En cuanto Bonifacio reconoció al Mayor sintió la súbita alegría que leproporcionaba siempre la conciencia de una resolución irrevocable, en élcosa rara. «Este es mi hombre—se dijo—; la Providencia me ha hechomadrugar hoy; por algo yo he venido a la plaza».
Media hora después, Reyes recibía trescientos duros en oro, de manos deD. Benito, en el despacho de este, sin más testigos que los libros delprotocolo, que siempre habían inspirado a Bonifacio una especie deterror supersticioso.
D. Benito el Mayor tenía la costumbre de coger por las orejas a susparroquianos y clientes a poca confianza que tuviera con ellos.
—Vamos a ver—dijo, tentándole el pulpejo de la oreja izquierda aBonifacio—; ahora que ya tiene usted esos cuartos, sin más garantía queun simple recibo... ahora que no puede usted sospechar que hable pornegarle este insignificante favorcillo, ¿me permite usted que, sin ánimode ofenderle, me atreva a hacerme cruces, un millón de cruces, viendo aljefe de la casa Valcárcel venir a pedirme prestados seis mil reales?...
—Yo no soy jefe de la casa Valcárcel.
—Usted es el marido de la única heredera de Valcárcel... y no hacecuatro días que yo he otorgado la escritura de venta del famoso molinode Valdiniello; y usted lo sabe, pues usted ha firmado, como eranecesario, todos los documentos que ha traído aquí D. Juan, su tío deusted....
—Ni D. Juan es mi tío....
—Bien, de su señora de usted; de usted por afinidad....
Ni yo he firmado nada, iba a añadir Bonifacio; pero se contuvorecordando que sí había firmado tal; pero había firmado sin leer, sinenterarse, como sucedía siempre, y esta humillación no se la podíaconfesar al escribano.
Sin acabar la frase, y sin dar otras explicaciones, salió de allíavergonzado, aturdido, como si acabara de robarle aquel dinero a donBenito; y se fue derecho al teatro.
El notario, al verle salir así, y pensando mejor, se arrepintió de haberentregado aquellos cuartos a semejante mamarracho. Algo sabía D. Benito,y aún algos, del pito que tocaba Reyes en su casa; pero lo que acababade oír y lo que sospechaba le hacía ver con claridad del mediodía: y deresultas de esta clarividencia empezó a temer por su dinero. Pero letranquilizó enseguida el propósito de exigir serias garantías al tío D.Juan, que, por las señas, era el que mandaba en casa.
A Bonifacio aquel día con las glorias se le fueron las memorias; entregócinco mil reales a Mochi, guardó los mil restantes con el presentimientode no sabía qué gastos extraordinarios que tendrían que sobrevenir, y sedejó asfixiar moralmente, como él decía luego, por el incienso con queel tenor le pagó, por lo pronto, su generosidad caballeresca.
Por la noche se cantaba el D. Juan, cosido a tijeretazos, y todavía alas doce, después de recibir una ovación, le duraba el agradecimiento yel entusiasmo al tenor, que se encerró en su cuarto con su carísimoReyes, y en mangas de camisa y con un calzón de punto, de seda colorlila, muy ceñido, y en calcetines, apretaba contra su corazón a su salvador, y le llenaba la cara y el pelo de polvos de arroz, sin que niuno ni otro se fijaran en estos pormenores.
A las doce y media, a la luz de la luna, en mitad de la plaza delTeatro, hablaban con el tono de las confidencias misteriosas, íntimas einteresantes, Serafina, Julio y Bonifacio. Julio juraba que Reyes teníael alma de artista, que si le vicende hubieran sido otras, sin duda sehubiera aventurado a vivir del arte y sería a estas horas un músicoilustre, un compositor, un gran instrumentista, Dios sabía....
— Non è vero, mia figlia?, con quel cuore ch'a questo' uomo... chi sacosasarebbe diventato!...
La Gorgheggi decía con entusiasmo contenido:
— Ma si babbo, ma si!...
