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UNA mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo yestridente de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con lavista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En sulugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevabacolgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre conuna campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría delos transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez en cuando seabría con estrépito un balcón, y se veía[52] una mano blanca quearrojaba a la calle algo envuelto en un papel; el hombre de lacampanilla se bajaba a cojerlo, arrancaba el papel, y eran tambiénmonedas que inmediatamente introducía en el cajoncito verde: cuandolevantaba la vista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.
Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda prisa procuréalejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútilesesfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todaspartes tropezaba con la misma escena. Notaba que los transeúntes semiraban unos a otros con expresión de susto, y se hacían preguntas
entono
bajo
y
misterioso.
Algunos
chicos,
pregoneros
de
periódicos,chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo queestá en capilla».
Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte ennuestro país; y no obstante siempre la he mirado del mismo modo que losautos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia.Esto se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provinciadonde por fortuna hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocíaalgunos detalles de la ejecución de los reos sólo por referencia de losviejos, a los cuales no dejaba de mirar, cuando me lo contaban, concierta admiración, mezclada de terror.
Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí demi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido comonunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mipadre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no sé si por miedoal frío o por no vernos las caras.
Nuestros pasos resonabanprofundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del díaque comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los farolesque aún se hallaban encendidos,[53] y las casas, dejando caer de sustejados algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha. Al atravesarun campo situado a la salida de la población, me dijo mi padre: «Este esel sitio donde se ajusticiaba a los reos de muerte». Sentí un temblorigual al que corrió por mi cuerpo cuando vi al hombre del cajón verde.¡Dios mío, qué lejos estaba en aquel momento mi corazón de estas escenasde horror!
Pasé todo el día inquieto y nervioso, escuchando el toque de lacampanilla fúnebre por todas partes. A la verdad, no puedo decidir si lacampanilla sonaba realmente, o eran mis oídos los que la hacían sonar.Compré cuantos papeles se vendían[54] por las calles referentes al reo,y los devoré con ansia. No me atreví, sin embargo, a pasar por delantede la cárcel para mirar la ventana de la estancia donde se hallaba,aunque me dijeron que había mucha gente por aquellos sitios. En cambiopasé varias veces por delante de la casa de su esposa. La desgraciadamujer había venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, yalojaba en una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos deMadrid. Allá a la noche me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el díatrabajando, cuando no hice otra cosa que errar distraído por las calles,y me acosté temprano. Tardé en conciliar el sueño,[55] como sucedesiempre que uno anda caviloso, y por dos o tres veces, cuando ya creíaganarlo, me despertó un gran estremecimiento parecido a la emoción quese experimenta al tocar el botón de una máquina eléctrica. Al fin medormí. Así como lo temía, toda la noche soñé con patíbulos y verdugos:mas no dejaron de ser bastante curiosos y significativos mis sueños, porlo cual, aunque me cueste trabajo, voy a trasladarlos al papel.
Soñé que me achacaban un gran crimen, y que ponían en seguimiento de mispasos a toda la policía de Madrid. Mis tretas para burlar supersecución, se redujeron a echarme a correr por la puerta de SanVicente hacia fuera, metiéndome en los lavaderos del Manzanares, dondeme creí perfectamente seguro de las asechanzas de mis enemigos. Conefecto, estando allí muy tranquilo, mirando correr el agua de jabón yviendo a las lavanderas colgar sus ropas en los cordeles, dieron sobremí el presidente del Consejo de Ministros, el de la Juventud Católica,el ministro de Fomento y el de Gracia y Justicia, los cualesinmediatamente me amarraron y me condujeron a la cárcel. El ministro deFomento propuso que se me llevara[56] cogido por los pies y a la rastra,pero el presidente de la Juventud Católica hizo observar que se me ibaestropear la ropa, y fue desechada la proposición.
