«Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver—decía el héroe con miradasuplicante.
—Dejémonos de fiestas—le contestaba su esposa—. Buen par deesperpentos estáis los dos.
—La escuadra combinada—dijo Marcial—, se quedará en Cádiz, y ellostratarán de forzar la entrada.
—Pues entonces—añadió mi ama—, pueden ver la función desde lamuralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y queno, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veíatodos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta deque Paquita no existe para ti.
—¡Mujer!—exclamó con aflicción mi amo—. ¡Y he de morirme sin tenerese gusto!
—¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si elRey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses yles diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes sediviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quierenjuego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es queel Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer alos ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucadoa nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nosestá fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a Españaqué le va ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los díascañonazo y más cañonazo por una simpleza?
Antes de esas picardías queMarcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, sihicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerrasolo, o si no que no la armara!
—Es verdad—dijo mi amo—, que la alianza con Francia nos estáhaciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestraaliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
—Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillascon esta guerra?
—El honor de nuestra nación está empeñado—contestó D. Alonso—, y unavez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve elmes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decíaChurruca: «Esta alianza con Francia, y el maldito tratado de SanIldefonso, que por la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy seha convertido en tratado de subsidios, serán nuestra ruina, serán laruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y, por tanto, la ruinade nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar detodo, es preciso seguir adelante».
—Bien digo yo—añadió doña Francisca—, que ese Príncipe de la Paz seestá metiendo en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sinestudios! Mi hermano el arcediano, que es partidario del príncipeFernando, dice que ese señor Godoy es un alma de cántaro, y que no haestudiado latín ni teología, pues todo su saber se reduce a tocar la guitarra y aconocer los veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su lindacara le han hecho, primer ministro.
Así andan las cosas de España;luego, hambre y más hambre... todo tan caro... la fiebre amarillaasolando a Andalucía... Está esto bonito, sí, señor... Y de ello tienenustedes la culpa—
continuó engrosando la voz y poniéndose muyencarnada—, sí señor, ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente;ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados barcos, se fuerana la iglesia a rezar el rosario, no andaría Patillas tan suelto porEspaña haciendo diabluras.
—Tú irás a Cádiz también—dijo D. Alonso ansioso de despertar elentusiasmo en el pecho de su mujer—; irás a casa de Flora, y desde elmirador podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, lasbanderas... Es cosa muy bonita.
—¡Gracias, gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremosquietos, que el que busca el peligro en él perece.
Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria,a pesar del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que loshechos muy remotos, correspondientes a nuestra infancia, permanecengrabados en la imaginación con mayor fijeza que los presenciados en edadmadura, y cuando predomina sobre todas las facultades la razón.
Aquella noche D. Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocosratos que la recelosa Doña Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue ala parroquia para asistir a la novena, según su piadosa costumbre, losdos marinos respiraron con libertad como escolares bulliciosos quepierden de vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron unosmapas y estuvieron examinándolos con gran atención; luego leyeronciertos papeles en que había apuntados los nombres de muchos barcosingleses con la cifra de sus cañones y tripulantes, y durante sucalurosa conferencia, en que alternaba la lectura con los más enérgicoscomentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.
Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de lasescuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance delos barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buqueque se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas deseñal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con losporrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; consu lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; ycomo mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise yotambién echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo, y dandonatural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina eltemperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener,viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por lahabitación, pues la confianza con que por mi amo era tratado meautorizaba a ello; remedé con la cabeza y los brazos la disposición deuna nave que ciñe el viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando lavoz, los retumbantes monosílabos que más se parecen al ruido de uncañonazo, tales como
¡bum, bum, bum!... Mi respetable amo, el mutiladomarinero, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en loque yo hacía, pues harto les embargaban sus propios pensamientos.
¡Cuánto me he reído después recordando aquella escena, y cuán cierto es,por lo que respecta a mis compañeros en aquel juego, que el entusiasmode la ancianidad convierte a los viejos en niños, renovando lastravesuras de la cuna al borde mismo del sepulcro!
Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron lospasos de Doña Francisca que volvía de la novena.
