Plick y Plock by Eugène Sue - HTML preview

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con

la

cabeza

desnuda...

el

cinturón

colgando?...

¡Qué

palidez!...

amigo...

¡qué

palidez!

Words-Vok.

Aunque hubiese desahogado un poco su cólera en Grano de Sal, el maestroZeli continuaba midiendo a zancadas el puente, levantando de cuando encuando el puño y los ojos al cielo, y murmuraba palabras que eraimposible tomar por una piadosa invocación.

De pronto, fijando una atenta mirada sobre la entrada del puerto, sedetuvo, asió un anteojo que había cerca de la bitácora y, aproximándoloal ojo izquierdo, exclamó:

—Por fin, por fin, ¡qué suerte! ya está aquí, sí, es él... ¡Vaya unamanera de remar!

¡Vamos, firme, bravo, muchachos! ¡doblad, y podremosaprovechar la brisa y la marea!

Y el maestro Zeli, olvidando que era difícil hacerse oír a dos tiros decañón de distancia, animaba con la voz y con el gesto a los marinerosque conducían a bordo a Kernok.

Por fin el bote se acercó al brick y atracó a estribor. El maestro Zelicorrió a la escala a dar el silbido que anunciaba al capitán, y, con elsombrero en la mano, se dispuso a recibirle.

Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre elpuente.

El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración desus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sinpuñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimientoextraordinario. Por esta razón Zeli no tuvo el valor de reprochar a sucapitán una ausencia tan prolongada y se acercó a él con un aire deinterés respetuoso.

Kernok abarcó el brick con una mirada rápida y vio que todo estaba enorden.

—Contramaestre—dijo con una voz imperiosa y dura—, ¿a qué hora es lamarcha?

—A las dos y cuarto, capitán.

—Si la brisa no cesa, aparejaremos a las dos y media. Haga izar elpabellón y disparar el cañonazo de partida; vire al cabrestante,desaferre, y cuando las áncoras estén a pico, avíseme. ¿Dónde están eloficial y el resto de la tripulación?

—En tierra, capitán.

—Envíe los botes a buscarles. El que no esté a bordo a las dos,recibirá veinte golpes de rebenque y pasará ocho días en el calabozo.¡Váyase!

Nunca Zeli había visto a Kernok con un aire tan duro y tan severo. Así,contra su costumbre, no hizo una multitud de objeciones a cada orden desu capitán, y se contentó con ir prontamente a ejecutarlas.

Kernok, después de haber examinado atentamente la dirección del viento yde las brújulas, hizo signo a su compañero de que le siguiese.

Este compañero era el que había ido a buscarle al antro de la bruja. Lavoz pura y fresca que decía: «¡Kernok, Kernok mío!» era la suya; ¡cómono había de ser dulce su voz! ¡Era tan linda con sus facciones delicadasy finas, sus grandes ojos velados por largas pestañas, sus cabelloscastaños y sedosos que se escapaban por debajo de las anchas alas de susombrero, y aquel talle tan esbelto y frágil que dibujaba un vestido detela azul, y aquella actitud tan viva y tan graciosa! ¡y cuando marchabalibre y desembarazada, con el cuello erguido, la cabeza alta! ¡Ah! ¡quésalero! únicamente que su rostro parecía dorado por un rayo de soltropical.

Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a sugentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color.

¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y susbananeros y su casa de celosías verdes. Por él, hubiese dado su hamacade mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata macizaque rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hastael saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón depaloma, mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevarasuspendido del cuello.

Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.

También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizadocon el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba suproyectil al enemigo que no se acordase de su amante. Era preciso que laamase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo ysus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodiade su provisión particular de vino y de aguardiente!

Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha yprofunda cicatriz que Melia tenía en el cuello. Provenía de unacuchillada que el pirata le había dado en un arrebato de celos. Y comohay que juzgar siempre la fuerza del amor por la violencia de los celos,se comprende que Melia debía pasar unos días de ensueño al lado de sudulce dueño.

Bajaron los dos juntos.

Al entrar en la cámara, Kernok se arrojó sobre un sillón y ocultó lacabeza entre las manos, como para escapar a una visión funesta.

Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual sucapitán había caído al mar, como todos sabemos.

Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodillótomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo:

—Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.

Esta voz le hizo estremecer: levantó la cabeza, sonrió amargamente ypasando sus brazos alrededor del cuello de la joven mulata, la estrechócontra sí; su boca rozaba su mejilla, cuando sus labios encontraron lafatal cicatriz.

—¡Infierno! ¡maldición sobre mí!—exclamó con violencia—. ¡Malditavieja, bruja infernal! ¿quién habrá dicho...?

Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por unafuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de sucama.

Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, seveló poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojosse cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió...

Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajodulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba ydescendía con rapidez. El, abandonándose a este dulce balanceo, sedurmió por completo; mientras que Melia, reteniendo su aliento, yseparando los negros cabellos que ocultaban la despejada frente de suamante, tan pronto depositaba en él un beso, tan pronto pasaba un dedoafilado sobre sus espesas cejas que se contraían convulsivamente aundurante su sueño.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

—Capitán, todo está dispuesto—dijo Zeli entrando.

En vano Melia le hacía signos de que se callase, mostrándole a Kernokdormido; Zeli, que no se atenía más que a la orden que había recibido,repitió con una voz más fuerte:

—¡Capitán, todo está dispuesto!

—¡Eh!... ¿qué hay?... ¿qué es eso?...—dijo Kernok desprendiéndose delos brazos de la joven.

—Capitán, todo está dispuesto—repitió Zeli por tercera vez, con unaentonación aún más elevada.

—¿Y quién ha sido el necio que ha dado esa orden?

—Usted, capitán.

—¡Yo!

—Usted, capitán, al volver a bordo, hace dos horas, tan cierto como esequechemarín

cubre

su

trinquete—dijo

Zeli

con

una

conmoción

profunda,mostrando por la ventana una embarcación que en efecto ejecutaba estamaniobra.

Y Kernok dirigió una mirada a Melia, que bajaba, sonriendo, su lindacabeza, como para confirmar la aserción de Zeli.

Entonces se pasó rápidamente la mano por la frente, y dijo:

—Sí, sí, está bien, desamarrad y hacedlo preparar todo, para aparejar;subo en seguida. ¿La brisa no ha calmado?

—No, capitán; al contrario, es más fuerte aún.

—Ve y despacha.

El tono de Kernok ya no era duro e impetuoso, sino solamente brusco; demodo que Zeli, viendo que la calma había sucedido a la agitación de sucapitán, no pudo por menos que pronunciar un pero...

—¿Vas a comenzar con tus peros y tus síes? Ten cuidado... ¡o te arrojola bocina a la cabeza!—exclamó Kernok con voz de trueno y avanzandohacia Zeli.

Este se esquivó prontamente, juzgando que su capitán no estaba aún enuna situación de espíritu bastante apacible para soportar pacientementesus eternas contradicciones.

—Cálmese, Kernok—dijo tímidamente Melia—. ¿Cómo se encuentra ustedahora?

—Muy bien, muy bien. Estas dos horas de sueño han bastado para calmarmey desechar las ideas tontas que esa maldita bruja me había metido en lacabeza. Vamos, vamos, la brisa fresquea y nos disponemos a salir.Porque, ¿qué hacemos aquí mientras haya buques mercantes en la Mancha,galeones en el golfo de Gascuña y ricos navíos portugueses en elestrecho de Gibraltar?

—¡Cómo! ¿Usted partirá hoy, un viernes?

—Escucha bien lo que voy a decirte, amada mía; yo hubiera debidocastigarte seriamente por haberme decidido por tus súplicas a ir aescuchar las fantasías de una loca. Te he perdonado; pero no me rompasmás los oídos con tu charla, o si no...

—¿Sus predicciones han sido, pues, siniestras?

—¡Sus predicciones! hago tanto caso como de... En cambio, lo que yopuedo predecir a ese viejo mochuelo, y tú verás si me equivoco, es quetan pronto como mis ocupaciones me lo permitan, iré con una docena degavieros[6] a hacerle una visita de la cual se acordará; que me parta unrayo si dejo una piedra de su casucha y si no le pongo la espalda delcolor del arco iris.

