Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porqueel gitano respondió riendo:
—¡En nombre de Dios, de Dios!... ¿qué se figura usted, padre mío? Nobromee, pues. El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristianoque se retuerce y pierde su sangre.
A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía,y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado dehombres.
Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó suescopeta y la dirigió contra el gitano. El fraile se precipitó sobre él.¡Desgraciado! ¡sólo él puede salvarnos! ¡sólo él conoce la salida!
Viendo aquel movimiento hostil, el gitano había entrado en el mar que yacubría el pecho de su caballo.
—He ahí a los aduaneros que bajan las últimas rampas, hijos míos, y yasabéis que ahora las balas hacen daño—dijo el maldito señalando alcontrabandista herido de muerte.
Los demás se echaron entonces a los pies del fraile.
—¡Padre mío, ruegue por nosotros!
Y el fraile y ellos se prosternaron gritando:
—¡San Juan, San Juan, rogad a Dios por nosotros!
Y se golpeaban el pecho, mientras que al resplandor de las descargas, seveía al gitano, a caballo, y aquella figura extraña, cuyas proporcionesla noche parecía doblar, se destacaba en negro con vivos reflejos decolor de fuego sobre una lluvia de espuma deslumbrante de blancura.
Los fogonazos se sucedían sin interrupción; un segundo contrabandistacayó, y se oían ya las voces de mando de los aduaneros.
El espanto del fraile había llegado al límite; se arrastró hasta laorilla del mar, y allí, arrodillado en el agua, gritó al gitano con elacento del más profundo terror. ¡Sálvame, sálvame!
¡Y el fraile lloraba!
—¡Por el alma de tu padre, sálvanos! ¡te daremos tanto oro que podrásllenar tu tartana!—aullaron los contrabandistas.
E imploraban con las manos juntas, mientras que tres de ellos serevolvían en las últimas convulsiones de la agonía.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!—balbuceó el fraile.
Y el desgraciado se retorcía los brazos y se revolcaba sobre la rocaensangrentada.
—¡Dios está sordo!—dijo el gitano—; invoca a Satanás.
Y se echó a reír.
—¡Atrás, atrás, blasfemo!—respondió el hermano levantándosehorrorizado.
Pero el mar adelantaba de tal modo, que las olas iban a romperse a suspies y les cubrían de espuma.
—Invocad a Satanás, y os salvaré. Detrás de esas rocas hay una salidasecreta oculta por una piedra; ella os pondrá al abrigo de losaduaneros. Aun estáis a tiempo, porque ahora no os ven—dijo el gitano,que ya estaba a flote con su caballo.
Y los contrabandistas interrogaban cada roca con desesperación, y elfraile, con la mirada fija y el rostro lívido, hizo un movimiento dehorror pensando en la proposición del maldito... Después, no obstante,pareció vacilar.
Y esto es concebible, porque en aquel momento, aunque ya no se veía alos aduaneros, se oía el ruido de sus armas y los preparativos de lasbaterías que armaban.
—¡Pues bien!—dijo el fraile en su delirio—, ¡pues bien! Satanás,sálvanos, ¡porque tú no puedes ser más que Satanás!
—¡Sí, Satanás, sálvanos!—gritaron los demás con un acento de terrorindefinible.
Y jadeante, con los ojos fijos y chispeantes, esperaban.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . .
El gitano se encogió de hombros, volvió la cabeza de su caballo del ladode la tartana, y la ganó a nado en medio de una granizada de balas,cantando una antigua canción mora del Hafiz:
—¡Oh! permites, encantadora niña, que yo envuelva mi cuello con tusbrazos, etc., etc.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . .
Los contrabandistas se quedaron anonadados.
—¡Fuego! ¡por Santiago! ¡Fuego! Tirad sobre el caballo y sobre la plumablanca, y sobre el mismo bandido—gritaba el oficial al que sedistinguía perfectamente, porque su tropa se había parapetado detrás deuna rampa, y desde allí hacía un fuego nutrido y continuo sobre loscontrabandistas.
