—El Cielo, hermano, es testigo de...
—Acabemos; todo esto es tan pesado y tan bajo, que usted me inspirarepugnancia.
¡Hola! compadre del chaleco rojo; ¿tan pronto se olvidausted de los amigos?—dijo el gitano al verdugo sin querer responder alas súplicas del reverendo.
El verdugo acudió corriendo, con la cara risueña y bonachona.
—En hora buena—dijo el gitano—; hablemos un poco, porque eres tú, mibuen amigo, el que vas a enviarme a la eternidad. ¡Hermosa profesión latuya! Tú haces lo que Dios no podría hacer: a una hora fija, en un puntodado, apagas una vida como se sopla una vela.
—Lo cierto es, hermano, que esto no dura mucho más—respondió elverdugo sonriendo.
—Figúrate que esas gentes quieren que me confiese; bueno, me confesarécontigo; oirás singulares revelaciones; pero, no, tendrías miedo...
El hombre del chaleco rojo palideció. El fraile, que se había calladohasta entonces, se levantó, salió un momento y luego entró acompañado dedos vigorosos gallegos cargados con cuerdas.
—Hermanos—les
dijo
dulcemente
mostrándoles
al
gitano—,
ese
pecadorempedernido es bien digno de lástima; impedidle que se condene poranticipado pronunciando tan horribles blasfemias. ¡Amordazadle, hijosmíos! y que Dios tenga compasión de él.
Dicho esto se fue, y los gallegos amordazaron al gitano, cuyos ojos sevolvieron rojos y brillantes como dos brasas encendidas.
Como parecía bastante tranquilo, al cabo de dos horas le quitaron lamordaza, máxime cuando que algunas lindas mujeres de la mejor sociedadde Cádiz, que se agrupaban alrededor del recinto, habían hecho muyjustamente observar que sería imposible ver bien las facciones delgitano mientras aquella villana placa de cuero le cubriese la nariz y laboca.
La mordaza, pues, cayó ante tan filantrópicas razones.
Pero no todo el mundo se interesaba tan tiernamente por el gitano; losunos aplaudían la decisión de la Junta, los otros se prometían un granplacer el día del suplicio, muchos, incluso dirigían furibundasimprecaciones al gitano que se contentaba con sonreír.
Uno entre tantos, un hombre alto, seco y pálido, el corregidor deSevilla, que se encontraba en Cádiz para seguir un proceso, seencarnizaba sobre todo con el desgraciado reo; a cada instante le decía:
—¡El infame!... ¡Qué dicha para la sociedad que semejante monstruo seacastigado con arreglo a sus culpas!... Le vería estrangular con placer.
Parece que por fin el gitano se cansó de tantas injurias.
Enderezó altivamente la cabeza, y dijo con voz sonora:
—Señor Pérez, ¡es usted poco caritativo!
—¿Quién ha dicho mi nombre a ese miserable?—preguntó el hombre,pálido, confuso y extrañado.
—¡Oh! amigo mío, no es sólo eso lo que sé; ¿y su quinta a orillas delGuadalquivir?
¿y aquel lindo tocador tapizado con esteras de Lima, consus persianas verdes y su pila de mármol blanco?
—¡Jesús! ¡cómo ese demonio puede saber!...
—Es allí donde, durante el ardiente calor del día, la señora Pérez va abuscar el silencio y el fresco.
—¡Perro! no profanes un nombre respetable. Pero, ¿no hay leyes, no hayjusticia más rigurosa? Mientes; cállate, o te hago amordazar denuevo—decía el corregidor enfurecido.
Pero la multitud, que comenzaba a encontrar la conversación muydivertida, se aproximó más, y como el señor Pérez se encontraba en laposibilidad de huir, el gitano continuó:
—Dice usted que miento, señor Pérez, ¿quiere usted pruebas?
—¡Te callarás, renegado!
—Helas aquí, pues. La señora es bella y joven, morena, con unos ojosnegros como el ala del cuervo; gruesa y rosada, con un pie, una cinturay una mano que harían volver loco a un canónigo del Escorial.
—¡Infame! te atreves...