—¡Por piedad, no hable usted así de una mujer que tiene doble vista!no parta hoy; ahora mismo una gaviota blanca y negra revoloteaba porencima del barco lanzando agudos gritos; eso es de mal augurio... ¡noparta usted!

Diciendo estas palabras, Melia se había arrojado a las rodillas deKernok, que al principio la había escuchado con bastante paciencia;pero, cansado de oírla, la rechazó tan rudamente, que la cabeza de Meliafue a dar contra la madera.

En el mismo instante, por una violenta sacudida que el navíoexperimentó, Kernok, adivinando que el áncora había cedido alcabrestante, se lanzó hacia el puente, con su bocina en la mano.

VI

L A P A R T I D A

¡Alerta!

¡Alerta!

he

ahí

a

los

piratas

de

Ochali

que

parten.

El cautivo de Ochali.

Cuando Kernok apareció sobre el puente, se hizo un profundo silencio.

No se oía más que el ruido agudo del silbato de Zeli, que, inclinadosobre la borda hacía amarrar el áncora, indicando la maniobra pormodulaciones diferentes.

—¿Hay que desaferrar el áncora de estribor?—preguntó al segundo, quetransmitió esta pregunta a Kernok.

—Espera—dijo éste—, y haz subir a todo el mundo al puente.

Un toque de silbato particular, repetido por el contramaestre, hizoaparecer como por encanto a los cincuenta y dos hombres y a los cincomarmitones que componían la tripulación de El Gavilán, y que secolocaron en dos filas, con la cabeza alta, la mirada fija y las manoscolgando.

Aquellas buenas gentes no tenían el aire cándido y puro de un jovenseminarista, ¡oh no! Se veía en sus duras facciones, en su tez curtida,en su frente surcada, que las pasiones—¡y qué pasiones!—habían pasadopor allí, y que los honrados compañeros habían llevado ¡ay! una vidabien tormentosa.

Además, se trataba de una tripulación cosmopolita; era como un resumenviviente de todos los pueblos del mundo; franceses, españoles, alemanes,ingleses, rusos, americanos, holandeses, italianos, egipcios, ¿qué séyo? hasta un chino que Kernok había enrolado en Manila. Sin embargo,aquella sociedad compuesta de elementos tan poco homogéneos, vivía abordo en perfecta inteligencia, gracias a la rigurosa disciplina queKernok había establecido.

—Pasa lista—dijo al segundo, y cada marinero fue respondiendo a sunombre.

Faltaba uno, el piloto Lescoët, un compatriota de Kernok.

—Anótale para veinte chicotazos y ocho días de calabozo.

Y el segundo escribió en su carnet: Lescoët, 20 ch. y 8 de c. , contanta indiferencia como un comerciante que anotase el vencimiento de unaletra.

Kernok entonces se subió sobre un banco, dejó la bocina cerca de él yhabló en estos términos:

—Muchachos, vamos a hacernos de nuevo a la mar. Hace dos meses que nosestamos enmoheciendo aquí como un pontón podrido; nuestros cinturonesestán vacíos; pero el depósito de la pólvora está lleno, nuestroscañones tienen la boca abierta y no piden más que hablar. Vamos a salirimpulsados por una buena brisa NO.

y a farolear por el estrecho deGibraltar; y si San Nicolás y Santa Bárbara nos ayudan,

¡pardiez!,volveremos con los bolsillos llenos, muchachos, para hacer bailar a laschicas de Saint-Pol y beber vino de Pempoul.

—¡Hurra! ¡hurra!—gritaron todos en signo de aprobación.

—¡Desamarra a estribor, larga el gran foque, iza la cangreja!—gritóKernok con voz estentórea, dando también la orden de aparejar, para nodejar enfriar el ardor de la gente.

El brick, no estando ya aprisionado por sus anclas, siguió el impulsodel viento, y se inclinó sobre estribor.

—¡Larga las gavias! ¡iza, iza, bracea, bracea! ¡amarra lasgavias!—gritó aún Kernok.

Y el brick, sintiendo la fuerza de la brisa, se puso en marcha; susamplias velas grises se hincharon poco a poco, el viento circulósilbando entre las cuerdas; ya Pempoul, la costa de Treguier, la islaSanta-Ana-Ros-Istam y la torre Blanca, se borraban poco a poco, huían alos ojos de los marineros, que, agrupados en los obenques y en lasgavias, con la mirada fija sobre la tierra, parecían saludar a Franciaen una última y larga despedida.