Porque los que quedaban de estos negociantes sin patente, no tenían másque elegir que entre el fuego y el agua, como había dicho el gitano.
—¡Fuego! ¡fuego sobre esos descreídos!—repetía el oficial paraestimular a su gente—; el señor obispo ha prometido indulgencias paraesta Cuaresma, y puesto que el jefe se nos escapa, aniquilemos al restode la banda. ¡Fuego!...
—Pero, capitán, veo a un religioso...
—¡Infame! se ha disfrazado. ¡Fuego!
—¡Por San Pedro! fuego, pues. ¡Por usted, reverendo!
El fraile recibió el tiro en el pecho y cayó de rodillas. No quedabanmás que dos, él y el filósofo, también herido. Los otros habían sidomuertos, se habían ahogado entre los rompientes al querer ganar a nadola tartana, o arrastrados por las olas.
—¡Hijos míos!—gritaba el fraile—, soy un religioso de San Juanenviado por el superior; ¡piedad en nombre de Cristo! ¡piedad!
Y se agarraba a las agudas puntas de la roca.
—Esto quiere decir—balbuceó el filósofo recibiendo una segunda ymortal herida—
que si yo hubiera de creer en algo, no creería ni en Diosni en el diablo, porque he llamado a los dos... y... y...
Sus brazos se abrieron; dejó el trozo de granito que oprimía con fuerza,abrió desmesuradamente los ojos... y desapareció.
—¡Gracia! ¡gracia! ¡Dios mío! ¡me ahogo!—aulló el fraile que sedebatía entre las olas.
—¡Cómo!—dijo el oficial—, ¡aun vive el impío! ¡fuego, pues, porSantiago!
Tres disparos de carabina partieron a la vez; el hábito azul delreverendo flotó un instante, y después ya no se vio nada, nada... nicaballos, ni hombres, ni fraile... nada más que olas espumosas quehabían invadido ya la primera rampa del sendero e iban a estrellarsecon gran estrépito contra la segunda.
Sólo el gitano se había salvado.
—¡Por Cristo! su tartana va a estrellarse contra los escollos—exclamóel oficial—.
Dios es justo, y puesto que sale del canal contra lamarea, su pérdida es segura.
En efecto, el condenado bordeaba intrépidamente aquel paso, que el furorde las olas debía hacer impracticable.
VI
L A M O N J A
¡Ah!
este
corazón
ha
descendido
vivo
a
la
tumba,
y
las
austeridades
del
sombrío
convento
no
me
han
preservado
de
una
mirada
criminal.
En
vano
he
llorado
amargamente.
DELFINA GAY, « Madame de la Vallière».
Ciertamente, si yo fuese monje, y tuviese que elegir un convento,elegiría el de Santa Magdalena; es un digno convento, triste y sombrío,situado a orillas del mar, a siete leguas de Tarifa. Al Norte, el Océanogolpea sus muros; al Sud, lagunas impracticables; al Oeste, rocascortadas a pico; pero al Este... ¡ah! al Este, una bella pradera verde,atravesada por un riachuelo que serpentea y brilla al sol como una largacinta plateada; y luego, las violetas y las clemátides que perfuman susbordes, las palmeras de largas flechas y los almendros que dan sombra. Yluego, en medio de la llanura, la encantadora aldea de la Pelleta, consu alto campanario, blanco y esbelto, sus casas albas y su ramillete denaranjos y de jazmines. Y después, más lejos, las montañas obscuras deMedina, cuyas vertientes están cubiertas de olivos y de tejos...
Os lo repito, si yo fuese monje, no elegiría otro convento que elconvento de Santa Magdalena.
