Vaya? ¿va pasando esa condenada tos? La semana que entra ya no toserá usted nada, pero nada.
Irá usted al campo ... allá por el puente de San Isidro.... Pero ¡que cabeza la mía...! se me olvidaba lo principal, que es darles los tres mil reales.
Venga acá, Isidorita, entérese bien ... Un billete de cien pesetas, otro, otro ... (Los iba contando mojaba los dedos con saliva á cada billete, para que no se pegaran.) Setecientas pesetas ... tengo billete de cincuenta, hija. Otro día lo da.
Tienen ahí ciento cuarenta duros, ó sean dos ochocientos reales....»
VIII
Al ver el dinero, Isidora casi lloraba de gusto, y el enfermo se animó tanto que parecía haber recobrado la salud. ¡Pobrecillos, estaban tan mal, habían pasado tan horribles escaseces y miserias! Dos años antes se conocieron en casa de un prestamista que á entrambos les desollaba vivos. Se confiaron su situación respectiva, se compadecieron y se amaron: aquella misma noche durmió Isidora en el estudio. El desgraciado artista y la mujer perdida hicieron el pacto de fundir sus miserias en una sola, y de ahogar sus penas en el dulce licor de una confianza enteramente conyugal. El amor les hizo llevadera la desgracia. Se casaron en el ara del amancebamiento, y á los dos dias de unión se querían de veras y hallábanse dispuestos á morirse juntos y á partir lo poco bueno y lo mucho malo que la vida pudiera traerles. Lucharon contra la pobreza, contra la usura, y sucumbieron sin dejar de quererse: él siempre amante, solícita y cariñosa ella; ejemplo ambos de abnegación, de esas altas virtudes que se esconden avergonzadas para que no las vean la ley y la religión, como el noble haraposo se esconde de sus iguales bien vestidos.
Volvió á abrazarles Torquemada, diciéndoles con melosa voz: «Hijos míos, sed buenos y que os aproveche el ejemplo que os doy. Favoreced al pobre, amad al prójimo, y así como yo os he compadecido, compadecedme á mí, porque soy muy desgraciado.
—Ya sé—dijo Isidora, desprendiéndose de los brazos del avaro,—que tiene usted al niño malo.
¡Pobrecito! Verá usted cómo se le pone bueno ahora....
—¡Ahora! ¿Por qué ahora?—preguntó Torquemada con ansiedad muy viva.
—Pues ... qué sé yo.... Me parece que Dios le ha de favorecer, le ha de premiar sus buenas obras....
—¡Oh! si mi hijo se muere—afirmó D. Francisco con desesperación,—no sé qué va á ser de mí.
—No hay que hablar de morirse—gritó el enfermo, á quien la posesión de los santos cuartos había despabilado y excitado cual si fuera una toma del estimulante más enérgico.—¿Qué es eso de morirse? Aquí no se muere nadie. D. Francisco, el niño no se muere. Pues no faltaba mas.
¿Qué tiene? ¿Meningitis? Yo tuve una muy fuerte á los diez años; y ya me daban por muerto, cuando entré en reacción, y viví y aquí me tiene usted dispuesto á llegar á viejo, y llegaré, porque lo que es el catarro, ahora lo largo. Vivirá el niño, D. Francisco, no tenga duda; vivirá.
—Vivirá—repitió Isidora:—yo se lo voy á pedir á la Virgencita del Carmen.
—Sí, hija, á la Virgen del Carmen—dijo Torquemada llevándose el pañuelo á los ojos.—Me parece muy bien. Cada uno empuje por su lado, á ver si entre todos ...»
El artista, loco de contento, quería comunicárselo al atribulado padre, y medio se echó de la cama para decirle: «D. Francisco, no llore, que el chico vive.... Me lo dice el corazón, me lo dice una voz secreta.... Viviremos todos y seremos felices.
—¡Ay, hijo de mi alma!—exclamó el Peor; y abrazándole otra vez:—Dios le oiga á usted. ¡Qué consuelo tan grande me da!
—También usted nos ha consolado á nosotros. Dios se lo tiene que premiar. Viviremos, sí, sí.
Mire, mire: el día en que yo pueda salir, nos vamos todos al campo, el niño también, de merienda. Isidora nos hará la comida, y pasaremos un día muy agrabable, celebrando nuestro restablecimiento.
—Iremos, iremos—dijo el tacaño con efusión, olvidándose de lo que antes había pensado respecto al campo á que iría Martín muy pronto.—Sí, y nos divertiremos mucho, y daremos limosnas á todos los pobres que nos salgan.... ¡Qué alivio siento en mi interior desde que he hecho ese beneficio!... No, no me lo alaben.... Pues verán: se me ocurre que aún les puedo hacer otro mucho mayor.
¿Cuál?... A ver, D. Francisquito.
—Pues se me ha ocurrido ... no es idea de ahora, que la tengo hace tiempo.... Se me ha ocurrido que si la Isidora conserva los papales de su herencia y sucesión de la casa de Aransis, hemos de intentar sacar eso....»
Isidora le miró entre aturdida y asombrada «¿Otra vez eso?» fué lo único que dijo.
«Sí, sí, tiene razón D. Francisco—afirmó el pobre tisico, que estaba de buenas, entregándose con embriaguez á un loco optimismo.—Se intentará.... Eso no puede quedar asi.
—Tengo el recelo—añadió Torquemada,—de que los que intervinieron en la acción la otra vez no anduvieron muy listos, ó se vendieron a la Marquesa vieja.... Lo hemos de ver, lo hemos de ver.
—En cuantito que yo suelte el catarro. Isidora; mi ropa; ve al momento á traer mi ropa, que me quiero levantar.... ¡Qué bien me siento ahora! Me dan ganas de ponerme á pintar, D. Francisco.
En cuanto el niño se levante de la cama quiero hacerle el retrato.
—Gracias, gracia ... sois muy buenos ... los tres somos muy buenos, ¿verdad? Venga un abrazo, y pedid a Dios por mí. Tengo que irme, porque estoy con una zozobra que no puedo vivir.
—Nada, nada, que el niño está mejor, que se salva—repitió el artista cada vez más exaltado.—Si le estoy viendo, si no me puedo equivocar.»
Isidora se dispuso á salir, con parte del dinero, camino de la casa de préstamos; pero al pobre artista le acometió la tos y disnea con mayor fuerza y tuvo que quedarse. D. Francisco se despidió con las expresiones más cariñosas que sabía y cogiendo los cuadritos salió con ellos debajo de la capa. Por la escalera iba diciendo: «¡Vaya, que es bueno ser bueno!... ¡Siento en mi interior una cosa, un consuelo...! ¡Si tendrá razón Martín! ¡Si se me pondrá bueno aquel pedazo de mi vida!... Vamos corriendo allá. No me fío, no me fío. Este botarate tiene las ilusiones de los tísicos en último grado. Pero ¡quién sabe! se engaña de seguro respecto á sí mismo, y acierta en lo demás. A donde él va pronto es al nicho.... Pero los moribundos suelen tener doble vista, y puede que haya visto la mejoría de Valentín ... voy corriendo, corriendo. ¡Cuánto me estorban estos malditos cuadros! ¡No dirán ahora que soy tirano y judío, pues rasgos de estos entran pocos en libra!... No me dirán que me cobro en pinturas, pues por estos apuntes, en venta, no me darían ni la mitad de lo que yo dí. Verdad que si se muere valdrán más, porque aquí, cuando un artista está vivo, nadie le hace maldito caso, y en cuanto se muere de miseria ó de cansancio, le ponen en las nubes, le llaman genio y qué sé yo qué... Me parece que no llego nunca á mi casa. ¡Qué lejos está, estando tan cerca!»
Subió de tres en tres peldaños la escalera de su casa, y le abrió la puerta la tía Roma, disparándole á boca de jarro estas palabras: «Señor, el niño parece que está un poquito más tranquilo.» Oirlo D. Francisco y soltar los cuadros y abrazar á la vieja, fué todo uno. La trapera lloraba, y el Peor le dió tres besos en la frente. Después fué derechito á la alcoba del enfermo y miró desde la puerta. Rufina se abalanzó hacia él para decirle: «Está desde mediodía más sosegado ... ¿Ves? Parece que duerme el pobre ángel. Quién sabe. Puede que se salve. Pero no me atrevo á tener esperanzas, no sea que las perdamos esta tarde.
Torquemada no cabía en sí de sobresalto y ansiedad. Estaba el hombre con los nervios tirantes, sin poder permanecer quieto ni un momento, tan pronto con ganas de echarse á llorar como de soltar la risa. Iba y venía del comedor á la puerta de la alcoba, de ésta á su despacho, y del despacho al gabinete. En una de estas volteretas, llamó á la tía Roma, y metiéndose con ella en la alcoba la hizo sentar, y le dijo:
—Tía Roma, ¿crees tú que se salva el niño?
—Señor, será lo que Dios quiera, y nada más. Yo se lo he pedido anoche y esta mañana á la Virgen del Carmen, con tanta devoción que más no puede ser, llorando á moco y baba. ¿No me ve cómo tengo los ojos?
—¿Y crees tú...?
—Yo tengo esperanza, señor. Mientras no sea cadáver, esperanzas ha de haber, aunque digan los médicos lo que dijeren. Si la Virgen lo manda, los médicos se van á hacer puñales.... Otra: anoche me quedé dormida rezando, y me pareció que la Virgen bajaba hasta delantito de mí, y que me decía que sí con la cabeza ... Otra: ¿no ha rezado usted?
—Sí, mujer; ¡qué preguntas haces! Voy á decirte una cosa importante. Verás.»
Abrió un vargueño, en cuyos cajoncillos guardaba papeles y alhajas de gran valor que habían ido á sus manos en garantía de préstamos usurarios: algunas no eran todavía suyas; otras, sí. Un rato estuvo abriendo estuches, y á la tía Roma, que jamás había visto cosa semejante, se le encandilaban los ojos de pez con los resplandores que de las cajas salían. Eran, según ella, esmeraldas como nueces, diamantes que arrojaban pálidos rayos, rubíes como pepitas de granada, y oro finísimo, oro de la mejor ley, que valía cientos de miles.... Torquemada, después de abrir y cerrar estuches, encontró lo que buscaba: una perla enorme, del tamaño de una avellana, de hermosísimo oriente; y cogiéndola entre los dedos, la mostró á la vieja.
«¿Qué te parece esta perla, tía Roma?»
—Bonita de veras. Yo no lo entiendo. Valdrá miles de millones. ¿Verdá usté?
—Pues esta perla—dijo Torquemada en tono triunfal,—es para la señora Virgen del Carmen.
Para ella es, si pone bueno á mi hijo. Te la enseño, y pongo en tu conocimiento la intención, para que se lo digas. Si se lo digo yo, de seguro no me lo cree.
—D. Francisco (mirándole con profunda lástima), usted está malo de la jícara. Dígame, por su vida, ¿para qué quiere ese requilorio la Virgen del Carmen?
—Toma, para que se lo pongan el día de su santo, el 16 de Julio. ¡Pues no estará poco maja con esto! Fué regalo de boda de la excelentísima señora Marquesa de Tellería. Créelo, como ésta hay pocas.
—Pero, D. Francisco, ¡usted piensa que la Virgen le va á conceder...! paice bobo ... ¡por ese piazo de cualquier cosa!
—Mira qué oriente. Se puede hacer un alfiler y ponérselo a ella en el pecho, o al Niño.
—¡Un rayo! ¡Valiente caso hace la Virgen de perlas y pindonguerías!... Créame á mí: véndala y dele á los pobres el dinero.
Mira tú, no es mala idea—dijo el tacaño guardando la joya.—Tú sabes mucho. Seguiré tu consejo, aunque, si he de serte franco, eso de dar á los pobres viene á ser una tontería, porque cuanto les das se lo gastan en aguardiente. Pero ya lo arreglaremos de modo que el dinero de la perla no vaya á parar á las tabernas ... Y ahora quiero hablarte de otra cosa. Pon muchísima atención: ¿te acuerdas de cuando mi hija, paseando una tarde por las afueras con Quevedo y las de Morejón, fué á dar allá, por donde tú vives, hacia los Tejares del Aragonés, y entró en tu choza y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vió? ¿Te acuerdas de eso?
Contóme Rufina que tu vivienda es un cubil, una inmundicia hecha con adobes, tablas viejas y planchas de hierro, el techo de paja y tierra; me dijo que ni tú ni tus nietos tenéis cama, y dormís sobre un montón de trapos; que los cerdos y las gallinas que criáis con la basura son allí las personas; y vosotros los animales. Sí: Rufina me contó esto, y yo debí tenerte lástima y no te la tuve. Debí regalarte una cama, pues nos has servido bien, querías mucho á mi mujer, quieres á mis hijos, y en tantos años que entras aquí jamás nos has robado ni el valor de un triste clavo.
Pues bien: si entonces no se me pasó por la cabeza socorrerte, ahora sí.»
Diciendo esto, se aproximó al lecho y dió en él un fuerte palmetazo con ambas manos, como el que se suele dar para sacudir los colchones al hacer las camas.
«Tía Roma, ven acá, toca aquí. Mira qué blandura. ¿Ves este colchón de lana encima de un colchón de muelles? Pues es para tí, para ti, para que descanses tus huesos duros y te espatarres á tus anchas.»
Esperaba el tacaño una explosión de gratitud por dádiva tan espléndida, y ya le parecía estar oyendo las bendiciones de la tía Roma, cuando ésta salió por un registro muy diferente. Su cara telarañosa se dilató, y de aquellas úlceras con vista que se abrían en el lugar de los ojos, salió un resplandor de azoramiento y susto, mientras volvía la espalda al lecho, dirigiéndose hacia la puerta.
«Quite, quite allá—dijo:—vaya con lo que se le ocurre ... ¡Darme á mí los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!... Y aunque cupieran ... ¡rayo! A cuenta que he vivido tantismos años durmiendo en duro como una reina, y en estas blanduras no pegaría los ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero morirme en paz. Cuando venga la de la cara fea me encontrará sin una mota, pero con la conciencia como los chorros de la plata. No, no quiero los colchones, que dentro de ellos está su idea ... porque aquí duerme usted, y por la noche, cuando se pone á cavilar, las ideas se meten por la tela adentro y por los muelles, y ahí estarán como las chinches cuando no hay limpieza. ¡Rayo con el hombre, y la que me quería encajar!...
Accionaba la viejecilla de una manera gráfica, expresando tan bien, con el mover de las manos y de los flexibles dedos, cómo la cama del tacaño se contaminaba de sus ruines pensamientos, que Torquemada la oía con verdadero furor, asombrado de tanta ingratitud; pero ella, firme y arisca, continuó despreciando el regalo: «Pos vaya un premio gordo que me caía, Santo Dios ... ¡Pa que yo durmiera en eso! Ni que estuviera boba, D. Francisco. ¡Pa que á media noche me salga toda la gusanera de las ideas de usted, y se me meta por los oídos y por los ojos, volviéndome loca y dándome una mala muerte...! Porque, bien lo sé yo ... á mí no me la da usted.... ahí dentro, ahí dentro, están todos sus pecados, la guerra que le hace al pobre, su tacañería, los réditos que mama, y todos los números que le andan por la sesera para ajuntar dinero.... Si yo me durmiera ahí, á la hora de la muerte me saldrían por un lado y por otro unos sapos con la boca muy grande, unos culebrones asquerosos que se me enroscarían en el cuerpo, unos diablos muy feos con bigotazos y con orejas de murciélago, y me cogerían entre todos para llevarme á rastras á los infiernos. Váyase al rayo, y guárdese sus colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una manta por encima, que es la gloria divina.... Ya lo quisiera usted.... Aquéllo sí que es rico para dormir á pierna suelta....
—Pues dámelo, dámelo, tía Roma—dijo el avaro con aflicción.—Si mi hijo se salva, me comprometo á dormir en él lo que me queda de vida, y á no comer más que las bazofias que tú comes.
—A buenas horas y con sol. Usted quiere ahora poner un puño en el cielo. ¡Ay, señor, á cada paje su ropaje! A usted le sienta eso como á la burra las arracadas. Y todo ello es porque está afligido; pero si se pone bueno el niño, volverá usted á ser más malo que Holofernes. Mire que ya va para viejo; mire que el mejor día se pone delante la de la cara pelada, y a ésta sí que no le da usted el timo.
—¿Pero de dónde sacas tú, estampa de la sura—replicó Torquemada con ira, agarrándola por el pescuezo y sacudiéndola,—de dónde sacás tú que yo soy malo, ni lo he sido nunca?