—¡La barra a babor! ¡la barra a babor!—gritó de pronto Zeli conespanto.

Inmediatamente la rueda del timón dio una vuelta rápida y El Gavilán se inclinó bruscamente.

—¿Qué hay, pues?—preguntó Kernok después que fue ejecutada lamaniobra.

—Es Lescoët que llega, capitán; el bote que le conduce ha estado apunto de dejarse abordar, y lo hubiéramos aplastado como una cáscara denuez, si no hubiese hecho virar sobre estribor—respondió Zeli.

El rezagado, que había saltado ágilmente a bordo, se acercó con aireconfuso a Kernok.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Mi anciana madre acaba de morir; he querido estar hasta el últimomomento a su lado para cerrarle los ojos.

—¡Ah!—dijo Kernok.

Después, volviéndose hacia su segundo:

—Arregla las cuentas a ese buen hijo.

Y el segundo dijo dos palabras al oído de Zeli que se llevó a Lescoët aun rincón.

—Hijo mío—le dijo agitando una cuerda larga y estrecha—, tenemos unhueso que roer juntos.

—Ya comprendo—dijo Lescoët palideciendo—; ¿y cuántos?

—Una miseria.

—Bien, pero quiero saberlo.

—Ya lo verás; no tengo interés en estafarte ninguno, y además tú podráscontarlos.

—Ya me vengaré.

—Antes siempre se dice eso, y después no se piensa en ello más que enla brisa de la víspera. Vamos, muchacho, despachemos, porque veo que elcapitán se impacienta y sería capaz de hacerme probar la misma salsa.

Ataron a Lescoët a una escala de cuerdas, los brazos en alto y el cuerpodesnudo hasta la cintura.

—Estamos dispuestos—dijo Zeli. Kernok hizo un signo, y la cuerda silbóy resonó sobre la espalda de Lescoët. Hasta el sexto golpe se comportómuy decorosamente; no se oía más que una especie de gemido sordo queacompañaba cada zurriagazo. Pero al séptimo el valor le abandonó, y enefecto, debía sufrir mucho, porque cada golpe dejaba en su cuerpo unahuella roja que se convertía bien pronto en azul y morada; después quedólevantada la piel y apareció la carne viva y sangrando. Parecía que latortura debía ser intolerable, porque un estado de desmadejamientogeneral reemplazó a la irritación convulsiva que hasta entonces habíasostenido a Lescoët.

—Se encuentra mal—dijo Zeli con el gratel levantado.

Entonces, el señor Durand, el-calafate de a bordo, se aproximó, tomó elpulso al paciente; después, ensayando una mueca, se encogió de hombros ehizo un signo significativo a maestro Zeli.

El gratel funcionó de nuevo, pero su sonido ya no era seco y restallantecomo cuando caía sobre una piel lisa y pulida, sino sordo y mate como elruido de una cuerda que golpease una boya.

Es que la espalda de Lescoët estaba en carne viva; la piel caía enjirones hasta el punto de que el contramaestre se ponía la mano ante losojos para que no le salpicase la sangre a cada golpe.

—Y veinte—dijo con un aire de satisfacción mezclado de pesar, como unajoven que da a su amante el último de los besos prometidos.

O, si lo preferís, como un banquero que cuenta su última pila deescudos.

El propio Zeli se llevó a Lescoët, que no daba señales de vida.

—Ahora—dijo Kernok—, un buen emplasto de pólvora de cañón y devinagre sobre esos rasguños, y mañana no tendrá nada.

Después, dirigiéndose al timonel:

—Corre una buena bordada al SO.; si se ve una vela, avísame.

Y descendió a su cámara para reunirse con Melia.

VII

C A R L O S Y A N I T A

...Ese

tumulto

espantoso,

esa

fiebre

devoradora...

es

el

amor...

O. P.

Aver

la

morte

innanzi

gli

occhi

per

me.

PETRARCA.

