Torquemada en la Hoguera by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Vendía fósforos, periódicos y algún billete de Lotería, tres ramos mercantiles que, explotados con inteligencia, podían asegurarle honradas ganancias; así es que á Pacorrito nunca le faltaban cuatro cuartos en el bolsillo para sacar de un apuro á un compañero, ó para obsequiar á las amigas.

No le inquietaban gran cosa ni las molestias del domicilio ni las exigencias del casero. Sus palacios eran el Prado en verano, y en invierno los portales de la casa Panadería. Varón sobrio y enemigo de pompas mundanas, se contentaba con un rincón cualquiera donde pasar la noche.

Comía, como los pájaros, lo que encontraba, sin que jamás se apurase por esto, á causa de la conformidad religiosa que existía en su alma, y de su instintiva fe en los misteriosos auxilios de la Providencia, que á ningún ser grande ni chico desampara.

Los que esto lean creerán que Migajas era feliz. Parece natural que lo fuese. Si carecía de familia, gozaba de preciosísima libertad, y como sus necesidades eran escasas, vivía holgadamente de su trabajo, sin deber nada á nadie, sin que le quitaran el sueño cuidados ni ambiciones; pobre, pero tranquilo; desnudo el cuerpo, pero lleno de paz sabrosa el espíritu. Pues á pesar de esto, el señor de Migajas no era feliz. ¿Por qué? Porque estaba enamorado hasta las gachas, como suele decirse.

Sí, señores: aquel Pacorrito tan pequeño y tan feo y tan pobre y tan solo, amaba. ¡Ley inexorable de la vida, que no permite á ningún sér, cualquiera que sea, redimirse del despótico yugo del amor.

Amaba nuestro héroe con soñador idealismo, libre de todo pensamiento impuro, á veces con ardoroso fuego que en sus venas ponía un hervor de todos los demonios. Su corazón volcánico tenía sensaciones de todas clases para el objeto amado, ora dulces y platónicas como las de Petrarca, ora arrebatadas como las de Romeo.

¿Y quién había inspirado á Pacorrito pasión tan terrible? Pues una dama que arrastraba vestidos de seda y terciopelo con vistosas pieles; una dama de cabellos rubios, que en bucles descendían sobre su alabastrino cuello. La tal solía gastar quevedos de oro, y á veces estaba sentada al piano tres días seguidos.

III

Sabed cómo la conoció Pacorro y quién era aquélla celestial hermosura.

Extendía el chico la esfera de sus operaciones mercantiles por la mitad de una de las calles que afluyen á la Puerta del Sol, calle muy concurrida y con hermosas tiendas, que de día ostentan en sus escaparates mil prodigios de la industria, y por las noches se iluminan con la resplandeciente claridad del gas. Entre estas tiendas, la más bonita es una que pertenece á un alemán, siempre llena de bagatelas preciosísimas destinadas á grandes y pequeños. Es el bazar de la infancia infantil y de la adulta. Por Carnaval se llena de caretas burlescas; en Semana Santa de figuras piadosas; hacia Navidad de Nacimientos y árboles cargados de juguetes, y por Año Nuevo de magníficos objetos para regalos.

La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas. Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, á los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecían cosa fea en comparación de sus labios rojos.

Eran tan juiciosas, que jamás se movían del sitio en que las colocaban. Sólo crujía el gozne de madera de sus rodillas, hombros y codos, cuando el alemán las sentaba al piano, ó las hacía tomar los lentes para mirar á la calle. De resto, no daban nada que hacer, y jamás se les oyó decir esta boca es mía.

Entre ellas había ¡ay qué hembra! la más hermosa, la más alta, la más simpática, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora. Debía de ser mujer de elevada categoría, á juzgar por su ademán grave y pomposo, y cierto airecillo de protección que á maravilla le sentaba.

—¡Gran mujer!—dijo Pacorrito la primera vez que la vió; y más de una hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora belleza.

IV

Nuestro personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y desvarío en que aparecen los héroes de las novelas amatorias. Su cerebro hervía; en su corazón se enrroscaban culebras mordedoras; su pensamiento era un volcán; deseaba la muerte; aborrecía la vida; hablaba sin cesar consigo mismo; miraba á la luna; se remontaba al quinto cielo, etc.

¡Cuántas veces le sorprendió la noche en melancólico éxtasis delante del cristal, olvidado de todo, hasta de su propio comercio y modo de vivir! Mas no era por cierto muy desairada la situación del buen Migajas, quiero decir, que era hasta cierto punto correspondido en su loca pasión. ¿Quién puede medir la intensidad amorosa de un corazón de estopa ó serrín? El mundo está lleno de misterios. La ciencia es vana y jamás llegará á lo íntimo de las cosas. ¡Oh, Dios!

¿será posible algún día demarcar fijamente la esfera de lo inanimado? ¿Lo inanimado, dónde empieza? Atrás los pedantes que, deteniéndose delante de una piedra ó de un corcho, le dicen:

«Tú no tienes alma.» Sólo Dios sabe cuáles son las verdaderas dimensiones de ese Limbo invisible donde yace todo lo que no ama.

Bien seguro estaba Pacorrito de haber hecho tilín á la dama. Esta le miraba, y sin moverse ni pestañear ni abrir la boca, decíale mil cosas deleitables, ya dulces como la esperanza, ya tristes como el presentimiento de sucesos infaustos. Con esto se encendía más y más en el corazón del amigo Migajas la llama que le devoraba, y su atrevida mente concebía dramáticos planes de seducción, rapto y aun de matrimonio.

Una noche, el amartelado galán acudió puntual á la cita. La señora estaba sentada al piano, las manos suspendidas sobre las teclas, y el divino rostro vuelto hacia la calle. El granuja y ella se miraron. ¡Ay! ¡Cuánto idealismo, cuánta pasión en aquella mirada! Los suspiros sucedieron á los suspiros, y las ternezas á las ternezas, hasta que un suceso imprevisto cortó el hilo de tan dulce comunicación, truncando de un golpe la felicidad de los amantes. Fué como esas súbitas catástrofes que hieren mortalmente los corazones, originando suicidios, tragedias y otros lamentables casos.

Una mano penetró en el escaparate, por la parte de la tienda, y cogiendo á la señora por la cintura, se la llevó dentro. Al asombro de Migajas sucedió una pena tan viva, que deseó morirse en aquel mismo instante. ¡Ver desaparecer al objeto amado, cual si se lo tragara la insaciable tumba, y no poder detener aquella existencia que se escapa, y no poder seguirla aunque fuera al mismo infierno! ¡Desgracia superior á las fuerzas de un mortal! Migajas estuvo á punto de caer al suelo; pensó en el suicidio; invocó á Dios y al diablo....

—¡La han vendido!—murmuró sordamente.

Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas de su desesperación, se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos y los billetes de Lotería. ¡Intereses del mundo, no valéis lo que un suspiro!

V

Repuesto al cabo de su violenta emoción, el rapaz miró hacia el interior de la tienda, y vio á unas niñas y á dos ó tres personas mayores hablando con el alemán. Una de las chicas sostenía en sus brazos á la dama de los pensamientos de Migajas. Hubiérase lanzado éste con ímpetu salvaje dentro del local; pero se detuvo, temeroso de que, viendo su facha estrambótica, le adjudicaran una paliza ó le entregasen á una pareja.

Fijo en la puerta, consideraba los horrores de la trata de blancos, de aquella nefanda institución tirolesa, en la cual unos cuantos duros deciden la suerte de honradas criaturas, entregándolas á la destructora ferocidad de niños mal criados. ¡Ay! ¡Cuán miserable le parecía á Pacorrito la naturaleza humana!

Los que habían comprado á la señora salieron de la tienda y entraron en un coche de lujo. ¡Cómo reían los tunantes! Hasta el más pequeño, que era el más mimoso, se permitía tirar de los brazos á la desgraciada muñeca, á pesar de tener él para su exclusivo goce variedad de juguetillos propios de su edad. Las personas mayores también parecían muy satisfechas de la adquisición.

Mientras el lacayo recibía órdenes, Pacorrito, que era hombre de resoluciones heróicas y audaces, concibió la idea de colgarse á la zaga del coche. Así lo hizo, con la agilidad cuadrumana que emplean los granujas cuando quieren pasear en carruaje de un cabo á otro de la villa.

Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje á la imaginación de Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras: —¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame!

VI

En el pórtico de la casa grande, donde se detuvo el coche, cesaron las ilusiones del granuja, porque un criado le dijo que si manchaba el piso con sus pies enlodados, le rompería el espinazo.

Ante esta abrumadora razón, Migajas se retiró, lleno el corazón de un ardiente anhelo de venganza.

Su fogoso temperamento le impulsaba á seguir adelante, arrojándose en brazos de la fortuna, y en las tinieblas de lo imprevisto. Su alma se adaptaba á las ruidosas y dramáticas aventuras.

¿Qué hizo el muy pillo? Pues concertarse con los que iban á recoger la basura á la casa donde estaba en esclavitud su adorada, y por tal medio, que podrá no ser poético, pero que revela agudeza de ingenio, y un corazón como la copa de un pino, Migajas se introdujo en el palacio.

¡Cómo le palpitaba el corazón cuando subía y penetraba en la cocina! La idea de estar cerca de ella le confundía de tal suerte, que más de una vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban ver á la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones; pero nada más.

La gran señora por ninguna parte aparecía.

Los criados de la casa, viéndole tan pequeño y tan feo, le hacían mil burlas; más uno de ello, que era algo compasivo, le daba golosinas. Una mañana muy fría, el cocinero, ya fuese por lástima, ya por maldad, le dio á beber de un vino áspero y picón como demonios. El granuja sintió dulcísimo calor en todo el cuerpo, y un vapor ardiente que á la cabeza le subía. Sus piernas flaqueaban; sus brazos desmayados caían con abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se agarraba con ambas manos á la pared para no caer.

Un puntapié vigoroso, aplicado en semejante parte, modificó un tanto la risa, y puesta la mano en la parte dolorida, Pacorrito salió de la cocina. Su cabeza seguía trastornada. Él no sabía á dónde le conducían sus pasos. Corrió tambaleándose y riendo de nuevo; pisó fríos ladrillos, y después suave entarimado, y luego tibias alfombras.

De repente sus ojos se detuvieron en un objeto que en el suelo yacía. ¡Cielos!... Migajas exhaló un rugido de dolor, y cayó de rodillas.

Allí, tendida como un cadáver, los vestidos rasgados y en desorden, partida la frente alabastrina, roto uno de los brazos, desgreñado el pelo, estaba la señora de sus pensamientos ¡Lastimoso cuadro que partía el corazón!

Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se ahogaba en su garganta.

Estrechó contra su corazón aquél frío cuerpo inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los ojos, y miraba con melancólica dulzura á su fiel adorador. A pesar de sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama vivía. Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud.

—Señora, ¿quién os trajo á tan triste estado?—exclamó en tono patético, angustioso.

Pero pronto al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar venganza de aquel descomunal agravio.

Como en el mismo instante sintiera pasos, cargó en sus brazos á la gentil dama, echando á correr con ella fuera de la casa. Bajó la escalera, atravesó el patio, salió á la calle con tanta velocidad.

Su carrera era como la del pájaro que, al robar su grano, oye el tiro del cazador, y sintiéndose ileso, quiere poner entre su persona y la escopeta toda la distancia posible.

Corrió por una, dos, tres, diez calles, hasta que creyéndose bastante lejos, descansó, poniendo sobre sus rodillas el precioso objeto de su insensato amor.

VII

Vino la noche, y Pacorrito vió con placer las dulces sombras que envolvían el atrevido rapto, protegiendo sus honestos amores. Examinando atentamente las heridas del descalabrado cuerpo de su adorada, observó que no eran de gravedad, aunque por los agujeros del cráneo se le verían los sesos, si los tuviera, y toda la estopa del corazón se salía á borbotones por diferentes heridas.

El traje estaba hecho girones, y parte de la cabellera se había quedado en el camino durante la veloz corrida. Inundósele el alma de pena al considerar que carecía de fondos para hacer frente á situación tan apurada. Con el abandono de su comercio se le habían vaciado los bolsillos, y una mujer amada, mayormente si no está bien de salud, es fuente inagotable de gastos. Migajas se tentó aquella parte de su andrajosa ropa donde solía tener la calderilla, y no halló ni tampoco un triste ochavo.

