comenzó a odiar susencantos, como si fueran obstáculo a su felicidad y causa de que nopudiera saber hasta dónde llegaba el amor del hombre a quien quería.
Por fin su imaginación enfermiza resumió todos aquellos desvaríos enesta pavorosa duda:
«Si fuese fea... ¿me querría?»
Jamás mujer bonita se ha hecho pregunta tan terrible.
En estado de ánimo análogo al suyo debió de verse aquella dama que,perseguida con deseos torpes por un rey de Castilla, se abrasó el rostropara evitar la ocasión de su deshonra.
Felisa, menos trágica, más moderna, y sobre todo más femenina, se limitóa procurar saber si Manuel amaba y deseaba en ella algo superior a laenvoltura carnal. Luego de sentirse amada en espíritu, toda hermosura leparecería poca para que él la gozase; pero alambicando yquintaesenciando a su modo la índole de la pasión que inspiraba, sepreguntaba constantemente:
«¿Me querría si fuese fea?»
Cuando Manuel tuvo casi ultimados los asuntos que motivaron su viaje,escribió a Felisa fijando el día de la boda.
«Dentro de quince días estaré en París—decía,—y desde allítelegrafiaré.»
La travesía de Nueva York al Havre se lo hizo más larga que a losargonautas toda su expedición: al fin pisó el puerto, tomó el tren y sedetuvo en París, a lo cual le obligaba la necesidad de negociar ciertosvalores, albergándose en la misma fonda donde estuvo algunos días alhacer el viaje de ida, porque en ella vivía su antiguo y cariñoso amigoPepe Teruel, que conocía a Felisa, y a quien constantemente hablaba deella: debilidad propia de enamorados, que siempre han menesterconfidente.
Manuel y Pepe habían sido compañeros de colegio, condiscípulos decarrera y camaradas de aventuras en la primera época de su juventud: talconfianza les unía, que al irse a Nueva York el primero dijo al segundo:
—Ya he dicho a Felisa dónde ha de escribirme y hasta qué fecha; perocuando le avise que estoy a punto de volver, me escribirá aquí. Tú meguardas las cartas hasta que te las pida, si por casualidad he depermanecer fuera más tiempo.
En cumplimiento de este encargo, el día de su regreso le entregó Pepetres o cuatro cartas, diciéndole, al dárselas en el cuarto de la fonda,mientras les preparaban el almuerzo:
—¿Sabía ella con seguridad cuándo te embarcabas?
—Fijamente, no. ¿Por qué?
—Porque esas cartas son muy atrasadas: estos últimos días no haescrito... esta mañana ha llegado otra carta... pero no parece suya laletra... tómala.
—¿De modo que estas son anteriores?
—Claro: la última vino el 2; estamos a 30; con que...
—¡Veintiocho días sin escribir!
Desazonado por el presentimiento de alguna desgracia, rompió el sobre,cuya letra no era de Felisa, y miró la firma.
—¿De quién?—preguntó Pepe.
—De Lorenza.
—¿Quién es esa señora?
—La conoces: es aquella viuda graciosa y parlanchína con quien jugabasal aljedrez; buena y lista, pero demasiado amiga de divertirse. No megusta que ande mucho con ella, pero ¡vaya V. a evitarlo! Felisa le davestidos, sombreros, la saca de apuros, la lleva al teatro, en coche...Es el tipo de la parienta o amiga que tienen casi todas las muchachasricas; servicial, complaciente, mitad por afecto, mitad por interés...Felisa la maneja como quiere. Y vaya una carta larga. Verás cómo hacenencargos, de seguro piden trapos... y, sin embargo, me temo algúndisgusto gordo.
La lectura de los primeros renglones le alarmó: luego se puso pálido,comenzaron a temblarle las manos, nubláronsele los ojos, como si adespecho de la entereza varonil quisieran brotar las lágrimas, y porúltimo, dejándose caer sobre una butaca, alargó el papel a su amigo,mientras decía entre sollozos:
—Entérate. ¡Pobre Felisa mía!
Pepe leyó en voz alta.
«Querido Manuel: No sé si recibirás en París estas líneas ni cuándollegarán a tus manos. Sé que voy a darte una pesadumbre, y, sin embargo,ni quiero ni puedo dejar de escribirte. Yo lo hubiera hecho de todosmodos, pero además lo hago por encargo de Felisa.
»Tantos rodeos para comenzar y los muchos días que llevas sin recibirnoticias suyas, te habrán hecho temer que aquí sucede algo grave:desgraciadamente, no hay más remedio que decírtelo. Ha pasado elpeligro, pero ha sido grandísimo: unas viruelas espantosas.
»En cuanto a su vida, puedes estar tranquilo; los médicos la hansalvado. Dicen que la convalecencia será larga, y basta verla paracreerlos. No parece su sombra; en fin, seguiremos cuidándola comohasta aquí, y recobrará las fuerzas perdidas.
»Y ahora, pobre amigo, ármate de valor. Ya te lo figuras, ¿verdad?Consulta bien a tu corazón, haz algo que sea semejante a un examenamoroso de conciencia, y si quedas seguro de que todavía puedesquererla, prepárate a sufrir una gran desilusión y a luchar con la másterca manía que cabe en cabeza humana.
»La violencia de la enfermedad ha sido espantosa: dice el médico que norecuerda tan fuerte ataque de viruelas. ¿Para qué aumentar tu penarefiriéndote detalladamente cuánto ha sufrido y nos ha hecho pasar?Donde más ha tenido ha sido en la cara; fue preciso atarle las manospara que no se destrozara, y aun así ha quedado completamentedesfigurada.
»Las facciones han perdido su regularidad y su gracia; la tez, todavíaplagada de manchas rojizas, quedará para siempre llena de hoyos, y poralgo que no sé explicarte, pues no entiendo lo que dicen los médicos, lacara se le ha quedado algo contraída y como atirantada; en las mejillasy alrededor de los labios es donde tiene más viruelas; los ojos apenasdan idea de lo que fueron: la viveza y expresión que tenían se haconvertido en una mirada amortiguada y mate: no hay brillo en suspupilas, y casi estoy por decirte que su dulce melancolía contribuye aque sea mayor la compasión que inspira: parece que en los ojos se lerefleja la amargura del alma.
»Al segundo día de levantarse pidió un espejo. Doña Genara y yo habíamosquitado los que había en el cuarto, deseando retrasar la horribleimpresión que había de sufrir, tratando al menos de que no fuese unaimpresión brutal y repentina. Como comprenderás, los espejos pequeñospodían esconderse fácilmente, y así lo hicimos: con decir que noparecían, en paz; pero delante del armario de luna tuvimos que poner unbiombo con pretexto de que por una puerta entraba aire.
»Todas las precauciones fueron inútiles: ya sabes lo lista que es.Enseguida lo notó todo, y dándonos sus llaves, pidió un espejo de manoque tenía guardado. Hubo que obedecer. Se miró, hizo un esfuerzoviolentísimo por sobreponerse a la impresión que debió de sufrir, yluego inclinó la cabeza sobre el pecho, mientras por las mejillas lecaían dos lagrimones que no podían resbalar como antes sobre la tersurade la piel, sino que fueron cayendo de hueco en hueco y de hoyo en hoyocomo gotas de agua arrojadas contra arena dura. ¡Qué escena tan triste!No es para descrita.
»En muchas horas no hubo modo de arrancarle palabra. No comió nidurmió. A la tarde siguiente me llamó, haciéndome sentar a su lado y meencargó que te escribiera.
»He aquí, poco más o menos, sus palabras, que pronunció serena,fríamente, y las cuales, a mi juicio, son el fruto de una noche dehorrible insomnio y de sin igual tormento:
»Escribe a Manuel, dile que he estado mala, lo que he tenido... y cómome he quedado. La verdad desnuda... que estoy horrible, espantosa, quepuedo inspirar lástima; pero que el amor y el mundo se han acabado paramí: que le devuelvo su palabra... y que sea tan feliz como merece. Yaves—añadió—es hombre, y por grande que sea su amor, ¿qué pasiónresiste a esta prueba? Hasta me complazco en creer que sufrirá. ¡Ya vessi soy egoísta! Pasará una temporada cruel, pero ni puedo ni quieroexigirle que se case conmigo. ¡Qué desencanto si me viese! En mibelleza—
siguió diciendo se fundaba su amor; la he perdido y tienederecho a la libertad: si yo no se la diese ahora, él la recobraríaluego... y sería peor. Esta resolución es irrevocable; nada podrátorcerla. En cuanto pasen unos días y me sienta más fuerte, me iré a laPuebla del Maestre, procuraré restablecerme, y trataré de olvidar unmundo donde, ya lo ves, la dicha depende de una calentura y unos cuantosgranos feos en la cara. ¡Pobre de mí! Escribe a Manuel de modo que sufralo menos posible, pero persuádele de que esto se acabó; ahórrale penas,pero quítale toda esperanza. Bien miradas las cosas, aunque ahora losienta, cuando sepa cómo estoy, bendecirá este arranque mío. No debemosvolver a vernos. Quiero que, de conservar memoria mía, guarde elrecuerdo de la otra Felisa, la de antes.
»He tratado de repetir sus mismas frases: lo que no puedes imaginar esel acento de amarga y firme resolución con que las dijo.
»Y he aceptado el encargo de escribirte esta carta violentándome mucho,porque sé la pena que ha de causarte: pero ten la seguridad de que nadieparticipará de ella tan sinceramente como tu antigua y buena amiga,
LORENZA.»
Manuel estuvo abatidísimo durante la lectura de la carta, y concluida,interrogó a su amigo con la mirada, invitándole a que hablase. Pepe lohizo así:
—¿Qué quieres que te diga? El golpe es rudo... pero vamos a cuentas.Del exceso del mal brota a veces en la vida el consuelo, y si no elconsuelo, la persuasión de que las fuerzas humanas se estrellan contrala realidad. La cosa es dolorosísima: para un enamorado, saber que suamada se ha puesto fea es robarle el sol a medio día... En cambio lasituación no puede ser más despejada. Todo te lo dan hecho.
—Explícate.