Misericordia by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—La Emperatriz Eugenia... ¿Pero no la ven? No lo había más que en casade Laurent, y no lo daban por menos de una peseta...

Forzoso adquirirlo,demostrar a Obdulia la similitud...

—D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamos a creer que está ido...¡Gastar la peseta en un retrato!...».

No se dio por convencido el caballero pobre, y guardando cuidadosamentela cartulina, se abrochó su gabán y trató de ponerse en pie; operacióncomplicadísima que no pudo realizar, por la extraordinaria flojedad desus piernas, no más gruesas que palillos de tambor. Con la prontitud queusar solía en casos como aquel, Benina salió a tomar un coche, para locual antes tenía que evacuar otra diligencia de suma importancia. Mascomo era tan ejecutiva, pronto despachó: con sus diez duros en elbolsillo, volvió a Mediodía Grande en coche simón tomado por horas, yen la puerta de la casa se tropezó con Petra la borrachera y sucompañera Cuarto e kilo, que de la taberna vociferando salían.

—«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo...—dijéronle con retintín—. Asíse portan las mujeres de rumbo, que estiman a un hombre... Vaya, vaya,que eso es correrse... Bien se ve que se puede.

—¡A ver!... Pero como a ustedes no les importa, yo digo... ¿Y

qué?

—Pues na... En fin, aliviarse.

—¡Contento que tiene usted al ciego Almudena!

—¿Qué le pasa?

—Que ha esperado a la señora toda la tarde... ¡Cómo había de ir, siandaba buscando al caballero canijo!...

—Un recadito nos dio para usted por si la veíamos.

—¿Qué dice?

—A ver si me acuerdo... ¡Ah! sí: que no compre la olla...

—La olla de los siete bujeros... que él tiene una que trajo de sutierra.

—¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores? Si no, ¿para qué son tantos ujeros?

—Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.

—Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómo se conoce que corre la guita!

—Que os calléis... Más valdría que me ayudarais a bajarle y meterle enel coche.

—Vaya que sí. Con alma y vida».

De divertimiento sirvió a todas las de casa y a las de fuera. Fue unaruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en sonfunerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina,que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche,llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó alcochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien alcaballo.

No fue, como es fácil suponer, floja sorpresa la de Doña Francisca alver que le metían en la casa un cuerpo al parecer moribundo,transportado entre Benina y un mozo de cuerda. La pobre señora habíapasado la tarde y parte de la noche en mortal ansiedad, y al ver cosatan extraña, creía soñar o tener trastornado el sentido. Pero latraviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel noera cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermogravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, aquien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicacionesdel inaudito suceso, acudió a confortar el atribulado espíritu de DoñaPaca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros ypico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poderrespirar durante algunos días.

—«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mi alma!—exclamó la señoraelevando las manos—. El Señor le bendiga. Ya estamos en situación dehacer una obra de caridad, recogiendo a este desgraciado... ¿Ves? Diosen un solo punto y ocasión nos ampara y nos dice que amparemos. El favory la obligación vienen aparejados.

—Hay que tomar las cosas como las dispone... el que menea los truenos.

—¿Y dónde ponemos a este pobre mamarracho?—dijo Doña Paca palpando aFrasquito, que, aunque no estaba sin conocimiento, apenas hablaba ni semovía, yacente en el santo suelo, arrimadito a la pared».

Como después del casamiento de Obdulia y Antoñito habían sido vendidaslas camas de estos, surgió un conflicto de instalación doméstica, queNina resolvió proponiendo armar su cama en el cuartito del comedor, paracolocar en ella al pobre enfermo. Ella dormiría en un jergón sobre laestera, y ya verían, ya verían si era posible arrancar al cuitado viejode las uñas de la muerte.

«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bien en la carga que nos hemosechado encima?... Tú que no puedes, llévame a cuestas, como dijo elotro. ¿Te parece que estamos nosotras para meternos a protectoras denadie?... Pero acaba de contarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien...?

—Sí, señora, Rumaldo...—respondió la anciana, que en su aturdimiento nose había preparado para el embuste.

—¡Bendito, mil veces bendito señor!

—Ella... Teresa Conejo.

—¿Qué dices, mujer?

—Digo que... ¿Pero usted no se entera de lo que hablo?

—Has dicho que... ¿Por ventura es cazador D. Romualdo?

—¿Cazador?

—Como has dicho no sé qué de un conejo.

—Él no caza; pero le regalan... qué sé yo... tantas cosas... la perdiz,el conejo de campo... Pues esta tarde...

—Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me hantraído...'.

—Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando;y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas,

'Benina, ¿quétienes? Benina, ¿qué te pasa?...'. En fin, que del conejo tomé pie paracontarle el apuro en que me veía...».

Convencida Doña Paca, ya no se pensó más que en instalar a Frasquito,el cual parecía no darse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuando yale habían acostado, reconoció a la viuda de Juárez, y mostrándole sugratitud con apretones de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:

«Tal hija, tal madre... Es usted el vivo retrato de la Montijo.

—¿Qué dice este hombre?

—Le da porque todas nos parecemos a... no sé quién... a los emperadoresde Francia... En fin, dejarlo.

—¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel?—dijo Ponte examinando lamísera alcoba con extraviados ojos.

—Sí, señor... Arrópese ahora; estese quietecito para que coja el sueño.Luego le daremos buen caldo... y a vivir».

Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamente a la calle, ávida de taparla boca a los acreedores groseros, que con apremio impertinente ydesvergonzado abrumaban a las dos mujeres.

Diose el gustazo de ponerlesante los morros los duros que se les debían, hizo más provisiones, fue ala calle de la Ruda, y con su cesta bien repleta de víveres y el corazónde esperanzas, pensando verse libre de la vergüenza de pedir limosna, almenos por un par de días, volvió a su casa. Con presteza metódica sepuso a trabajar en la cocina, en compañía de su ama, que también estabarisueña y gozosa. «¿Sabes lo que me ha pasado—

dijo a Benina—en el ratoque has estado fuera? Pues me quedé dormidita en el sillón, y soñé queentraban en casa dos señores graves, vestidos de negro. Eran D.Francisco Morquecho y D.

José María Porcell, paisanos míos, que venían aparticiparme el fallecimiento de D. Pedro José García de los Antrines,tío carnal de mi esposo.

—¡Pobre señor; se ha muerto!—exclamó Nina con toda el alma.

—Y el tal D. Pedro José, que es uno de los primeros ricachos de laSerranía...

—Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?

—Espérate, mujer. Venían esos dos señores, D. Francisco y D.

José María,médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento...

pues venían adecirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, leshabía nombrado testamentarios...

—Ya...

—Y que... la cosa es clara... como no tenía el tal sucesión directa,nombraba herederos...

—¿A quién?

—Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijosObdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

—Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.

—Dijéronme D. Francisco y D. José María que hace días andaban buscándomepara darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá,al fin averiguaron las señas de esta casa... ¿por quién dirás? por elsacerdote D. Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijotambién que yo había recogido al señor de Ponte... 'De modo—me dijeronechándose a reír—, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos,señora mía, matamos dos pájaros de un tiro'.

—Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.

—Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?...

Como que esosdos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años,cuando yo era novia de Antonio...

figúrate... y García de los Antrinesera muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí, todo hasido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que lesestoy mirando... Te lo cuento para que te rías... no, no es cosa derisa, que los sueños...

—Los sueños, los sueños, digan lo que quieran—manifestó Nina—, sontambién de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que esmentira?

—Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de estemundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?...¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?...

—Debajo, debajo está todo eso—afirmó la otra meditabunda—. Yo hago casode los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los queandan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestrosmales. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo ycuándo podemos hablar con los vivientes soterranos. Ellos han de saberlo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que porallá lo pasan... No sé si me explico... digo que no hay justicia, y paraque la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, unsuponer, traeremos acá la justicia».

Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo desu pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, apensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego enla cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de lossiete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontresde oración! ¡Esto sí que era difícil!

XXIII

Todo iba bien a la mañana siguiente: Don Frasquito mejorando de hora enhora, y con las entendederas en estado de mediana claridad; Doña Pacacontenta; la casa bien provista de vituallas; aquel día y el próximoasegurados, por lo cual la pobre Benina podría descansar de su penosapostulación en San Sebastián. Mas siéndole preciso sostener la comediade su asistencia en la casa del eclesiástico, salió como todos los días,la cesta al brazo, dispuesta a no perder la mañana y hacer algo útil. Alsalir le dijo su ama: «Me parece que tendremos que hacer un obsequio anuestro D. Romualdo... Conviene demostrar que somos agradecidas y bieneducadas. Llévale de mi parte dos botellas de Champagne de buenamarca, para que acompañe con ellas el guisado, que le harás hoy, delconejo.

