Abismado en ellas estaba hacía largo rato, sentado junto al bufete, loscodos sobre él y en la derecha mano apoyada la mejilla, cuando sintiócerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado a la entrometida Antoñona,que había penetrado como una sombra, aunque tan maciza, y que le mirabacon atención y con cierta mezcla de piedad y de rabia.
Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese,aprovechando la hora en que comían los criados y D. Pedro dormía, yhabía abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras sícon tal suavidad, que D. Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, nohubiera podido sentirla.
Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con D. Luis;pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo habíapedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que desatase su lengua yque le diese habla, y habla no chabacana y grotesca como la que usabapor lo común, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexionesy bellas cosas que ella imaginaba que le convenía expresar.
Cuando D. Luis vio a Antoñona arrugó el entrecejo, mostró bien en elgesto lo que le contrariaba aquella visita y dijo con tono brusco:
—¿A qué vienes aquí? Vete.
—Vengo a pedirte cuenta de mi niña—contestó Antoñona sin turbarse—, yno me he de ir hasta que me la des.
Enseguida acercó una silla a la mesa y se sentó en frente de D. Luis conaplomo y descaro.
Viendo D. Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó depaciencia y, ya con acento menos cruel, exclamó:
—Di lo que tengas que decir.
—Tengo que decir—prosiguió Antoñona—, que lo que estás maquinandocontra mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La hashechizado; le has dado un bebedizo maligno. Aquel angelito se va amorir. No come, ni duerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha tenido doso tres soponcios sólo de pensar en que te vas. Buena hacienda dejashecha antes de ser clérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste por aquí yno te quedaste por allá con tu tío? Ella, tan libre, tan señora de suvoluntad, avasallando la de todos y no dejándose cautivar de ninguno, havenido a caer en tus traidoras redes. Esta santidad mentida fue, sinduda, el señuelo de que te valiste. Con tus teologías y tiquis-miquiscelestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador que atrae conel silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha.
—Antoñona—contestó D. Luis—, déjame en paz. Por Dios, no meatormentes. Yo soy un malvado: lo confieso. No debí mirar a tu ama. Nodebí darle a entender que la amaba; pero yo la amaba y la amo aún contodo mi corazón, y no le he dado bebedizo, ni filtro, sino el mismo amorque la tengo. Es menester, sin embargo, desechar, olvidar este amor.Dios me lo manda. ¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que noserá inmenso el sacrificio que hago? Pepita debe revestirse de fortalezay hacer el mismo sacrificio.
—Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz—replicó Antoñona—. Túsacrificas voluntariamente en el altar a esa mujer que te ama, que es yatuya; a tu víctima: pero ella, ¿dónde te tiene a ti para sacrificarte?¿Qué joya tira por la ventana, qué lindo primor echa en la hoguera, sinoun amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios lo que no tiene? ¿Va aengañar a Dios y a decirle: «Dios mío, puesto que él no me quiere, ahíte lo sacrifico; no le querré yo tampoco?»
Dios no se ríe: si Dios seriera, se reiría de tal presente.
Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a estos raciocinios deAntoñona, más atroces que sus pellizcos pasados. Además, le repugnabaentrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta.
—Dejemos a un lado—dijo—, esos vanos discursos. Yo no puedo remediarel mal de tu dueño. ¿Qué he de hacer?
—¿Qué has de hacer?—interrumpió Antoñona, ya más blanda y afectuosa ycon voz insinuante—. Yo te diré lo que has de hacer. Si no remediaresel mal de mi niña, le aliviarás al menos. ¿No eres tan santo? Pues lossantos son compasivos y además valerosos. No huyas como un cobardóngrosero, sin despedirte. Ven a ver a mi niña, que está enferma. Haz estaobra de misericordia.
—¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarle.
—No será así: no estás en el busilis. Tú irás allí, y, con esa chácharaque gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascosla resignación, y la dejarás consolada, y, si le dices que la quieres yque por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedaráajada.
—Lo que me propones es tentar a Dios; es peligroso para mí y para ella.
—¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues si Dios ve la rectitud y lapureza de tus intenciones,
¿no te dará su favor y su gracia para que note pierdas en esta ocasión en que te pongo con sobrado motivo? ¿No debesvolar a librar a mi niña de la desesperación y traerla al buen camino?Si se muriera de pena por verse así desdeñada, o si rabiosa agarrase uncordel y se colgase de una viga, créeme, tus remordimientos seríanpeores que las llamas de pez y azufre de las calderas de Lucifer.
—¡Qué horror! No quiero que se desespere. Me revestiré de todo mivalor: iré a verla.
—¡Bendito seas! Si me lo decía el corazón. ¡Si eres bueno!
—¿Cuándo quieres que vaya?
—Esta noche a las diez en punto. Yo estaré en la puerta de la calleaguardándote y te llevaré donde está.
—¿Sabe ella que has venido a verme?
—No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía; pero yo la prepararé con buenarte, a fin de que tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no lahagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que irás?
—Iré.
—Adiós. No faltes. A las diez de la noche en punto. Estaré a la puerta.
Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera de dos en dos escalones y seplantó en la calle.
No se puede negar que Antoñona estuvo discretísima en esta ocasión, yhasta su lenguaje fue tan digno y urbano, que no faltaría quien lecalificase de apócrifo, si no se supiese con la mayor evidencia todoesto que aquí se refiere, y si no constasen además los prodigios de quees capaz el ingénito despejo de una mujer, cuando le sirve de estímuloun interés o una pasión grande.
Grande era, sin duda, el afecto de Antoñona por su niña, y viéndola tanenamorada y tan desesperada, no pudo menos de buscar remedio a susmales. La cita, a que acababa de comprometer a D. Luis, fue un triunfoinesperado. Así es que Antoñona, a fin de sacar provecho del triunfo,tuvo que disponerlo todo de improviso, con profunda ciencia mundana.
Señaló Antoñona para la cita la hora de las diez de la noche, porqueésta era la hora de la antigua y ya suprimida o suspendida tertulia enque D. Luis y Pepita solían verse. La señaló además para evitarmurmuraciones y escándalo, porque ella había oído decir a un predicadorque, según el Evangelio, no hay nada tan malo como el escándalo, y que alos escandalosos es menester arrojarlos al mar con una piedra de molinoatada al pescuezo.
Volvió, pues, Antoñona a casa de su dueño, muy satisfecha de sí misma ymuy resuelta a disponer las cosas con tino para que el remedio que habíabuscado no fuese inútil, o no agravase el mal de Pepita en vez desanarle.
A Pepita no pensó ni determinó prevenirla sino a lo último, diciéndoleque D. Luis espontáneamente le había pedido hora para hacerle una visitade despedida y que ella había señalado las diez.
A fin de que no se originasen habladurías, si en la casa veían entrar aD. Luis, pensó en que no le viesen entrar, y para ello era también muypropicia la hora, y la disposición de la casa. A las diez estaría llenade gente la calle con la velada, y por lo mismo repararían menos en D.Luis cuando pasase por ella. Penetrar en el zaguán sería obra de unsegundo; y ella, que estaría allí aguardando, llevaría a D. Luis hastael despacho, sin que nadie le viese.
Todas o la mayor parte de las casas de los ricachos lugareños deAndalucía son como dos casas en vez de una, y así era la casa de Pepita.Cada casa tiene su puerta. Por la principal se pasa al patio enlosado ycon columnas, a las salas y demás habitaciones señoriles; por la otra, alos corrales, caballeriza y cochera, cocinas, molino, lagar, graneros,trojes donde se conserva la aceituna hasta que se muele; bodegas dondese guarda el aceite, el mosto, el vino de quema, el aguardiente y elvinagre en grandes tinajas; y candioteras o bodegas, donde está en pipasy toneles el vino bueno y ya hecho o rancio. Esta segunda casa o partede casa, aunque esté en el centro de una población de veinte oveinticinco mil almas, se llama casa de campo. El aperador, loscapataces, el mulero, los trabajadores principales y más constantes enel servicio del amo, se juntan allí por la noche, en invierno, en tornode una enorme chimenea de una gran cocina, y en verano al aire libre oen algún cuarto muy ventilado y fresco, y están holgando y de tertuliahasta que los señores se recogen.
Antoñona imaginó que el coloquio y la explicación, que ella deseaba quetuviesen su niña y don Luis, requerían sosiego y que no viniesen ainterrumpirlos, y así determinó que aquella noche, por ser la velada deSan Juan, las chicas que servían a Pepita vacasen en todos susquehaceres y oficios, y se fuesen a solazar a la casa de campo, armandocon los rústicos trabajadores un jaleo probe de fandango, lindas coplas,repiqueteo de castañuelas, brincos y mudanzas.
De esta suerte la casa señoril quedaría casi desierta y silenciosa, sinmás habitantes que ella y Pepita, y muy a proposito para la solemnidad,transcendencia y no turbado sosiego que eran necesarios en la entrevistaque ella tenía preparada, y de la que dependía quizás, o de seguro, eldestino de dos personas de tanto valer.
Mientras Antoñona iba rumiando y concertando en su mente todas estascosas, D. Luis, no bien se quedó solo, se arrepintió de haber procedidotan de ligero y de haber sido tan débil en conceder la cita que Antoñonale había pedido.
Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció másaviesa que la de Enone y la de Celestina. Vio delante de sí todo elpeligro a que voluntariamente se aventuraba, y no vio ventaja alguna enhacer recatadamente y a hurto de todos una visita a la linda viuda.
Ir a verla para ceder y caer en sus redes, burlándose de sus votos,dejando mal al obispo, que había recomendado su solicitud de dispensa, yhasta al Sumo Pontífice, que la había concedido, y desistiendo de serclérigo, le parecía un desdoro muy enorme. Era además una traicióncontra su padre, que amaba a Pepita y deseaba casarse con ella. Ir averla para desengañarla más aún, se le antojaba mayor refinamiento decrueldad que partir sin decirle nada.
Impulsado por tales razones, lo primero que pensó D. Luis fue faltar ala cita sin dar excusa ni aviso, y que Antoñona le aguardase en balde enel zaguán; pero Antoñona anunciaría a su señora la visita, y élfaltaría, no sólo a Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, con unagrosería incalificable.
Discurrió entonces escribir a Pepita una carta muy afectuosa y discreta,excusándose de ir, justificando su conducta, consolándola, manifestandosus tiernos sentimientos por ella, si bien haciendo ver que laobligación y el cielo eran antes que todo, y procurando dar ánimo aPepita para que hiciese el mismo sacrificio que él hacía.
Cuatro o cinco veces se puso a escribir esta carta. Emborronó muchopapel; le rasgó enseguida; y la carta no salía jamás a su gusto. Ya eraseca, fría, pedantesca, como un mal sermón o como la plática de undómine: ya se deducía de su contenido un miedo pueril y ridículo, comosi Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle; ya tenía el escritootros defectos y lunares no menos lastimosos. En suma, la carta no seescribió, después de haberse consumido en las tentativas unos cuantospliegos.
—No hay más recurso—dijo para sí D. Luis—, la suerte está echada.Valor y vamos allá.
Don Luis confortó su espíritu con la esperanza de que iba a tener muchaserenidad y de que Dios iba a poner en sus labios un raudal deelocuencia, por donde persuadiría a Pepita, que era tan buena, de queella misma le impulsase a cumplir con su vocación, sacrificando el amormundanal y haciéndose semejante a las santas mujeres que ha habido, lascuales, no ya han desistido de unirse con un novio o con un amante, sinohasta de unirse con el esposo, viviendo con él como con un hermano,según se refiere, por ejemplo, en la vida de San Eduardo, rey deInglaterra. Y después de pensar en esto, se sentía D. Luis más consoladoy animado, y ya se figuraba que él iba a ser como otro san Eduardo, yque Pepita era como la reina Edita, su mujer; y bajo la forma ycondición de la tal reina, virgen a par de esposa, le parecía Pepita, sicabe, mucho más gentil, elegante y poética.
No estaba, sin embargo, D. Luis todo lo seguro y tranquilo que debieraestar, después de haberse resuelto a imitar a San Eduardo. Hallaba aúncierto no sé qué de criminal en aquella visita que iba a hacer, sin quesu padre lo supiese, y estaba por ir a despertarle de su siesta ydescubrírselo todo. Dos o tres veces se levantó de su silla y empezó aandar en busca de su padre; pero luego se detenía y creía aquellarevelación indigna, la creía una vergonzosa chiquillada. Él podíarevelar sus secretos; pero revelar los de Pepita para ponerse bien consu padre era bastante feo. La fealdad y lo cómico y miserable de laacción se aumentaban notando que el temor de no ser bastante fuerte pararesistir era lo que a hacerla le movía. D. Luis se calló, pues, y noreveló nada a su padre.
Es más: ni siquiera se sentía con la desenvoltura y la seguridadconvenientes para presentarse a su padre habiendo de por medio aquellacita misteriosa. Estaba asimismo tan alborotado y fuera de sí por culpade las encontradas pasiones que se disputaban el dominio de su alma, queno cabía en el cuarto, y como si brincase o volase, le andaba y recorríatodo en tres o cuatro pasos, aunque era grande, por lo cual temía darsede calabazadas contra las paredes. Por último, si bien tenía abierto elbalcón, por ser verano, le parecía que iba a ahogarse allí por falta deaire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza, y que para respirarnecesitaba de toda la atmósfera y para andar de todo el espacio sinlímites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar suspensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo.
Aguijoneado de esta necesidad, tomó su sombrero y su bastón y se fue ala calle. Ya en la calle, huyendo de toda persona conocida y buscando lasoledad, se salió al campo y se internó por lo más frondoso y esquivo delas alamedas, huertas y sendas que rodean la población y hacen unparaíso de sus alrededores en un radio de más de media legua.
Poco hemos dicho hasta ahora de la figura de D. Luis. Sépase, pues, queera un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, ligero, bienformado, cabello negro, ojos negros también y llenos de fuego y dedulzura. La color trigueña, la dentadura blanca, los labios finos,aunque relevados, lo cual le daba un aspecto desdeñoso; y algo deatrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y de lamansedumbre clericales. Había, por último, en el porte y continente deD. Luis aquel indescriptible sello de distinción y de hidalguía queparece, aunque no lo sea siempre, privativa calidad y exclusivoprivilegio de las familias aristocráticas.
Al ver a D. Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía deestética por instinto.
Corría, que no andaba, D. Luis por aquellas sendas, saltando arroyos yfijándose apenas en los objetos, casi como toro picado del tábano. Losrústicos con quienes se encontró, los hortelanos que le vieron pasar,tal vez le tuvieron por loco.
Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz depiedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco dePaula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió ennuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuentade lo que pensaba.
El tañido de las campanas que, atravesando el aire, llegó a aquellassoledades, llamando a la oración a los fieles, y recordándoles lasalutación del arcángel a la sacratísima Virgen, hizo que D. Luisvolviera de su éxtasis, y se hallase de nuevo en el mundo real.
El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de lassierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscosde la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que talparecía el cielo, dorado por el sol poniente. Las sombras empezaban aextenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes pordonde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas como si fuerande oro o de cristal hecho ascua.
Los vidrios de las ventanas y los blancos muros del remoto santuario dela Virgen; patrona del lugar, que está en lo más alto de un cerro, asícomo otro pequeño templo o ermita que hay en otro cerro más cercano, quellaman el Calvario, resplandecían aún como dos faros salvadores, heridospor los postreros rayos oblicuos del sol moribundo.
Una poesía melancólica inspiraba a la naturaleza, y con la músicacallada, que sólo el espíritu acierta a oír, se diría que todo entonabaun himno al Creador. El lento son de las campanas, amortiguado ysemi-perdido por la distancia, apenas turbaba el reposo de la tierra yconvidaba a la oración sin distraer los sentidos con rumores. D. Luis sequitó su sombrero, se hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestalle había servido de asiento, y rezó con profunda devoción el AngelusDomini.
Las sombras nocturnas fueron pronto ganando terreno; pero la noche, aldesplegar su manto y cobijar con él aquellas regiones, se complace enadornarle de más luminosas estrellas y de una luna más clara. La bóvedaazul no trocó en negro su color azulado: conservó su azul, aunque lehizo más oscuro. El aire era tan diáfano y tan sutil, que se veíanmillares y millares de estrellas, fulgurando en el éter sin término. Laluna plateaba las copas de los árboles y se reflejaba en la corriente delos arroyos, que parecían de un líquido luminoso y transparente, dondese formaban iris y cambiantes como en el ópalo. Entre la espesura de laarboleda cantaban los ruiseñores. Las yerbas y flores vertían másgeneroso perfume. Por las orillas de las acequias, entre la yerba menuday las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos losgusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagasaladas ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan unresplandor bellísimo. Muchos árboles frutales, en flor todavía, muchasacacias y rosales, sin cuento, embalsamaban el ambiente impregnándole desuave fragancia.
Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosanaturaleza, y dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir la palabradada y acudir a la cita.
Aunque dando un largo rodeo, aunque recorriendo otras sendas, aunquevacilando a veces en irse a la fuente del río, donde al pie de la sierrabrota de una peña viva todo el caudal cristalino que riega las huertas,y es sitio delicioso, D. Luis, a paso lento y pausado, se dirigió haciala población.
Conforme se iba acercando, se aumentaba el terror que le infundía lo quese determinaba a hacer. Penetraba por lo más sombrío de las enramadas,anhelando ver algún prodigio espantable, algún signo, algún aviso que leretrajese. Se acordaba a menudo del estudiante Lisardo, y ansiaba ver supropio entierro. Pero el cielo sonreía con sus mil luces y excitaba aamar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñorescantaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente suselictras sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; latierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosanoche. Nada de aviso; nada de signo; nada de pompa fúnebre; todo vida,paz y deleite. ¿Dónde estaba el ángel de la Guarda?
¿Había dejado a D.Luis como cosa perdida, o calculando que no corría peligro alguno, no secuidaba de apartarle de su propósito? ¿Quién sabe? Tal vez de aquelpeligro resultaría un triunfo. San Eduardo y la reina Edita se ofrecíande nuevo a la imaginación de D. Luis y corroboraban su voluntad.
Embelesado en estos discursos, retardaba don Luis su vuelta, y aún sehallaba a alguna distancia del pueblo, cuando sonaron las diez, hora dela cita, en el reloj de la parroquia. Las diez campanadas fueron comodiez golpes que le hirieron en el corazón. Allí le dolieronmaterialmente, si bien con un dolor y con un sobresalto mixtos detraidora inquietud y de regalada dulzura.
Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar muy tarde, y pronto seencontró en la población.
El lugar estaba animadísimo. Las mozas solteras venían a la fuente delejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía,y para que a la que no le tenía le saltase novio.
Mujeres y chiquillos,por acá y por allá, volvían de coger verbena, ramos de romero u otrasplantas, para hacer sahumerios mágicos. Las guitarras sonaban por variaspartes. Los coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas seoían y se veían a cada momento. La noche y la mañanita de San Juan,aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo ynaturalismo antiguos. Tal vez sea por la coincidencia aproximada de estafiesta con el solsticio de verano. Ello es que todo era profano y noreligioso. Todo era amor y galanteo. En nuestros viejos romances yleyendas, siempre roba el moro a la linda infantina cristiana, y siempreel caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la nocheo en la mañanita de San Juan; y en el pueblo se diría que conservaban latradición de los viejos romances.
Las calles estaban llenas de gente. Todo el pueblo estaba en las callesy además los forasteros.
Hacían asimismo muy difícil el tránsito lamultitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos defruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, dondegitanas jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el aire con elolor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían condonaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buenaventura.