Y pisaba con fuerza un pie de Bonifacio que tenía debajo del suyo.
—« Babbo, figlia!» pensaba el flautista; sí, en efecto, el trato de estamujer y de este hombre es el filial, es el amor de hija y padre.... Elarte, por modo espiritual, los ha hecho padre e hija.... Y
ya estimaba aMochi como una especie de suegro artístico... y ¡adulterino!
¡Aquello era felicidad! Él, un pobre provinciano, ex escribiente, untrapo de fregar en casa de su mujer; el último ciudadano del pueblo másatrasado del mundo, estaba allí, a las altas horas de la noche,hablando, en el seno de la mayor intimidad, de las grandes emociones dela vida artística, con dos estrellas de la escena, con dos personas queacababan de recibir sendas ovaciones en las tablas... y ella, la diva,le amaba; sí, se lo había dado a entender de mil modos; y él, el tenor,le admiraba y le juraba eterno agradecimiento.
A Mochi se le antojó de repente volverse a contaduría, donde habíadejado algún dinero, y como no se fiaba de la cerradura... «Id andando»,dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y de Mochi, que era lamisma, estaba lejos; había que seguir a lo largo todo el paseo de losÁlamos para llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar.A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió del brazo desu amigo sin decir palabra. Él se dejó agarrar, como cuando Emma seescapó con él de casa. La Gorgheggi hablaba de Italia, de la felicidadque sería vivir con un hombre amado y espiritual, capaz de comprender elalma de una artista, allá, en un rincón de verdura de Lombardía, queella conocía y amaba....
Hubo un momento de silencio. Estaban en mitad del paseo de los Álamos,desierto a tales horas. La luna corría, detrás de las nubes tenues queel viento empujaba.
—Serafina—dijo Bonifacio con voz temblona, pero de un timbre metálico,de energía, en él completamente nuevo—; Serafina, usted debe de tenermepor tonto.
—¿Por qué, Bonifacio?
—Por mil razones.... Pues bien... todo esto... es respeto... es amor. Yoestoy casado, usted lo sabe... y cada vez que me acerco a usted parapedirle que... que me corresponda... temo ofenderla, temo que usted nome entienda. Yo no sé hablar; no he sabido nunca; pero estoy loco porusted; sí, loco de verdad... y no quisiera ofenderla. Lo que yo he hechopor usted... no creí nunca poder atreverme a hacerlo.... Usted no sabe loque es, no ha de saberlo nunca, porque me da vergüenza decirlo.... Yo soymuy desgraciado; nadie me ha querido nunca, y yo no le encuentrosustancia, verdadera sustancia, a nada de este mundo más que alcariño.... Si me gusta la música tanto es por eso, porque es suave,porque me acaricia el alma; y ya le he dicho a usted que su voz de ustedno es como las demás voces; yo no he oído nunca—y va de nuncas—una vozasí; las habrá mejores, pero no se meterán por el alma mía como esa;otros dicen que es pastosa... yo no entiendo de pastas de voces; peroeso de lo pastoso debe de ser lo que yo llamo voz de madre, voz que mearrulla, que me consuela, que me da esperanza, que me anima, que mehabla de mis recuerdos de la cuna... ¡qué sé yo!, ¡qué sé yo,Serafina!... Yo siempre he sido muy aficionado a los recuerdos, a losmás lejanos, a los de niño; en mis penas, que son muchas, me distraigorecordando mis primeros años, y me pongo muy triste; pero mejor, esoquiero yo; esta tristeza es dulce; yo me acuerdo de cuando me vacunaron;dirá usted que qué tiene eso que ver....
Es verdad; pero ya le he dichoque yo no sé hablar.... En fin, Serafina, yo la adoro a usted, porque,casado y todo... no debía estarlo. No, juro a Dios que no; nunca me herebelado contra la suerte hasta ahora; pero tiene usted la culpa, porqueha tenido lástima de mí y me ha mirado así...
y me ha sonreído así... yme ha cantado así... ¡Ay, si usted viera lo que yo tengo aquí dentro!