La cárcel era un edificio grande, sólido y austero, con un crecidonúmero de balcones y ventanas, cosa que me sorprendió, a pesar de laturbación de ánimo en que me hallaba, pues tenía la idea de que en lascárceles había poca ventilación. Me encerraron en un calabozo circular,sin ventana ninguna: de suerte que me vi sumido en la más completaoscuridad. Mas no se pasó mucho tiempo sin que se abriera la puerta depar en par, y entrara por ella un carcelero con una bujía encendida,anunciándome que pronto llegaría el juez y el escribano. Aparecieron alfin estos dos varones, y fue extraordinaria mi sorpresa al encontrarmeenfrente de dos señores que jugaban todas las tardes al billar conmigoen el café Suizo. Aparentaron no conocerme, e inmediatamente sepusieron[57] a tomarme declaración; ofreciéndome antes algunos merenguescon objeto, según decían, de que tuviese la voz más clara. El juez, queera de los dos el que mejor jugaba las carambolas de retroceso, despuésde haberme obligado a confesar una porción de crímenes a cual[58] máshorroroso, hizo un gesto muy expresivo a su compañero, llevándose lamano al cuello y sacando al mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto pordonde más quemaba,[59] y barrunté muy mal del asunto.
A las dos horas poco más o menos, tornaron a abrir la puerta,[60] yentró el escribano a leerme la sentencia. No se me condenaba nada másque a morir en garrote vil, si bien en atención a que jugaba con muchaseguridad los recodos limpios, dejábase a mi arbitrio señalar el día dela ejecución. Por un instante tuve el intento de aplazar indefinidamenteeste día, juzgando que era muy joven para morir de modo tan desastroso:mas pronto revoqué mi acuerdo por motivos de delicadeza, y pedí se meejecutara al día siguiente. Hay que[61] confesar que tengo un sueño muydigno.
Una vez resuelto que me ejecutarían al día siguiente, la única idea quese apoderó de mí fue la de morir con serenidad y entereza; y en efecto,demostré, al decir de todos los que me rodeaban, un gran carácterdurante las horas de la capilla. Comí y dormí tranquilamente, y paséalgunos ratos departiendo con los redactores de La Correspondencia. Devez en cuando procuraba verter alguna frase bonita para que éstos lareprodujesen en su diario y las gentes se admirasen de mi valor.
Llegó por fin el instante terrible de emprender la marcha hacia lamuerte, y yo la emprendí con la mayor sangre fría. En aquel momento loque me embargó fue un gran sentimiento de vergüenza, y recuerdo queexclamé apretándome contra el sacerdote que marchaba a mi lado: «¡Ah,por Dios, que no me vean, que no me vean!» Hasta el instante de salir dela cárcel, no se me occurió que iba a hallarme frente a una muchedumbrede espectadores, y que algunos millares de ojos se irían a clavar sobremi rostro con expresión de burla y desprecio. Este pensamiento hizoflaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva delcadalso. Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para mirar a la muertecara a cara, y al mismo tiempo me contemplaba incapaz por entero desoportar la vista de un público curioso y hostil.
Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de la cárcel entre ungrupo de curas, soldados y carceleros. No quise levantar la vista delsuelo, porque temía desfallecer; mas el silencio pavoroso yextraordinario que observé en torno mío, incitome a alzar los ojos. ¡Quésorpresa y qué ventura! La calle estaba desierta. Fuera del cortejo queme rodeaba, ni una sola figura humana veíase cerca ni lejos.
Losbalcones y ventanas de las casas, así como las puertas de loscomercios, se hallaban perfectamente cerradas. Los curas, soldados ycarceleros, después de pasear la vista por el ámbito de la calle,mirábanse unos a otros con acentuada expresión de asombro. El únicoobjeto que hería la vista en medio de esta soledad era el carruajemiserable y fatídico que me esperaba. Antes de entrar miré al cielo.Aparecía cubierto por un leve manto de nubes, tan leve, que no conseguíavelarlo por entero, semejante a una colcha de encaje con fondo azul. Elsol, asomando su ardiente pupila por los agujeros de esta celosía denubes, era el único curioso que nos observaba.
El carruaje marchaba lentamente. Yo, sin atender a las exhortaciones delclérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanillaexplorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de lascasas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de lapoblación, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta deuna casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos. Cuando pasamospor delante de esta casa, la madre y los hijos habían desaparecido. Unpoco más allá tropezamos con un hombre que llevaba un saco cargado sobrela espalda, el cual, así que nos percibió, dio la vuelta y echó a andarapresuradamente por una calle lateral, perdiéndose muy pronto de vista.
Llegamos, por último, a la vista del patíbulo situado en medio de unextenso campo.
Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno delpatíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampocouna figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cadainstante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que eraaquello. El cielo presentaba un aspecto distinto. Su manto de nubes eramás espeso; la vaporosa túnica de encaje había sido reemplazada por unacortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda celeste; el solya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura enque reposa Madrid, exhalaba un vapor trasparente que concluía poraproximar la línea vaga y fina que cierra el horizonte. Los objetosofrecíanse indecisos y temblorosos, como si hubieran perdido suscontornos, y la luz se filtraba con trabajo por aquel cielo de algodónpara sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase en esteambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: perouna calma que oprimía en vez de refrescar el corazón.
Volví los ojos hacia la ciudad. La luz parecía que resbalaba sobre ellasin penetrarla; sus mil torrecillas no tenían fuerza para romperenteramente la atmósfera opaca que las envolvía. Mirando más y más,observé que lentamente iban elevándose desde su seno hacia el firmamentoun número infinito de pequeñas columnas de humo, las cuales[62] alextenderse en el aire se abrazaban, y juntas subían a engrosar el yatupido velo que ocultaba al sol. Aquellas columnas de humo me hicieronpensar en los hogares que debajo de ellas había,[63] y todo locomprendí[64] en un instante. En torno de aquellos hogares humeantesmoraban muchos seres que no habían tenido la curiosidad perversa debajar a la calle para verme pasar, y que ahora tampoco rodeaban elpatíbulo para verme morir. Me sentí profundamente conmovido. La gratitudpenetró en mi corazón como una luz del cielo, como un bálsamo dulcísimo,y perdí por completo los pocos deseos que me ligaban a la vida. «Graciaspueblo de Madrid, exclamé dirigiéndome a la ciudad: gracias, pueblogeneroso y culto, por no haber venido a gozar con el espectáculo de mimuerte ignominiosa. ¡Qué hubieras ganado presenciando[65] la supremaagonía de un infeliz! En este angustioso y solemne instante no hasquerido ennegrecer aún más mi situación, con la vergüenza y el oprobio.Tú naciste para algo más que para ser ayudante del verdugo. Si hubiesesllegado hasta aquí, si hubieses contemplado con refinada crueldad mivergonzosa muerte, yo te juro que al tornar a casa no serían tan serenastus miradas como lo son ahora,[66] ni el beso de la hija o de la esposate sabría tan dulce. Mi agonía te hubiera quitado el sosiego, te hubieraenvenenado el alma por algunas horas.
Tú has sabido vencer esa feroz ybrutal curiosidad que pudiera impulsarte a presenciar mi muerte, porquehas adivinado que degradándome a mí, te degradabas a ti mismo.
Has sidomisericordioso y humano, y has respetado tu propio corazón. ¡Gracias,noble pueblo, gracias, y que el Dios de los cielos te pague tu buenaobra!»
Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras:un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento.Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguícontemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que laenvolvían para recibir de nuevo las caricias del sol. Una mano rudasujetó por un instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis ojos; sentí muchaapretura en la garganta, y... desperté.
El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo extraordinario. Nohice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.
Notes for "El sueño de un reo de muerte":
1. [52] Se veía, there was seen.
2. [53] Que aún se hallaban encendidos, which were still lighted.
3. [54] Compré cuantos papeles se vendían, I bought all the papersthat were sold.
4. [55] Tardé en conciliar el sueño, it was a long time before Ifell asleep.
5. [56] Que se me llevara, that they carry me.
6. [57] Se pusieron, they began to.
7. [58] A confesar una porción de crímenes a cual más horroroso,to confess a number of crimes each most horrible.
8. [59] Yo tomé el gesto por donde más quedaba, I took his grimacein the worst sense.
9. [60] Tornaron a abrir la puerta, they opened the door again.
10. [61] Hay que, it is necessary.
11. [62] Las cuales, refers to columnas.
12. [63] Que debajo de ellas había, which there were under them.
13. [64] Todo lo comprendí, I understood it all.
14. [65] Presenciando, by witnessing.
15. [66] Como lo son ahora, as they are now.
LOS PURITANOS
———
NOVELA
——
ERA un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. Notenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. Eldueño de la fonda me lo presentó[67] como un antiguo huésped a quiendebía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, severía en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, locual sentía extremadamente.
—Pues si no ha de estar[68] en Madrid más que unos cuantos días, y notiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hayinconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete... Perocuidado... ¡sin ejemplar!...
—Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lohago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. quees una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.
Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madridno tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix delos campañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba yse acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba mástemprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor dehacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía tosero moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, ysólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión erapara gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. Apesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba delos cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, quese había casado bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos,[69] en aquella época. Aún ahoracon su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojosanimados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchasmujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo delavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltabacon indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos ypulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardoracometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos; me parece quepertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía laletra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si lasupiera. Empezaba siempre:
Il
sogno
beato[70]
De
pace
e
contento
Ti,
ro,
ri,
ra,
ri,
ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían: La
dolce
memoria[71]
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.
—¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta aV. Los Puritanos.[72]
—Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquiercosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzurahay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es música.¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana quesólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas lasóperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, I Capuletti e diMontechi; pero sobre todas ellas Los Puritanos... Tengo ademásrazones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadióbajando la voz.
—¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndomelos calcetines: vengan esas razones.[73]
—Sán tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestóruborizándose un poco.
—Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedoremediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecariade que V. me habló ayer.
—¡Al fin poeta!
—No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
—Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, selo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tonteríaque no merece la pena.. .[74]
¡Pero vístase V., criatura, que se estáhelando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión delAyuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota deconsumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacíasiete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven.Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lohaga.[75] Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; lacasa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquellaépoca, bueno será que le advierta, que me complacía en andar muylechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que teníasiempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombrede Dios?[76] ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo ydejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no escelosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en esteMadrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunasvisitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminandolentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la noche asea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarrohabano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza queme hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado yel cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi amis pies fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para misadentros,[77]
lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó nocomprender. Mas como no era de presumir[78] que ella por su voluntad sehubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, puesjamás había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de algunacasa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie[79] en el balcón de un primer piso,suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce años.
Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mifuror, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como teníadeterminado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formaciónde esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la bellezanada vulgar del criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitirotra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresorseguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse lasamables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto lamuñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modoalguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situaciónpoco decorosa. Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo,por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido algunafractura u otra herida grave.
No tenía más que leves contusiones. Alcelaen alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir paraentregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escaleray tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindoagresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, yextiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente ala muñeca desmayada.
Quise hablar, para dar mayor seguridad de que noera nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros susmiembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niñatan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible. La chicamurmuró confusamente un "muchas gracias", y se apresuró a cerrar lapuerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en elmismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabezahacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niñaasomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Estavez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidadoque era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí lanecesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibircierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado,me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de talcriaturita. Ya no estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla[80] me dije, y pián pianito, comencé apasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura queun cadete de Estado Mayor.
Después de todo, aquí nadie me conoce—me ibarepitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguirpaseando.—Además, yo no tengo nada que hacer ahora;[81] y lo mismo davagar por un lado que por otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcónapareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento desorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír[82] y seocultó de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata[83]de estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera quela niña había estado presenciando, sin perder uno sólo, todos mismovimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui acasa de un amigo.
Mas al día siguiente, fuese casualidad opremeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por elmismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de brucessobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas asíque pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase[84] por delantede la casa. Como V.
puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, meanimó a quedarme petrificado en la esquina de la primer bocacalle, encontemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomaruna naricita nacarada,[85] que se retiró al momento velozmente, volvió aasomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomose al minuto otravez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales