—¡Soy yo! ¡Cómo, perezoso! ¿estás todavía en la cama? Ven á abrazarme.
Mauricio no se lo hizo repetir. Saltó al suelo y estrechó á su tutor entre sus brazos.
—Vamos; vístete, dijo Fortunato; vas á coger frío.
—Pero, ¿cómo es que llega usted tan de mañana?
—Tomé el vapor ayer por la tarde; he corrido toda la noche en ferrocarril y aquí estoy.
—Pero debe usted estar muy cansado....
—Nada, absolutamente. Hablemos de ti.
Durante este tiempo, Mauricio se había vestido.
—Pasemos á tu estudio y estaremos mejor que aquí, dijo Roussel.
Cogió al joven por el brazo, apretándoselo tiernamente, dichoso por tenerle allí, como si hubiera abrigado el temor secreto de no encontrarle en su casa al volver. Llegados al estudio, se sentó, sin haber examinado los lienzos puestos en el caballete, como tenía por costumbre, y dijo, mirando á su hijo adoptivo:
—Cuéntame con detalles tu accidente y tus aventuras con la señorita Guichard.
—El accidente es de los más sencillos y de los más estúpidos ... Imagine usted que fuí cogido en una calleja por una cabalgata de horteras y atropellado antes de haber podido guarecerme....
Tenía la frente contusionada y dislocado un hombro, cuando el jardinero de la señorita Guichard me vió sin conocimiento en medio del camino.... La señorita Guichard me hizo transportar á su casa y me cuidó perfectamente ... No hay más.
—¡No hay más!, murmuró Roussel en tono de sospecha.
—¡Nada!
—Entonces ¿has visto al monstruo mismo?
—Un monstruo nada feroz, dijo Mauricio riendo.
—¡Diablo! ¿Cómo te las has compuesto?... Pero, sin duda, ella no te conocía cuando te acogió é ignoraba el vínculo que nos une.
—Es verdad que, en cuanto lo supo, su actitud cambió completamente.
—¡Ah! ¿Lo ves? exclamó Roussel triunfante.
—Sí; pero si cesó de venir á mi cuarto, siguió teniéndome en su casa y sus atenciones, dignas de todo agradecimiento, no se interrumpieron.... Acaso permaneció alejada por delicadeza.
—¿Por delicadeza? ¡Ah! Decididamente, no la conoces. Sería menos peligroso tratar de aprisionar leones ó tigres, que vivir en buena inteligencia con ella ... ¡Oh! ya veo que se ha hecho de miel contigo; cuando quiere, sabe ser amable.... pero eso es imposible que dure ... yo lo sé bien.... He tratado de domarla durante seis semanas y tuve que apelar á la fuga ... ¿Te habrá dicho que soy un bandido, eh?
—Todo lo contrario. Me ha contado que le había amado á usted mucho ... Y por su actitud, por el tono con que me hablaba, juraría que aún....
—¡Calla, desgraciado! interrumpió Fortunato con un ademán de horror. Gracias á Dios esto libre de ella y el diablo mismo no me haría ponerme voluntariamente en su presencia ... ¡Calla! ¿has cambiado la cabeza de tu desposada?
Roussel, paseándose de arriba abajo, en la agitación que le producían aquellos recuerdos, se había detenido delante del cuadro empezado por Mauricio antes de su partida y miraba con atención la figura que representaba á Herminia.
—Sí, dijo Mauricio; me ha parecido que el rubio estaba mejor en la escala de los colores: el moreno resultaba brutal.
—La fisonomía es encantadora. ¿De qué modelo te has servido?
—De ninguno: está hecho de imaginación....
—¡Ah! Pues no es esa tu costumbre....
Se calló. Acababa de ver el estudio de la virgen del bordado y le examinaba con aire cuidadoso.
De una ojeada había reconocido el terraplén de la quinta del tío Guichard, en el que había jugado durante toda su infancia. Y en aquella joven inclinada hacia la callejuela y rodeada de follaje, volvía á encontrar á la desposada cuya cara había cambiado Mauricio por un repentino capricho.
¡Una extraña coincidencia, verdaderamente, y muy á propósito para alarmar á Roussel! Éste permanecía delante del lienzo, no atreviéndose á volverse por no mostrar á su hijo adoptivo su cara sombría, pero viendo, sin embargo, que era necesaria una explicación. Por fin, se armó de valor, y dijo:
—¿Es nuevo este boceto?
—Sí, padrino; he emprendido este cuadrito después que usted se marchó.
—Es la misma cabeza de la desposada ... ¿También de imaginación?...
Levantó la frente y clavó su mirada en los ojos de Mauricio. El joven se sonrojó un poco y dijo sencillamente:
—No he mentido á usted nunca y no he de empezar á mi edad ... Esta cara es la de la sobrina de la señorita Guichard.
—¿Ha venido aquí? preguntó Roussel con violenta angustia; ¿la has hecho entrar en mi casa?
—No; no ha venido; he hecho este retrato de memoria....
—¡De memoria! repitió Fortunato moviendo la cabeza. ¿Cuántas veces la has visto entonces?
—Dos veces.
—¿Dónde?
—La primera en el terraplén, tal como usted la ve en este boceto ... Su graciosa silueta me pareció que encuadraba bonitamente en el follaje.... Había en esto un precioso asunto ... La pinté de memoria y después, como la cabeza no me satisfacía....
—¡Has vuelto!
—Sí, padrino; y esta vez, estando hablándola, fuí sorprendido por la señorita Guichard....
—Que te echó una reprimenda ... Yo en su lugar....
—Nada de eso; que me rogó que entrase, se explicó muy cordialmente conmigo, me acogió con gran benevolencia ... y después....
—¿Y después? repitió Fortunato estremeciéndose.
—Y después, me hizo quedarme á comer.
—¿Has comido en su casa?
—Antes de ayer.
—No te ha hablado mal de mí; te ha acogido con benevolencia y te ha convidado á comer, resumió Roussel ... ¡Ah! Hijo mío, todo esto es más grave de lo que había previsto. Veamos; vamos á poner los puntos sobre las íes, porque va en ello mi tranquilidad presente y tu seguridad en el porvenir. Dímelo todo, como á un padre.... Esa joven ... encantadora si es como tú la has pintado ... ¡Ay! sé muy bien cómo logras los parecidos ... esa joven ... ¿te ha gustado?
—¡Oh! sí, mi querido padrino, exclamó Mauricio con fuego. Si usted supiera hasta qué punto es bonita, dulce, sencilla....
—¡Eh! todo lo que tú quieras ... un ángel.
—Un ángel, sí, padrino....
—¡Pero tiene el diablo á su lado! ¡Y no tendrás el ángel sin verte obligado á cargar también con el diablo!... ¡Ah! querido hijo mío, tú sabes cuánto te quiero y cómo te lo he probado desde hace veinte años. Debes estar convencido de que si sólo se tratase de sacrificar mi reposo á tu dicha, no dudaría ... Pero tener á Clementina por suegra ... ¡porque sería tu suegra! no habría en el infierno suplicio semejante. Hay que haberla conocido joven para sospechar lo que debe ser ahora que es vieja. Y su plan lo adivino ahora como si lo estuviera viendo ... Quiere robarme tu cariño ... Ha puesto á su sobrina como un cebo para cogerte en sus redes ... Sí, ya sé lo que me vas á decir; la sobrina es encantadora ... ¡Al casarse con una joven, no se casa uno con su madre y mucho menos con su tía! Pero estoy seguro de que Clementina tomaría sus precauciones, que se impondría á la joven pareja ... ¿qué digo? que la secuestraría y exigiría al marido que jurase vivir con ella ... Este es el secreto de su buena acogida.... Ha visto en ti el yerno ideal ... Un muchacho guapo, bien educado, rico y ya célebre y como remate mi hijo adoptivo ... Su sueño es apoderarse de ti para que yo quede solo, á mi edad, y me muera de pena en mi rincón, como un pobre perro abandonado.
Y hablando así el buen Fortunato se había enternecido. Su voz se perdió en un sollozo y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Ante esta pena tan sincera del hombre que le había educado, Mauricio se abandonó á su emoción: se abalanzó á Roussel, le estrechó entre sus brazos, le obligó á sentarse en una butaca, se colocó en un taburete cerca de él, le cogió la mano y, llorando también, dijo:
—Basta, mi querido padrino; ni una palabra más ... Usted no me conoce ... ¡yo, abandonarle!
¡Dejarle acabar su vida, que espero será todavía muy larga, sin aprovechar la dicha de su continua presencia! ¿Cómo ha podido usted pensarlo? ¡Preferiría renunciar á todas las mujeres de la tierra, mejor que causar á usted una pena ... Usted llora, mi bueno y único amigo, por mi causa.... Es la primera vez y será la última ... Tranquilícese usted; jamás haré nada que le atormente ni que siquiera le disguste; sería un ente desnaturalizado si pensase en otra cosa que en complacerle. Los hijos deben obediencia á sus padres y usted es aún más que un padre para mí, porque no es la naturaleza la que le ha hecho serlo, sino su voluntad.... Yo soy su hechura moral ... No creo que haya en el mundo lazos más fuertes que los de mi cariño y mi reconocimiento....
Roussel lloraba todavía, pero al mismo tiempo se sentía dichoso, porque veía la sinceridad con que hablaba Mauricio. Le abrazó con efusión y ya ruborizado, el buen señor, por el egoísmo con que aceptaba la renuncia de su querido hijo:
—Casi no la conoces, exclamó, y olvidarás fácilmente á esa joven ... ¡Bah! Ya buscaremos otra, aun más bonita y que no dependa de la atroz Clementina ... Si tú supieras....
—No quiero saber nada; creo á usted bajo su palabra.
—¡Ah! eres un buen muchacho, dijo Fortunato con efusión, y en este momento me pagas veinte años de ternura....
—Entonces, no se hable más del asunto, contestó Mauricio con afectada calma y que se borre hasta el recuerdo de esta aventura.
Roussel y Mauricio volvieron á emprender su plan de vida ordinario, en apariencia al menos, porque, en realidad se había producido entre ellos una causa de molestia. El pintor no buscaba, como en otro tiempo, la presencia de su padrino, é, instintivamente, Fortunato estaba retraído.
No podían hablarse sin reticencias y se veían obligados á reflexionar, antes de emprender una conversación, á fin de asegurarse de que no había de descarrilar del asunto principal, en desenvolvimientos peligrosos. Ocupados incesantemente en dominarse, afectaban una tranquilidad que estaba muy lejos de sus espíritus. No se atrevían á dirigirse mutuas preguntas y se espiaban, temiendo sorprender en sus fisonomías la huella de una inquietud, la prueba de una pena. Hubieran querido convencerse de que habían renunciado, Roussel á sus prevenciones y Mauricio á su amor.... Pero sabían que esto era imposible y ambos sufrían. Estos dos seres que habían vivido tanto tiempo en una deliciosa intimidad, no se veían ahora más que á las horas en que les era imposible evitarse; por la mañana en el almuerzo y por la tarde durante la comida y de sobremesa, y aun entonces estaban juntos con alguna inquietud. De este modo, Clementina había conseguido introducir la turbación en casa de su enemigo y envenenar su tranquila felicidad.
CAPÍTULO IV
EL ATAQUE Y LA DEFENSA.
Durante quince días Roussel sufrió valerosamente esta situación tan nueva y tan penosa.
Pensaba: "Es el primer momento; esto pasará. Un nuevo capricho seguirá al actual y ya no habrá cuestión. Podremos entonces respirar, lejos de la horrible Clementina, y vivir en paz." Pero sus esperanzas optimistas no se realizaron. ¿Era que Mauricio estaba más seriamente enamorado que lo que había dicho? ¿Era que la violencia hecha á sus sentimientos había aumentado su fuerza en vez de disminuirla? Mauricio cambiaba mucho, física y moralmente. Él, que era la actividad misma, pasaba días enteros tendido en el diván de su estudio, fumando cigarrillos. No cogía un pincel. El boceto de la Virgen del bordado y el cuadro de los Desposados estaban vueltos hacia la pared. Tenía en completo abandono los estudios empezados para la decoración de la sala de actos de la alcaldía de Saint-Denis; importante trabajo obtenido en buena lid, en un concurso en el que tuvo por antagonistas á los más célebres pintores. Nada le interesaba. Estaba sufriendo una crisis de desaliento y de disgusto.
Por la primera vez en su vida, Roussel le veía de este modo, lo que le alarmaba seriamente.
Disimulaba, sin embargo y no lo interrogaba, temiendo una respuesta que abriese de nuevo el debate. Esperaba todavía que "aquello pasara", pero veía que no "pasaba" jamás.
Por las tardes Mauricio salía solo con frecuencia. Las primeras veces, Roussel le había preguntado: "¿Adónde vas?" y el joven le había enseñado un álbum, y respondido: "Voy á buscar apuntes ..." Y no había invitado á su tutor á que le acompañase y hasta, pareciendo temer que éste se lo propusiera, casi se había escapado. Roussel no había repetido la pregunta; pero un día en que el álbum de los croquis estaba sobre una mesa, en ausencia del pintor, había levantado la cubierta, recorrido las hojas y adquirido la certeza de que todas estaban inmaculadas.
Entonces, ¿en qué pasaba Mauricio los días? ¿Habría faltado á su promesa y vuelto á casa de la señorita Guichard? Roussel no lo sospechó siquiera; sabía que era incapaz de faltar á un compromiso. Y sin embargo, ¿qué hacía?
Resolvió seguirle, y una tarde en que Mauricio había salido por el camino de Saint-Cloud con el famoso álbum de las hojas en blanco, Fortunato se dispuso á ir de lejos en su seguimiento. Pudo sin dificultad no perderle de vista, porque el joven marchaba sin desconfianza. Ni una sola vez se volvió y en el camino polvoriento, su silueta se destacaba visible á quinientos pasos de distancia.
Volvió hacia la derecha; tomó un sendero de travesía que conducía al bosque y una vez llegado á la espesura, se sentó, con el álbum sobre las rodillas y permaneció más de una hora sin moverse, como si esperase á alguien, pero nadie llegó. Salió de su abstracción y á paso lento, siguiendo su paseo, se dirigió hacia la Celle-Saint-Cloud.
Fortunato se estremeció. ¿Se habría engañado? ¿Sería capaz Mauricio de tanto disimulo? ¡Qué!
¿iría á casa de la señorita Guichard? ¡No! imposible. Y, sin embargo, tomaba una dirección nada dudosa hacia una plazoleta en la que desembocaba la callejuela donde el joven había sido atropellado. Pero Mauricio, en vez de apretar el paso, como aquel á quien se espera, le acortaba.
Dobló la esquina de la calleja y allí se detuvo su tutor. Mauricio avanzó hasta que pudo descubrir el terraplén de la quinta y allí, oculto detrás de una espesura de madreselvas que brotaban en la cerca de un jardín, esperó.
Desde su puesto de observación, Roussel le veía mirar con insistencia hacia la finca de la señorita Guichard. Y hasta le veía la cara lo bastante para notar su profunda tristeza. ¿Esto era, pues, el objeto de sus paseos misteriosos? Venía á contemplar el sitio donde había visto por primera vez á Herminia. Esperaba verla de lejos si pasaba por la alameda de las ramas colgantes.
Acaso ella se mostrase tan triste como él y entonces, esa identidad de sentimientos sería un alivio para su pena. Y el curtido corazón de Fortunato se apretó al recibir esta prueba de la pena efectiva y devoradora del hijo á quien amaba tan tiernamente.
Una gran melancolía se apoderó de él. Presintió que estaba destinado al más cruel de los sacrificios; el de la tranquilidad de sus últimos días. Vió que no podría dudar entre su dolor y el de Mauricio. Estimó que no era justo aceptar el sufrimiento de aquella juventud como precio de la quietud de su vejez. No había igualdad entre la vida del uno, en su aurora, y la del otro, en su ocaso. Por último, temió que Mauricio le juzgase egoísta y tuviese de Clementina mejor opinión que de él y quiso demostrar la diferencia que había entre ellos y hacer apreciar su abnegación comparada con la inflexibilidad de la señorita Guichard.
Mauricio dejó su sitio lentamente y como á disgusto. Aquel día Herminia no había aparecido en el jardín. Tomó de nuevo el camino del bosque, con la cabeza baja y al llegar á la plazoleta, arrojó un grito ahogado y palideció: su tutor estaba delante de él. El anciano estaba grave y un poco pálido, pero su fisonomía y su actitud no acusaban enfado alguno. Viendo á Mauricio perplejo, se adelantó sin hablar, le cogió afectuosamente el brazo y marchó á su lado en dirección á Montretout.
Después de algunos minutos de silencio, levantó la cabeza, miró á su hijo adoptivo con dulzura y dijo con voz enternecida:
—Así pues, hijo mío; ¿ eso es más fuerte que tú? ¿Es absolutamente preciso que la vuelvas á ver?
Á estas palabras tan afectuosas, tan verdaderamente paternales, Mauricio, conmovido, balbuceó con voz alterada:
—¡Oh! mi querido padrino, perdóneme usted, pero ¡es tanta mi pena!...
—Vamos, hijo mío; has hecho lo que has podido, bien lo veo; á mí me toca hacer el resto.
—¡Padrino mío!...
—¿Acaso has creído que te he criado como lo he hecho, durante veinte años, para cambiar de repente, el mejor día, y hacerte desgraciado? ¡No, no! Te quiero para ti mismo y no para mí y no puedo soportar la idea de que alimentas una pena que una palabra mía puede disipar.
—¡Oh! pero yo no aceptaré que usted tenga el menor disgusto por mi causa, interrumpió Mauricio con energía. Soy un cobarde por no haber sabido soportar mejor esta decepción. Pero yo daré buena cuenta de mi debilidad ... Hace mucho tiempo que estoy proyectando un viaje á España ... Partiré ... partiremos juntos.
—¡No!, dijo tristemente Roussel; porque llevarías contigo el recuerdo de Herminia y serías aún más desgraciado estando lejos de ella ... Y yo tendría la doble tristeza de verte sufrir y de pensar que sufrías por ser yo un egoísta ... Lo que me impedía dejarte en libertad de amar á esa muchacha, que es sin duda adorable y buena....
—¡Ah! mi querido padrino; si usted hablase con ella solamente un cuarto de hora, estaría usted seguro de ello. La dulzura de su voz, la gracia de su mirada, todo atestigua un corazón exquisito.
—Yo creo que si tú te has puesto á amarla tan deprisa y tan fuerte, dijo Fortunato sonriendo, es que tiene un encanto irresistible.
—Y con todo eso, es tan modesta, tan bien educada....
—¡Oh! no se parece á Clementina ... Pero te decía que me había contenido el temor de que fueses víctima de la señorita Guichard, como lo he sido yo ... He pensado mucho en todas estas cosas desde que volví de mi viaje y he adquirido la certidumbre de que podrás escapar al peligro.
¿Qué es lo que tú quieres, en suma? Una mujer y no una fortuna. Y bien; cásate con Herminia, y si la señorita Guichard te atormenta, coges á tu mujer del brazo y te la llevas. Tú serás siempre independiente. Así pues si Herminia te ama....
—Me amará.
—¡Debe amarte ya! Pero la señorita Guichard estará, de seguro, furiosa por no haberte visto desde hace dos semanas. Va á ser preciso jugar mano á mano con esa buena pieza. ¿Estás dispuesto á seguir el plan que te voy á trazar?
—Ciegamente.
—Pues bien, escucha. Si cometieras la imprudencia de presentarte mañana en la Celle-Saint-Cloud, con el aire radiante y diciendo á Clementina: "¡Heme aquí! Mi tutor consiente en que me case con su sobrina de usted; ¿quiere usted concederme su mano?" puedes estar seguro de que te pondrían en la puerta con todos los honores debidos á tu posición de hijo adoptivo de un hombre execrado. Será, pues, necesario que te presentes con cara de contricción y de inquietud, que pidas hablar en secreto con la señorita Guichard y que cuentes que te he sorprendido yendo á su casa y que ha habido entre los dos una escena violenta, cuya conclusión ha sido este ultimátum formulado por mí: romper toda relación con mi enemiga ó abandonar mi casa.
—¡Cómo! ¿Será preciso abandonar á usted?
—Durante el tiempo necesario para las capitulaciones y hasta el matrimonio. Si Clementina te viese continuar viviendo conmigo, como es lista, sospecharía alguna astucia y te daría que sentir.
La única probabilidad de éxito que tienes con ella es aparecer enfadado conmigo y que sea yo el condenado á sufrir. De este modo te acogerá como á un aliado, porque, es triste decirlo, pero ella no entrega su sobrina á un buen muchacho capaz de hacerla feliz, sino á un hijo ingrato que pone en peligro la dicha de mi vida. No protestes; yo sabré, naturalmente, á qué atenerme y la apariencia de la falta bastará. Tú, continuarás amándome tanto más cuanto más grande te parezca mi sacrificio. Pero no dejes sospechar nuestro convenio ni demuestres cariño hacia mí: el día en que Clementina no vea en ti un instrumento de rencor, te odiará y todo se habrá perdido.
—Pero ¿después?
—¡Oh! Después ... después será cuando empiecen las verdaderas dificultades. Tendrás que mostrarte lleno de deferencia por la señorita Guichard. Si no haces causa común con ella contra mí, si confiesas una reconciliación con tu tutor, el diablo se desencadenará y entonces sabrás á ciencia cierta lo que es esa señora ... Porque, amigo mío, ahora no puedes juzgarla ... no la conoces.
—Es usted tan bueno, dijo Mauricio con alguna indecisión, que me voy á atrever á dirigirle una pregunta verdaderamente arriesgada ... Llegado el caso, ¿consentiría usted en reconciliarse con la señorita Guichard?
—¡Consentiré en todo para hacerte dichoso! Pero no te hagas ilusiones; es á Clementina á la que habrá que decidir. Yo jamás le he hecho nada malo, si se exceptúa el no querer llamarme barón de Pontournant y dejarla para vestir imágenes.... No puedo hacer más que ofrecerme á estrechar su mano ... Y te doy mi palabra de que tendré ese heroísmo....
—Entonces todo saldrá á pedir de boca. Usted exagera su rencor. La edad ha amortiguado los fuegos de su cólera ... Se ha calmado mucho.
—Eso me asombra ... El vino gana en sabor al hacerse viejo, pero el vinagre, por el contrario, aumenta en acidez ... Y la acidez de Clementina.... Cuando la conozcas, verás lo que es bueno.
—¡Padrino mío!
—No; no lo digo para retirar mi promesa. Estoy decidido, pero sé á lo que me comprometo.
Hace veinte años, retrocedí ante el abismo; ahora me arrojaré á él. ¿No hubo en Roma un ser sublime llamado Curtius que se echó armado en una sima para apaciguar á los dioses?
—Sí, padrino mío; ese fué el asunto de mi primer concurso para el premio de Roma.
—Pues bien ¡yo imitaré á ese mártir! Pero, cuando esté en el fondo, ¿no me dejarás solo?
—Seremos dos para acompañar á usted, para amarle.
—Entonces, corriente. Dame hoy doble ración de ternura, porque desde mañana viviremos separados ... ¡Así lo exige la política!
Habían llegado á la verja de la quinta de Montretout; entraron y pasaron la velada haciendo proyectos para el porvenir.
Al día siguiente, como había dispuesto Roussel, Mauricio se presentó en la Celle-Saint-Cloud y fué recibido sin dificultades. Introducido en el salón, tuvo que esperar algún tiempo. Sin duda la señorita Guichard quería tomarse tiempo para pensar lo que iba á decir y acaso también enseñar á Herminia adornada con elegante sencillez. Sin embargo, la dueña de la casa apareció sola y avanzó con la frente oscurecida por una nube.
—Celebro infinito ver á usted, señor Aubry, dijo con voz bastante firme. Sin duda ha estado usted enfermo, porque hace quince días que no sabemos de usted.
—Dispénseme usted, señorita, pero no he estado enfermo.
—¡Ah! exclamó Clementina con severidad amenazadora. Entonces habrá usted estado ausente.
—No, señorita; he estado en Montretout....
—¿Tan cerca?, dijo expresando una áspera ironía. Entonces, ¿qué le ha impedido á usted venir?
—He tenido vivos disgustos ... disgustos de familia ... Mi tutor ha vuelto y....
—¿Y qué?... interrogó Clementina, devorada por una ardiente curiosidad.
—Y se han producido entre nosotros algunas dificultades....
—Las palabras salían penosamente de la boca de Mauricio. Era preciso que amase mucho á Herminia y que su padrino, en el momento de salir, le hubiese recomendado de nuevo el disimulo, para que se decidiese á mentir de aquel modo. Pero no le fué necesaria mucha habilidad. En un instante, la actitud de la señorita Guichard había cambiado. Su violencia desapareció, las nubes de su frente se disiparon y con la faz radiante, sonrió á Mauricio como á un amigo. Le tomó la mano, le atrajo hacia ella en un canapé y exclamó, con los ojos brillantes de alegría:
—¡Pobre joven! cuénteme usted eso.
Mauricio contó lo que había convenido con Roussel y pudo comprender en la triunfante exaltación de Clementina hasta qué punto su padrino le había dicho la verdad. Sí; el móvil único de la señorita Guichard era su rencor implacable; todo estaba subordinado en su existencia al deseo de hacer mal á Fortunato. Era esto tan evidente, tan claro, que á Mauricio se le pasaron ganas de levantarse y exclamar: "Todo lo que estoy contando es falso de la cruz á la fecha. Mi padrino es el mejor de los hombres y antes que causarme la más pequeña pena está dispuesto á olvidar lo que usted le ha hecho y á reconciliarse con usted."
Pero no tuvo tiempo. La señorita Guichard se levantó, llamó y dijo al criado: "Ruegue usted á la señorita Herminia que venga." Esta sencilla frase borró los escrúpulos de Mauricio. Pensó que iba á ver á la Virgen del bordado y que podría acabar su boceto del natural. El amor al arte, su ternura por Herminia; todo iba á ser satisfecho al mismo tiempo. Bendijo mentalmente al hombre que le proporcionaba todas estas satisfacciones y juró indemnizarle del esfuerzo que le habría costado el resignarse. Precisamente la señorita Guichard se volvía hacia él con complacencia y le decía con énfasis:
—Olvide usted el mal proceder de un hombre egoísta. Yo le devolveré la afección que él le retira.... y usted encontrará en mi casa, cerca de mí, la compensación de sus cuidados....
Una última sacudida de su honradez indignada estuvo á punto de apoderarse de Mauricio ... Ya abría la boca para responder: "No necesito compensaciones y usted sería incapaz de amar á nadie, ni á su sobrina, como yo soy amado por mi tutor."
Pero entró Herminia, rubia, sonrosada, fresca, sonriente; y todo quedó olvidado.
El plan formado por Roussel resultaba, por otra parte, en todas sus partes, y Mauricio, con el egoísmo natural del hombre, gozaba tan plenamente de su dicha como su padrino tenía el corazón á la vez satisfecho y desgarrado. Sin embargo, el joven no olvidaba al que se había sacrificado por él y le escribía largo y tendido todas las tardes al volver á París, después de haber comido en la Celle-Saint-Cloud, porque comía todas las tardes con su futura, hasta tal punto temía Clementina que se le escapase su prisionero. Sus cartas estaban llenas de noticias sóbrela actitud de Clementina, sobre sus palabras, sobre la gracia y la bondad de Herminia. Roussel respondía dando instrucciones á su hijo y recomendándole prudencia y, sobre todo, discreción.
Jamás se permitía una palabra desagradable respecto de su enemiga; nunca una crítica amarga.
Desde el día en que Mauricio fué admitido en casa de la señorita Guichard, Fortunato pensó, con mucha delicadeza, que convenía poner en buen lugar ante su pupilo á una mujer con la que iba á estar unido por estrechos lazos.
De vez en cuando, cuando se aburría mucho en Montretout, hacía una escapada á París é iba á sorprender á Mauricio, por la mañana, en su estudio. Llegaba con la cara radiante y las manos llenas de flores de sus estufas; abrazaba á su querido hijo, le contemplaba, le acosaba á preguntas y daba vueltas á su alrededor con inquieta ternura. Pero prontamente veía que Mauricio no había dejado de quererlo y se iba dichoso.
Tomaba precauciones, parque sabía que era espiado. En var