Yohabía oído hablar de pasiones; ¡esto es, esto es una pasión... cosaterrible!, ¿qué será de mí en marchándose usted? Pero, no importa; lapasión me asusta, me aterra; pero, con todo, no hubiera querido morirmesin sentir esto, suceda después lo que quiera. ¡Ay, Serafina de mi alma,quiérame usted por Dios, porque estoy muy solo y muy despreciado en elmundo y me muero por usted...!
Y no pudo continuar porque las lágrimas y los sollozos le ahogaban.Estaban casi sin sentido, en pie, en mitad del paseo; deliraba; la lunay la tiple se le antojaban en aquel momento una misma cosa; por lomenos, dos cosas íntimamente unidas.... Volvió a creer, como la noche delprimer préstamo, que le faltaban las piernas; en suma, se sentía muymal, necesitaba amparo, mucho cariño, un regazo, seguridadesfacultativas de que no estaba muriéndose. «Iba a ahogarse deenternecimiento; esa era la fija», pensaba él.
La Gorgheggi miró en rededor, se aseguró de que no había testigos, lebrillaron los ojos con el fuego de una lujuria espiritual, alambicada,y, cogiendo entre sus manos finas y muy blancas la cabeza hermosa deaquel Apolo bonachón y romántico, algo envejecido por los dolores de unavida prosaica, de tormentos humillantes, le hizo apoyar la frente sobreel propio seno, contra el cual apretó con vehemencia al pobre enamorado;después, le buscó los labios con los suyos temblorosos....
— Un baccio, un baccio—murmuraba ella gritando con voz baja, apasionada.Y entre los sueños de una voluptuosidad ciega y loca, la veía Bonifaciocasi desvanecido; después no oyó ni sintió nada, porque cayó redondo,entre convulsiones.
Cuando volvió en sí se encontró tendido en un banco de madera, a su ladohabía tres sombras, tres fantasmas, y del vientre de uno de ellosbrotaba la luz de un sol que le cegaba con sus llamaradas rojizas. Elsol era la linterna del sereno; las dos sombras restantes la Gorgheggi yMochi que rociaban el rostro de su amigo con agua del pilón de la fuentevecina....
-VI-
A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndoleque deseaba verle un señor sacerdote.
—¡Un sacerdote a mí! Que entre.
Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puededecirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa.Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entrabahaciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muygrasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humildey aun miserable.
Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, puesen tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de losinterlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse,apoyándose en el borde de una butaca.
—Pues—dijo—, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña EmmaValcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse,no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en elsecreto de la confesión... se me ha encargado decirle.... Sí, señor, aella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefierosiempre entenderme con...
mis semejantes... masculinos, digámoslo así. Afalta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si amano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y únicade....
—Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata—dijo con algunaimpaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana,sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malasnoticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.
—Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de laconfesión... lo delicado del mensaje....
El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que habíaquedado de par en par.
Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente enlevantarse y cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadiese atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.
—Lo que usted quería era esto, ¿verdad?—dijo con aire de triunfo, y comohombre que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su gabinete abiertas o cerradas.
—Perfectamente, sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mínada más.... Después usted dará cuenta de lo sucedido a su señoraesposa... o no se la dará; eso allá usted... porque yo no me meto eninterioridades.... Al fin usted será, naturalmente, el administrador delos bienes de su señora... y aunque yo no sé si estos son parafernales ono... porque no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin, elmarido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo que es lacostumbre... y como la ley no se opone....
—Pero, señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de loque usted me dice....
Comience usted por el principio....
Sonrió el clérigo y dijo:
—Paciencia, señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo estolo digo para tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico deBernueces, que es boticario y abogado...
sin precisar el caso, porsupuesto... y, la verdad, me decido a entregarle a usted los cuartos sinescrúpulos de conciencia.... Sí, usted, el marido, es la persona legal ymoralmente determinada, eso es, para recibir esta cantidad....
—¡Una cantidad!
—Sí, señor, siete mil reales.
Y el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrientalevita de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migasde pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzasde oro.
Bonifacio se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó lamano hacia el cucurucho.
El cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimientoinvoluntario del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sinsaber por qué se le daban.
Mas Bonifacio volvió en sí y exclamó:
—Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...
—Son siete mil reales....
—¿Pero de qué? Yo no soy... quien....
Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. JuanNepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que losextraños conocieran esta abdicación de sus derechos.
—¿Esto será alguna deuda antigua?—dijo por fin.
—No señor... y sí señor. Me explicaré...
—Sí, hombre, acabemos.
—Estos siete mil reales... proceden... de una restitución... sí, señor;una restitución hecha en el secreto de la confesión... in articulomortis... La persona que devuelve esos siete mil reales a los herederos,a la única y universal heredera de D. Diego Valcárcel, esa persona ¿mecomprende usted?, no quiso irse al otro mundo con el cargo de concienciade esa cantidad... que debía... y que no debía... es decir... yo... nopuedo tampoco hablar más claro... porque... la confesión, ya ve usted,es una cosa muy delicada....
—Sí que es—exclamó Bonifacio, que se había puesto muy pálido y estabapensando en lo que el cura de la montaña ni remotamente podía sospechar.
—Sin embargo, yo... no debo... así, en absoluto... omitir lascircunstancias que explican, en cierto modo, la cosa. Esto, me dije yo amí mismo, es indispensable para que los herederos, o la heredera, oquien haga sus veces, admitan sin reparo esta cantidad, con laconciencia tranquila de quien toma lo que es suyo. Pues, sí, señores, deustedes es... ya lo creo.... Verá usted; es el caso que... aquí hay queomitir determinadas indicaciones que no favorecen la memoria de....
—Del difunto.
—¿De qué difunto?
—Del que restituye....
—No señor; del difunto... de otro difunto. No me tire usted de lalengua, eso no está bien.
—No, si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcelprestó este dinero sin garantías... y ahora....
El cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio habíadicho casa.
—No, señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.
—¿Y entonces?
—Entonces... no me tire usted de la lengua. He dicho ya que la cosa noera favorable a la memoria del difunto.... X, llamémosle X, que en pazdescanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no esfavorable, porque en rigor... él es inocente, en este caso concreto a lomenos; y además, aunque no lo fuera... el que rompe paga... y él queríapagar... sólo que no había roto... ¿Me explico?
—No, señor; pero no importa. No se moleste usted.
Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña EmmaValcárcel.
—¿Usted conoció... trató al difunto.... Don Diego?
—Sí, señor; como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.
—¿Si estará loco, o será tonto este señorito?—pensó el clérigo.
De repente se le ocurrió una idea feliz.
—Oiga usted—exclamó—. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todomediante un símil... y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lodigo, ¿me entiende usted?
—Vamos a ver—dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendouna lucha terrible con su conciencia.
—Figurémonos que usted es cazador... y va y pasa por una heredad mía;supongamos que soy yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredadun ciervo, un jabalí... lo que usted quiera, una liebre....
—Una liebre—dijo Reyes maquinalmente.
—Va, y ¡pum!...
El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un saltoa Bonis, que estaba muy nervioso.
—Dispara usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre; esmejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree robezo ociervo...; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino que ha matado usteduna vaca mía que pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? Enmi ejemplo, en mi caso, pagarme la vaca por medio de una donación intervivos... importante siete mil reales. Yo me guardo los siete mil realesy el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo mejor, y es que usted noha sido el matador. El tiro no dio en el blanco, el tiro de usted se fueallá, por las nubes.... Sólo que antes que usted, mucho antes, otrocazador, escondido, había disparado también... y ese fue el que mató lares, y se quedó con ella y con los siete mil reales de usted.
