Recuerdos,esperanzas, dudas y desengaños, todo acudía en tumulto y asaltaba yatormentaba su mente. Fray Miguel por involuntario impulso hacía un raroexamen de conciencia. El bien y el mal de cuanto había hecho se leaparecían como presente y no como desvanecido y pasado, y al mismotiempo hacían irrupción en su espíritu, en tropel contradictorio yconfuso, triunfos y derrotas, crímenes y virtudes, gloria y oprobio ymil portentosos lances y sucesos, que flotaban sin encadenamiento quelos ligase, en un porvenir nebuloso.
Arduo sería penetrar en el espíritu de Fray Miguel y descubrir cuanto enaquel momento le agitaba; pero aún es arduo el empeño de distinguir loque bullía en aquel caos y darlo a conocer por medio de la palabraescrita. Haré, no obstante, un esfuerzo, a fin de que se sepa algo de loque entonces Fray Miguel sentía y pensaba. Lo que en su mente erasimultáneo no podrá menos de sucederse en el soliloquio, pero lo que élinteriormente se hablaba, carecía de conclusión y de principio y semanifestaba todo a la vez.
Desesperado de lograr en el mundo la fortuna que buscaba, Fray Miguel alos treinta y cinco años de su edad se había refugiado en el claustro.Su última derrota había sido en la batalla de Toro, donde militó endefensa de doña Juana, en las huestes portuguesas.
Ya en el claustro, pensó que la paz le bastaría. Se propuso no aspirarsino a la paz, pero conoció pronto que la paz no le bastaba. Su ambicióny su codicia de riquezas, bienes, poder y deleites materiales, lealejaron del mundo, mas no para hundirse y perecer, sino para buscar susatisfacción más allá del mundo: en algo tan sublime y tan luminoso quetodas las excelsitudes y resplandores del mundo fuesen, en sucomparación, ruindad, misericordia y sombra. En la fertilidad y verdurade los campos, en las umbrías solitarias, durante las horas meridianas,cuando vierte el sol a torrentes sus rayos esplendorosos, en el augustosilencio de la noche, en la amplitud del cielo lleno de estrellas, en elmovimiento y en la vida de los seres, en la yerbecilla que pisaban suspies, en la flor silvestre que deshojaban sus dedos y en el astro remotoque sus ojos apenas distinguían, en lo más cercano y en lo más distante,Fray Miguel buscó la clave del misterio, quiso hallar la cifra de unnombre incomunicable, pugnó porque se le apareciese y se le revelase losobrenatural y lo sobrehumano. Sin duda era el orgullo y no el amorquien impulsaba a Fray Miguel; Fray Miguel no consiguió nada.
Entonces apartó el sentido y distrajo la atención de todo lo creado, decuanto se muestra en lo exterior a nuestros ojos o resuena en nuestrosoídos. Como buzo que baja en busca de coral y de perlas al fondo de losmares, hundió su mente en la íntima contemplación de su propio ser,buscando allí la raíz por donde estaba asido y como pendiente de loinfinito. Tampoco así halló nada, sino obscuridad vacía y lúgubre.
Volvió el pensamiento de Fray Miguel al mundo exterior. Desechando laidea de estar poseído, concibió la esperanza de poder estar obseso. ¿Eraél tan vil y tan indigno que no lograse ponerse en comunicación conseres inteligentes que no formen parte del linaje humano? El universoestá lleno de tales seres. ¿Por qué eran tan groseros sus sentidos queno los percibían? ¿No podría él evocarlos, formar pacto y alianza conellos y adquirir virtudes, poder y fuerzas superiores a cuanto posee lageneralidad de los mortales de su misma especie?
Cuando se paraba Fray Miguel en esta impía imaginación, solía caer en elmás hondo abatimiento, y tal vez exclamaba:
—Sin duda no me ha faltado ni la intención, ni el propósito, ni elvalor de darme al diablo; pero el diablo no me quiere y me desdeña. Yono consigo lo que consigue cualquiera vieja ignorante y estúpida. Laspuertas que defienden la mansión del milagro, ya celestial, ya infernal,están cerradas para mí. Llamo a ellas y nadie me responde.
