—¿Lucía?
—¿A que no sabe usted lo que estoy pensando?
—Usted dirá.
—Son tan raras las cosas que desde anteayer me suceden; está tan fuerade sus naturales caminos mi vivir desde estos días; tan singular einaudito me parece lo que usted dijo allá... junto al pantano, queimagino si me quedaría dormida en Miranda de Ebro, y no habré despertadoaún.
Yo debo estar todavía en el vagón, es decir, allí estará mi cuerpo,pero mi alma se escapó y sueña tales tonterías... a la fuerza.
—No sé qué tenga de particular cuanto a usted acontece: antes tienemucho de vulgar y sencillo. Se queda atrás su marido de usted; y yo, quepor casualidad la encuentro entonces, la acompaño hasta que él venga. Nimás ni menos. No hagamos novela.
Artegui hablaba con su entonación lenta y desdeñosa de costumbre.
—No—insistió Lucía—, si lo extraño no es lo que me ha sucedido. Loque hallo inusitado, es usted. Vamos, Don Ignacio, que usted bien loconoce. Yo nunca vi a nadie que pensase lo que usted piensa, ni que lodijese; y por eso a veces—murmuró cogiéndose la frente con ambasmanos—suele pasarme por acá la idea de que estoy soñando aún.
Levantose Artegui del sillón y acercose al fuego. Su gallarda estaturacrecía al reflejo de la lumbre, y a Lucía, sentada en el suelo,pareciole más alto que de ordinario.
—Importa—dijo él inclinándose—que le pida a usted perdón. Yo noacostumbro decir ciertas cosas al primero que llega; pero a personascomo usted todavía menos. He soltado mil necedades, que con razónasustaron a usted. Sobre ser inconveniente, es de mal gusto y hastacruel, lo que hice. Procedí como un necio y me pesa de ello: créalousted.
Lucía, levantando el rostro, le miraba. El resplandor de la lumbredoraba su cabello castaño, y teñía de rosa toda su carne: brillábanlelos ojos, que alzaba, obligada por la postura.
—Tengo—prosiguió Artegui—dos temperamentos, y suelo obedecerlesirreflexivamente, como un niño. Por lo regular, soy como era mi padre,muy firme de voluntad, muy reservado y dueño de sí mismo; pero a vecesdomina en mí el temperamento materno. Mi pobre madre padeció siendo muyjoven, allá en su castillote de Bretaña, ataques de nervios, melancolíasy trastornos que nunca ha logrado curar del todo, si bien se aliviaronalgo después de mi nacimiento. Ella soltó parte del mal, y yo le recogí;¡qué mucho que en ocasiones obre y hable, no como hombre, sino como niñoo mujer!
—Eso es, Don Ignacio—exclamó Lucía—, que en sana razón no pensaríausted lo que... lo que dijo allí.
—Yendo con usted—prosiguió él—, con una criatura joven y leal, queama la vida y siente, y cree, ¿quién me metía a mí a hablar de nadatriste, ni exponer desvaríos abstrusos, convirtiendo el paseo encátedra? ¡Ridiculez igual! soy un majadero. Lucia—añadió connaturalidad y sin la menor expresión de amargura—, usted dispensa mifalta de tino, ¿no es cierto?
—Sí, Don Ignacio—murmuró ella bajo.
Artegui arrastró el sillón, y sentose cerca del fuego también, alargandomanos y pies hacia la llama.
—¿No siente usted frío ya?—preguntó a Lucía.
—No, señor. Un calor muy agradable, al contrario.
—¿A ver esas manos?
Lucía, sin levantarse, entregó sus manos a Artegui, que las halló tibiasy suaves, y las soltó presto.
—Con la lluvia—añadió—, no pude llevarla a usted un poco más lejos,hacia la parte de Biarritz, donde hay tan bonitas quintas y parques alestilo inglés. Ni hemos disfrutado casi de la hermosa campiña. ¡Qué bienolían los henos y los tréboles! Y la tierra. El olor de la tierralabrada es algo acre, pero muy grato.
—Lo que olía bien, eran unas mentas que vi al borde del pantano. Sientono haberme traído ramas.
—¿Quiere usted que vaya por ellas? Pronto estaría de vuelta....