Pasatiempo, muere usted, es un decir, y muere también el otro; pero antes demorir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver a los herederos deusted el dinero que, en rigor, no es suyo, aunque usted se lo ha dado.... inter vivos. (El cura daba gran importancia a este latín, sin el cual nocreía bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué tal, me hacomprendido usted?
Ni palabra. Bonifacio no comprendió que se trataba de uno de aquellosagujeros de honor que D. Diego había tapado con dinero. En este casoconcreto, como decía el cura, la lesión de honra no existía, o, por lomenos, no era D. Diego el causante, y se le había hecho pagar lo que nodebía.
La persona que había lucrado, gracias a la asustadiza concienciadel jurisconsulto, siempre temeroso del escándalo, restituía a la horade la muerte, por miedo del infierno probablemente.
El cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy satisfecho delsímil, cuya exposición le había hecho sudar, se limpiaba el cogote consu pañuelo verde con rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquelcaballero, que parecía tonto, hubiese comprendido o no.... El secreto dela confesión y la buena memoria de D. Diego no le permitían a él ser máslargo ni más explícito.
Habló más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debíaquedar allí, y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él ysu señora, si él lo creía decente, debían enterarse de lo sucedido.
—Nadie más. Ya ve usted, es delicado... y los maliciosos, sobre todoallá en el pueblo, si saben que yo vine... y entregué... enseguida caenen la cuenta. Mucho sigilo pues. Además, la misma señorita... quierodecir, la señora de usted, debe saber lo menos posible; podríacavilar... y las mujeres, sobre todo las casadas, las cazan al vuelo, ypodría comprenderlo todo. «Mejor que tú, por lo que veo»; añadió parasí.
Y salió el señor cura de la montaña satisfecho de sí mismo, confiado enla palabra de honor de aquel señor soso y casi tonto, que, a pesar detodo, tenía cara de honrado y de persona formal.
—Se puede ser fiel a la palabra y tener pocos alcances, se decía elclérigo bajando la escalera.
A Bonifacio se le había ocurrido, ante todo, ver en aquello que élllamaba casualidad la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadiópara sí: «La mano de la providencia... del diablo».
Porque lo primeroque pensó hacer de aquel dinero que le venía llovido del... infierno,fue llevárselo a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible dela deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las furias delAverno (estilo Bonifacio), gritándole: «Infame, adúltero,
¿qué has hechode la fortuna de tu mujer?». En vano la razón decía: «Ni tú has sidoadúltero hasta la fecha, a no ser por palabra de presente, ni la fortunade tu mujer está comprometida por ese préstamo de seis mil reales, aunsuponiendo que los pagase ella». No importaba; los remordimientos, o,más bien el miedo que tenía a Emma y a D. Juan Nepomuceno, no le habíandejado dormir aquella noche. Lo que él llamaba ser adúltero quedaba ensegundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas, tal vezencontraría medio de disculpar a sus propios ojos aquel amorilegítimo... pero lo del dinero no admitía excusas; él había pedido seismil reales a un prestamista, abusando del crédito de su mujer. Esto erainicuo... y lo que era peor, muy expuesto a una tragedia doméstica. Laimaginación, la loca de la casa, le ponía delante el cuadro aterrador:«Emma saltaba de la cama con su gorro de dormir, pálida, huesuda,echando fuego por los ojos y avanzaba en silencio hacia él, estrujandoen la mano temblorosa un recibo que D. Juan Nepomuceno acababa deentregarle, impasible, como siempre, envuelto en la dignidad de suspatillas. ¡Lo sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los seis milreales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno y Nepomuceno lahabían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror!