«¡Qué viene!—exclamó Marcial con terror.
Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronsea hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenilno podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo laentrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenacióncon frases como éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura aestribor!...
¡orza!... ¡la andanada de sotavento!... ¡fuego!... ¡bum,bum!... Ella se llegó a mí furiosa, y sin previo aviso me descargó enla popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería, que mehizo ver las estrellas.
«¡También tú!—gritó vapuleándome sin compasión—. Ya ves—añadiómirando a su marido con centelleantes ojos—: tú le enseñas a que pierdael respeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta, pedazo dezascandil?
La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina,lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, ysin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; Doña Franciscadetrás dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidosgolpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerandocuán mal había concluido mi combate naval.
-V-
Para oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Franciscano se fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, ademásde aquéllas, otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior,quizá por demasiado sabida.
Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que misamos tenían una hija.
Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edadpoco mayor que la mía, pues apenas pasaba de los quince años, y yaestaba concertado su matrimonio con un joven oficial de Artilleríallamado Malespina, de una familia de Medinasidonia, lejanamenteemparentada con la de mi ama.
Habíase fijado la boda para fin deOctubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia habríasido inconveniente en tan solemnes días.
Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de suproyectado enlace y... ¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tintemelancólico, evocando en mi fantasía imágenes importunas y exóticascomo si vinieran de otro mundo, despertando en mi cansado pechosensaciones que, a decir verdad, ignoro si traen a mi espíritu alegría otristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en micerebro, como flores tropicales trasplantadas al Norte helado, me hacena veces reír, y a veces me hacen pensar... Pero contemos, que el lectorse cansa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.
Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque mesería muy difícil describir sus facciones. Parece que la veo sonreírdelante de mí. La singular expresión de su rostro, a la de ningún otroparecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece a mientendimiento, como una de esas nociones primitivas, que parece hemostraído de otro mundo, o nos han sido infundidas por misterioso poderdesde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo pintar, porque loque fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi cabeza, y nadanos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a todaapreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturassuperior. Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de misimpleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al mundo en nuestracasa, las personas mayores nos dicen que le han traído de Francia, deParís o de Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan singularmodo de perpetuar la especie, creía que los niños venían por encargo,empaquetados en un cajoncito, como un fardo de quincalla. Pues bien:contemplando por primera vez a la hija de mis amos, discurrí que tanbella persona no podía haber venido de la fábrica de donde venimostodos, es decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de laexistencia de alguna región encantadora, donde artífices divinos sabíanlabrar tan hermosos ejemplares de la persona humana.
Como niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos conla confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar conella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues ennuestros juegos nunca se confundían las clases: ella era siempreseñorita, y yo siempre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y sihabía golpes, no es preciso indicar aquí quién los recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela para acompañarla a casa, era misueno de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba aotra persona tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo laequiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la vida, siendohombre, y decía: «Es imposible que cuando yo sea grande experimentedesgracia mayor».
Subir por orden suya al naranjo del patio para cogerlos azahares de las más altas ramas, era para mí la mayor de lasdelicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de latierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable alque me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortaljuego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerlamás pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más amano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora ya mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y purasdelicias de aquel juego sublime, y el paraje más obscuro y feo, dondeyo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiososde estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás,durante aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación, que noemanara del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y las cañas, con la maestría de losruiseñores, que lo saben todo en materia de música sin haber aprendidonada.
Todos le alababan aquella habilidad, y formaban corro para oírla;pero a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, y hubiera deseadoque enmudeciera para los demás. Era aquel canto un gorjeo melancólico,aun modulado por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre símisma, enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro, se perdíasubiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbregrave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero alCielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El alma, si se mepermite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo elsonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero siemprependiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tansingular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo enpresencia de otras personas, era casi una mortificación.
Teníamos la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sóloexcedía la suya a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo erapequeñuelo y raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía,y así, al cumplirse los tres años de mi residencia en la casa, ellaparecía de mucha más edad que yo. Estos tres años se pasaron sinsospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no seinterrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía,procurando sujetarla y hacerla trabajar.