Don Luis procuraba no encontrar a los amigos y, si los veía de lejosechaba por otro lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le hablasenni detuviesen, hasta cerca del zaguán de casa de Pepita. El corazónempezó a latirle con violencia, y se paró un instante para serenarse.Miró el reloj: eran cerca de las diez y media.
—¡Válgame Dios!—dijo—, hará cerca de media hora que me estaráaguardando.
Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbrabade diario, daba poquísima luz aquella noche.
No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra,le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja:
—¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco! Ya imaginaba yoque no venías.
¿Dónde has estado, peal? ¡Cómo te atreves a tardar,haciéndote de pencas, cuando toda la sal de la tierra se estáderritiendo por ti y el sol de la hermosura te aguarda!
Mientras Antoñona expresaba estas quejas, no estaba parada, sino que ibaandando y llevando en pos de sí, asido siempre del brazo, al colegialatortolado y silencioso. Salvaron la cancela, y Antoñona la cerró contiento y sin ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera,pasaron luego por unos corredores y por dos salas, y llegaron a lapuerta del despacho, que estaba cerrada.
En toda la casa remaba maravilloso silencio. El despacho estaba en lointerior y no llegaban a él los rumores de la calle. Sólo llegaban,aunque confusos y vagos, el resonar de las castañuelas y el son de laguitarra, y un leve murmullo, causado todo por los criados de Pepita,que tenían su jaleo probe en la casa de campo.
Antoñona abrió la puerta del despacho; empujó a D. Luis para queentrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo:
—Niña, aquí tienes al señor D. Luis, que viene a despedirse de ti.
Hecho el anuncio con la formalidad debida, la discreta Antoñona seretiró de la sala, dejando a sus anchas al visitante y a la niña, yvolviendo a cerrar la puerta.
Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter deautenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de laescrupulosa exactitud de la persona que la compuso.
Porque, si algo defingido, como en una novela, hubiera en estos Paralipómenos, no cabeduda en que una entrevista tan importante y transcendente como la dePepita y D. Luis se hubiera dispuesto por medios menos vulgares que losaquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a una nueva expedicióncampestre, hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad,teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torremoruna, donde por fuerza había de ser fama que aparecían espectros ocosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder dealguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a laserenidad y valentía de D. Luis, albergándose luego durante la noche,sin que se pudiese evitar, y solitos los dos, en una caverna o gruta. Ytal vez, por último, el autor hubiera arreglado el negocio de manera quePepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje pormar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícilinventar un buen naufragio, en el cual don Luis hubiera salvado aPepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y apartado.Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquioapasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a D. Luis.Creemos, sin embargo, que en vez de censurar al autor porque no apela atales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia que tiene,sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría sise atreviese a exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de sufantasía.
Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidadcon que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjarembustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad aque se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud yentereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal envenir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dichoque D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarsede aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpaal acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y alas pasiones que sienten.
Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y lahemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijoAntoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, quetenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorary que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino encomponerse y arreglarse para recibir a D. Luis. Se lavó la cara con aguatibia para que el estrago del llanto desapareciese hasta el puntopreciso de no afear, mas no para que no quedasen huellas de que habíallorado; se compuso el pelo de suerte que no denunciaba estudiocuidadoso, sino que mostraba cierto artístico y gentil descuido, sinrayar en desorden, lo cual hubiera sido poco decoroso; se pulió lasuñas; y como no era propio recibir de bata a D. Luis, se vistió un trajesencillo de casa. En suma, miró instintivamente a que todos lospormenores de tocador concurriesen a hacerla parecer más bonita yaseada, sin que se trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo ydel tiempo gastados en aquellos perfiles, sino que todo elloresplandeciera como obra natural y don gratuito; como algo que persistíaen ella, a pesar del olvido de sí misma, causado por la vehemencia delos afectos.
Según hemos llegado a averiguar, Pepita empleó más de una hora en estasfaenas de tocador, que habían de sentirse sólo por los efectos. Despuésse dio el postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción maldisimulada. Y por último, a eso de las nueve y media, tomando unapalmatoria, bajó