¡Y los días de fiesta, pues! los jóvenes van a bailar casi bajo susmuros, y no negaréis que, para una pobre reclusa, es un gran placer oírel restallido embriagador de las castañuelas bajo los ágiles dedos delos andaluces... y ver los movimientos lentos y tranquilos del bolero...al majo perseguir a su maja que le huye y le evita... después seaproxima a él y le arroja un extremo de su corbata que él besa contransporte, y se envuelve una mano, mientras que con la otra haceresonar sus castañuelas de marfil.
Agitad, agitad vuestras castañuelas, jóvenes, porque la cachuchareemplaza al bolero. ¡La cachucha! ¡he aquí una verdadera danzaandaluza, una danza ardiente y animada, vertiginosa y lasciva! Id...id... rodead con vuestro brazo amoroso la cintura de vuestra amante, yarrastradla rápidos y estremecidos al son del instrumento sonoro.
Id...su seno palpita... su ojo brilla, y el viento levanta su negra cabelleray deshoja su guirnalda de flores; después, murmuraréis a su oído:
—Amor mío... cuán dulce me será respirar esta noche a tu lado elperfume de los almendros...
Y ella se lanza más vivamente aún, y su brazo os ha oprimido tanfuertemente que habéis sentido su corazón brincar bajo su mantilla.
Vaya, no temas, muchacha, tu madre no ha oído nada, y esta noche,después del rosario, cuando tu abuelo te haya besado en la frente,trémula, inquieta, tus piececitos desflorarán el césped, y te detendrásveinte veces, conteniendo la respiración. Por fin, te sentarás,palpitante, al pie de ese bello almendro florido, cuyas hojasrelucientes reflejarán la dulce claridad de la luna. Allí, de pronto,dos fuertes brazos te envolverán.
¡Virgen santa! ¡qué atrevimiento! Peroentonces, valerosa muchacha, tú no tendrás miedo.
Ya el son de las castañuelas es más opaco, el sol se pone, la cachuchavertiginosa ha cesado, las jóvenes regresan a su aldea y ríen, y cantan,alisándose con la mano los rizos sedosos de sus húmedos cabellos.
Ahora no diréis como yo que es un digno convento el convento de SantaMagdalena; porque, en fin, figuraos una pobre joven encerrada en él, consus diez y ocho años, sus ojos negros y su corazón español que late bajosu escapulario.
A primera hora, maitines, una larga plegaria en una iglesia sombría yhelada; después vísperas, después la misa, después la novena, después el Angelus ¿y qué sé yo?
Por toda distracción, dos horas de paseo en el jardín del viejoclaustro. ¿Conocéis un jardín de claustro? grandes encinas negras ysilenciosas, un césped raquítico encuadrado en verjas de cañas, y el sola mediodía; eso es todo.
Así, confesad, que cuando un día de fiesta se ha podido escapar de laiglesia para ir a su celda, ¡el corazón late desahogado y alegre!
La reclusa entra en ella, cierra cuidadosamente la puerta, y ya está ensu casa. ¡En su casa! ¿comprendéis esta palabra? cuatro paredesdesnudas, pero blancas; un crucifijo de ébano encima de una mesita denogal cubierta de flores; una reja que da sobre la verde pradera; unacama estrecha, sobre la cual se puede soñar. Francamente, con todas esasriquezas y vuestros recuerdos de niña, ¿envidiaríais la suerte de lacamarera mayor de la reina de todas las Españas?
Pues, no obstante, una joven está allí sola; el crucifijo, la mesita, lareja, la cama, el perfume dulce y tenue, todo lo tiene; pero ella nomira ni la pradera, ni el baile, ni el sol que se ocultaresplandeciente.
Oculta la frente entre sus manos y las lágrimas ruedan a través de susdedos.
Ya podemos figurárnoslo: era la monja que asistió a la corrida de toros.
Ya no brillaban encima de ella el raso ni las pedrerías como el día enque se despidió del mundo. ¡Oh! ¡no! un amplio sayal de burdo pañoenvolvía su lindo talle como una mortaja, sus largos cabellos negros,habían sido cortados, y los que le quedaban estaban ocultos tras lablanca toca que dibujaba su frente cándida, más blanca aún. Pero, ¡SantoDios! ¡qué pálida estaba! sus ojos azules, tan bellos y tan puros,estaban rodeados de un ligero círculo amoratado, en el que las venassurcan la piel suave y rosada.