—En fin, debajo del hombro izquierdo tiene un lunarcito negro,coquetón, aterciopelado, que hace saltar aún la deslumbrante blancura deuna piel de raso... Pero eso no es aun todo.
El corregidor espumarajeaba de rabia y no podía encontrar una solapalabra para contestar al gitano ni a las guasas con que la multitud leasaeteaba. Por fin exclamó, precipitándose sobre la reja:
—Pero ese infernal gitano ha sabido eso por alguna camarera de mimujer... o bien es que...
—No, señor Pérez, no—repuso el gitano—; lo he sabido por el capitánde fragata que usted recibía en su casa, en Sevilla, porque esecapitán... era...
—¡Acaba, pues, malvado!
—¡Era yo!... ¿Ya está bautizado su hijo, señor?
El furor del señor Pérez no tuvo límites; se aferró con violencia a lareja; vanos esfuerzos, porque el gitano estaba al abrigo de su cólera.
—Ya lo sospechaba. ¡Y no será ahorcado más que una vez!—aullaba elinfortunado corregidor sin soltarse de la reja.
Por fin, amigos caritativos le arrancaron de allí, la multitud sedispersó poco a poco, y cuando llegó la noche ya no había casi nadiealrededor de la capilla.
—Por fin me han dejado libre esos curiosos estúpidos—dijo el gitanocuando daban las once en el reloj de San Francisco—. Pero no, ahívienen otros, y de la más peligrosa especie—dijo viendo a dossacerdotes, con sotana negra, que avanzaban hacia la capilla.
El hermano guardián salió a su encuentro.
—¿Qué quieren ustedes?—preguntó duramente al de más edad, porque ya sesabe el odio que la raza monacal tiene al resto del clero.
—Oír a ese cristiano que nos ha enviado a llamar—respondió gravementeel sacerdote.
—¡Es imposible! ¡Por Santiago! Ha despedido al reverendo padre Pablotratándole como a un arriero borracho.
—Es decir, ¡que nosotros mentimos, perro maldito!—exclamó el sacerdotemás joven.
El gitano, tranquilo hasta entonces, había sido simple espectador deaquella escena; pero al oír aquella voz bien conocida, exclamó:
—¡Miserable carmelita, deja entrar a esos sacerdotes! soy yo, elgitano, quien los ha enviado a buscar para comunicarles mis últimasvoluntades, para confesarme. ¿Qué esperas, pues?
—Puesto que usted lo quiere, sea, hermano—dijo el frailedesconcertado—; pero, por la Virgen, ha hecho usted una tontería noaceptando la mediación del padre Pablo!
¡Tan bien como está con elEterno! Amén.
En el momento en que el guardián iba a atravesar el recinto que leseparaba del gitano, el joven sacerdote se arrojó sobre la mano delgitano, cubriéndola de lágrimas.
—¡Imprudente! ¿quiere usted perderse?—exclamó su compañero poniéndoseante él para que el carmelita no pudiera verle.
Cuando éste se hubo alejado se aproximó al gitano y le dijo:
—Ya sé, señor, cuáles son sus intenciones, sus creencias, su voluntad;yo no abusaré de estos momentos que son preciosos; óigame: Hace unahora, ese joven, que es quizás el único amigo que usted tiene en elmundo, se arrojó a mis pies... Me lo ha dicho todo, sus crímenes, suserrores de usted... Luego me ha pedido que le proporcionara una últimaentrevista con usted que él quería tener a todo trance, y he consentido.Ha sido quizás una debilidad, pero en el momento solemne en que ustedse encuentra, he creído, puesto que usted se niega a aceptar losconsuelos de la religión, que por lo menos los de la amistad leayudarían a hacer más soportable su situación. Ya lo sabe usted todo...Cuando sea media noche, tendremos que dejarle... Yo, mientras tanto, voya rezar por usted, porque el hombre capaz de inspirar semejanteabnegación no debe ser enteramente criminal.
Y el venerable sacerdote se arrodilló al pie del altar.
—Señor—dijo el gitano—, siento mucho que tenga tan poco tiempo paraexpresarle mi reconocimiento...
