Un Antiguo Rencor by Georges Ohnet - HTML preview

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—Nada he observado, querida prima, que pueda justificar tus temores ... ¿Quieres que haga venir al guarda?

—Te lo agradeceré. Tengo inquietudes ... Me parece presentir la presencia de Roussel en estos alrededores.

Román Rouet, introducido en el salón, declaró que no había visto nada sospechoso en sus rondas. Era el tal un viejo, medio labrador, medio guarda y, más que nada, cazador furtivo, con la cara curtida por la lluvia y el sol, enmarañadas cejas, que se hacía cortar como el cabello, y dientes destrozados por la acidez de la sidra.

—Mi ama, nadie ha llegado al país y nada he visto que se parezca á gentes malintencionadas ...

Siempre se arrastran algunos harapientos por el camino ... Éste, que viene de Maromme ...

Aquél, que va á Fontaine-le-Bourg ... Pero gentes que quieran entrar ... Yo estoy aquí para impedirlo ...

—¡Bueno! dijo Clementina. Vaya usted y vigile.

—Con los dos ojos, mi ama.

—¿Por qué estaba tan alegre esa muchacha?... repitió la señorita Guichard pensativa.

Pasó la velada jugando al bezigue con Bobart y soñó por la noche que Roussel había entrado á viva fuerza en el castillo, con la cara embadurnada de negro, como los antiguos bandidos, y la había puesto un puñal en la garganta para obligarla á decir dónde había ocultado á su sobrina. Un vivo dolor la despertó; debatiéndose en su cama, acababa de pincharse la barbilla con una horquilla desprendida de ana cabellos.

Había muy buenas razones para que el guarda de la señorita Guichard ignorase la presencia de Mauricio y de Roussel en el país. Éstos no habitaban en él. Román Rouet había podido recorrer todas las tabernas del país sin encontrar indicio alguno. Roussel y Mauricio se hablan quedado á cuatro leguas de Rouxmesnil, en Auffai, en casa del dueño de una gran fábrica de hilados, amigo de Fortunato desde la infancia. Alojados en el castillo de Perceville, los dos parisienses estaban allí á sus anchas y hacia seis días recorrían á su gusto los alrededores, sin que fuese notada su presencia.

Tomaban el ferrocarril; se bajaban en Cléres y desde allí se iban á la propiedad de la señorita Guichard. Mauricio había hecho amistad, desde el primer día, con un perro de ganado, de talla colosal, que el dueño de Perceville había traido de Irlanda, y escoltado por aquel formidable compañero, de un olfato admirable, bloqueaba las cercanías de la prisión de Herminia. El viejo que la joven había visto de lejos, sentado en la cerca, era Mauricio.

Éste se había estremecido viendo en la verja, al principio una sombrilla de color, después una vaga silueta y por último á su mujer, que se aproximaba mirándole. Estuvo á punto de levantarse y correr hacia ella; pero la aparición repentina de la señorita Guichard en la ventana, había helado su entusiasmo y, renegando y dando al diablo á la solterona, había permanecido inmóvil, mirando á su compañero, que se revolcaba al sol. Por la noche, su envidia fué extremada cuando supo que Roussel había tenido la buena fortuna de hablar con la joven, y no se serenó más que por la seguridad de que él tendría la misma dicha al día siguiente. Pero Roussel no se daba por satisfecho con la ventaja, demasiado platónica, de haber conversado y conversar otra vez con Herminia, y necesitaba resultados prácticos, materiales y decisivos.

—Me vas á hacer el favor, ¿eh?, de no perder mañana el tiempo en arrullos, como Romeo en el balcón de Julieta. Los campos están llenos de alondras que te cantarán la canción de la partida.

Ahora bien, esa partida no debes efectuarla solo. Toma tus disposiciones con Herminia para llevártela el mismo día, si es posible. Tendremos todo el día y toda la noche una excelente silla de posta en la aldea de Rongemare, á un kilómetro del sitio en que debes encontrar á tu mujer....

—Esté usted tranquilo, padrino; no perderé la ocasión. El tiempo apremia ... y acabaremos por ser despistados. Es premiso, pues, violentar las cosas y si hay resistencia....