Al cabo de lo tres años advertí que las formas de mi idolatrada señoritase ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: surostro se puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos másvivos, si bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar másreposado; sus movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamentedistintos, aunque no podía entonces ni puedo ahora apreciar en quéconsistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me confundiótanto como la transformación de su voz, que adquirió cierta sonoragravedad bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con que mellamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome a olvidar misquehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa y lacrisálida en mariposa.
Un día mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó antemí con traje bajo.
Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión,que en todo el día no hablé una palabra.
Estaba serio como un hombre queha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que enmis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento demi amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del raciocinar, ysobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en elsilencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía era ver que con unascuantas varas de tela había variado por completo su carácter. Aquel día,mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome congravedad y hasta con displicencia las faenas que menos me gustaban; yella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería, mereprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni unsalto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirseenfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozóncon su blanda manecita!
¡Terribles crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer,y yo continuaba siendo niño!
No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volvía subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mienamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujosu provocativa fragancia; ya no corrimos más por el patio, ni hice másviajes a la escuela, para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisiónque la hubiera defendido contra un ejército, si éste hubiera intentadoquitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección ygravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí,cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de suhermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensaa la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora merío considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de sutransformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otrospersonajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto.Aplicando mi diligente oído, luego me enteré de que corrían rumoresalarmantes: la señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yono le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban todo lospadres, y lo raro es que a veces no salía del todo mal.
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se laconcedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eranuna especie de condes o marqueses, con un título retumbante. Elpretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía;pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Asídebió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnanciahacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, yle hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de sualto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía, y a estasrazones oponía otras muy cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que teníaotro novio, a quien de veras amaba. Este otro era un oficial deArtillería, llamado D. Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita lehabía conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella,mientras rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, porsu poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor laspuertas del alma. Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo variasveces; y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, yse desafiaron. Mis amos supieron todo cuando llegó a casa la noticia deque Malespina había herido mortalmente a su rival.
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizótanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fuela víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, ycomo Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notaron enla atmósfera política de la casa barruntos de que el joven D. Rafael ibaa entrar en ella.
Renunciaron al enlace los padres del herido, y encambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la manode mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, conchupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, yuna nariz muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a laspersonas que le sostenían la conversación. Hablaba por los codos y nodejaba meter baza a los demás: él se lo decía todo, y no se podíaelogiar cosa alguna, porque al punto salía diciendo que tenía otramejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y mentirosísimo, comotuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le recibieron conagasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde entonces, elnovio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía de supadre.
Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tanmarcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de verclaramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición;trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los querealmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si erajusto que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía porabolengo la Caleta, por única fortuna mi persona, y apenas sabía leer.Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nadapodría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicciónde que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo aquelloque no poseía.
En vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no meatrevía a desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho másrespeto que sus padres. Entre tanto, yo observaba con atención losindicios del amor que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veíaimpaciente y triste; al menor rumor que indicase la aproximación dealguno, se encendía su hermoso semblante, y sus negros ojos brillabancon ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a elladisimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas,siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se leconsentían coloquios a solas ni por las rejas.
También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era elcorreo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia...! Según laconsigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que unreloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela paraentregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra parallevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellascartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve serenidadpara dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrarsentía mi sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo conlos peores modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo. Estedespego que a ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque deentereza, propio de elevados corazones, me proporcionó algunasreprimendas y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita, que seme clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le oídecir:
«Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera decasa».
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señaladoocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderáque Doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud desu marido, para impedirle ir a la escuadra.
-VI-
Recuerdo muy bien que al día siguiente de los pescozones que me aplicóD. Francisca, movida del espectáculo de mi irreverencia y de su profundoodio a las guerras marítimas, salí acompañando a mi amo en su paseo demediodía. Él me daba el brazo, y a su lado iba Marcial: los trescaminábamos lentamente, conforme al flojo andar de D. Alonso y a la pocadestreza de la pierna postiza del marinero. Parecía aquello una de esasprocesiones en que marcha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santosviejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo en cuanto se acelereun poco el paso de los que les llevan. Los dos viejos no tenían expeditoy vividor más que el corazón, que funcionaba como una máquina reciénsalida del taller. Era una aguja imantada, que a pesar de su fuertepotencia y exacto movimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejoy averiado en que iba embarcada.