—El tiempo pasa...—repuso el sacerdote.
—¡Ay! sí—dijo el gitano.
Y dirigiéndose a Blasillo, porque era él quien, sombrío y abatido, lemiraba fijamente:
—¡Qué tal! Blasillo, hijo mío, adiós. Nuestros proyectos...
—¡Mi comandante! ¡mi pobre comandante!
Y lloraba.
—Mira, si siento dejar la vida, es por ti; te amaba.
—Yo no le sobreviviré.
—Niño, ¿no tienes aún mi tartana y mis negros? Vete, huye a América...eres joven, valiente...
—No, yo le vengaré... aquí.
—Blasillo, te lo prohíbo; tú ejecutarás mis órdenes.
—Usted será vengado. Mi plan está aquí, fijo, cierto como la muerte quele amenaza, porque usted va a morir. ¡Usted tan valiente, tan grande!¡morir! ¡morir como un miserable!—decía Blasillo en voz baja para nodespertar las sospechas de los guardianes, y se retorcía los brazos.
El gitano puso una mano sobre su frente.
—Mira, Blasillo, acabemos esta escena; es atroz. ¡Adiós! Déjame.
—Comandante, aun no, aun no...
—Escucha, hijo mío; en una cajita de hierro encontrarás un mechón depelo: es de mi pobre hermana; encontrarás también un viejo cinturón: esel que mi padre llevaba cuando le mataron: quema ambos objetos. Lo demáste pertenece, todo, hasta el saquito que te hará dueño del judío deTánger, si es que tienes el capricho de volver por allá.
—Pero ¡no poderle salvar! ¡ver su agonía, sus sufrimientos!
—¡Por el rayo, Blasillo! ¿olvidas, hijo mío, nuestras largas y rudastravesías, nuestros sobresaltos, nuestros peligros, seguidos siempre denuevas fatigas?... mientras que mañana, Blasillo, descanso, y descansode verdad, y para siempre. No me compadezcas, pues; si sufro, es por ti.En fin, adiós; huye de España, vete a otro país; vende la tartana y losnegros, vete a vivir tranquilo y dichoso, y, en medio de tu felicidad,acuérdate alguna vez del gitano.
Blasillo cayó a sus pies.
—¿No te parece, hijo mío, que es una lástima acabar mi vida por dondedebería haberla comenzado? Si yo hubiese tenido a los veinte años unamigo como tú y una amante como Rosita, no estaría en este lugar,tendría aún ilusiones, una familia, dulces afectos, y me extinguiríadulcemente un día rodeado de mis nietecitos... ¡Singular destino!...
Y después de una pausa, se quitó un pañuelo de seda roja que llevaba alcuello y se lo dio a Blasillo.
—Toma, lo llevarás en recuerdo mío. ¡Adiós!
—¡Ah! hasta la muerte...
—¡Vamos!... ¡adiós!...
El reloj de San Francisco dio las doce.
Cada campanada vibraba de un modo desgarrador en el corazón del pobreniño; a la última, cayó desvanecido.
El gitano lanzó un grito, el sacerdote acudió corriendo y el carmelitatambién.
—¡Virgen santa! ¿qué tiene su compañero?—preguntó el guardián.
—Nada; la emoción que le ha producido el oír tan grandes pecados.
—Vaya, hijo mío, tranquilícese—decía el buen anciano levantando aBlasillo.
Este volvió en sí, miró a su alrededor, y se precipitó de nuevo en losbrazos del gitano.
—¡Cuánta caridad!—decía el guardián—; va a herirse con las cadenas deese bandido.
El sacerdote se vio obligado a arrancarle de sus brazos casi sinconocimiento.
—Señor—le dijo el gitano—, quisiera volver a ver a usted mañana.
Se quedó solo, meditó profundamente toda la noche, y cuando las campanasdel Angelus y la primera claridad del día le sacaron de suensimismamiento, se pasó la mano por la ancha frente, y dijo:
—Por mucho que haga, no puedo creer en la eternidad.
Después añadió sonriendo:
—¡Y no me disgustaría equivocarme!