—Déjeme, suélteme, no me menée, que no soy ninguna pandereta. Mire que soy más vieja que Jerusalén y he visto mucho mundo y le conozco a usted desde que se quiso casar con la Silvia. Y
bien le aconsejé á ella que no se casara ... y le anuncié las hambres que había de pasar. Ahora que está rico no se acuerda de cuando empezaba á ganarlo. Yo sí me acuerdo, y me paice que fué ayer cuando le contaba los garbanzos á la cuitada de Silvia y todo lo tenía usted bajo llave, y la pobre estaba descomida, trashijada y ladrando de hambre. Como que si no es por mí, que le traía algún huevo de ocultis, se hubiera muerto cien veces. ¿Se acuerda de cuando se levantaba usted á media noche para registrar la cocina á ver si descubría algo de condumio, que la Silvia hubiera escondido para comérselo sola? ¿Se acuerda de cuando encontró un pedazo de jamón en dulce y un medio pastel que me dieron á mí en casa de la Marquesa, y que yo le traje á la Silvia para que se lo zampara ella sola, sin darle á usted ni tanto así? ¿Recuerda que al otro día estaba usted hecho un león, y que cuando entré me tiró al suelo y me estuvo pateando? Y yo no me enfadé, y volví, y todos los días le traía algo á la Silvia. Como usted era el que iba á la compra, no le podíamos sisar, y la infeliz no tenía una triste chambra que ponerse. Era una mártira, D.
Francisco, una mártira; ¡y usted guardando el dinero y dándolo á peseta por duro al mes! Y
mientre tanto, no comían más que mojama cruda con pan seco y ensalada. Gracias que yo partía con ustedes lo que me daban en las casas ricas, y una noche, ¿se acuerda? traje un hueso de jabalí que lo estuvo usted echando en el puchero seis días seguidos, hasta que se quedó mas seco que su alma puñalera. Yo no tenía obligación de traer nada: lo hacía por la Silvia, á quien cogí en brazos cuando nació de señá Rufinica, la del callejón del Perro. Y lo que á usted le ponía furioso era que yo le guardase las cosas á ella y no se las diera á usted, ¡un rayo! Como si tuviera yo obligación de llenarle á usted el buche, perro, más que perro.... Y dígame ahora, ¿me ha dado alguna vez el valor de un real? Ella sí me daba lo que podía, á la chita callando; pero usted, el muy capigorrón, ¿qué me ha dado? Clavos torcidos, y las barreduras de la casa. ¡Véngase ahora con jipíos y farsa!... Valiente caso le van á hacer.
—Mira, vieja de todos los demonios—le dijo Torquemada furioso,—por respeto á tu edad no te reviento de una patada. Eres una embustera, una diabla, con todo el cuerpo lleno de mentiras y enredos. Ahora te da por desacreditarme después de haber estado más de veinte años comiendo mi pan. ¡Pero si te conozco, zurrón de veneno; si eso que has dicho nadie te lo va a creer: ni arriba ni abajo! El demonio está contigo, y maldita tú eres entre todas las brujas y esperpentos que hay en el cielo ... digo, en el infierno.»
IX
Estaba el hombre fuera de sí, delirante; y sin echar de ver que la vieja se había largado á buen paso de la habitación, siguió hablando como si delante la tuviera. «Espantajo, madre de las telarañas, si te cojo, verás.... ¡Desacreditarme así!» Iba de una parte á otra en la estrecha alcoba, y de ésta al gabinete, cual si le persiguieran sombras; daba cabezadas contra la pared, algunas tan fuertes que resonaban en toda la casa.
Caía la tarde, y la obscuridad reinaba ya en torno del infeliz tacaño, cuando éste oyó claro y distinto el grito de pavo real que Valentín daba en el paroxismo de su altísima fiebre. «¡Y decían que estaba mejor!... Hijo de mi alma.... Nos han vendido, nos han engañado.»
Rufina entró llorando en la estancia de la fiera, y le dijo: «¡Ay, papá, qué malito se ha puesto; pero qué malito!
—¡Ese trasto de Quevedo!—gritó Torquemada llevándose un puño á la boca y mordiéndoselo con rabia.—Le voy á sacar las entrañas.... Él nos le ha matado.
—Papá, por Dios, no seas así.... No te rebeles contra la voluntad de Dios.... Si Él lo dispone....
—Yo no me rebelo, ¡puñales! yo no me rebelo. Es que no quiero, no quiero dar á mi hijo, porque es mío, sangre de mi sangre y hueso de mis huesos....
—Resígnate, resígnate, y tengamos conformidad—exclamó la hija, hecha un mar de lágrimas.
—No puedo, no me da la gana de resignarme. Esto es un robo.... Envidia, pura envidia. ¿Qué tiene que hacer Valentín en el cielo? Nada, digan lo que dijeren; pero nada.... Dios, ¡cuánta mentira, cuánto embuste! Que si cielo, que si infierno, que si Dios, que si diablo, que si ... tres mil rábanos. ¡Y la muerte, esa muy pindonga de la muerte, que no se acuerda de tanto pillo, de tanto farsante, de tanto imbécil, y se le antoja mi niño, por ser lo mejor que hay en el mundo!...
Todo está mal, y el mundo es un asco, una grandísima porquería.»
Rufina se fue y entró Bailón, trayéndose una cara muy compungida. Venía de ver al enfermito, que estaba ya agonizando, rodeado de algunas vecinas y amigos de la casa. Disponíase el clerizonte a confortar al afligido padre en aquel trance doloroso, y empezó por darle un abrazo, diciéndole con empañada voz: «Valor, amigo mío, valor. En estos casos se conocen las almas fuertes. Acuérdese usted de aquel gran filósofo que expiró en una cruz dejando consagrados los principios de la Humanidad.
—¡Qué principios ni qué...! ¿quiere usted marcharse de aquí, so chinche?... Vaya que es de lo más pelmazo y cargante y apestoso que he visto. Siempre que estoy angustiado me sale con esos retruécanos.
—Amigo mío, mucha calma. Ante los designios de la Naturaleza, de la Humanidad, del gran Todo, ¿qué puede el hombre? ¡El hombre! esa hormiga, menos aún, esa pulga ... todavía mucho menos.
—Ese coquito ... menos aún, ese ... ¡puñales!—agregó Torquemada con sarcasmo horrible, remedando la voz de la sibila y enarbolando después el puño cerrado.—Si no se calla le rompo la cara.... Lo mismo me da á mí el grandísimo todo que la grandísima nada y el muy piojoso que la inventó. Déjeme, suélteme, por la condenada alma de su madre, ó....»
Entró Rufina otra vez, traída por dos amigas suyas, para apartarla del tristísimo espectáculo de la alcoba. La pobre joven no podía sostenerse. Cayó de rodillas exhalando gemidos, y al ver á su padre forcejeando con Bailón, le dijo: «Papá, por Dios, no te pongas así. Resígnate ... yo estoy resignada, ¿no me ves?... El pobrecito ... cuando yo entré... tuvo un instante ¡ay! en que recobró el conocimiento. Habló con voz clara, y dijo que veía á los ángeles que le estaban llamando.
—¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida!—gritó Torquemada con toda la fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente—no vayas, no hagas caso; que esos son unos pillos que te quieren engañar.... Quédate con nosotros....»
Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido feroz y espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre. Así estuvo largo rato, sujetado por Bailón y el carnicero, mientras Rufina, transida de dolor, pero en sus cinco sentidos, era consolada y atendida por Quevedito y el fotógrafo. Llenóse la casa de vecinos y amigos, que en tales trances suelen acudir compadecidos y serviciales. Por fin tuvo término el patatús de Torquemada, y caído en profundo sopor que á la misma muerte, por lo quieto, se asemejaba, le cargaron entre cuatro y le arrojaron en su lecho.
La tía Roma, por acuerdo de Quevedito, le daba friegas con un cepillo, rasca que te rasca, como si le estuviera sacando lustre.
Valentín había espirado ya. Su hermana, que quieras que no, allá se fué, le dió mil besos, y, ayudada de las amigas, se dispuso á cumplir los últimos deberes con el pobre niño. Era valiente, mucho más valiente que su padre, el cual cuando volvió en sí de aquel tremendo sincope, y pudo enterarse de la completa extinción de sus esperanzas, cayó en profundísimo abatimiento físico y moral. Lloraba en silencio, y daba unos suspiros que se oían en toda la casa. Transcurrido un buen rato, pidió que le llevaran café con media tostada, porque sentía debilidad horrible. La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación nerviosa, y la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo. Á media noche fué preciso administrarle un substancioso potingue, que fabricaron la hermana del fotógrafo de arriba y la mujer del carnicero de abajo, con huevos, Jerez y caldo de puchero. «No sé qué me pasa—decía el Peor;—pero ello es que parece que se me quiere ir la vida.» El suspirar hondo y el llanto comprimido le duraron hasta cerca del día, hora en que fué atacado de un nuevo paroxismo de dolor, diciendo que quería ver á su hijo; resucitarle, costara lo que costase, é intentaba salirse del lecho, contra los combinados esfuerzos de Bailón, del carnicero y de los demás amigos que contenerle y calmarle querían. Por fin lograron que se estuviera quieto, resultado en que no tuvieron poca parte las filosóficas amonestaciones del clerigucho, y las sabias cosas que echó por aquella boca el carnicero, hombre de pocas letras, pero muy buen cristiano. «Tienen razón—dijo D. Francisco, agobiado y sin aliento.—¿Qué remedio queda más que conformarse? ¡Conformarse! Es un viaje para el que no se necesitan alforjas. Vean de qué le vale á uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los desgraciados, y hacer bien á los que no nos pueden ver ni en pintura.... Total, que lo que pensaba emplear en favorecer á cuatro pillos ... ¡mal empleado dinero, que había de ir á parar á las tabernas, á los garitos y á las casas de empeño!... digo que esos dinerales los voy á gastar en hacerle á mi hijo del alma, á esa gloria, á ese prodigio que no parecía de este mundo, el entierro más lucido que en Madrid se ha visto. ¡Ah, qué hijo! ¿No es dolor que me le hayan quitado? Aquello no era hijo: era un diosecito que engendramos á medias el Padre Eterno y yo....
¿No creen ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me traigan muestras de carros fúnebres ... y vengan papeleta negras para convidar á todos los profesores.»
Con estos proyectos de vanidad, excitóse el hombre, y á eso de las nueve de la mañana, levantado y vestido, daba sus disposiciones con aplomo y serenidad. Almorzó bien, recibía cuantos amigos llegaban á verle, y á todos les endilgaba la consabida historia: «Conformidad....
¡Qué le hemos de hacer!... Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que se vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan misericordia.... ¡Ah, misericordia!... Lindo anzuelo sin cebo para que se lo traguen los tontos.»
Y se hizo el lujoso entierro, y acudió á él mucha y lucida gente, lo que fué para Torquemada motivo de satisfacción y orgullo, único bálsamo de su hondísima pena. Aquella lúgubre tarde, después que se llevaron el cadáver del admirable niño, ocurrieron en la casa escenas lastimosas.
Rufina, que iba y venía sin consuelo, vió á su padre salir del comedor con todo el bigote blanco, y se espantó creyendo que en un instante se había llenado de canas. Lo ocurrido fué lo siguiente: fuera de sí, y acometido de un espasmo de tribulación, el inconsolable padre fué al comedor y descolgó el encerado en que estaban aún escritos los problemas matemáticos, y tomándolo por retrato, que fielmente le reproducía las facciones del adorado hijo, estuvo larguísimo rato dando besos sobre la fría tela negra, y estrujándose la cara contra ella, con lo que la tiza se le pegó al bigote mojado de lágrimas, y el infeliz usurero parecía haber envejecido súbitamente. Todos los presentes se maravillaron de esto, y hasta se echaron á llorar. Llevóse D. Francisco á su cuarto el encerado, y encargó á un dorador un marco de todo lujo para ponérselo, y colgarlo en el mejor sitio de aquella estancia.
Al día siguiente, el hombre fue acometido, desde que abrió los ojos, de la fiebre de los negocios terrenos. Como la señorita había quedado muy quebrantada por los insomnios y el dolor, no podía atender á las cosas de la casa: la asistenta y la incansable tía Roma la sustituyeron hasta donde sustituirla era posible. Y he aquí que cuando la tía Roma entró á llevarle el chocolate al gran inquisidor, ya estaba éste en planta, sentado á la mesa de su despacho, escribiendo números con mano febril. Y como la bruja aquélla tenía tanta confianza con el señor de la casa, permitiéndose tratarle como á igual, se llegó á él, le puso sobre el hombro su descarnada