La dulce influencia de los climas meridionales aun se hacía sentir,porque el buque San Pablo se encontraba a la altura del estrecho deGibraltar. Empujado por una débil brisa, con todas sus velas extendidas,desde el contrajuanete hasta los foques de estay, venía del Perú y sedirigía a Lisboa con pabellón inglés, ignorando la ruptura de Francia yde Inglaterra.

El departamento del capitán lo ocupaban don Carlos Toscano y su esposa,ricos negociantes de Lima, que habían fletado el San Pablo en elCallao.

La modesta cámara de antes estaba desconocida, tanto eran el lujo y laelegancia desplegados por Carlos. Sobre las paredes grises y desnudas seextendían ricos tapices que, separándose por encima de las ventanas,caían en pliegos ondulantes. El piso estaba cubierto de esteras de Lima,trenzadas de lina y blanca paja, y encuadradas en amplios dibujos decolores llamativos. Largas cajas de caoba roja y pulimentada conteníancamelias, jazmines de Méjico y cactos de espesas hojas. En una lindajaula de limonero y de enrejado de plata revoloteaban unos hermosospájaros de cabeza verde, de alas purpuradas con reflejos de oro, ybonitas cotorras de Puerto Rico, con todo el cuerpo azul, un penacho decolor de naranja y el pico negro como el ébano.

El aire era tibio y embalsamado, el cielo puro, el mar magnífico; y, sinel ligero balanceo que el oleaje imprimía al barco, se hubiera podidocreer que se estaba en tierra.

Sentado sobre un rico diván, Carlos sonreía a su esposa, que aun teníauna guitarra en la mano.

—¡Bravo, bravo, Anita mía!—exclamó él—, jamás se ha cantado mejor elamor.

—Es que jamás se ha experimentado mejor, ángel mío.

—Sí, y para siempre...—dijo Carlos.

—Para la vida...—contestó Anita.

Sus bocas se encontraron y él la estrechó contra él en un abrazoconvulsivo.

Cayendo a sus pies, la guitarra despidió un sonido dulce y armonioso,como el último acorde de un órgano.

Carlos miraba a su mujer con esa mirada que va al corazón, que haceestremecer de amor, que hace daño.

Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando losojos:

—¡Gracias!... ¡gracias!... ¡Carlos mío!

Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos,y apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba comovelado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellosbrillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielosombrío.

—Y todo esto es mío—pensaba Carlos—, mío sólo en el mundo, y parasiempre; porque envejeceremos juntos; las arrugas surcarán esa carafresca y aterciopelada; esos anillos de ébano se convertirán en buclesargentinos—decía él pasando su mano por la sedosa cabellera de Anita—,y vieja, abuela ya, se extinguirá en una serena tarde de otoño, en mediode sus nietos, y sus últimas palabras serán: «Voy a unirme contigo,Carlos mío». ¡Oh! sí, sí, porque yo habré muerto antes que ella... Pero,de aquí allá, ¡qué porvenir! ¡qué hermosos días! Jóvenes y fuertes,ricos, dichosos, con una conciencia pura y el recuerdo de algunas buenasacciones, habremos vuelto a ver nuestra bella Andalucía, Granada y suAlhambra, su mosaico de oro, de arquitectura aérea, sus pórticos,nuestra hermosa quinta con sus bosques de naranjos frescos y perfumados,y sus pilones de mármol blanco en los que duerme una agua límpida.

—Y mi padre... y la casa donde he nacido... y la celosía verde que yolevantaba tan a menudo cuando tú pasabas, y la vieja iglesia de SanJuan, donde por primera vez, mientras yo oraba, murmuraste a mi oído:«¡Anita mía, te amo!»... ¡Y ya ves si la Virgen me protege! en elmomento en que tú me decías: «¡Te amo!», yo acababa de pedirte tu amor,prometiendo una novena a Nuestra Señora—repuso Anita, porque su esposohabía acabado por pensar en voz alta—. Escucha, Carlos mío—suspiró—

,júrame, ángel mío, que dentro de veinte años diremos otra novena a laVirgen para darle gracias por haber bendecido nuestra unión.

—Te lo juro, ¡alma de mi vida!, porque dentro de veinte años aúnseremos jóvenes de amor y de dicha.

—¡Oh! sí, nuestro porvenir es tan risueño, tan puro, que...

No pudo acabar, porque una bala enramada, que entró silbando por lapopa, le destrozó la cabeza, partió a Carlos en dos, e hizo añicos loscajones de flores y la jaula.

¡Qué dicha para los periquitos y las cotorras, que huyeron por lasventanas batiendo alegremente las alas!

VIII

L A P R E S A

...¡Vil metal!

BURKE.

...¡Es posible!

BALZAC.

—¡Diablo! ¡hermoso tiro! Ya ves, maestro Zeli..., la bala ha entradopor encima del coronamiento y ha salido por la tercera porta deestribor. ¡Pardiez! ¡Melia, haces maravillas!

Así decía Kernok, con un largo anteojo en la mano, y acariciando laculebrina aún humeante que él mismo acababa de apuntar contra el SanPablo, porque este navío no se había apresurado a izar su pabellón.

Esta era la bala que había matado a Carlos y a su esposa.

—¡Ah! ¡qué suerte!—repuso Kernok viendo el pabellón inglés que sedesarrollaba en lo alto de uno de los palos del San Pablo—, ¡quésuerte! se da a conocer... ¡y dice de qué país es! pero no meequivoco... un inglés; es un inglés, y el perro se atreve a señalarlo ¡yno tiene un cañón a bordo! ¡Zeli, Zeli!—gritó con voz de trueno—, hazlargar todas las velas del brick y preparar los remos; dentro de mediahora estaremos cerca de él. Usted, oficial, toque zafarrancho decombate, envíe a los hombres a sus piezas y distribuya los sables y laspicas de abordaje.

Después, lanzándose hacia una carronada:

—¡Muchachos! si no me equivoco, ese navío llega del mar del Sud; en esapopa corta y achatada, en ese porte, reconozco una navío español oportugués que se dirige a Lisboa, ignorando sin duda que hemos declaradola guerra a los ingleses. ¡Allá él!

Pero ese perro debe tener piastrasen el vientre. Pronto lo veremos, ¡pardiez!

¡Muchachos! el casco sólovale veinte mil piastras; pero, paciencia, El Gavilán extiende su alasy bien pronto mostrará sus uñas. ¡Vamos, muchachos! ¡remad, remadfirmes!

Y animaba con la voz y con el gesto a los marineros que, encorvados bajolos largos remos del brick, doblaban la velocidad que le daba la brisa.

Otros marineros se armaban precipitadamente de sables y puñales, y elmaestro Zeli hacía disponer los garfios de abordaje.

Kernok, después de haber tomado todas sus disposiciones, descendió alsollado y encerró a Melia que dormía en la hamaca.

Todo estaba dispuesto a bordo de El Gavilán: el capitán deldesgraciado San Pablo, creyendo que el brick de Kernok era un navío deguerra, sin dejar de gemir por la desgracia ocurrida a bordo, izó elpabellón inglés, esperando ponerse así bajo su protección.

Pero cuando vio la maniobra de El Gavilán, cuya marcha era aúnacelerada por los largos remos, no le quedó duda alguna y comprendió quese trataba de un corsario.

Huir era imposible. A la débil brisa que soplaba por ráfagas, habíasucedido una calma chicha, y los remos del pirata le daban una ventajade marcha positiva. No había que pensar tampoco en defenderse. ¿Quépodían hacer los dos malos cañones del San Pablo contra las veintecarronadas de El Gavilán, que enseñaban sus gargantas amenazadoras?

El prudente capitán se puso, pues, al pairo, esperó los acontecimientos,ordenó a la tripulación que se prosternase de rodillas e invocase a SanPablo, el patrón del navío, que no podía dejar de manifestar su poder enuna ocasión semejante.

Y siguiendo el ejemplo del capitán, la tripulación dijo un Páter.

Pero El Gavilán avanzaba siempre.

Dos Ave.

Se oía ya el ruido de los remos que batían el agua cadenciosamente.

Cinco Credo.

¡Válgame Dios! es que la voz, la gruesa y terrible voz de Kernokresonaba en los oídos de los españoles.

—¡Oh! ¡oh!—decía el pirata—, se pone al pairo, arría su pabellón, elbribón está atemorizado; ya es nuestro. Zeli, haz armar la chalupa y lacanoa grande; yo voy a hacerme cargo de cómo está aqu