XIII
E L G A R R O T E
Me parece que debe usted sentir
dejar esta hermosa vida, le dije yo
con el aire del más grande interés.
J. JANIN, « El asno muerto».
(En medio de la plaza de San Juan se eleva un estrado,al que dan acceso dos escaleras; en el centro,un sillón de madera muy sencillo, adosado a un largopalo; dos filas de milicianos se extienden a cadalado del cadalso y forman un largo cordón que llegahasta la capilla. Una numerosa multitud llena laplaza y las ventanas, los balcones y los tejados delas casas de la misma: las murallas y hasta las fortificaciones,han sido también invadidas por la multitud.Son las once, de la mañana, el sol brilla, y laalta cúpula de San Juan, se destaca sobre un cielopuro y azul).
EL BARBERO FLORES ( a un hombre del pueblo).—Hágame el favor,compadre, de ponerme delante de usted, porque como no soy muy alto,podrá usted ver por encima de mi cabeza, y, ¡Dios me salve! estosespectáculos son desgraciadamente tan raros, que entre cristianos hayque ayudarse en la vía de salvación.
EL HOMBRE DEL PUEBLO.—Pase, pues, señor, y no me olvide en susoraciones.
FLORES.—La Virgen del Carmen le bendecirá, compadre, y usted no searrepentirá de haberme hecho ese favor cuando sepa que yo conozcocuriosos detalles de ese renegado que van a ajusticiar.
UNA JOVEN.—¡Virgen santa! ¿Usted lo ha visto, quizá? ¡qué dicha!semejante suerte no se ha hecho para gentes como nosotros; durante lostres días que el reo ha pasado en capilla, los buenos puestos delante dela reja no eran más que para las grandes damas.
UNA JOVEN ( cargada de cintas y llena de afeites y de lunares).—Yosoy, pues, una gran dama, porque yo le he visto como veo la bacía de esebarbero de piernas de garza
¡y por mi patrona!...
FLORES ( encolerizado).—Tu patrona, hija mía, no figura en elcalendario, y si no me equivoco, ha dado muchas veces la vuelta a laciudad, con la cabeza rapada, y montada en una burra, con la cara vueltahacia la cola...
LA JOVEN ( sacando la navaja de la liga).—Barbero del infierno, tugarganta es demasiado estrecha para esas palabras; ¡por Cristo! te lavoy a ensanchar.
UN MAJO.—¡Vamos, cállate, cállate, joven de las cintas! vuélvete a lacalle del Fideo a tocar la guitarra y a echar flores a los transeúntesdetrás de tu celosía. Si has visto al gitano de tan cerca, es queseguramente el verdugo te habrá ayudado muchas veces a ponerte lamantilla, y te habrá protegido en estas circunstancias. ( Quitándole elcuchillo). ¡Demonio! no juegues con este alfiler, porque te puedespinchar y yo también. ¿Quieres que la devuelva a su sitio, hermosa?
LA JOVEN.—¡Hereje! pero seré vengada, porque ahí viene el hermano José.
UN CAPUCHINO ( llevando en una mano una linterna con dibujos querepresentan diablos entre llamas, y en la otra una bolsa).—Por lasalmas que sufren en el purgatorio, hermanos, dad una limosna y Dios oslo pagará. ( Los asistentes saludan humildemente, se arrodillan concompunción, pero no dan nada. ) LA JOVEN DE LAS CINTAS.— Ave Maria, hermano José, tome este real yruegue porque ese perro de majo sea destripado en la primera juerga que corra. Diga, hermano José, ¿le veré pronto? Mi estera es blanca; misalcarrazas tienen flores frescas y yo le guardo magníficos cigarros dela Habana.
EL CAPUCHINO ( volviendo rápidamente la espalda, y gritando en altavoz).—¡Por las almas del purgatorio, señores!
LA JOVEN.—Hermano José, hermano José, ¿me ha olvidado, usted, pues? ysin embargo, yo no he omitido ni una misa ni un Angelus.
FLORES.—Parece, compadres, que el reverendo dirige la conciencia de laseñora: afortunadamente es robusto, porque esa debe ser una terribletarea. ¡Amén!