—Yo estaré allí para prestarte ayuda ... Á nosotros dos sería preciso el diablo para ponernos en derrota.

Mientras se formaban estos proyectos agresivos, la señorita Guichard, más y más inquieta, preparaba una maniobra sumamente peligrosa para nuestros conspiradores. Por la mañana se había presentado en el cuarto de su sobrina, á la que había encontrado en peinador, ocupada en peinar sus admirables cabellos rubios. La joven sin más que mirar el aire de su tía, presintió complicaciones graves y se dispuso á hacerlas frente.

—Hija mía, dijo Clementina sentándose cerca de la ventana; ayer hizo una semana que estamos aquí ... Sabes que el día siguiente mismo de nuestra llegada escribí á tu marido para rogarle que viniese á reunirse con nosotras ... ¿Cómo es que no ha venido, ni ha dado siquiera noticias suyas?

—Pero, tía mía, dijo claramente Herminia, si nosotras no hubiéramos partido, no hubiera sucedido todo esto....

La señorita Guichard, asombrada por esta respuesta, levantó los ojos sobre Herminia y viéndola muy tranquila, tuvo un movimiento de irritación.

—Hija mía, si no hubiéramos partido lo hubierais hecho Mauricio y tú, con desprecio de todos los compromisos adquiridos ... He parado, sencillamente, un golpe que me asestaban....

—Tía mía, replicó Herminia con firmeza, el primer golpe no fué asestado por mi marido; usted lo sabe muy bien.

—¿Qué quieres decir?

—Dispénseme usted de explicarme acerca de ese punto; pero sepa que no ignoro nada de lo que ha pasado y que yo no puedo culpar á mi marido.

Á estas palabras, que eran una verdadera declaración de guerra, la señorita Guichard se levantó.

Su cara se puso lívida, sus ojos despidieron llamas y extendiendo hacia Herminia una mano agitada por un temblor nervioso, exclamó:

—¡Qué! Después de veinte años de cuidados, de afección, de protección; cuando te he tratado como á una hija, ¿me hablas con semejante ingratitud, por un advenedizo á quién no conocías hace seis semanas? ¿Contra todo respeto, juzgas mis actos y contra todo agradecimiento te unes con mis enemigos? ¿Es esto lo que yo debía esperar de ti? ¡Eres un monstruo!

—No, tía; no soy un monstruo, dijo la joven respirando con esfuerzo, tan violenta era la emoción que la embargaba; no, yo no soy irrespetuosa, ni ingrata; pero tampoco ciega ni estúpida. Sé lo que veo y entiendo lo que oigo. Soy justa, créalo usted, y me hago cargo de la irritación que debió usted experimentar viendo todos sus planes desbaratados; pero no puedo admitir que por una cuestión tan mezquina, por una diferencia tan antigua, por agravios que hace mucho tiempo debieran estar olvidados, ponga usted en peligro mi dicha y la de mi marido. Usted le acusa de ser orgulloso é indiferente ... ¿Qué hubiese usted hecho en su lugar, usted, que ha perseguido por tan largo tiempo y persigue todavía con su odio al señor Roussel, por una afrenta mucho menor que la que usted ha infligido á Mauricio?...

—¡He aquí lo que tú piensas! gritó la señorita Guichard exasperada. ¡Oh, mal corazón y espíritu perverso! Eso es lo que tú murmurabas durante tus largos silencios ... ¡Me hacías traición en pensamiento, antes de hacérmela en acción! Pero ¡yo te arreglaré! ¡Tengo sobre ti autoridad!

—Que usted se atribuye, pero que no existe. No tengo más dueño que mi marido....

—¡Yo te separaré de él! gritó la solterona en el colmo del furor.

—Desafío á usted á que lo haga.

—¡Ah! ¿Tú me provocas? Pues bien, tú sabrás de lo que soy capaz cuando se me fuerza.

—Me lo habían dicho y ya lo he visto. Pero jamás me hubiera atrevido á creer que usted, tan buena, se convirtiese hasta tal punto en perversa.

—Yo te haré arrepentir de lo que has hecho.

—Usted me hará arrepentir de haberla amado: nada más.

—¡Herminia!

Clementina estaba con el brazo levantado y amenazador, la cara descompuesta por la rabia, los ojos verdes de bilis, los dientes apretados y crujientes. Herminia tuvo miedo de que la atacase una congestión y muriese allí, herida por ella, á la que, en suma, había servido hasta entonces de madre. Se levantó y con una inspiración persuasiva propia para conmover hasta un alma tan dura, dijo, arrojándose á sus pies:

—¡Por Dios, mi buena tía, olvide usted todo lo que la turba, lo que la irrita, lo que la pone fuera de sí, porque usted no es dueña de sí misma ahora, y vuelva á ser tal como yo la he conocido; justa, benévola y generosa. No me obligue á luchar contra usted, lo que me causaría una horrible pena. No me ponga en el trance de decidirme entre mi afección antigua y mi nueva ternura.

Tenga usted piedad de esta hija á quien ha amado, á quien ama todavía. Devuélvame usted la libertad y la dicha. Hágame usted feliz de buen grado, con sus propias manos, y yo la bendeciré en todas las horas de mi vida por el favor que me habrá hecho y con el cual habrá sobrepujado, en un momento, las liberalidades de que me ha colmado durante toda mi existencia. Usted debe comprender que quiero, que debo ir á buscar á mi marido. ¡Oh, tía mía querida! ¡Un relámpago de bondad! Ponga usted todo en paz, usted que puede hacerlo, ¡seremos tan plenamente felices!

¡Y será tan grande nuestro agradecimiento!...

Cogió las manos de la señorita Guichard y con sollozos y ruegos se las besó apasionadamente.

Ésta, torturada por aquella ardiente suplica, helada por aquellos reproches tan dulces y tan humildes, humillada por el sentimiento de su inferioridad ante aquella niña que la hablaba tan leal y animosamente, permanecía inmóvil y muda. Por fin, dejó caer de sus labios trémulos estas palabras:

—¡No, no cederé! tengo, para obrar como lo hago, razones superiores que no puedes juzgar. Tú me darás después las gracias por el servicio que te hago ... ¡Todos los hombres son infames!

—¡Tía mía! ¡Cuidado! gritó Herminia desesperada.

—¿Me amenazas?, dijo la señorita Guichard, no disimulando ya. ¡Tú debes tener cuidado! Desde este momento no tengo confianza en ti. Sé que tengo una enemiga en mi casa; no encontrarás, pues, extraordinario que tome mis precauciones. Permanecerás hoy en tu cuarto y mañana nos marcharemos al extranjero.

Y sin añadir ni una palabra, la señorita Guichard salió. Herminia quedó sola y consternada, pero sin arrepentirse de su franqueza, por muy cara que debiera costarle. Porque, ahora, la señorita Guichard había arrojado la máscara y después de esta explicación no se podía esperar de ella el menor acomodo.

La joven se preparó á hacer una resistencia desesperada. Una sorda inquietud la molestaba hacía un momento; cómo sería interpretada su ausencia á la cita dada por Roussel. Porque era seguro que no podría ya pasearse por el parque. ¿Y qué pensaría Mauricio? ¿Supondría que le abandonaba? ¡No! eso era imposible. Pensaría que había sido vigilada, detenida. Y entonces sería capaz de entrar en el parque y llegar hasta el castillo y, vestido de ese modo, el guarda ó Bobart podían tomarle por un merodeador y pegarle un tiro.

Un miedo espantoso se apoderó de ella. En el desarreglo de su pensamiento estuvo á punto de llamar á su tía y prevenirla para que, al menos, no se hiciese daño á Mauricio, pero la detuvo una reflexión: "¡Quién sabe si, en el estado de exasperación en que se encuentra, dará mi tía las órdenes más rigurosas y atraeré el peligro sobre mi marido, queriendo protegerle! Es preciso dejar que marchen los sucesos sin intervenir; Mauricio es diestro y el señor Roussel prudente; ellos conseguirán arrancarme de manos de mis perseguidores. Porque ya, para ella, su tía, Bobart y el guarda eran sus perseguidores, y se sentía dispuesta á todo para escapar. Hasta hubiera hecho de buena gana algún daño á Bobart, que verdaderamente la atormentaba sin motivo, por gusto, por amor al arte.

Examinó con cuidado la disposición de su cuarto, previendo que acaso sería preciso evadirse.

Una de las ventanas, la de la fachada, daba á una estufa cuyos vidrios estaban colocados casi á plomo á dos metros por debajo. Por aquí la evasión parecía imposible. La otra ventana, en distinta dirección, daba sobre un bonito jardinillo á la francesa. Un salto de seis metros y la perspectiva de enredarse en los sostenes de los rosales; tampoco por allí podía hacerse nada. El cuarto de tocador estaba cuatro escalones más bajo y ocupaba una torrecilla redonda en un ángulo del castillo. Recibía la luz por una estrecha ventana, pero tenía reja. Las precauciones estaban bien tomadas y la señorita Guichard sabía lo que había hecho alojando á Herminia en aquellas habitaciones. Á falta de las ventanas quedaba la puerta que daba á un largo corredor embaldosado en cuyo extremo estaba la escalera de servicio que conducía á las dependencias.

Atravesadas éstas, se estaba en el patio, pero, para llegar á la escalera era preciso pasar por delante de las habitaciones de la señorita Guichard y de Bobart. ¡Cuántas probabilidades de ser cogida antes de llegar al piso bajo! Y aquel era, sin embargo, el único paso practicable.

El almuerzo llegó cuando Herminia se entregaba á estas combinaciones y proyectos. La doncella de la señorita Guichard le traía en una bandeja. Decididamente, Herminia estaba prisionera. No la encerraban con llave, pero estaba, sin duda, estrechamente guardada. Resolvió cerciorarse y á eso de las dos cogió el sombrero y la sombrilla y bajó. Al penetrar en el vestíbulo encontró á la doncella cosiendo al lado de una mesa. La muchacha levantó la cabeza y con cierta compasión dijo:

—La señorita ruega á la señora que entre en el salón.

Herminia no respondió y abriendo la puerta del salón encontró leyendo á la señorita Guichard.

—¿Sales, hija mía?, preguntó la solterona con una perfecta tranquilidad, como si nada hubiera pasado entre las dos aquella misma mañana.

—Sí, tía mía; si usted no tiene inconveniente.

—Te acompaño, dijo la señorita Guichard, y se levantó.

—Es usted muy amable; respondió Herminia con serenidad.

Salieron por el parque y echaron á andar delante del castillo. Pero este paseo tan lejos del foso en que se impacientaba Mauricio no entraba en los cálculos de Herminia, que dijo al cabo de un instante:

—Hace mucho sol por aquí; ¿quiere usted que vayamos á la sombra?

—Como tú quieras, contestó la señorita Guichard.

Y tomaron un paseo circular.

No bien habían andado cien pasos, apareció Bobart armado con su inseparable escopeta y escoltado, además, por el perro que tenía por misión devorar á los merodeadores en general y á Roussel y á Mauricio en particular. El abogado, como obedeciendo á una consigna, se colocó al lado de Herminia. El perro abría la marcha. La joven tenía gran deseo de volverse, pero al extremo de aquel camino estaba el foso donde había visto el día anterior á Roussel y sin duda en este momento la esperaba allí su marido. Al verla pasar con semejante escolta, comprendería lo que había sucedido y tomaría resoluciones en consecuencia.

Apenas llegaban á la llanura que, bañada de sol, se presentaba en perspectiva, el perro, que iba de vanguardia, empezó á gruñir furiosamente y erizó los pelos del lomo. Herminia pensó "Ahí está; contra él gruñe este dichoso animal. ¡Con tal que no le muerda! Avanzó enseguida y en el mismo sitio en que el día anterior estaba Roussel vió un hombre echado. Un gran perro gris estaba extendido cerca de él y amo y perro parecían dormir. Sin embargo, la mano del hombre tenía cogido el collar del perro como para contenerle. El mastín de la granja, envalentonado por aquella inmovilidad, ladró con furia y enseñó los dientes.

—¡Es increible! dijo Bobart en voz alta. ¡Un borracho en el mismo sitio que ayer. Parece que le han tomado afición!

El perro tomó sin duda estas palabras por una orden, porque, de un salto, franqueó el foso y se lanzó con la boca abierta y los ojos feroces sobre el pacífico grupo. Pero en un segundo, la escena cambió. El hombre levantó la cabeza y con voz enronquecida, que Herminia no reconoció, dijo:

—¿Qué es esto? ¿Se hace devorar á los viajeros en este país? ¡Á él, Dear!...

Soltó el collar y el gran perro gris, saltando con una ligereza y una fuerza increibles, cayó sobre el mastín, que se mostró resistente é hizo honor á Rouxmesnil sosteniendo el choque. Pero el perro gris era de una agilidad increible y antes de que los espectadores de este combate pudieran hacer un movimiento, los dos animales, enlazados, habían rodado al fondo del foso.

—¡Llame usted á su perro! ¡Llame usted á su perro! gritó la señorita Guichard, oyendo á su mastín aullar lastimeramente.

—¡Llame usted al suyo! respondió tranquilamente el hombre de la voz ronca. ¿Acaso le hemos ido á buscar?

—¡Cuidado! creyó Bobart que debía exclamar; voy a pegarle un tiro!...

—¡El que toque al perro, toca á su dueño! respondió el hombre con una expresión tan amenazadora, que Bobart se estuvo quieto.

Al hablar así se había levantado y Herminia no encontró ni un solo rasgo de su marido bajo los cabellos grises y enmarañados y la ruda barba de aquél hombre. Y, sin embargo, era él.

—¡Esto es una infamia! exclamó la señorita Guichard; ¡mi perro muerto!

Era verdad. El mastín, después de una resistencia honrosa, atestiguada por las huellas sangrientas de la piel de su adversario, acababa de morir.

—Usted me le pagará, buen hombre. Bobart, corre á buscar al guarda.

—¡Para qué! dijo el hombre con su voz aguardentosa; ¡para qué! Que pase solamente el foso y hago con él lo que mi perro ha hecho con este otro. ¿Oye usted? So vieja.

—¡Vieja! gritó la señorita Guichard. ¡Insolente! Usted verá quién soy yo ...

—¡Perfectamente! apoyó Bobart; una demanda de indemnización ...

—¡Sí! ¡Ya te daré yo la indemnización! vociferó el hombre con ademanes violentos. ¡Ven aquí, que te voy á hacer que escondas la cabeza debajo del ala, gallo viejo! ¿No te da vergüenza, á tu edad?

—¡Vámonos! ¡Está ebrio! exclamó la señorita Guichard.

—¡Ebrio! Pero no de amor por ti, carcamal ... Por la buena persona que te acompaña, es posible.

Y volviéndose hacia Herminia, el harapiento apoyó una mano negra en los labios y le envió un beso. Al mismo tiempo, de sus ojos, ocultos bajo unas espesas cejas, brotó una mirada luminosa.

Y esta vez Herminia, roja de placer y latiéndole el corazón, adquirió la seguridad de que tenía delante á su marido.

Hubiera querido permanecer allí, por singular que pareciese su curiosidad; alguna palabra de doble sentido la hubiera trazado, acaso, una línea de conducta. Hubiera sido una satisfacción refinada para Herminia hablar con su libertador bajo la mirada misma de sus carceleros; pero no pudo disfrutar ese placer. Su tía la tiraba del brazo y Bobart se había ya pronunciado en retirada.

Perseguidos por las injurias que les dirigía el dueño del perro gris, volvieron á entrar en el castillo.

—¡No has estado heroico, Bobart, dijo la señorita Guichard con acritud. Nos has dejado insultar, á mi sobrina y á mi, por ese miserable, sin contestar siquiera.

—Querida y respetable prima, respondió el abogado: el hombre no me intimidaba; pero el maldito perro me infundía cierta aprensión ... Bien has visto lo que ha hecho, de una dentellada, con el pobre Stop ...

—Haberle metido un tiro en el vientre ...

—Hubiera podido no acertarle y entonces ...

—Pero, ¿no sabes tirar?

—Te confieso que conozco mejor el código que el tiro.

La señorita Guichard arrojó á su auxiliar una mirada de desprecio y, sin añadir una palabra, entró en el castillo con Herminia.

CAPÍTULO X

EN EL QUE SE ROMPEN LAS CADENAS.

La joven subió á su habitación. Era dichosa, aunque estuviese secuestrada, y el beso de Mauricio la había dilatado el corazón. Un sentimiento de orgullo la asaltaba, al verse tan ardientemente disputada. ¡Cuán atrevido y diestro se había mostrado su marido! ¡Y su disfraz era verdaderamente una maravilla! Si no hubiese estado prevenida, jamás hubiera reconocido al elegante Mauricio, en aquel pisaterrones.

Se rió sola de los horrores que Mauricio había dicho á Bobart y á su tía. Pensaba que el joven se habría desatado en injurias de aquel modo para disimular; y, sin embargo, debió tener un secreto placer en maltratar así á sus enemigos. Pero, ¿de quién sería aquel terrible perro gris que combatía tan valientemente por ella? Nunca había oído á Mauricio hablar de un perro. Puede que fuese de Roussel; en todo caso, le amaba.

Sonó la hora de comer y también se sirvió á Herminia en su cuarto, lo que le causó sumo placer.

La comida entre su tía y Bobart hubiera sido insoportable. Comió con apetito, como si un secreto instinto le dijese que muy pronto tendría necesidad de todas sus fuerzas. Vió al sol descender por detrás de las negras hayas, y extenderse poco á poco la sombra sobre el cielo rojizo, hasta quedarse todo obscuro. Cerró entonces la ventana y cogió un libro.

En el salón, la señorita Guichard y Bobart no jugaban esta noche su partida acostumbrada. La solterona estaba pensativa; el episodio del perro le parecía muy extraño. Hizo venir á Román Rouet y le interrogó detenidamente acerca de todos los perros grises que existían en el país.

—Un gran animal capaz de estrangular á Stop, decía el guarda, no, mi ama; no le conozco ni gris, ni negro, ni rojo. ¡Ah! Diantre! ¡qué desgracia no haber estado yo allí! ¡No correría por los caminos á estas horas!

—Pero, en fin; ¿usted no supone á quién podría pertenecer? El perro era demasiado hermoso para su amo....

—¡Bien puede ser que le hubiera robado!...

—¡No! El animal no le hubiera defendido á una simple indicación, como lo ha hecho ...

—Á menos que no sea el gran perdiguero del señor Julleville d'Auffray ...

—¿Quién es ese señor Julleville?...

—Un almacenista del valle ...

—¿Y se pasea por los caminos en blusa y á pie?

—No, por cierto; prefiere ir de levita y en su carricoche de dos caballos ...

—¿Prestaría su perro?

—Puede que sí ... y puede que no.

—¡Vaya usted, Rouet, dijo la señorita Guichard, y haga buena guardia ...

Se volvió hacia Bobart y dijo:

—Este es un ser absolutamente estúpido y no le creo leal. ¿Qué confianza puedo tener en él?

¡Por veinte francos me haría traición!

—Pero, ¿qué es lo que temes, mi amable amiga?

—¡Todo! exclamó Clementina, como una explosión. ¡Me ha parecido reconocer á Mauricio bajo la blusa de ese miserable de hace un momento!

—¡Á Mauricio!

—Sí, á Mauricio. No era su cara; no era su voz; y sin embargo, un instinto me dice que era él. ¡Si yo lo supiese! Yo ...

Y Clementina se puso lívida.

—Vas á ponerte mala, dijo melosamente" Bobart. Vete á tu cuarto ... Yo voy á dar una vuelta para vigilar y ver si todo está tranquilo. Yo mismo cerraré las puertas y las ventanas para que puedas dormir en paz....

—Tienes razón. Subo á mi cuarto, cierro con llave la puerta del de Herminia y me acuesto.

Buenas noches; hasta mañana.

Eran las diez. Herminia estaba todavía leyendo en su cuarto. Reinaba un profundo silencio. De repente creyó la joven haber oído un ligero ruido en los cristales de la ventana, y escuchó, creyendo que, acaso, algún murciélago había rozado el vidrio con las alas. Un instante después, se renovó el mismo ruido, que pareció como de fino granizo que hirióse los cristales. Herminia miró al exterior; la noche estaba hermosa y el cielo cuajado de estrellas. Abrió suavemente la ventana y un puñado de fina arena cayó en el cuarto. Se inclinó vivamente con una palpitación de esperanza, y á menos de un metro por debajo de la cornisa de piedra vió una forma negra que estaba de pie en el herraje de la estufa. La joven dejó escapar una exclamación. La sombra se separó un poco del muro y Herminia reconoció á su marido.

—¡Mauricio, dijo, en nombre del cielo, bájate de ahí; ¡te vas á matar!

—¡Silencio! dijo el pintor en voz baja; no hay ningún peligro. Si no temiera hacer ruido, ya estaría á tu lado. ¿Dónde habita tu tía?

—Al lado mío, respondió Herminia.

—Entonces, vamos despacio. ¿Tienes cortinas sólidas?

—Tengo algo mejor ... La cuerda con que estuvo atado mi baúl ... Es muy gruesa....

—¡Bueno! ¡átala á esta barra de apoyo ...

—Pero, ¿y si se rompe?...

—No se romperá.

—Pero, ¿qué intentas?

—Lo sabrás dentro de un instante ... ¡Cuidado! ... Se abre una ventana....

Mauricio se pegó al muro y Herminia no se movió.

En el silencio de la noche se oyó la voz de Clementina, que decía:

—¿Eres tú, Bobart, el que está abajo?

—Sí, excelente amiga; respondió sordamente otra voz.

—Éntrate y echa bien los cerrojos.

La señorita Guichard cerró la ventana y Herminia respiró libremente.

—Herminia, dijo Mauricio con una alegría que, en tal momento, pareció caballeresca á la joven; no es Bobart el que ha respondido, es mi tutor, que está esperándome al pie de la estufa ...

La esposa acabó de atar la cuerda y la dejó caer hacia afuera; Mauricio la cogió y de un solo esfuerzo llega hasta la cornisa. Su mujer tenía tal miedo de verle caer, que le cogió del brazo y le atrajo hacia ella con una fuerza inesperada. Tenía de este modo la boca tan cerca de la cara de la mujer amada, que no pensó más que en aprovechar tan feliz circunstancia y el grito de júbilo de Herminia se apagó con un beso. Después la curiosidad recobró su imperio, y la joven preguntó:

—Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Saltando el foso. El perro no estaba allí ya, para morderme las pantorrillas ...

—¿Lo había intentado?

—Si, el primer día; entonces traje conmigo el perro gris ... y ya has visto cómo le ha tratado.

—Pero, ¿y si hubieras encontrado al guarda?

—Le he encontrado varias veces ...

—¡Oh! Dios mío ...

—Lo que me ha costado veinte francos por vez ... Esta noche, ciento ... pero hoy la cosa era más grave ... ¡había escalada!

—¡Qué dicha, que ese hombre sea un bribón!

—Si: ya lo ves, nada es inútil. Hasta los malvados sirven para algo.

—En fin, has llegado hasta aquí. Y ahora, ¿qué vamos á hacer para marcharnos?

—¡Ah! Has dicho "marcharnos", dijo Mauricio alegremente.

—No creerás que quiero quedarme con mi tía ...

—¡No! querida Herminia; pero me llena de gozo que me hayas evitado pedirte que me sigas.

—¡Oh! mi único amigo, exclamó llorando la joven, ¿qué me queda fuera de ti? ¿Con qué puedo contar más que con tu ternura? ¡Ya ves qué desgraciada soy y cuan injustamente ... ¡Ámame mucho, para consolarme de tantas tristezas!

—¡Te amo! ¡Te amo! querida mía, con toda mi alma. No tengo más que á ti y á mi buen padrino

... ¡ Oh, sí! Te amo y yo haré que todo lo olvides.

Un puñado de arena que venía del parque les volvió al sentido de la realidad.

—Es mi padrino, que se impacienta ... Y tiene razón ... Vámonos.

—¿Por dónde?

—Por la puerta.

—Pero, está cerrada por fuera....

—¿