—¡Dios mío! ¡perdón! ¡perdón!—dijo, y se dejó caer de rodillas sobreel duro suelo.
Algún tiempo después se levantó con las mejillas purpurinas y los ojosbrillantes.
—¡Huye! ¡huye, peligroso recuerdo!—exclamó precipitándose hacia lareja—. ¡Oh!
¡oh! ¡aire! ¡me abraso! ¡Oh! quiero ver el sol, losárboles, las montañas, esos bailes, esa fiesta. Sí, quiero ver esafiesta, ser absorbida completamente por ese espectáculo brillante.¡Dichosos ellos! ¡Bravo, joven! ¡qué ligereza! ¡qué gracia! ¡cómo megustan el color de tu basquiña y las trenzas de tu moño! ¡qué bien haceesa flor azul en tus cabellos rubios! Pero tú te aproximas a tupareja... ¡Guapo mozo! sus ojos te miran con amor... El también teníauna dulce mirada, pero...
Y se calló, ocultando su cabeza entre las manos; porque su corazón latíacon tal fuerza, que parecía querer saltársele del pecho. Después,reponiéndose, y hablando de prisa, como si hubiera querido escapar a unrecuerdo que la oprimía:
—¡Qué brillante está el sol! ¡Jesús! ¡qué hermoso matiz de púrpura conreflejos de oro! ¡qué tornasolado tan magnífico y tan raro! Tan prontoparece una elegante torre morisca con mil cresterías, ahora es un globode fuego; pero sus contornos varían siempre, y se presentandestacados... ¡Virgen del Carmen! se diría que es un rostro humano...Sí... esa ancha frente... y esa boca... ¡Oh! no... sí... Jesús... ¡es él!...
Y jadeante, había caído de rodillas, con las manos juntas, en unaespecie de éxtasis, ante aquella imagen fantástica, que el vapor fuerevelando, se borró poco a poco y desapareció del todo.
Cuando ya no vio más que un horizonte inflamado, se levantó en unviolento paroxismo, y se arrojó sollozando sobre la cama.
—¡ Él!... ¡siempre él... él en todas partes!—exclamó con un gestode desesperación—. ¡Horror! cuando me prosterno ante tu imagen sagrada,¡oh Cristo!
tus divinas facciones se borran... y es él a quien veo...¡ él a quien adoro!... Sí, muda y confusa, quiero escuchar a lasuperiora, cuando lee un libro santo; pues bien, su voz parecedebilitarse y desaparecer y es a él a quien oigo; porque el sonidoarmonioso de sus palabras vibra siempre en mi corazón... ¡Horror! enfin, si me arrastro penitente al tribunal divino, allí también está él... porque mi amor es el único crimen de que pueda acusarme.
Se echó a llorar.
—¡Un crimen! ¿es verdaderamente crimen? ¡Oh madre mía! si no hubiesesmuerto, estarías conmigo; yo tendría mi cabeza sobre tus rodillas ytú... acariciarías con tus manos mis cabellos largos y rizados; y medirías si es un crimen, porque yo te lo confesaría todo. Ya ves, madremía, me habían dicho que yo sería dichosa en el convento, pero que paraesto era preciso abandonar el mundo; dije que sí, porque entonces aún nosabía lo que era el mundo... Y después me vistieron y me adornaron comouna santa y me llevaron a una fiesta en la que un toro mató a doscristianos—así me dijeron—, porque yo permanecí oculta en el regazo demi superiora durante todo el tiempo que duró aquel horribleespectáculo... Pero de pronto, un grito de extrañeza resonó y yo levantéla cabeza... era... era él. Sí, él... que fijó sobre mí unamirada... que me matará; y él me dijo la primera vez, ¡oh, lo estoyoyendo aún: Por usted señora, y en honor de sus hermosos ojos, azulescomo el cielo. Después, rápido, se revolvió... y yo me estremecí a mipesar... La segunda vez, me dijo con la misma voz, con la misma mirada,sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por usted también,señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral. Ycon intrepidez esperó al monstruo cuyos cuernos estaban tintos ensangre, y lo abatió a sus pies... El espanto se había apoderado de mí,puse las manos en la balaustrada del palco, tanto temía por él; porqueme parece que si él hubiese sido herido, yo habría muerto. Entonces él se apoderó de mi mano, ¡oh!, bien a mi pesar, madre mía... y labesó, sí...
Sus ojos se cerraron. Apoyó la cabeza sobre la almohada y continuó envoz baja y con palabras entrecortadas:
Y—quizá tú me dirás, madre mía: «Mi rosita, ¿le amas tú, pues? Bien,entonces os prometeréis y Dios os bendecirá». ¡Oh! sí, prometidos...Mira a mi novio, ¡qué hermoso es!... Flores, flores por todas partes...He ahí a mis compañeras con sus largos velos blancos... ¿no oyes elgrave sonido del órgano... y la multitud que repite como yo: «¡Quéhermoso es el novio!» ¡Oh! llega el viejo sacerdote... su mano tiemblaal unirnos; ya es mío, es mi esposo ¡es mi esposo... ¡Oh! madre mía,quédate, quédate...
¿Me dejas?
—Tu esposo está contigo, ángel mío.
—¡Madre mía! ¡mi buena madre!
Dichosa joven, dormía. ¿No es, repito, un digno convento, el convento deSanta Magdalena?
VII
E L L E V A N T E
...¡La muerte!
CERVANTES, « Don Quijote».
El levante es un viento del Este; cuando sopla, palidecen hasta losmarinos más intrépidos. No es una de esas inocentes brisas que levantanolas como montañas, ¡no!; el mar se eleva muy poco, porque es tal lafuerza del levante que rechaza las olas, que las nivela por el poder depresión que ejerce la columna de aire sobre la superficie del agua.
Pero también es preciso que el timonel vele a la barra ¡Virgen santa! ¡yque vele bien si no quiere ver al navío desaparecer entre un torbellino!
Después, el sol brilla, el cielo queda limpio, de un azul magnífico, conlindos matices de un rosa vivo, que producen el más encantador efecto.
Las embarcaciones de un tonelaje elevado, tal como navíos, fragatas ycorbetas, aun maniobrando con mucha prudencia, tienen mucho que temer deese viento; pero las goletas, tartanas y faluchos, tienen todas lasprobabilidades posibles de zozobrar.
Si el peligro es grande durante el día, debe ser inmenso durante lanoche, sobre todo cuando se bordea cerca de las costas, que confrecuencia son atravesadas por corrientes de una velocidad de cuatro ocinco nudos.
Era, pues, de noche, y el levante que soplaba sobre la costa, erizada derocas, era un poco más violenta que no lo fue cuando el memorablevendaval de 1797, que hizo naufragar a todas las embarcaciones fondeadasen la rada de Cádiz; todo pereció, personas y buques.
Era uno de esos temibles huracanes durante los cuales los marineros sequedan lívidos y creen en Dios.
Las estrellas brillaban, las olas, al chocar unas contra otras,desprendían tantas luces fosforescentes, que aquella vasta llanura, deun negro sombrío, aparecía casi iluminada por millares de chispasazuladas, y verdaderamente, salvó el levante que mugía más que eltrueno, era un hermoso espectáculo.
Las dos escampavías que habían salido a la caza de la figurada tartanadel gitano, bailaban sobre aquella sima abierta.