La reacción del orgullo venía luego a levantar su espíritu y a elevarleal extremo contrario: al mayor grado de soberbia:
—Ningún demonio viene y me ayuda—decía—porque son inferiores a mí,porque no pueden darme lo que me falta, porque yo valgo más que ellos.En balde me humillo pidiéndoles que me socorran. Lo que me conviene esbuscar el camino del lugar hasta donde mi aptitud y mi predestinaciónpueden conducirme, y, desde allí, llamarlos y sujetarlos a mi mandado,no tomándolos como protectores sino como siervos sumisos.
En estas y en otras cavilaciones, que entonces se presentaban juntas enla mente de Fray Miguel, habían pasado muchos años de su vida claustral.Su orgullo no había consentido que fuese un santo, pero también suorgullo se había opuesto a que ningún poder infernal viniese a dominarsu alma, ocupada y dominada toda por su orgullo mismo.
En el espíritu de Fray Miguel había además poco briosas facultades quele habilitasen para conquistar y dominar nada por medio del pensamiento,Era distraído, poco insistente, ambicioso de ciencia como de todo, perosin la paciente perseverancia que se requiere para adquirirla.
FrayMiguel, si era algo, si algo valía, era como hombre de acción, aunque supoca fortuna o su mucha torpeza le habían extraviado en el camino,encontrando sólo, cuando se cansó y se hartó de andar por él, eldesengaño más negro. Aborrecía la vida, pero tenía miedo de la muerte.Así por la época de fe en que vivía como por la natural condición de suespíritu, en la cabeza de Fray Miguel no cabía imaginar que fuera lamuerte la aniquilación del individuo, la desaparición de la persona, elolvido de todo. Él veía en el término de su vida mortal, no sueñoeterno, sino tránsito a vida nueva. Y no le asustaba tanto el temor deser condenado y no salvado, cuanto el humillante recelo de ser taninsignificante en la vida futura como en la vida presente, y de que asíen el cielo, como en el infierno, se le hiciese poquísimo caso: se letratase con el mismo desdén con que en este mundo sublunar sussemejantes le habían tratado.
La monotonía y la uniformidad de la vida habían hecho que el tiempopareciese que pasaba con inaguantable lentitud, según iba pasando; pero,pasado ya, transcurridos los cuarenta años de convento, Fray Miguelvolvía la vista atrás y no veía el larguísimo camino que había seguido yla enorme distancia que del punto de partida le separaba. Como no teníavariedad de sucesos con qué llenar, diversificar y distinguir aquellalarga serie de años, toda ella le parecía soplo, relámpago fugitivo,desmayo y letargo que al disiparse se lo había llevado todo consigo,esperanzas y proyectos y hasta la posibilidad de forjarlos de nuevo. Lahorrible vejez había caído sobre él sin sentir. Su cabeza se habíacubierto de canas y su rostro de arrugas.
Cascada y temblona estaba suvoz, sin brío sus brazos, flojas y vacilantes sus piernas. La luz heríay lastimaba sus ojos, sin dejarle ver con distinción, claridad y deleitelas formas y los colores. Y aun esta amarga luz, que le ofendía más quele iluminaba, estaba amenazándole con abandonarle para siempre y sumirleen tinieblas. Y ya sabía él por sus experiencias y por sus frustradosconatos anteriores, que por mucho que penetrase y ahondase en estastinieblas, no lograría romper su duro y tupido velo y bañar su espírituen el infinito y luminoso mar donde le habían dicho que se bañan lasalmas, si se reconcentran en ellas mismas y se desprenden de lo terrenaly caduco.
Su vida iba tocando a su fin: hasta entonces había sido lastimosa yestéril, y, sin embargo, él daba inmenso precio a la vida. En esta bajatierra, encerrado nuestro espíritu en este cuerpo mortal y flaco, yasistido y servido por sus órganos durante breve tiempo, que huye paranunca volver, Fray Miguel entendía que era menester conquistar elrespeto, la nombradía y el valor y el mérito que por toda una eternidadhemos de poseer, siendo por ello remunerados o castigados, glorificadoso despreciados. Tan alta era la importancia que Fray Miguel daba anuestra existencia efímera y transitoria en este planeta. De muchodudaba Fray Miguel, en mucho no creía; pero, como roca, cuyo cimiento yraíz se hunde tanto en el seno de la tierra que no hay impetuosotorrente que la derribe y la arrastre, así su firme creencia en el valerde la vida humana, en este mundo, para preparación y prueba y paraconquista de otra más alta vida, se conservaba firme y arraigada en suespíritu contra todas las tempestades y contra todas las avenidas dedudas y pasiones que habían pugnado y que pugnaban aún por arrancarla deallí y por sepultarla en la vana región de los sueños.