—¿Pero está loca, señora? ¿Sabe lo que cuestan dos botellas de Champaña? Nos empeñaríamos para tres meses. Siempre ha de ser usted lomismo. Por gustar tanto del quedar bien, se ve ahora tan pobre. Ya leobsequiaremos cuando nos caiga la lotería, pues de hoy no pasa quebusque yo quien me ceda una peseta en un décimo de los de a tres.

—Bueno, bueno: anda con Dios».

Y se fue la señora a platicar con Frasquito, que animado y locuazestaba. Una y otro evocaron recuerdos de la tierra andaluza en quehabían nacido, resucitando familias, personas y sucesos; y charla que techarla, Doña Francisca salió por el registro de su sueño, aunque seguardó bien de contárselo al paisano. «Dígame, Ponte: ¿qué ha sido de D.Pedro José García de los Antrines?». Después de un penoso espurgo en losobscuros cartapacios de su memoria, respondió Frasquito que el D. Pedrose había muerto el año de la Revolución.

«Anda, anda; y yo creí que aún vivía. ¿Sabe usted quién heredó susbienes?

—Pues su hijo Rafael, que no ha querido casarse. Ya va para viejo. Bienpodría suceder que se acordara de nosotros, de sus hijos de usted y demí, pues no tiene parentela más próxima.

—¡Ay! no lo dude usted: se acordará...—manifestó Doña Paca con grandeanimación en los ojos y en la palabra—. Si no se acordara, sería unpuerco... Lo que me decían D. Francisco Morquecho y D. José MaríaPorcell...

—¿Cuándo?

—Hace... no sé cuánto tiempo. Verdad que ya pasaron a mejor vida. Perome parece que les estoy viendo... Fueron testamentarios de García de losAntrines, ¿no es cierto?

—Sí, señora. También yo les traté mucho. Eran amigos de mi casa, y lestengo muy presentes en mi memoria... Me parece que les estoy viendo consus levitas negras de corte antiguo...

—Así, así.

—Sus corbatines de suela, y aquellos sombreros de copa que parecían latorre de Santa María...».

Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctuación entre lo real y loimaginativo; y en tanto, Benina, calle arriba, calle abajo, ya con lamente despejada, tranquilo el espíritu por la posesión de un caudal noinferior a tres duros y medio, pensaba que toda la tracamundana delconjuro de Almudena era simplemente un engaña-bobos. Más probable veíael éxito en la lotería, que no es, por más que digan, obra de la ciegacasualidad, pues ¿quién nos dice que no anda por los aires un ángel odemonio invisible que se encarga de sacar la bola del gordo, sabiendo deantemano quién posee el número? Por esto se ven cosas tan raras:verbigracia, que se reparte el premio entre multitud de infelices quese juntaron para tal fin, poniendo este un real, el otro una peseta. Contales ideas se dio a pensar quién le proporcionaría una participaciónmódica, pues adquirir ella sola un décimo parecíale mucho aventurar. Conla Petra y su compañera Cuarto e kilo, que probaban fortuna en casitodas las extracciones, no quería cuentas, mejor se entendería para estenegocio con Pulido, su compañero de mendicidad en la parroquia, del cualse contaba que hacía combinaciones de jugadas lotéricas con el burrerovecino de Obdulia; y para cogerle en su morada antes de que saliese apedir, apresuró el paso hacia la calle de la Cabeza, y dio fondo en elestablecimiento de burras de leche. En los establos de aquellaspacíficas bestias daban albergue a Pulido los honrados lecheros, gentebuena y humilde. Una hermana de la burrera vendía décimos por lascalles, y un tío del burrero, que tuvo el mismo negocio en la mismacalle y casa, años atrás, se había sacado el gordo, retirándose a supueblo, donde compró tierras.

La afición se perpetuó, pues, en elestablecimiento, formando hábito vicioso; y a la fecha de esta historia,con lo que los burreros llevaban gastado en quince años de jugadas,habrían podido triplicar el ganado asnal que poseían.

Tuvo Benina la suerte de encontrar a toda la familia reunida, ya deregreso las pollinas de su excursión matinal. Mientras estas devorabanel pienso de salvado, los racionales se entretenían en hacer cálculos deprobabilidades, y en aquilatar las razones en que se podía fundar lacertidumbre de que saliese premiado al día siguiente el 5.005, del cualposeían un décimo. Pulido, examinando el caso con su poderosa vistainterior, que por la ceguera de los ojos corporales prodigiosamente sele aumentaba, remachó el convencimiento de los burreros, y en tonoprofético les dijo que tan cierto era que saldría premiado el 5.005,como que hay Dios en el Cielo y Diablo en los Infiernos. Inútil es decirque la pretensión de Benina cayó en aquella obcecada familia como unabomba, y que el primer impulso de todos fue negarle en absoluto laparticipación que solicitaba, pues ello equivalía a regalarle montonesde dinero.