Durante el paseo, mi amo, después de haber asegurado con su habitualaplomo que si el almirante Córdova, en vez de mandar virar a estriborhubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 no se habría perdido,entabló la conversación sobre el famoso proyecto, y aunque no dijeronclaramente su propósito, sin duda por estar yo delante, comprendí poralgunas palabras sueltas que trataban de ponerlo en ejecución acencerros tapados, marchándose de la casa lindamente una mañana, sin quemi ama lo advirtiese.
Regresamos a la casa y allí se habló de cosas muy distintas. Mi amo, quesiempre era complaciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca.No decía Doña Francisca cosa alguna, aunque fuera insignificante, sinque él lo celebrara con risas inoportunas. Hasta me parece que la regalóalgunas fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo de tenerlacontenta; sin duda por esta misma complacencia oficiosa mi ama estabadíscola y regañona cual nunca la había yo visto. No era posibletransacción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con Marcial,intimándole la inmediata salida de la casa; también dijo terribles cosasa su marido; y durante la comida, aunque éste celebraba todos los platoscon desusado calor, la implacable dama no cesaba de gruñir.
Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemne que se verificaba enel comedor con asistencia de todos los de la casa, mi amo, que otrasveces solía dormirse, murmurando perezosamente los Pater-noster, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvoaquella noche muy despabilado y rezó con verdadero empeño, haciendo quesu voz se oyera entre todas las demás.
Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente. Las paredes de la casahallábanse adornadas con dos clases de objetos: estampas de santos ymapas; la Corte celestial por un lado, y todos los derroteros de Europay América por otro. Después de comer, mi amo estaba en la galeríacontemplando una carta de navegación, y recorría con su vacilante dedolas líneas, cuando Doña Francisca, que algo sospechaba del proyecto deescapatoria, y además ponía el grito en el Cielo siempre que sorprendíaa su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico, llegó por detrás,y abriendo los brazos exclamó:
«¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas buscando... Pues te juroque si me buscas, me encontrarás.
—Pero, mujer—repuso temblando mi amo—, estaba aquí mirando elderrotero de Alcalá Galiano y de Valdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fueron a reconocer elestrecho de Fuca. Es un viaje muy bonito: me parece que te lo hecontado.
—Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes—añadió DoñaFrancisca—. Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó.Mejor pensaras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres ningúnniño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hombre!»
No pasó de esto. Yo andaba también por allí cerca; pero no recuerdo biensi mi ama desahogó su furor en mi humilde persona, demostrándome una vezmás la elasticidad de mis orejas y la ligereza de sus manos. Ello es queestas caricias menudeaban tanto, que no hago memoria de si recibí algunaen aquella ocasión: lo que sí recuerdo es que mi señor, a pesar de haberredoblado sus amabilidades, no consiguió ablandar a su consorte.
No he dicho nada de mi amita. Pues sépase que estaba muy triste, porqueel señor de Malespina no había parecido aquel día, ni escrito cartaalguna, siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle en la plaza.Llegó la noche, y con ella la tristeza al alma de Rosita, pues ya nohabía esperanza de verle hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuandose había dado orden para la cena, sonaron fuertes aldabonazos en lapuerta; fui a abrir corriendo, y era él. Antes de abrirle, mi odio lehabía conocido.
Aún me parece que le estoy viendo, cuando se presentó delante de mí,sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que le traigo a lamemoria, se me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando conimparcialidad, diré que era un joven realmente hermoso, de presencianoble, modales airosos, mirada afable, algo frío y reservado enapariencia, poco risueño y sumamente cortés, con aquella cortesía gravey un poco finchada de los nobles de antaño. Traía aquella noche lachaqueta faldonada, el calzón corto con botas, el sombrero portugués yriquísima capa de grana con forros de seda, que era la prenda máselegante entre los señoritos de la época.
Desde que entró, conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y todosse maravillaron de verle a tal