Habían arriado sus gavias, sus foques, su vela mayor, y huían con elviento de proa sólo con el aparejo de mesana; había sido amarrada labarra del timón, y los sesenta y tres hombres que componían las dostripulaciones, estaban muy ocupados en el sollado poniéndose a bien conDios. Como no había ningún sacerdote presente, se confesaban los unos alos otros.
La confesión es una cosa admirable en sí misma, en tierra, por ejemplo,en una iglesia de aldea donde las vidrieras dejan penetrar un alegrerayo de sol, cuando vais a partir para una larga campaña, y vuestraabuela está allí arrodillada, llorosa, haciendo arder un cirio benditoque ha dedicado a Nuestra Señora: ¡oh! sí, entonces, la confesión aloído de un juicioso y virtuoso sacerdote de cabellos blancos, que, alsalir del confesionario y apoyando su brazo trémulo sobre el vuestro, osdice: «Hijo mío, vamos a ver a mis ovejas que bailan bajo los saucesallá abajo, al borde del arroyo, y de pasada llevaremos una botella debuen vino al pobre viejo Juan Luis, el protestante.»
De este modo, sí, comprendo la confesión; pero a bordo, en medio de unatempestad, cuando únicamente a fuerza de brazos se puede escapar a unamuerte inminente, cuando las olas se estrellan con furia contra laembarcación, cuando a cada momento se ve desaparecer una vela, cuandolos palos se inclinan y crujen, cuando el oleaje se abate y muge sobreel puente, lo arrolla todo y arrastra hombres, vergas, botes... ¡oh!entonces la confesión es una práctica por lo menos fuera de uso y sinutilidad ninguna para virar en redondo o para largar una gavia.
Quedamos en que a bordo de las dos escampavías habían sido amarradas lasbarras del timón; las dos embarcaciones navegaban en las mismas aguas, ycomo nadie, absolutamente nadie, había quedado sobre el puente, lagracia de Dios cuidaba de ellas; y esto, en la práctica, resultababastante mal, porque la escampavía Urna de San José, a consecuenciadel ángulo que su barra formaba con su quilla, se dejó ir violentamentesobre su compañera la Bendición de Nuestra Señora de los SieteDolores y la abordó por la popa, y como la parte de detrás de un buqueacostumbra ser menos resistente que la anterior, la Bendición deNuestra Señora de los Siete Dolores recibió el bauprés de la Urna deSan José, en la obra muerta, que se abrió y dio libre acceso a una víade agua que echó a pique a la escampavía y a los sesenta confesados yconfesores.
Ya veis que la confesión no vale nada en semejantes ocasiones.
Pero la escampavía no se hundió rápidamente.
La Urna de San José sintió, a la espantosa conmoción queexperimentara, que algo extraordinario pasaba en su exterior, y fueenviado un grumete, que se disponía a confesar su sexagésimo terceropecado, para que se enterase de lo ocurrido. Montó en el acto,arrastrándose por el puente, vio el bauprés enteramente destrozado, y aun tiro de fusil a la otra escampavía, con la popa hundida, elevar suproa, donde se habían refugiado los tripulantes que quedaban.
El capitán del buque que se hundía, puso sus dos manos ante su boca enforma de trompa, y por medio de esta bocina improvisada dijo no sabemosqué cosa al grumete que tuvo la atención de formar también con su manouna especie de trompeta acústica.
Pero desgraciadamente la Bendición de Nuestra Señora de los SieteDolores estaba bajo el viento y el grumete no entendió ni una palabra;pero como le habían dicho que viese lo que ocurría, se acurrucó en unrincón y miró.
Algunos de los náufragos se arrojaron al mar; pero ¡por el ángel de SanPedro! había que nadar contra viento y marea para llegar a laescampavía, que no obstante no estaba lejos. Imposible. Se ahogaron,pues, los imprudentes, después de haber sido cegados por el remolino delas olas, que les azotaba y les ensangrentaba la cara.
El grumete veía todo esto a la luz de su farol, tratando de no perder niuna convulsión, ni un rechinar de dientes a fin de ser exacto en surelación, pero rogaba a Dios por ellos; ¡el pobre y digno muchacho!