Picose la mendiga, diciéndoles que no le faltaban tres pesetas paratirarlas en un decimito, todo para ella, y este golpe de audaciaprodujo su efecto. Por último, se convino en que, si ella compraba eldécimo, ellos le tomarían la mitad, dándole una participación de dosreales en el mágico 5.005, número seguro, tan seguro como estarloviendo. Así se hizo: salió Benina, y llevó al poco rato un décimo del4.844, el cual, visto por los otros, y oído cantar por el ciego,produjo en toda la cuadrilla lotérica la mayor confusión y desconcierto,como si por arte misterioso la suerte se hubiera pasado del uno al otronúmero.

Por fin, hiciéronse los tratos y combinaciones a gusto de todos,y el burrero extendió las papeletas de participación, quedándose laanciana con seis reales en el suyo y dos en el otro. Salió Pulidorefunfuñando, y se fue a su parroquia de muy mal talante, diciéndose queaquella eclesiástica pocritona había ido a quitarles la suerte; losburreros se despotricaron contra Obdulia, afirmando que no pagaba el pany compraba tiestos de flores, y que el casero la iba a plantar en lacalle; y Benina subió a ver a la niña, a quien encontró en manos de lapeinadora, que trataba de arreglarle una bonita cabeza. Aquel día sussuegros le habían mandado albóndigas y sardinas en escabeche; Luquitashabía entrado en casa a las seis de la mañana, y aún dormía como uncachorro. Pensaba la niña irse de paseo, ansiosa de ver jardines,arboledas, carruajes, gente elegante, y su peinadora le dijo que sefuera al Retiro, donde vería estas cosas, y todas las fieras del mundo,y además cisnes, que son, una comparanza, gansos de pescuezo largo. Alsaber que Frasquito, enfermo, se hallaba recogido en casa de Doña Paca,mostró la niña sincera aflicción, y quiso ir a verle; pero Benina se loquitó de la cabeza.

Más valía que le dejara descansar un par de días,evitándole conversaciones

deliriosas,

que

le

trastornaban

el

seso.Asintiendo a estas discretas razones, Obdulia se despidió de su criada,persistiendo en irse de paseo, y la otra tomó el olivo presurosa haciala calle de la Ruda, donde quería pagar deudillas de poco dinero. Por elcamino pensó que le convendría ceder parte de la excesiva cantidadempleada en lotería, y a este fin hizo propósito de buscar al ciego moropara que jugase una peseta. Más seguro era esto que no la operación dellamar a los espíritus soterranos...

Esto pensaba, cuando se encontró de manos a boca con Petra y Diega, quede vender venían, trayendo entre las dos, mano por mano, una cesta conbaratijas de mercería ordinaria. Paráronse con ganas de contarle algoestupendo y que sin duda la interesaba: «¿No sabe, maestra? Almudenala anda buscando.

—¿A mí? Pues yo quisiera hablar con él, por ver si quiere tomarme...

—Le tomará a usted medidas. Eso dice...

—¿Qué?

—Que está furioso... Loco perdido. A mí por poco me mata esta mañana dela tirria que me tiene. En fin, el disloque.

—Se muda de Santa Casilda... Se va a las Cambroneras.

—Le ha dado la tarantaina, y baila sobre un pie solo».

Prorrumpieron en desentonadas risas las dos mujerzuelas, y Benina nosabía qué decirles. Entendiendo que el africano estaría enfermo, indicóque pensaba ir a San Sebastián en su busca, a lo que replicaron lasotras que no había salido a pedir, y que si quería la maestra encontrarle, buscárale hacia la Arganzuela o hacia la calle del Peñón,pues en tal rumbo le habían visto ellas poco antes. Fue Benina haciadonde se le indicaba, despachados brevemente sus asuntos en la calle dela Ruda; y después de dar vueltas por la Fuentecilla, y subir y bajarrepetidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí, que salía de casade un herrero.

Llegose a él, le cogió por el brazo y...

«Soltar mí, soltar mí tú...—dijo el ciego estremeciéndose de la cabeza alos pies, cual si recibiese una descarga eléctrica—.

Mala tú, gañadora tú... matar yo ti».

Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en el rostro de su amigo grandísimaturbación: contraía y dilataba los labios con vibraciones convulsivas,desfigurando su habitual expresión fisonómica; manos y piernastemblaban; su voz había enronquecido.