Cuán enorme no sería el pesar de Fray Miguel, que tamaña importanciaatribuía a la vida, al ver que la suya iba ya a consumirse, tocaba a sufin, sin que persistiese más en ella que la energía de atormentarse y dedesesperarse.
Si el Padre Ambrosio no se burlaba de él, si no se jactaba en vano, sipor medio de sus artes mágicas podía volverle la mocedad, Fray Miguelestaba seguro de que sabría aprovecharla y no perderla sin fruto comohabía perdido la mocedad pasada. Ahora tenía él más claro concepto delvalor de la vida y de los fines a que podía y debía aspirar en el mundo.La ociosa y larga meditación de sus cuarenta años de vida claustral, lasestupendas novedades y sucesos cuya resonancia había llegado aconmoverle y alborotarle en su retiro, la explicación que el PadreAmbrosio hacía de todo y de que él se había penetrado con pasmo oyendosus discursos, todo le persuadía de que se mostraba ante sus ojos elblanco a donde le importaba dirigir la mira, el digno empleo de suresucitada actividad, la misión que le tocaba cumplir secundando elpropósito y cooperando al plan de la Providencia.
Con lógica inconsecuencia, Fray Miguel estaba lleno de dudas, y pormomentos de negaciones, cuando en lo interior de su propio ser buscabala verdad; pero, no bien su pensamiento salía fuera de sí y se extendíasobre la faz de la tierra, todo era en Fray Miguel fe y esperanza en lossublimes destinos del humano linaje y en el papel principal y brillanteque le tocaba hacer a su pueblo. La fe del Padre Ambrosio había sidocomo llama voraz que había incendiado su alma haciéndola de luz y defuego. El entusiasmo le poseía, pero hasta entonces la envidia, nacida apar del entusiasmo, le había desgarrado el pecho y le había devorado lasentrañas. Vivir y morir en la obscuridad y en la inercia cuando tangrandes cosas realizaba el esfuerzo de los hombres, para Fray Miguel erainsufrible. Resolvió, pues, someterse a todas las pruebas y a todas lasoperaciones mágicas de que el Padre Ambrosio había hablado a fin deremozarse y de lanzarse de nuevo en la palestra y tomar parte en lalucha. La agitación y el estruendo de esta lucha penetraba en elclaustro, rompían su silencio, llamaba a la puerta de su celda y leexcitaba y le convidaba a armarse y a ir al combate. Se le antojaba aveces que resonaba en sus oídos como la trompeta del día del juicio yque le resucitaba de entre los muertos.
El portentoso poema épico que el Padre Ambrosio fantaseaba en susdiscursos iba verificándose y desarrollándose en la consistente realidadde la historia, y Fray Miguel no se contentaba con ser oyente o lectordel poema, sino que anhelaba ser uno de sus héroes. Y ora fuese porseveridad de juicio, ora porque Fray Miguel no quería que ningúnindividuo descollase mucho sobre él, Fray Miguel ponía como héroeprincipal del poema a todo su pueblo, mirándole como pueblo elegido,como nuevo pueblo de Dios que había de vencer a todos los enemigos de suley, que había de arrostrar todos los peligros y que había de dar cima amil inauditas empresas.
Fray Miguel no veía ni se forjaba en la mente un campeón que todo lodirigiese y que se llevase la palma. Por bajo del pueblo estaban osurgían todos los campeones. Alborotados los reinos de Castilla yValencia por las comunidades y germanías, allá en su pensar sigilosoFray Miguel no estimaba mucho al joven, extranjero y ausente Emperador.Sospechaba que había de heredar algo de la extravagante locura materna yde la ligera futilidad de su padre, y que una inquietud sin propósitohabía de tejer la tela de su vida. Pero el pueblo español era grande, yde su seno surgirían adalides que venciesen y dominasen. Ellosderrotarían al turco, que amenazaba la cristiandad; ellos, con armastemporales y espirituales, lograrían sofocar la herejía que estabanaciendo en Alemania y que, barbarie mental, ansiaba derrocar el imperiode Roma en los espíritus, como los antiguos bárbaros habían destruido elimperio material de Roma. España, con sus héroes y con sus santos, habíade sostener y conservar la unidad divina que informa y da vigor a lacivilización europea. Y esta civilización poderosa y benéfica había decontinuar difundiéndose por todos los climas y regiones, tierras y maresdel mundo que habitamos.