—¡Jesús, María y José! ¡Qué disparate, Don Ignacio! ¡ir ahora por lasmentas!—dijo Lucía; pero el placer de la oferta tiñó de púrpura surostro.
—¿Oye usted cómo diluvia?—agregó por mudar de asunto.
—La mañana no anunciaba este turbión—repuso Artegui—. Es muy húmedatoda Francia en general, y esta cuenca del Adour no desmiente la regla.¡Lástima no haber podido recorrer Biarritz! Hay allí palacios ycomercios monísimos. La llevaría a usted a ver la Virgen que, desde unaroca, parece que sosiega el Océano.... Más hermosa idea artística no sepuede dar.
—¿Cómo? ¿la Virgen?—preguntó muy interesada Lucía.
—Una estatua erigida sobre unos peñascos.... Al ponerse el sol, es unefecto maravilloso: la estatua parece de oro, y la rodea un mar defuego.... Es una aparición.
—¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana?—gritó Lucía, dilatadoslos ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes.
—Mañana...—Artegui se quedó otra vez pensativo—. Pero,señora—pronunció ya con diverso tono—, ¡hoy debe llegar su marido deusted!
—Es verdad.
Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aúnArtegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamadostizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura;saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo elpeso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el recientepasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid,arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor.
Aunque no fuesetodavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro,tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo.
—No ha almorzado usted, Lucía—recordó de pronto Artegui,levantándose—. Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí.
—¿Y usted, Don Ignacio?
—Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora.
—Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?
—No, abajo—replicó él avanzando hacia la puerta.
—Como usted quiera... pero yo no tengo ganas. No me traiga usted nada.Estoy... así, vamos, no sé cómo.
—Tome usted algo... ha cogido usted frío y le conviene entrar enreacción.
—No... aún si usted almorzase aquí, me animaría tal vez—, insistióella con tenacidad de niña voluntariosa.
Encogiose Artegui de hombros como aquel que se resigna, y tiró delcordón de la campanilla.
Cuando un cuarto de hora después entró elcamarero con la bandeja, ardía el fuego más que nunca claro yregocijado, y las dos butacas, colocadas a ambos lados de la chimenea, yel velador cubierto de níveo mantel, convidaban a la dulce intimidad delalmuerzo. Brillaban las limpias copas, las garrafas, la salvilla, lasvinagreras, el aro de plata del mostacero: los rábanos, nadando en finaconcha de porcelana, parecían capullos de rosa; el lenguado fritopresentaba su dorado lomo, donde se destacaba el oro pálido de lasruedas de limón, y el verde chamuscado de las ramas de perejil; losbisteques reposaban sangrientos en lago de liquida manteca; y en lastransparentes copas de muselina destellaba el intenso granate delBorgoña y el rubio topacio del Chateau-Iquem. Al entrar y salir; aldejar cada plato, o recogerlo, reíase el camarero, para su sayo, de laenamorada pareja española, que quería habitación aparte, para luegoalmorzar así, mano a mano, al halago de la lumbre. A fuer de francés deraza, el sirviente aprovechaba la situación, subiendo el gasto. Habíapresentado a Artegui la lista de los vinos, y se permitía indicaciones yconsejos.
—El señor querrá Champagne helado.... Se lo traeré en garrafa, es máscómodo.... Las ananas que hay en la casa son excelentes: voy a traer...El Málaga nos llega directamente de España: ¡oh!
el vino de España...¡clac! no hay como la España para vinos....
Y fueron viniendo botellas, aumentándose copas a la ya formidablebatería que cada convidado tenía ante sí; anchas y planas, como las delos relieves antiguos, para el espumante Champagne; verdes y angostas,finísimas, para el Rhin; cortas como dedales, sostenidas en breve pie,para el Málaga meridional. Apenas llegó Lucía a catar dos dedos de cadavino; pero los iba probando todos por curiosidad golosa; y, un tantopesada ya la cabeza, olvidando deliciosamente las peripecias del paseomatinal, se recostaba en la butaca, proyectando el busto, enseñando alsonreír los blancos dientes entre los labios húmedos, con risa debacante inocente aún, que por vez primera prueba el zumo de las vides.La atmósfera de la cerrada habitación era de estufa: flotaban en ellaespirituosos efluvios de bebidas, vaho de suculentos manjares, y elcalor uniforme, apacible de la chimenea, y el leve aroma resinoso de losardidos leños. Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujerque alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascadaligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamenteconsideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillasencendidas y chispeantes ojos. Sentíase Artegui tan dueño de la hora,del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucíacomo el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, nilicores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de suapático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y enlas de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil. Hermoso era, sinembargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido;la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad,entre cuatro paredes, en el adormecimiento beato de la silenciosacámara.
Lucía dejó pender ambos brazos sobre los del sillón; sus dedos,aflojándose, soltaron la copa, que rodó al suelo, quebrándose concristalino retintín en el bronce del guardafuego. Riose la niña de lafractura, y, entreabiertos los ojos y clavados en el techo, se sintióanonadada, invadida por un sopor, un recogimiento profundo de todo suser. Artegui, en tanto, mudo y sereno, permanecía enhiesto en su butaca,orgulloso como el estoico antiguo: acre placer le penetraba todo, elgoce de sentirse bien muerto, y cerciorarse de que en vano la traidoraNaturaleza había intentado resucitarle.
Y así se estuvieran probablemente hasta sabe Dios cuándo, a no abrirsede golpe la puerta, apareciendo en ella un hombre; no el camarero, nimenos el esperado Miranda, sino un mozalbete de algunos veinticuatro oveinticinco años, mediano de estatura, pronto y desenfadado de modales.Traía el sombrero puesto, y lo primero que se veía de su persona era elreluciente alfiler de la corbata, y las botas de caña clara, atrevidas,cortas, un tanto manolescas. Causó la entrada de este nuevo personajeuna transformación a vista en la escena: mientras Artegui se levantabafurioso, Lucía, vuelta a la conciencia de sí misma, pasó las manos porlas sienes, enderezose en el sillón adoptando actitud reservada, perocon las pupilas vagas aún, perdidas en el espacio.
—Hola, Artegui.... ¿Usted por aquí? Lo veo, lo veo ahora mismo en latablilla, y vengo a escape...—pronunció imperturbable el recién venido.Y de pronto, haciendo como que reparaba en Lucía, inclinose con soltura,descubriéndose, sin añadir otra palabra.
—Señor Gonzalvo—respondió Artegui recatando el enojo bajo un tonoglacial—, muy amigos nos habremos vuelto desde que no nos vemos. EnMadrid....
—¡Usted siempre tan inglés, tan inglés!—pronunció sin turbación niencogimiento el mancebo—. Mire usted; ya sabe usted que soy franco,franco; en Madrid andábamos cada cual a nuestro negocio y a nuestrogusto; pero en el extranjero, en el extranjero agrada encontrarpaisanos. En fin, dispense usted; dispense usted; veo que vine amolestarle; lo siento por la señora....
Nueva reverencia, mientras sus ojos entornados se cosían cínicamente alrostro de Lucía, alumbrado por los moribundos tizones.
—No, espere usted—gritó Artegui levantándose y asiéndole de una mangasin ceremonia, al ver que volvía la espalda. Ya que ha entrado ustedaquí sin más ni más, es preciso que sepa usted que no me coge en ningunaaventura escandalosa, ni de eso nace mi enojo por su importunidad.
—Hombre, hombre, hombre; si yo no pregunto...—dijo él encogiéndose dehombros.
—Me importa un bledo lo que creyese usted de mí.... Pero esta señoraes... una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola,y la acompaño hasta entregársela a su esposo....
Y viendo la media sonrisa de su interlocutor, añadió:
—Le aconsejo a usted que me crea, porque mi reputación de verídico esquizás la única que en el mundo aprecio....
—Le creo a usted; le creo a usted...—dijo sencilla y sinceramente elmozo—; usted pasa por algo raro, raro; pero muy franco también...Además, yo soy práctico, práctico, práctico en la materia, y biendistingo las verdaderas señoras....
Díjolo haciendo tercera vez venia a Lucía, con gentil desembarazo.Levantose ella, instintivamente digna, y serio y compuesto el rostro ledevolvió el saludo. Artegui se adelantó entonces, y soltó la fórmulasacramental:
—El señor don Pedro Gonzalvo, la señora de Miranda.
