.... Me van a matar a la pequeña.... ¡Usted lo verá!Así que la dejo con el ama, estoy en brasas.... Acabemos pronto....
Estose va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme anadie más....
Usted quiere a mi niña.
—Lo que es quererla...—balbució Julián, casi afónico de puroenternecido.
—Estoy sola, sola...—repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas.Su voz sonaba como entrecortada por lágrimas que contenía—. Pensé enconfesarme con usted, pero... buena confesión te dé Dios.... Noobedecería si usted me mandase quedarme aquí.... Ya sé que es miobligación: la mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuandome casé, era....
Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:
—¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salirmal? Mi hermana Rita ya era casi novia del primo cuando él me pidió....Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde entonces.... No sé cómofue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedrose fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con elprimo.... Yo seguí el consejo.... Me propuse ser buena, quererle mucho,obedecerle, cuidar de mis hijos.... Dígame usted, Julián, ¿he faltado enalgo?
Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo dehincarlas en tierra.
Pronunció con entusiasmo:
—Usted es un ángel, señorita Marcelina.
—No...—replicó ella—, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño anadie. He cuidado mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado desalud y no tenía madre....
Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin;Nucha respiró mejor, como si aquellos recuerdos de la infancia templasensus nervios y el llanto le diese alivio.
—Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «Si tengohijos algún día, no es posible quererlos más que a mi hermano». Despuéshe visto que esto era un disparate; a los hijos se les quiere muchísimomás aún.
El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señoritahablaba con sosiego melancólico.
—Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más queen dar gusto a papá, y en que se notase poco la falta de la pobremamá.... Mis hermanas preferían ir a paseo, porque, como son bonitas, lesgustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y measeguraban que no encontraría marido.
—¡Ojalá!—exclamó Julián sin poder reprimirse.
—Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel conquien vivir siempre. Si ellos se me morían, podía entrar en un convento:el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores, me gustaba mucho. Enfin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá meenteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle elnovio a mi hermana, y entonces papá... me besuqueó mucho en loscarrillos, como cuando era pequeña, y... me parece que le estoyoyendo... me respondió así: «Rita es una tonta..., cállate». Pero pormucho que diga papá.... ¡al primo le seguía gustando más Rita!...
Continuó después de algunos segundos de silencio:
—Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana.... ¡Cuántahiel he tragado, Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí....
El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.
—No me extraña que se le ponga ese nudo.... Soy yo y lo tengo también....Día y noche estoy cavilando en sus males, señorita.... Cuando vi aquellaseñal.... La lastimadura en la muñeca....
Por primera vez durante la conversación se encendió el descoloridorostro de Nucha, y sus ojos se velaron, cubriéndolos la caída de laspestañas. No respondió directamente.
—Mire usted—murmuró con asomos de amarga sonrisa—que siempre me sucedena mí desgracias por cosas de que no tengo la culpa.... Pedro se empeñabaen que yo le reclamase a papá la legítima de mamá, porque papá le negóun dinero que le hacía falta para las elecciones.
También se disgustómucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creoque va a dejarle a Rita los bienes.... Yo no tengo que ver con nada deeso.... ¿Por qué me matan? Ya sé que soy pobre: no hay necesidad derepetírmelo.... En fin, esto es lo de menos.... Me dolió bastante más elque mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa deMoscoso.... ¡Sin sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!
Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados teníanya el matiz rojizo que dan los pintores a los de las Dolorosas.
—Lo mío—añadió—no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el últimoinstante. Que me...
traten de un modo... o de otro, que... que lacriada... sea... ocupe mi sitio... bien..., bien, paciencia, seríacuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir.... Pero está depor medio la niña..., hay otro niño, otro hijo, un bastardo.... La niñaestorba.... ¡La matarán!...
Repitió solemnemente y muy despacio:
—La matarán. No me mire usted así. No estoy loca, sólo estoy excitada.He determinado marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que estono es ningún pecado, ni tampoco el llevarme a la pequeña. ¡Y si peco, nome lo diga, Julianciño!... Es resolución irrevocable. Usted vendráconmigo, porque sola no conseguiría realizar mi plan. ¿Me acompañará?
Julián quiso objetar algo; ¿qué? No lo sabía él mismo. El diminutivocariñoso usado por la señorita, la febril resolución con que hablaba, levencieron. ¿Negarse a ayudar a la desdichada?
Imposible. ¿Pensar en loque el proyecto tenía de extraño, de inconveniente? Ni se le ocurrió unminuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le parecióhasta fácil. ¿Oponerse a la marcha? También él había tenido y tenía acada instante miedo, miedo cerval, no sólo por la niña, sino por lamadre: ¿acaso no se le había ocurrido mil veces que la existencia de lasdos corría inminente peligro? Además, ¿qué cosa en el mundo dejaría élde intentar por secar aquellos ojos puros, por sosegar aquel anhelosopecho, por ver de nuevo a la señorita segura, honrada, respetada,cercada de miramientos en la casa paterna?
Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nuchairía envuelta en muchos abrigos. Él cargaría con la niña, dormidita yarropadísima también. Por si acaso llevaría en el bolsillo un tarro conleche caliente. Andando bien llegarían a Cebre en tres horas escasas.Allí se podían hacer sopas. La nena no pasaría hambre. Tomarían en elcoche la berlina, el sitio más cómodo. Cada vuelta de la rueda lesalejaría de los tétricos Pazos....
Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolverestos pormenores. Otro rayo de sol entreabría las nubes, y los santos,en sus hornacinas, parecían sonreír benévolamente al grupo delbanquillo. Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul,ni el san Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús rego