¡Adónde puede llegar lafantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortunaaquello no era más que un cuadro imaginado.... Pero la realidad podríallegar a parecérsele. Y aquel señor cura se le presentaba con siete milreales, que él, Bonifacio, podría gastar en lo que quisiera, sin quepersona nacida lo estorbase ni lo supiese. Es más, el secreto era allílo principal. Y ¿cómo guardar el secreto haciendo ingresar aquellosmiles en lo que llamaba D. Juan Nepomuceno la caja? Ni el cura ni el querestituía, honrado penitente, sabían que él, Bonis, allí no tocaba pito,ni administraba, a pesar de lo que disponían ciertas leyes recopiladas,según le habían asegurado; él, pese a todas las leyes del mundo, nodisponía de un cuarto, y sólo servía para firmar como en un barbechocuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues bien; siendo así,¿cómo incorporar aquel dinero al caudal de su mujer sin que nadie seenterase? Imposible. Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tucapa un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no erarobar a su mujer? Sí y no. No, porque con ellos iba a tapar una brechaabierta al crédito de la casa Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía uncuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito el Mayor había prestadofiándose del capital de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía queen su fuero interno siempre había pensado en pagar con dinero de sumujer, aunque le asustaba pensar en el cómo y cuándo. Por este lado noera robar lo que quería hacer. Por otra parte, sí era robar; porque....porque aquello era... un robo, un fraude o como se dijera, pero ello erarobar.
Satisfecho de sí mismo hasta cierto punto, en medio de aquelladesolación moral, contemplaba la rectitud de su alma, que rechazabasofismas vanos y gritaba: «¡ robar, robar!». Lo cual no impidió que Bonisse lavase y vistiera lo más de prisa que pudo y saliese de casa sin servisto ni oído, con ánimo de estar de vuelta antes que Emma despertase.
«Estas cosas hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si vacilo,si me estoy días y días dándome jaqueca con la idea de que esto es uncrimen... a lo mejor viene el trueno gordo, D.
Benito se cansa deesperar, Nepomuceno se entera del caso y... primero morir; cien veces lamuerte y el infierno. A pagar, a pagar. ¿No quería secreto el señorcura? Pues ya verá qué secreto. Y soy un ladrón, no cabe duda, unladrón.... Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también lesatisfizo y tranquilizó un poco. «¡Ladrón por amor!». Estaba muy bienpensado. Llegó al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí; enúltimo caso, si lo que iba a hacer era un verdadero delito, su honradezheredada, la fuerza de la sangre, limpia de todo crimen, el instinto delbien obrar, en suma, le impedirían llevar a cabo lo que intentaba. Se letrabaría la lengua o se le doblarían las piernas, como en recientesaventuras de otra índole; si nada de esto le sucedía, no debía de habertal crimen ni tales alforjas».
D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo;estaba rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos escritoriosforrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves,de lomo pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavorsupersticioso infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis.
El notario se acercó a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas conambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, puesestaba la atmósfera que ardía, según el otro.
—¿Qué hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh?Pues me lo pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D.Benito, encantado con su propia gracia.
—Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras....
Bonifacio hizo un gesto que pedía una entrevista a solas.
D. Benito, cogiendo al deudor por las solapas del gabán, le llevó trasde sí a un gabinete contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también porestantes, continuación del protocolo. Allí estaban los libros de siglospasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estoslíos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saberpor qué, se acordó de haber oído describir las bodegas de Jerez y lassoleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedadsagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».
D. Benito le volvió a la realidad.
—Vamos a ver, señor mío, desembuche usted....
«Solos
estamos
los
dos,
solos delante del cielo...».
¡Je, je!...
El notario, después de declamar aquellos dos versos de una comedia deaficionados, muchas veces representada en el pueblo porque era de hombres solos, dio una palmadita en el vientre a Reyes; y de pronto sequedó muy serio, muy serio, sin decir palabra, como dando a entender:«Soy todo oídos; basta de chistes; aquí tiene usted al representante dela fe pública, o al prestamista sin entrañas, lo que usted quiera».
—Sr. García, vengo a pagar a usted aquel piquillo....
—¿Qué piquillo?
—Los seis mil reales que usted tuvo la amabilidad....
—¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?... Usted no medebe nada.
—¡Qué bromista es usted!—dijo Bonis, que más estaba para recibir losSantos Sacramentos que para chistes.
Y se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa