V i n c e n t e B L A S C O I B A Ñ E Z
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SANGRE
Y ARENA
(NOVELA)
135.000 EJEMPLARES
PROMETEOGermanías, 33.—VALENCIA(Published in Spain)
Es propiedad.—Reservados todos los derechos de reproducción, traduccióny adaptación.
Copyright 1919, by V. Blasco Ibáñez.
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X
I
Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Unpedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo: la botellapermaneció intacta ante él.
Había que conservarse sereno. Bebió dostazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando conlos codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando conojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor.
Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza deToros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle deAlcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, ymozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras leadoraban como una gloria del establecimiento. Allí también habíapermanecido muchos días—envuelto en trapos, en un ambiente densocargado de olor de yodoformo y humo de cigarros—a consecuencia de doscogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sussupersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba queeste hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él.Percances del oficio; rasgones en el traje o en la carne; pero nada decaer para siempre, como habían caído otros camaradas, cuyo recuerdoturbaba sus mejores horas.
Gustaba en los días de corrida, después del temprano almuerzo, dequedarse en el comedor contemplando el movimiento de viajeros: gentesextranjeras o de lejanas provincias, rostros indiferentes que pasabanjunto a él sin mirarle y luego volvíanse curiosos al saber por loscriados que aquel buen mozo de cara afeitada y ojos negros, vestido comoun señorito, era Juan Gallardo, al que todos llamaban familiarmente el Gallardo, famoso matador de toros. En este ambiente de curiosidaddistraía la penosa espera hasta la hora de ir a la plaza. ¡Qué tiempotan largo! Estas horas de incertidumbre, en las que vagos temoresparecían emerger del fondo de su ánimo, haciéndole dudar de sí mismo,eran las más amargas de la profesión. No quería salir a la calle,pensando en las fatigas de la corrida y en la precisión de mantenersedescansado y ágil; no podía entretenerse en la mesa, por la necesidad decomer pronto y poco para llegar a la plaza sin las pesadeces de ladigestión.
Permanecía en la cabecera de la mesa con la cara entre las manos y unanube de perfumado humo ante los ojos, girando éstos de vez en cuando concierta fatuidad para mirar a algunas señoras que contemplaban coninterés al famoso torero.
Su orgullo de ídolo de las muchedumbres creía adivinar elogios y halagosen estas miradas. Le encontraban guapo y elegante. Y olvidando suspreocupaciones, con el instinto de todo hombre acostumbrado a adoptaruna postura soberbia ante el público, erguíase, sacudía con las uñas laceniza del cigarro caída sobre sus mangas y arreglábase la sortija quellenaba toda la falange de uno de sus dedos, con un brill