Bien pronto, la proa de la escampavía se hundió también, y los quesobrevivieron a este desastre se subieron al palo de mesana, el únicoque había quedado en pie, y era cosa curiosa ver este palo, sobre elcual las cabezas de aquellos hombres estaban agrupadas, y que se meperdone la imagen como las cerezas sobre esos ligeros bastones que tantoplacen a los niños.
Esta viga, cargada de hombres, no permaneció ni diez minutos fuera delagua; pero durante esos diez minutos ¡qué drama más terrible!...
Al final no quedaron más que dos sobre el palo, dos hermanos, segúncreo, gente piadosa y juiciosa; pero el instinto vital se sobrepuso a lafraternidad; cuando eran niños ¡oh! se amaban mucho. El más hermoso delos frutos era el que ellos se ofrecían, y cuando uno cometía una falta,su madre tenía que castigar a los dos, porque el uno no quería acusar alotro. Más tarde se enamoraron de la misma mujer, y la mataron para queno perteneciese a ninguno de los dos. Eran españoles, perdonadles. Poresta causa fueron condenados a cinco años de galeras; el mayor consiguióescaparse, pero no habiendo conseguido favorecer la evasión de suhermano, volvió a ingresar en presidio, por no querer abandonar a aquelser querido.
En fin, dos valientes y leales camaradas, si los hay; pero, ¿quéqueréis? enfrente de la muerte está permitido sentirse un poco egoísta.
El palo sobresalía aún unos seis pies del agua, y, para el que ocupabala parte más elevada de él, era una altura comparable a las de lasmontañas más altas, porque en aquellos momentos decisivos, un minuto deexistencia era un año... una pulgada de terreno, era una legua.
El hermano mayor, que, no obstante, ocupaba el sitio inferior, sintiendola frescura del agua, que le oprimía como un círculo de hierro helado,hizo un violento esfuerzo, y se agarró a las rodillas del menor.
Este, que oprimía el palo con todas las fuerzas convulsivas de laagonía, intentó apoyar su pie sobre el pecho de su hermano paraahogarle... ¡Desesperación!
¡Imposible! Se apretaba las rodillas como untorno.
Y, cosa rara, aquellas dos cabezas, que tantas veces se habíanalegremente sonreído y tiernamente besado, allí se seguían con ojos deodio, se mataban con la mirada.
En fin, el que ocupaba lo alto del palo, lo abandonó un instante.
El otro advirtió el movimiento, y se soltó también.
Es lo que el pequeño esperaba. Le arrojó los dos brazos alrededor delcuello, no suavemente como otras veces y diciéndole: «Buenos días,hermano», sino con frenesí.
De modo que le estranguló oprimiéndole lagarganta contra un tope de la mesana con un cabo de cuerda que flotaba.¡Crimen inútil! sólo el pensamiento se extinguió en aquel cuerpo, porquelos brazos del cadáver estrechaban siempre las rodillas del fratricida,hasta que desaparecieron los dos.
Cuando el grumete no vio nada más, se frotó los ojos, miró aún otra vezy bajó para contar lo que había presenciado, causando gran extrañeza,pero le dejaron con la palabra en la boca, con la promesa de que ledejarían acabar otra vez su relación, y el encargado del cuarto debabor, subió al puente por orden del capitán. El viento soplaba con unpoco menos de violencia, pero la noche era clara; colocose un buenmarinero en la barra del timón para evitar la deriva, y continuó laembarcación con rumbo al Oeste.
Hacía algún tiempo que se dejaban llevar en esta dirección, cuando elmarinero de guardia gritó:
-¡Barco a estribor!
Se precipitaron todos a la luz de los faroles y pudieron ver a latartana completamente desmantelada, ¡a la tartana que perseguían desdela víspera! ¡a la tartana causa primera de todos sus desastres!
—¡Por fin!—aulló el capitán—, la Santa Virge