Fray Miguel había ya oído hablar con horror y sabía las audacias delfraile Martín Lutero y sus propósitos infernales; pero, en el fervorosoespíritu de Fray Miguel, estaba ya la convicción profunda de que Dioshabía suscitado en España un gigantesco contrario al sajón heresiarcapara arrebatarle sus conquistas. Entre tanto seguían extendiéndosemagnificándose las de nuestra fe y nuestras armas en los más apartados yhasta entonces inexplorados países y entre gentes infieles y selváticas,alucinadas por el demonio y entregadas a crueles supersticiones y amonstruosos y nefandos ritos. A esta difusión de la luz y de la verdad,aunque más por medio de las armas que por medio de vanos discursos, seconsideraba llamado y predestinado Fray Miguel, en cuanto el PadreAmbrosio realizase en él el prometido milagro de remozarle.
Fray Miguel acudió, pues, a la celda del Padre Ambrosio, resuelto atodo, y en la noche y en la hora convenidas.
-X-
El Padre Ambrosio estaba aguardándole. Saludó a Fray Miguel con una leveinclinación de cabeza, y sin decir palabra, le indicó que le siguiese.Ambos subieron por la escalera de caracol a la ancha cámara que yaconocemos.
Todo estaba en ella como lo hemos descrito antes. Sólo había tresobjetos que por su novedad llamaron en seguida la atención de FrayMiguel. En la chimenea, en vez de no haber más que rescoldo y cenizas,ardía bastante leña que levantaba llamas, en cuyo centro, sobre unastrébedes se veía una retorta de cobre donde empezaba a hervir unlíquido. El tubo encorvado, con que terminaba la cobertera de aquelpequeño alambique, iba a parar a una urna de vidrio suspendida en lapared y llena de agua clara. Dentro de la urna o refriante se veían lasroscas de la culebra de metal. La cabeza de la culebra aparecía fuera dela urna en su parte baja.
No lejos de la chimenea estaba por el suelo un féretro abierto y vacío.Y por último, ocupado en mullir y arreglar los almohadones, donde habíade reposar la cabeza la persona que en el féretro se encerrase, estabael hermano Tiburcio, predilecto y aprovechado discípulo del PadreAmbrosio.
Encarándose este con Fray Miguel, apenas dejó caer la compuerta pordonde había entrado, le dijo con gravedad solemne:
—Si fuera lícito valerse de palabras sagradas, aplicándolas a loprofano, con el único propósito de hacerse entender mejor, yo meatrevería a decirte, a fin de inspirarte denuedo y a fin de infundirteomnímoda confianza en mí, que yo soy resurrección y vida, y que si creesen mí, vivirás, cuando mueras.
—A todo estoy dispuesto. Mátame, si es necesario o conveniente anuestros fines.
—A decir verdad y desechando toda jactancia, la muerte que yo te dé hade ser aparente y no real. La virtud de volver a la vida a quien lapierde no es dada aún, ni acaso sea dada nunca, a la ciencia meramentenatural y humana. Y yo, conviene que así lo entiendas, no acudo niquiero ni puedo acudir a medios sobrenaturales para obrar mis prodigios.Mi magia es toda natural y lícita, aunque es de dos maneras: la que sefunda en el conocimiento de hierbas, de drogas y de otros recursosenteramente materiales, en la cual está instruido el hermano Tiburcio,que como ves ha venido a ayudarme, y la magia superior, incomunicable ypura, cuyo poder estriba en el centro del espíritu, en el ápice de lamente, en la raíz misma por donde nuestro limitado pensamiento, no sólotoca, sino está asido a lo infinito. De esta más elevada ciencia, aunquetodavía natural y nada más que humana, el hermano Tiburcio tiene pocasnociones. Yo sólo soy aquí quien la posee. De ella depende el éxito demi empresa. Y no debo ocultarte que si bien tengo yo el éxito porseguro, reconozco modestamente que puede engañarme el amor propio. Siasí fuese, si el amor propio me engañase, yo te mataría sin querer, perote mataría. Ya ves a lo que me aventuro. ¿Quieres tú tambiénaventurarte?
—Quiero—contestó sin arrogancia y con tranquilidad Fray Miguel.
—Para el rejuvenecimiento—continuó el Padre Ambrosio—que ha deverificarse en ti, se requiere algo parecido a la muerte, aunque no seamuerte. ¿Te sometes a ello?
—Me someto.
—Pues bien, dentro de poco te sumiré en letargo profundísimo; elhermano Tiburcio y yo te ungiremos las sienes y la frente con unprecioso bálsamo, te tenderemos y te encerraremos en ese féretro quemiras abierto en el suelo; y al cabo de poco, si no son falsas misteorías, aunque nunca corroboradas aún por la experiencia, así como lacrisálida rompe la tela que la envuelve y sale convertida en mariposa,aparecerás tú, mozo robusto y capaz, si tienes brío en el alma, deacometer y de dar cima a las empresas más arriesgadas y espantables. Veocon satisfacción que estás muy animado. Ya no dudo de tus bríosespirituales. Pero, aunque el espíritu sea fuerte, la carne flaquea, yes menester que se fortalezca tu mísera carne. Así, antes de remozarte,a par que sientas el deseo en el alma sentirás en tu cuerpo debilitadoya por los años el prurito de que se remoce. Para ello has a tomar unapoción preparatoria, sabiamente compuesta de substancias eficacísimas,con tal habilidad y tino combinadas y templadas que no se neutralizansus encontrados efectos, sino que se armonizan y conspiran todos almismo fin.
Dirigiose entonces el Padre Ambrosio, hacia un ángulo de la estanciadonde había un pequeño velador y sobre él una bandeja, un jarro y unaancha copa de plata. Llenó luego la copa del líquido que el jarrocontenía, y llamando a Fray Miguel y dándosela para que bebiese le dijo:
—Con esto se fortalecerá tu cuerpo y se hará apto para las operacionesulteriores. Es un elixir exquisito, en cuya composición entran el nepenthes que dio Elena a Telémaco para disipar su melancolía; la flordel cáñamo de la India; el soma o licor divino de los antiguosbrahmanes; el hongo de Siberia que infunde furor bélico, y el zumo delas mandrágoras, con que Lía amó y deseó con mayor vehemencia a Jacob yse hizo de él amada y deseada.
Fray Miguel tomó la copa, y, casi de un solo trago, apuró todo el licorque contenía.
El hermano Tiburcio que lo presenciaba y miraba todo en silencio,aproximó un taburete e indicó por señas a Fray Miguel, que en él sesentase. En seguida tomó en los dedos cierto linimento oloroso, quehabía en un pomito de vidrio, y ungió con él lo más alto de la cabeza,la frente y las sienes del fraile.
Mientras se verificaba la untura, el Padre Ambrosio, recitó no cortaserie de palabras y frases, al parecer de un lenguaje exótico y puntomenos que inaudito. Al extraño son de aquellas palabras, o acaso porobra del linimento, Fray Miguel imaginó que todo brincaba y giraba entorno suyo con rapidez vertiginosa; que los muros y el suelo seestremecían y amenazaban derrumbarse, y que el edificio no estaba paradoy fijo sobre su cimiento, sino que iba lanzado por el espacio sinlímites.