«¿Qué tienes tú, Almudenilla? ¿Qué mosca te ha picado?

—Picar tú mí, mosca mala... Viner migo... Querer yo hablar tigo. Muquier mala ser ti...

—Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!».

Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guióhacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido delbrazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que labuena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos deaquella extraña desazón.

«Sentémonos aquí—dijo Benina al llegar junto a la Fábrica de alquitrán—;estoy cansadita.

—Aquí no... más abaixo...».

Y se precipitaron por un sendero empinadísimo, abierto en el terraplén.Hubieran rodado los dos por la pendiente si Benina no le sostuvieramoderando el paso, y asegurándose bien de dónde ponía la planta.Llegaron, por fin, a un sitio más bajo que el paseo, suelo quebrado,lleno de escorias que parecen lavas de un volcán; detrás dejaron casas,cimentadas a mayor altura que las cabezas de ellos; delante teníantechos de viviendas pobres, a nivel más bajo que sus pies. En lasrevueltas de aquella hondonada se distinguían chozas míseras, y a lolejos, oprimida entre las moles del Asilo de Santa Cristina y el tallerde Sierra Mecánica, la barriada de las Injurias, donde hormigueanfamilias indigentes.

Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copiososudor de su frente. Benina no le quitaba los ojos, atenta a susmovimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con elenojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver... amos... a ver porqué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

Poique ti n'gañar mí. Yo quiriendo ti, tú quirier otro...

Sí,sí... Señor bunito, cabaiero galán... ti queriendo él... Enfermo élcasa Comadreja... tú llevar casa tuya él... quirido tuyo... quirido... rico él, señorito él...

—¿Quién te ha contado esas papas, Almudena?—dijo la buena mujerechándose a reír con toda su alma.

—No negar tú cosa... Tu n'fadar mí; riyendo tú mí...».

Al expresarse de este modo, poseído de súbito furor, se puso en pie, yantes de que Benina pudiera darse cuenta del peligro que la amenazaba,descargó sobre ella el palo con toda su fuerza.

Gracias que pudo lainfeliz salvar la cabeza apartándola vivamente; pero la paletilla, no.Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes de que lo intentara recibióotro estacazo en el hombro, y un tercero en la cadera... La mejordefensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos, se puso la anciana adiez pasos del ciego.

Este trató de seguirla; ella le buscaba lasvueltas; se ponía en lugar seguro, y él descargaba sus furibundosgarrotazos en el aire y en el suelo. En una de estas cayó boca abajo, yallí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras laseñora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo,verás... ¡tontaina, borricote!...».

XXIV

Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos ypiernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzandoexclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía,rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando enla tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en surostro. Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sinduda, su loca furia.

Acercose Benina un poquito, y vio su rostroinundado de llanto que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes pordonde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamócariñosamente a su amiga.

«Nina... amri... ¿Estar aquí ti?

—Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar como San Pedro después quehizo la canallada de negar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que hashecho?

—Sí, sí... amri... ¡Haber pegado ti!... ¿Doler ti mocha?

—¡Ya lo creo que me escuece!

—Yo malo... yorando mí días mochas, poique pegar ti...

Amri, perdoñar tú mí...

—Sí... perdonado... Pero no me fío.

—Tomar tú palo—le dijo alargándoselo—Venir qui... cabe mí.

Coger paloy dar mí fuerte, hasta que matar tú mí.

—No me fío, no.

—Tomar tú este cochilo—añadió el africano sacando del bolso interiordel chaquetón una herramienta cortante—. Mercarlo yo pa pegar ti...Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejai no quierer vida... muertesí, muerte...».

Como quien no hace nada, Benina se apoderó de las dos armas, palo ycuchillo, y arrimándose ya sin temor alguno al desdichado ciego, lepuso la mano en el hombro. «Me has partido algún hueso, porque me duele mocha—le dijo—. A ver dónde me curo yo ahora... No, hueso roto no hay;pero me has levantado unos morcillones como mi cabeza, y el árnica quegaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

—Dar yo ti... vida... Perdoñar mí... Yorar yo meses mochas, si túno perdoñando mí... Estar loco... yo quierer ti... Si tú no quierer mí, Almudena matar si él sigo.

—Bueno va. Pero tú has tomado algún maleficio. ¡Vaya, que salir ahoracon ese cuento de enamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soy una vieja,y que si me vieras te caerías para atrás del miedo que te daba?

—No ser vieja tú... Yo quiriendo ti.

—Tú quieres a Petra.

—No... B'rr