Por
Juan Valera
J. Noguera a cargo de M. Martínez
Madrid, España
1874
El señor deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre suspapeles un legajo, que, rodando de unas manos en otras, ha venido a daren las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo delos documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencialatina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doypor título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que lospapeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología,nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una solapágina.
Contiene el legajo tres partes. La primera dice: Cartas de mi Sobrino;la segunda, Paralipómenos; y la tercera, Epílogo. Cartas de mi hermano.
Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese ladel señor deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si biencon poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez elseñor deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos deocio; pero, mirado el asunto con más detención y, notando la naturalsencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela,sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor deánrasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa,designada con el título bíblico de Paralipómenos, es la sola obra delseñor deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas norefieren.
De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien meha interesado casi la lectura de estos papeles; y como en el día sepublica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones,mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellosse designan, no se vean en novela sin quererlo ni permitirlo.
Las cartas que la primera parte contiene parecen escritas por un jovende pocos años, con algún conocimiento teórico, pero con ninguna prácticade las cosas del mundo, educado al lado del señor deán, su tío, y en elSeminario, y con gran fervor religioso y empeño decidido de sersacerdote.
A este joven llamaremos D. Luis de Vargas.
El mencionado manuscrito, fielmente trasladado a la estampa, es comosigue.
-I-
Cartas de mi sobrino
22 de Marzo.
Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con todafelicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de saluda mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento deverlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me haembargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahorano he podido escribir a Vd.
Vd. me lo perdonará.
Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular laimpresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria.Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito queel recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación erainmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeñaque el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo depor aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tanlindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el aguacristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias estáncubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instantepuede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendaspomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman losvallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.
Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos yalamedas.
Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo porellas un par de horas.
Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos;pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de lasamenas huertas que le circundan.
Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.
Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y mehan abrazado y besado.
Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidósaños cumplidos.
Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoypresente.
Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, puesni un instante me dejan solo.
La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria.Mi padre es el cacique del lugar.
Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía dehacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático quedebo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para lospobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolarla vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustosnietos.
Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy unreal mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muypícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, apesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de estavida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.
El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, afuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar nileer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantosprimores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar.
Estávisto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviadoalgún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, yauna pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.
Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa,sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de lasmás importantes del lugar.
Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oídohablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.
Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puedeponer envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además elatractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadasconquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D.
JuanTenorio.
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yosospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ellase cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero síque es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda;sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda,como Vd. sabe, de un capitán retirado
Que
le
dejó
a
su
muerte
Sólo su honrosa espada por herencia,
según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita consu madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.
Tenía un tío llamado D. Gumersindo, poseedor de un mezquinísimomayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurdafundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con las rentas de estemayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas y sin acertar adarse el lustre y decoro propios de su clase; pero D. Gumersindo era unser extraordinario: el genio de la economía. No se podía decir quecrease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción conrespecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallarsobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación ybienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y laindustria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hastala edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecersu capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí lecritica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendomoderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un10 por 100 al año, mientras que en toda esta comarca llevan un 20
yhasta un 30 por 100, y aún parece poco.
Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siemprea aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo decasarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo ala edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin dudaen cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza deestos lugareños y a la natural exageración andaluza.
D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que noinspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algoraídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempoinmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismospantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas aotras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.
Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideranvirtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentescualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía porcomplacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelosy fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo dechanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuandono eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con sudiscreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinaciónalguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia,gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas yque más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.
Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochentaaños, iba ella a cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre ydesvalida.
La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintosgroseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura selamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones quesufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener enmedio de tanta pobreza. Tenía además un hijo mayor que Pepita, que habíasido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, a quien despuésde muchos disgustos, había logrado colocar en la Habana en un empleíllode mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio.Sin embargo, a los pocos años de estar en la Habana el muchacho, su malaconducta hizo que le dejaran cesante, y asaetaba a cartas a su madrepidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, sedesesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia pocoevangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para suhija que la sacase de apuros.
En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casade Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco ypersistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímily tan desatinado el suponer que un hombre, que había pasado ochenta añossin querer casarse, pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en elsepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharonjamás los en verdad atrevidos pensamientos de D. Gumersindo. Así es queun día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de variosrequiebros, entre burlas y veras, D. Gumersindo soltó con la mayorformalidad y a boca de jarro la siguiente categórica pregunta:
—Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?
Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudieratomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por ciertoinstinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas,por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se pusocolorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó porella:
—Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar:Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera.
Este Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera, entonces, y varias vecesdespués, dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labiosde Pepita, cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejasy hasta al mandato imperioso de su madre.
Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez yde su historia; pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues sies cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía.Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores y referir en resumencosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.
Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenócontra ella en los días que precedieron a la boda y algunos mesesdespués.
En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; maspara la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas,hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medioproporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano dela deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su Providencia,fuerza es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte,¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de lamente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisitoe ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse delmatrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrarsu vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años desu vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques yasistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por último, suspostrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de sujuventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo estopensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios,salva queda la bondad de lo que hizo.
Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigacionespsicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a PepitaJiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durantetres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidabay regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosaenfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta queel viejo murió en sus brazos dejándola heredera de una gran fortuna.
Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medioque enviudó, Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su vivirretirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora lamuerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo.
Tal vezalguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el conocimientocierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hechorica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que,avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en laausteridad y en el retiro el consuelo y reparo a la herida de sucorazón.
Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digomal como en todas partes: en las ciudades populosas, en los grandescentros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tantoo más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideraciónen el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literariao científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia,ni la discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse nicomprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sinoel tener más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, condinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen usode su riqueza, se ve en el día considerada y respetadaextraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías hanacudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejoracomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos conextremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone quetiene llena el alma de la más ardiente devoción y que su constantepensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedadreligiosa.
Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen,que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de queno quita lo cortés a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad másfranca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios yatenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone araya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadasculpas y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.
Confieso a Vd. que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer;tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca defundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo quedice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga amejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de sumocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difierodel sentir de Pepita en una cosa; en creer que mi padre, mejor quequedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna,buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver siella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en estocierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, losdesdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda.
Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedasesoltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como sidijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero Vd. sabe bienlo firme de mi resolución.
Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienesde la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardorde la juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad,todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda.Hasta los muchos libros que Vd. me ha dado a leer y mi conocimiento dela historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia unenen mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidany excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que, no biensalga de este lugar, donde Vd. mismo me envía a pasar algún tiempo conmi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, yaunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por donsobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de lafacultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las gentes,y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras almismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes apredicar el Evangelio.
No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a ningún otrohombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo,después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinadaeducación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de Vd., mi queridotío.
Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mivoluntad esta cosa, este pensamiento, esta cavilación, acude a mi mentecon frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela aVd.; no me es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntariospensamientos. Vd. me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, abuscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos delcorazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia.
He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el deaquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocenciacon la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor queel conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado eldiscípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, lemuestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosadesnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el maldebe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, términoideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a Vd. que mehaya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca desu enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno yaspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento decausa. Me alegro de no ser cándido, y de ir derecho a la virtud, y encuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas lastribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación quedebemos hacer por este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lollano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, enapariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.
Otra cosa que me considero obligado a agradecer a Vd., es laindulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sinosevera y grave, que ha sabido Vd. inspirarme para con las faltas ypecados del prójimo.
Digo todo esto porque quiero hablar a Vd. de un asunto tan delicado, tanvidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución,yo me pregunto a veces: este propósito mío
¿tendrá por fundamento, enparte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondode mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre,víctima de sus liviandades?
Lo examino detenidamente y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muyal contrario: la gratitud le llena todo. Mi padre me ha criado con amor;ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que alcriarme, al cuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño,trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu deella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz deira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me hareconocido, y además, a la edad de diez años me envió con Vd., a quiendebo cuanto soy.
Si hay en mi corazón algún germen de virtud, si hay en mi mente algúnprincipio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buenpropósito, a Vd. lo debo.
El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; laestimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos.Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo deegoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo letuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fueraemanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Perode todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo deindependiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que hehablado.
Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doypor ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto quela fuerza de la sangre, el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazoque nos une, me lleva, sin ninguna consideración del deber, a amar a mipadre y a reverenciarle. Sería horrible, no amarle así y esforzarse poramarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin embargo, y aquívuelve mi escrúpulo: mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptaro de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han detocarme por herencia y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mipadre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de unaverdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo,de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona loque mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y meatormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo queno soy orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tienesi lo necesitara; y me complazco en ser tan agradecido con él por lopoco como por lo mucho.
Adiós tío: en adelante escribiré a Vd. a menudo y tan por extenso comome tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.
28 de Marzo.
Me voy cansando de mi residencia en este lugar, y cada día siento másdeseo de volverme con Vd. y de recibir las órdenes; pero mi padre quiereacompañarme, quiere estar presente en esa gran solemnidad y exige de míque permanezca aquí con él dos meses por lo menos. Está tan afable, tancariñoso conmigo, que sería imposible no darle gusto en todo.Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle, meviolento y procuro aparentar que me gustan las diversiones de aquí, lasgiras campestres y hasta la caza, a todo lo cual le acompaño.
Procuromostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en elpueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo, yopor modestia trato de disimular estas apariencias de santidad o desuavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando unaalegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidadni con los santos.
Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí,que los chistes groseros y que el regocijo estruendoso me cansan. Noquisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todosigilo y de mí para Vd.; pero a menudo me doy a pensar que tal vez seríamás difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, ymás lógica y meritoria, que el irse a la India, a la Persia o la China,dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido.¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo yla incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero siobran tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico,diabólico, y no por medios naturales, pues es lo cierto que nadie leeaquí libro alguno ni bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómopuedan pervertirse con las malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán enel aire las malas doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia?
Acaso (ysiento tener este mal pensamiento, que a Vd. sólo declaro), acaso tengala culpa el mismo clero. ¿Está en España a la altura de su misión? ¿Va aenseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus individuos es capazde esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la vidareligiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otrocualquiera, con la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los másmenesterosos, los más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta carrera ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, laescasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseode ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase;reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación ymuchos de ellos podrán enmendarse con el auxilio divino.
Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa dePepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta eldía del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, yadvertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le daalguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al caboceda y acepte su mano.
Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y meparece una mujer singular, cuyas condiciones morales no atino adeterminar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior,que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muysobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenirtambién de otras prendas que hubiera en su alma;