Por dicha, cesó pronto en el cerebro de Fray Miguel, aquel a modo demareo. Y, terminada también la serie de conjuros ininteligibles, oyó queel Padre Ambrosio le decía:
—No es todo alucinación mental lo que acabas de experimentar ahora. Engran parte, es efecto de las palabras mágicas que he pronunciado. Nadasin embargo más natural. No receles artes ni prestigios diabólicos. Laspalabras que he pronunciado ignoro yo lo que significan, pero me constaque nada hay en ellas de pecaminoso. Se han ido conservando portradición oral entre varones piadosos aficionados a la magia lícita, yson palabras del idioma primitivo que se hablaba mucho antes de Abraham,en Ur de los caldeos, y aun antes, en el imperio que fundó Nemrod en elcentro del Asia. La clave de este idioma se perdió siglos ha, y acaso novuelva nunca a encontrarse. Yo he oído referir que un antiguo rey deNínive, llamado Asurbanipal, siete siglos antes de nuestra era, formóuna biblioteca de libros escritos en esta lengua, que era ya una lenguamuerta, como el latín hoy entre nosotros. Pero los libros reunidos porAsurbanipal, sepultados hoy entre las ruinas y escombros de antiquísimaciudad y regio alcázar, eran ya de una época de gran decadencia, cuandoel mencionado primitivo idioma estaba corrompidísimo, y la altafilosofía que le había informado viciada y cuajada de supersticiones. Encambio, las palabras que yo he dicho son del idioma primitivo y puro, yno son signos arbitrarios, sino que tienen relación íntima y substancialcon los objetos que expresan o designan. De aquí el alboroto, laagitación y el tumulto de todas las cosas creadas cuando tales palabrasse pronuncian. Juzgo de mi deber explicarte todo esto para que no te desa sospechar que soy brujo, que me valgo de prestigios o que ando entratos con el diablo. Aunque peque yo de sobrado llano y pedestre, dirépara mayor claridad, que juego limpio.
Fray Miguel estaba tan impaciente y tan ansioso ya de rejuvenecerse, quelas explicaciones del Padre Ambrosio le parecían inútiles y le cansaban.Por el debido respeto, sin embargo, no se atrevió a dar la menor señalde impaciencia.
El Padre Ambrosio se complacía en perorar y prosiguió de esta suerte:
—Ten calma y espera. La destilación del maravilloso filtro, que va aremozarte, se está verificando en ese pequeño alambique. Apenas empiecea salir por la boca de la culebra la refinada quinta esencia, acudiré arecogerla en la misma copa en que bebiste la poción preparatoria, y túla beberás sin vacilar.
—La beberé con ansia—contestó Fray Miguel—para apagar la sed de viday de juventud que me devora.
—Todavía me incumbe decirte—interpuso el Padre—que no quiero, cuandote remoces, dejarte ir solo por esos mundos de Dios. Deseo que lleves entu compañía a alguien de toda mi confianza, que sabrá, sin duda,conquistar la tuya y que vendrá a ser como tu criado, paje, escudero ysecretario todo en una pieza.
—¿Y quién va a ser ese acompañante que me designas?
—El hermano Tiburcio que está presente—contestó el Padre Ambrosio—.Más gana tiene él de correr mundo que de estar metido en su celda. Contodo, no es esta la razón que me induce a que el hermano Tiburcio teacompañe. Los caballeros que salen en busca de aventuras llevan siempreescuderos y tú no has de infringir esta ley o esta costumbre. En cuantashistorias conozco de hombres que para medrar o para divertirse yholgarse se han dado al diablo, el diablo figura después constantementeal lado de ellos como ayudante o espolique, y tú no has de ser menosaunque distes muchísimo de haberte dado al diablo. Tendrás, pues,escudero, aunque natural y humano. El hermano Tiburcio, si bien es unmozuelo barbilampiño, sabe más que el diablo y te valdrá de mucho. Porotra parte, yo he observado que tú eres sobrado serio y esta seriedadcontinua a la larga a ti mismo te aburriría. Importa, pues, que latemple y modere un sujeto algo cómico y jocoso, como lo será elmencionado hermano. Jovial será él, si tú saturnino, y juntos recibiréiscombinado el influjo mirífico de los dos más poderosos planetas. Hepensado además que necesito tener con frecuencia noticias tuyas,satisfacer mi curiosidad y ver cómo va saliendo esta experiencia queahora hago. En las venideras edades sé yo que inventarán los hombresmedios ingeniosos para ponerse en comunicación con la rapidez del rayo ydirigirse la palabra desde un extremo a otro de la tierra. Pero talesinventos distan mucho aún de verse realizados y de ser vulgares. Sólolos iniciados en mi ciencia oculta se entienden ya y se hablan desde muylejos, sin aparato alguno físico ni mecánico, sino por el arte y lafuerza del alma. El hermano Tiburcio, irá pues contigo también, para quese entienda conmigo y me informe de todo.
Y por último, si tú acometesaltas empresas, las llevas a cabo y vences y triunfas, no quiero yo quetodo esto se ignore, se sepa mal o se olvide, y el hermano Tiburcio, quees un buen letrado, te acompañará para ponerlo por escrito con el mayoresmero y legarlo a la posteridad más remota.