LA JOVEN.—¡Caramba! ¡es bien duro oír calumniar así a un santo varónpor un comunero, un masón!
MUCHAS VOCES.—¡Un masón! ¡un comunero! ¿dónde está el masón?
FLORES ( palideciendo).—¡Por el seno de tu madre! cállate, niña, y nogastes esas bromas; no hizo falta más para que Pérez fuese molido apalos.
LA JOVEN.—Ya lo oyen señores, él conoce a Pérez, que recibió, por lagracia de Dios, más bastonazos que barbas ha rapado ese barbero herejeen su vida. Ved, si no; lleva una cinta verde al cuello; por la Virgenque me ve y me ilumina ¡es un masón!
alejadle, pues, hijos míos,alejadle. ( Rumores en el pueblo.) MUCHAS VOCES.—¡Al agua el comunero! ¡Muera el masón! ¡Al agua!
FLORES.—Les juro por la sangre de la cruz, compadres, que esa cinta nosignifica nada, y que...
UN CAMPESINO ( golpeándole).—¡Toma, recontra! ¡ah! ¡y te atreves amezclarte con los cristianos!
OTRO.—¡Toma! ¡toma! y a ver si tus hermanos te socorrerán, demonio;llámales en tu auxilio.
MUCHAS VOCES.—¡Al agua, al agua!
LA JOVEN.—Bravo, señores, la Virgen os bendecirá; llevad su cinta verdey su cabeza al alcalde, y no os faltarán los doblones ni lasindulgencias para la Cuaresma.
FLORES ( golpeado, desgarrado, lleno de polvo, pasa de mano en manohasta la muralla que baña el mar; allí, un vigoroso andaluz le agarra yle echa al agua gritando).—¡Dios me salve! ¡Así mueren los masonesherejes y los constitucionales, enemigos del rey absoluto!
LA MULTITUD.—¡Bravo! ¡Viva el rey absoluto!
UN MARINO.—¡Silencio, hijos míos, silencio! he ahí el cortejo que yaempieza a desfilar. ¡Vive Dios! es un hermoso día para mí.
UN CAMPESINO.—Para usted y para todos, señor marino.
EL MARINO.—Para mí más ¡por Santiago! ¿No estaba yo a bordo delguardacosta que le dio caza?
MUCHAS VOCES.—¡Cómo, señor! ¡Usted asistió a ese espantoso combate!¡Virgen santa! ¡y aun vive!
EL MARINO.—Afortunadamente habíamos comulgado la víspera; a no ser poreso el demonio nos hubiera arrastrado al fondo del infierno.
UN CAMPESINO.—Pero, ¿cómo ocurrió eso, señor? Porque se había dicho queustedes hundieron su tartana.
EL MARINO.—Y es cierto, compadre, pero acto continuo reapareció anuestra popa, cubierta de llamas y con más de diez mil demonios encimaque lanzaban fuego por boca y ojos.
MUCHAS VOCES.—¡Virgen santa! ¡rogad por nosotros!
EL MARINO.—Y en medio de ellos el gitano que se debatía blasfemando einsultando a todos los santos del Cielo y al señor gobernador.
LA MULTITUD.—¡Jesús, qué horror! ¿y cómo os librasteis del monstruo?
EL MARINO.—Afortunadamente el capitán tenía una botella de agua benditapor el arzobispo de Toledo, y como el infernal buque estaba muy cerca,se la echamos a bordo.
EL CAMPESINO.—¿Con un cañón, compadre?
EL MARINO.—No, compadre, a mano; y entonces todo se hundió como porencanto, entre los rugidos de los demonios.
UN CABALLERO.—Pero, señor marino, ¿cómo se ha dejado prender el gitanoen el convento si estaba dotado de ese poder infernal?
EL MARINO.—Precisamente porque estaba en un lugar sagrado.
LA MULTITUD.—¡Claro! ¿Quién se atreve a dudarlo?
EL CABALLERO.—Pero, ¿una vez fuera del convento, no podía recuperar supoder?