—Ahora—pensó—ahora necesitaré casa, cama, la mar de médicos y cirujanos, modista, mucha comida, un buen fuego ... y nada tengo.

Pero como estaba tan fatigado, recostó la cabeza sobre el cuerpo de su ídolo, y se durmió como un ángel.

Entonces, ¡oh prodigio! la señora se fué reanimando, y levantándose al fin, mostró á Pacorrito su risueño semblante, su noble frente sin ninguna herida, su cuerpo esbelto sin la más leve rotura, su vestido completo y limpio, su cabellera rizosa y perfumada, su sombrero coquetón, que adornaban diminutas flores; en suma, se mostró perfecta y acabadamente hermosa, tal como la conoció el muchacho en la vitrina.

¡Ay! Migajas se quedó deslumhrado, atónito, suspenso, sin habla. Púsose de rodillas y adoró á la señora como á una divinidad. Entonces ella tomó la mano al granuja, y con voz entera, más dulce que el canto de los ruiseñores, le dijo:

—Pacorrito, sígueme, ven conmigo. Quiero demostrarte mi agradecimiento y el sublime amor que has sabido inspirarme. Has sido constante, leal, generoso y heróico, porque me has salvado del poder de aquellos vándalos que me martirizaban. Mereces mi corazón y mi mano. Ven, sígueme y no seas bobo, ni te creas inferior á mí porque estás vestido de pingos.

Observó Migajas la deslumbradora apostura de la dama, el lujo con que vestía, y lleno de pena exclamó:

—Señora, ¿á dónde he de ir yo con esta facha?

La hermosa dama no contestó, y tirando de la mano á Pacorrito, le llevó por misteriosa región de sombras.

VIII

El granuja vió al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades, cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato, comenzó á percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que poblaban la tienda donde había conocido á su adorada. Lo que más llamó su atención fué ver que salieron á recibirles, luciendo sus flamantes vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate á la gran señora.

La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía á los saludos de todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina ó emperatriz. Su gesto soberano y su gallardo continente, sin altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó á Pacorrito.

Este se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando la Princesa, tomándole de la mano, dijo:

—Presento á ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene á honrarnos esta noche.

Al pobre chico se le cayeron las alas del corazón cuando observó el desmedido lujo que allí reinaba, comparándolo con su pobreza, sus pies desnudos, sus calzones sujetos con un tirante y su chaqueta cortada por los codos.

«Ya adivino lo que piensas—manifestó la Princesa con disimulo.—Tu traje no es el más conveniente para una fiesta como la de esta noche. En rigor, de verdad, no estás presentable.

—Señora, mi pícaro sastre—murmuró Pacorrito, creyendo que una mentirilla pondría á salvo su decoro,—no me ha acabado la condenada ropa.

—Aquí te vestiremos—indicó la noble dama.

Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman Pericos, y varias pajaritas de papel. Estas no se apartaban un momento de la señora.

La servidumbre se ocupó al punto de arreglar un poco la desgraciada figura del buen Migajas.

Con unas fosforeras doradas y muy monas en forma de zapatos, le calzaron al momento. Por gorguera le pusieron medio farolillo de papel encarnado, y de una jardinera de mimbres hiciéronle una especie de sombrerete pastoril, con graciosas flores adornado. Al cuello le colgaron, á modo de condecoraciones, la chapa de un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la buena ocurrencia de ponerle en la cintura, á guisa de espada ó daga, una lujosa plegadera de marfil.

Con éstas y otras invenciones para ocultar sus haraposos vestidos, el vendedor de periódicos quedó tan guapo que no parecía el mismo. Mucho se vanaglorió de su persona cuando le pusieron ante el espejo de un estuche de costura para que se mirase. Estaba el chico deslumbrador.

IX

En seguida principió el baile. Varios canarios cantaban en sus jaulas walses y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los clarinetes y cornetines, que se movían á sí mismos sus llaves con gran destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para pulsarse á sí propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas á otras. La música era un poco discordante; pero Migajas, en la exaltación de su espíritu, la hallaba encantadora.

No es necesario decir que la Princesa bailó con nuestro héroe. Las otras damas tenían por pareja á militares de alta graduación, ó á soberanos que habían dejado sus caballos á la puerta. Entre aquellas figuras interesantísimas se veía á Bismarck, al Emperador do Alemania, á Napoleón y á otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de puro orgulloso.

Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba á las vertiginosas curvas del wals con su amada en brazos, fuera imposible. La dulce respiración de la Princesa y sus cabellos de oro acariciaban blandamente la cara de Pacorrito, haciéndole cosquillas y causándole cierta embriaguez. La mirada amorosa de la gentil dama ó un suave quejido de cansancio acababan de enloquecerle.

En lo mejor del baile, los monos anunciaron que la cena estaba servida, y al punto se desconcertó el cotarro. Ya nadie pensó más que en comer, y al bueno de Migajas se le alegraron los espíritus, porque, sin perjuicio de la espiritualidad de su amor, tenía un hambre de mil demonios.

X

El comedor era precioso, y la mesa magnífica; las vajillas y toda la loza de lo mejor que se ha fabricado para muñecas, y multitud de ramilletes esparcían su fragancia y mostraban sus colores en pequeños búcaros, en hueveras, y algunos en dedales.

Pacorrito ocupó el asiento á la derecha de la Princesa. Empezaron á comer. Servían los pericos y las pajaritas tan bien y con tanta precisión como los soldados que maniobran en una parada á la orden de su General. Los platos eran exquisitos, y todos crudos ó fiambres. Si la comida no disgustó á Migajas al comenzar, pronto empezó á producirle cierto empacho, aun antes de haber tragado como un buitre. Componían el festín pedacitos de mazapán, pavos más chicos que pájaros y que se engullían de un solo bocado, filetes y besugos como almendras, un rico principio de cañamones y un pastel de alpiste á la canaria, albóndigas de miga de pan á la perdigona, fricasé de ojos de faisán en salsa de moras silvestres, ensalada de musgo, dulces riquísimos y frutas de todas clases, que los pericos habían cosechado en un tapiz donde estaban bordadas, siendo los melones como uvas y las uvas como lentejas.

Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenían perplejo, y se asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones á los que en el escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro.

Principalmente el llamado Bismarck no paraba. Decía mil chirigotas, daba manotadas sobre la mesa, y arrojaba á la Princesa bolitas de pan. Movía sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviesen un hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa.

«¡Cómo me estoy divirtiendo!—decía el Canciller.—Querida Princesa, cuando uno se pasa la vida adornando una chimenea, entre un reloj, una figura de bronce y un tiesto de begonia, estas fiestas le rejuvenecen y le dan alegría para todo el año.

—¡Ay! dichosos mil veces—dijo la señora con melancólico acento—los que no tienen otro oficio que adornar chimeneas y entredoses. Esos se aburren, pero no padecen como nosotras, que vivimos en continuo martirio, destinadas á servir de juguete á los hombres chicos. No podré pintar á usted, señor de Bismarck, lo que se sufre cuando uno nos tira del brazo derecho, otro del izquierdo; cuando éste nos rompe la cabeza y aquél nos descuartiza, ó nos pone de remojo, ó nos abre en canal para ver lo que tenemos dentro del cuerpo.

—Ya lo supongo—contestó el Canciller abriendo los brazos; cerrándolos repetidas veces.

—¡Oh, desgraciados, desgraciados!—exclamaron en coro los Emperadores, Espartero y demás personajes.

—Y menos desgraciada yo—añadió la dama,—que encontré un protector y amigo en el valeroso y constante Migajas, que supo librarme del bárbaro suplicio.»

Pacorro se puso colorado hasta la raíz del pelo.

«Valeroso y constante—repitieron á una las muñecas todas, en tono de admiración.

—Por eso—continuó la Princesa—esta noche, en que nuestro Genio Creador nos permite reunimos para celebrar el primer día del año, he querido obsequiarle, trayéndole conmigo, y dándole mi mano de esposa, en señal de alianza y reconciliación entre el linaje muñequil y los niños juiciosos y compasivos.

XI

Cuando esto decía, el señor de Bismarck miraba á Pacorrito con expresión de burla tan picante y maligna, que nuestro insigne héroe se llenó de coraje. En el mismo instante, el tuno del Canciller disparó una bolita de pan con tanta puntería, que por poco deja ciego á Migajas. Pero éste, como era tan prudente y el prototipo de la circunspección, calló y disimuló.

La Princesa le dirigía miradas de amor y gratitud.

«¡Cómo me estoy divirtiendo!—repitió Bismarck dando palmadas con sus manos de madera.—

Mientras llega la hora de volver junto al reloj y de oir su incesante tic-tac, divirtámonos, embriaguémonos, seamos felices. Si el caballero Pacorrito quisiera pregonar La Correspondencia, nos reiríamos un rato.

—El señor de Migajas—dijo la Princesa mirándole con benevolencia—no ha venido aquí á divertirnos. Eso no quita que le oigamos con gusto pregonar La Correspondencia y los fósforos si quiere hacerlo.»

Hallaba el granuja esta proposición tan contraria á su dignidad y decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar á su adorada.

«¡Qué baile!—gritó el Canciller con desparpajo,—que baile encima de la mesa. Y si no lo quiere hacer, pido que se le quiten los adornos que se le han puesto, dejándole cubierto de andrajos y descalzo, como cuando entró aquí.»

Migajas sintió que afluía toda su sangre al corazón. Su cólera impetuosa no le permitió pronunciar una sola sílaba.

«No seáis cruel, mi querido Príncipe—dijo la señora sonriendo.—Por lo demás, yo espero quitarle al buen Migajas esos humos que está echando.»

Una carcajada general acogió estas palabras, y allí era de ver todas las muñecas, y los más celebres generales y emperadores del mundo, dándose simultáneamente cachiporrazos en la cabeza como las figuras de Guignol.

«¡Qué baile! ¡Que pregone La Correspondencia»—clamaron todos.

Migajas se sintió desfallecer. Era en él tan poderoso el sentimiento de la dignidad, que antes muriera que pasar por la degradación que se le proponía. Iba á contestar, cuando el maligno Canciller tomó una paja larga y fina, sacada al parecer de una costilla de labores, y mojando la punta en saliva se la metió por una oreja á Pacorrito con tanta presteza, que éste no se enteró de la grosera familiaridad hasta que hubo experimentado la sacudida nerviosa que tales chanzas ocasionan.

Ciego de furor, echó mano al cinto y blandió la plegadera. Las damas prorrumpieron en gritos, y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con esto el fiero Migajas, sino, por el contrario más rabioso, arremetió contra los insolentes, y, empezó á repartir estacazos á diestra y siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos, amenazas. Hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas de papel en señal de pánico.

Un momento después, nadie se burlaba del bravo Migajas. El Canciller andaba recogiendo del suelo sus dos brazos y sus dos piernas (caso raro que no puede explicarse), y todos los emperadores se habían quedado sin nariz. Poco á poco, con saliva y cierta destreza ingénita, se iban curando todos los desperfectos; que esta ventaja tiene la cirugía muñequil. La Princesa, repuesta de su desmayo con las esencias que en un casco de avellana le trajeron sus pajes, llamó aparte al granuja, y llevándole á su camarín reservado, le habló á solas de esta manera: XII

«Inclito Migajas, lo que acabas de hacer, lejos le amenguar el amor que puse en tí, lo aumenta, porque me has probado tu valor indómito, triunfando con facilidad de toda esa caterva de muñecos bufones, la peor casta de seres que conozco. Movida por los dulces afectos que me impulsan hacia tí, te propongo ahora solemnemente que seas mi esposo, sin pérdida de tiempo.»

Pacorrito cayó de rodillas.

«Cuando nos casemos—continuó la señora—no habrá uno solo de esos emperadorcillos y cancilleretes que no te acate y reverencie como á mí misma, porque has de saber que yo soy la Reina de todos los que en aquesta parte del mundo existen, y mis títulos no son usurpados, sino transmitidos por la divina Ley muñequil que estableciera el Supremo Genio que nos