Será para ti, válgame comoejemplo, lo que para Don Pedro Niño, valeroso y galante Conde de Buelna,fue Gutierre Díez de Games, su alférez.
A este punto de su algo prolija disertación llegó el Padre Ambrosio,cuando empezó a manar por la piquera del alambique, el líquidodestilado. Sin darse un instante de vagar, tomó el Padre la copa deplata, se acercó a la piquera, la llenó del líquido y se le dio a bebera Fray Miguel sin decir más palabra.
En silencio también, sin susto y con ansia, Fray Miguel se llevó la copaa los labios y bebió el licor que había en ella.
El efecto fue rápido y terrible. A Fray Miguel se le trabó la lengua yno pudo exhalar ni queja ni suspiro. Palidez mortal cubrió su rostro. Alos pocos instantes cayó como herido del rayo. Y
sin duda hubiera dadoen tierra de golpe, si el Padre Ambrosio y el hermano Tiburcio,apercibidos ya para el caso, no le hubiesen sostenido.
Todo el cuerpo de Fray Miguel, adquirió de súbito una rigidez más quecadavérica. No parecía ya de carne sino de madera o de barro.
El Padre Ambrosio, no obstante, tuvo a tiempo la precaución de cruzar aFray Miguel las manos sobre el pecho.
El hermano Tiburcio tomó por la espalda a Fray Miguel. Por los pies lelevantó el Padre Ambrosio. Ambos le llevaron al féretro y allí ledejaron tendido.
Juan Valera
Las aventuras
-I-
En el año 1521 era Lisboa la más espléndida, animada, pintoresca yoriginal ciudad de Europa.
Fundada sobre varias colinas, se extendía yapor la margen derecha del Tajo, siguiendo su curso hacia el mar. Lospalacios y jardines de dicha margen hacían delicioso el camino que iba yva hasta el sitio donde el rey D. Manuel el Dichoso había erigidograciosa y elegante torre, en conmemoración de que allí se embarcó Vascode Gama para ir por vez primera a la India, y no lejos el magníficotemplo y claustro de Belén, obra de singular y bellísima arquitectura.Frente del más populoso centro de la ciudad, en la opuesta orilla delrío, se alzaba la villa de Almada, sobre enriscado promontorio. Y desdeallí, mirando en dirección contraria a la que trae el agua, esta seextiende y la orilla se aleja, formando una extensa y grandiosa bahía,capaz de contener entonces todos los barcos de guerra y de comercio quesurcaban los mares.
Aquella bahía estaba concurridísima. En ella había naves inglesas yfrancesas, de Holanda y de las ciudades anseáticas, de Aragón y deCastilla, de Génova y de Venecia y de otras Repúblicas y principados deItalia. Todas acudían allí para traer telas, alhajas, primores y otrosobjetos de arte producto de la industria europea, conque satisfacer elamor al fausto de los portugueses, y para llevar, en cambio clavo ypimienta, perfumes de Arabia, canela de Ceilán, sedas y porcelanas delCatay, marfil de Guinea, alfombras de Persia, chales y albornoces deCachemira, perlas, diamantes y rubíes de las montañas y de los golfos dela India, bambúes y cañas y tejidos de algodón y de nipa de Bengala,monos, papagayos y otras aves de vistosas plumas, y mil exóticascuriosidades del extremo Oriente.
La muchedumbre de hombres y mujeres que hervía en los muelles y paseos,calles y plazas de Lisboa, tenía extraño y pasmoso aspecto por lavariedad de sus rostros, de sus trajes y de los idiomas que ibanhablando. Por donde quiera se notaban movimiento y bullicio, pero másque en ninguna parte en la Calle Nueva y Plaza del Rocío, donde estabanlas tiendas de los más ricos mercaderes, y a lo largo de la orilla, casihasta Belén, donde a la par de las quintas y de los parques habíagrandes almacenes o depósitos para las mercancías que se embarcaban odesembarcaban. Millares de esclavos negros, empleados en las faenas delpuerto y en otros trabajos, discurrían solícitos por donde quiera.Marineros, soldados y hombres y mujeres del pueblo, paseaban o formabangrupos para charlar y reír, tratar de amores o promover pendencias.Entonadas hidalgas, ya caminasen a pie ya a las ancas