EL MARINO.—No, porque se había tenido buen cuidado de cargarle decadenas...
¡casi no podía andar!...
EL CABALLERO.—¡Como que tenía una pierna rota!...
UNA MUJER.—Lo hacía ver, pero era para engañarnos...
EL CABALLERO.—Yo, señores, no lo veo muy claro...
UNA MUJER.—¡Entonces usted no es cristiano!... ¡Virgen del Carmen! ¡noquiere creerlo!...
EL CABALLERO ( acordándose de la suerte de Flores).—Señora, yo lo creotodo y he prometido un cirio de treinta libras a la Virgen del Pilar;mire, aquí tengo un rosario...
MUCHAS VOCES.—¡A ver!...
EL CABALLERO ( muy pálido).—Mirad... y además, aquí tenéis una cartadel superior de San Juan dirigida a mí. Leed...
MUCHAS VOCES.—No sabemos leer... No le creáis... es un lazo que nostiende... ¡Al agua!
( Afortunadamente en aquel momento se oyen más sonoros que nunca loscantos de los frailes que acompañan al cortejo, y la multitud deja alpobre hombre, que se refugia en una taberna. )
UNA MUJER.—¡Ah! ¡qué dicha, Virgen santa! Aquí está la procesión. Mira,Juana, estamos muy cerca del cadalso, y tiene dos escaleras.
JUANA.—Eso es porque el reo había mandado un navío de guerra; elverdugo subirá por una escalera y él por otra.
UN HOMBRE.—¡Demonio, qué injusticia! se concede eso a un renegado y seme negaría quizás a mí.
JUANA.—Mira, Pepa, los penitentes con el ataúd.
PEPA.—Detrás va el verdugo ¡Virgen santa! no es feo para ser unverdugo; sólo que está muy pálido.
JUANA.—Muy sencillo; es el verdugo de Córdoba que viene a reemplazar alnuestro, y como nunca ha matado aquí... pues, claro, se encuentracohibido...
UN HOMBRE.—Decid, comadres, ¿veis al gitano?
JUANA.—No, hijo mío... Tenga cuidado, joven ( dirigiéndose a Blasilloque llega en aquel momento envuelto en una capa y que se abre paso acodazos)... por poco me tira usted al suelo... Eso es... póngasedelante, en el mejor sitio. ( En voz baja a Pepa).
¡Jesús, Pepa! ¿Hasvisto qué mirada? ¡Parece que le arden los ojos!
PEPA.—¡Ah! será el hijo de alguna víctima del reo... Pero, ya estáaquí... ¡Qué alegría, Virgen santa! Desde el día de mi primeracomunión, nunca había estado tan contenta...
MUCHAS VOCES.—¡Muera! ¡perro maldito! ¡muera el gitano!
UN HOMBRE.—Doy veinte escudos por reemplazar al verdugo.
OTRO.—Yo cuarenta, pero quiero degollarle, que se vea su sangre.
UNA MUJER ( arrojando un rico rosario a los pies del alcalde).—Eserosario vale veinte doblones; lo regalo a la Virgen, pero con lacondición de que me lo dejen matar a mí.
BLASILLO ( pisoteando el rosario y agarrando violentamente el brazo dela mujer).—¡Silencio! ¡silencio, si es que tienes aprecio a la vida!
LA MUJER.—¡Socorro, Dios mío! este muchacho me hunde las uñas en lacarne.
MUCHAS VOCES.—¡Silencio! ¡que se calle!
( Llega el gitano cargado de cadenas; marcha apoyado en el sacerdote, ylleva un ramito de jazmín entre los dedos. )
UN HOMBRE.—¡Bravo! ya está aquí; ¿sabéis que el verdugo está más pálidoque él?
JUANA.—¡Jesús! el renegado no ha querido un fraile y se hace acompañarpor un sacerdote. ¡Qué corrupción!
UNA VOZ.—¿Se han fijado, señores, cómo va vestido?
JUANA.—Todo de negro... ¡Jesús y qué desvergonzado! En lugar de pensaren la eternidad va oliendo una ramita de jazmín...
UN HOMBRE.—El infame no parpadea siquiera. ¡Muera! ¡muera!
EL SACERDOTE.—Debe usted sufrir mucho... apóyese en mí. ¡Ay! yaestamos bien cerca de...
EL GITANO.—Del término de nuestro viaje, es cierto.
MUCHAS VOCES.—¡Muera el perro! ¡muera! ¡Que le partan en pedazos!
EL GITANO.—Cómo gritan...
EL SACERDOTE.—Sí, pero piense usted...
EL GITANO.—¡En la muerte! ¡Para qué! ahí está el amigo del chaleco rojoque ya piensa por mí.
UN HOMBRE.—¡Que le crucifiquen! ¡Que le quemen a fuego lento!
EL GITANO.—¡Qué sol tan puro! ¡qué cielo tan hermoso!
EL SACERDOTE.—Sí, hijo mío, piense usted en el cielo, en el cielo...
EL GITANO.—Ya hemos llegado; adiós, amigo mío; venga esa mano. Tomeesta flor, es todo lo que tengo; guárdela. Adiós, mi buen amigo.
EL SACERDOTE.—¡Ah! ¡con ese valor, con esa energía! ¿qué destinohubiera sido el suyo?
EL GITANO ( enjugando una lágrima).—Es verdad...
EL POPULACHO.—¡Oh! el cobarde llora. ¡Muera el cobarde!
EL GITANO ( sonriendo).—¡Es singular! Por un amargo azar del destinocuando estoy a punto de dejar la vida es cuando encuentro los afectosque tan ardientemente he buscado; cuando encuentro a Blasillo, a Rositay a usted... y a usted sobre todo que me haría creer hasta en lavirtud...
EL PUEBLO.—¡Muera el condenado! ¡El apóstata! ¡Ya tardan demasiado!
EL VERDUGO.—Señor gitano, el pueblo se impacienta.
EL GITANO.—Nunca me perdonaría el hacer esperar a su señoría. ( Tiendelas manos al sacerdote). Adiós, amigo mío.
EL SACERDOTE.—Aun no le dejo.
( El gitano pone el pie en el primer escalón; Blasillo se aproxima a ély le estrecha la mano. )
BLASILLO.—Adiós, comandante; usted será vengado, pero de una maneraterrible; todo ese populacho pagará lo que hace. Ahora, muera usted;porque yo puedo presenciar su muerte sin palidecer.
EL GITANO ( en voz baja, subiendo las gradas)—¡Adiós, queridoBlasillo!
JUANA.—.¡Virgen Santa! ¡sabes que ese joven de los ojos ardientes hahablado al gitano!
PEPA.—Yo lo he visto; sin duda le habrá reprochado algún crimen.
UN HOMBRE.—¡Ah! Por fin el maldito está en el sillón.
OTRO.—¡Alabado sea Dios! Ya le ponen el cuello en la argolla.
JUANA.—¡Santa Virgen! ¡Ya van a matarle! Pero...
UN HOMBRE.—¿Y qué?...
JUANA.—Es que nos estafan, nos roban... ¿y la mano?
EL PUEBLO.—¡Es verdad, que le corten la mano! ( Gritos, tumulto,escándalo. El alcalde consulta con la Junta. )
EL ALCALDE.—Es justo, lo habíamos olvidado. Nuestra es la culpa.
UNO DE LA JUNTA.—Pero, así no vamos a acabar nunca.
EL ALCALDE.—Mi querido amigo, ya que tenemos tan pocas ocasiones depopularizarnos, aprovechemos ésta. Es cuestión de un momento.
EL SACERDOTE ( al gitano).—Amigo mío, perdóneles usted, el fanatismoles extravía.
EL GITANO.—Ya lo veo.
BLASILLO ( en voz alta).—¡Bravo, pueblo! inventa nuevas torturas. ElCielo te lo recompensará.
JUANA.—Tiene razón el pobre niño.
BLASILLO ( riendo).—Sí, mujer, el Cielo o el infierno.
EL PUEBLO.—¡La mano, la mano del maldito!
EL ALCALDE.—Señ