Miranda.... Sí, sí, lo he visto, lo he visto abajo escrito en latablilla también... conozco un Miranda que se habrá casado estos días...solterón, solterón....
—¿Don Aurelio?—preguntó Lucía a pesar suyo.
—Justo.... Le trato mucho, mucho.
—Es mi marido—murmuró ella.
Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillasdel mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándolaimplacablemente.
—Miranda.... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de AurelioMiranda!—repitió, sin ocurrirsele decir más. Pero, discretamenteindicadas, le bullían en los labios las preguntas de tal modo, queArtegui se impuso la penitencia de narrarle todo la acaecido de pe a pa.Escuchaba él, refrenando con su práctica del mundo, la risa maliciosaque le asomaba a las facciones. Era evidente que al mozo calaverilla ledivertía infinito el cómico percance conyugal del calaverón rancio. Unrayo de sol vergonzante rompía las pardas nubes, y recortaba sobre elfondo obscuro la cabeza linfática, rubia, la tez pecosa, las faccionesdelicadas, pero no exentas de rasgos característicos, del mancebo. Susmanos blancas y femeniles atormentaban la cadena de acero del reloj, yen el meñique de una de ellas rojeaba grueso carbunclo, al lado de otroaro inocente, sortija de colegiala, sobrado estrecha para el dedo, unacrucecica de perlas sobre un círculo de oro.
—Y, en resumen, ¿de Miranda, no se sabe nada, nada?—preguntó oído elrelato.
—Nada hasta hoy—afirmó gravemente Artegui.
—Hombre, es divino ¡es divino!—masculló el mozalbete entre dientes,riéndose más bien con los ojos que con la boca—. ¡Lance igual! Estaráchistoso Miranda; estará chistoso.
Artegui le miraba fijamente, sorprendiendo en sus pupilas la risaindiscreta. Con solemne seriedad, le interrogó:
—¿Es usted amigo de Don Aurelio Miranda?
—Sí, mucho, mucho...—ceceó rápidamente Gonzalvo, que solía alpronunciar comerse dos o tres letras de cada palabra, repitiendo encambio la palabra misma dos o tres veces, lo que hacía galimatíasperegrino, sobre todo cuando hablaba colérico, barajando o suprimiendovocablos enteros:
—Mucho, mucho—prosiguió—. En todas partes, hombre, en todas partes,me lo encontraba en Madrid.... Fue una temporada del, ¿cómo se llama?,del Veloz Club, del Veloz Club, y estaba abonado con nosotros, con losmuchachos, a ése, vamos... a Apolo, a Apolo.
—Me felicito—exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad—. Pues,señora—siguió volviéndose a Lucía—, ya tiene usted aquí lo que tantole hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, quecon harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigónhasta que el señor Miranda aparezca.
A esta inesperada salida, Gonzalvo sonrió inclinándose cortésmente, comohombre de mundo acostumbrado a todo género de situaciones; pero Lucía,con el rostro atónito, encendido aún, se echó atrás, en ademán derehusar la nueva escolta que se le brindaba.
Interrumpió la escena muda el camarero, entrando y presentando a Arteguien una bandejilla un sobre azul, que encerraba un telegrama. No eradable en Artegui palidecer, y, sin embargo, visiblemente se tornaron aúnmás descoloridos sus pómulos al leer, roto el sobre, lo que el partedecía. Nubláronse sus ojos, y por instinto buscó el apoyo de lachimenea, en cuya tableta de mármol se recostó. A este punto, Lucía,vuelta ya de su asombro primero, se lanzaba a él, y poniéndole las dosmanos en los brazos, le suplicaba ansiosamente:
—Don Ignacio, Don Ignacio... no me deje usted así.... Para lo que faltaya.... ¿qué trabajo le cuesta a usted quedarse? Yo no conozco a esteseñor... en mi vida le he visto....
Artegui oía maquinalmente, como oyen los catalépticos. Al fin se desatósu lengua. Miró a Lucía sorprendido, cual si la viese por primera vez, ycon voz debilitada pronunció:
—Me voy a París ahora mismo.... Mi madre se muere.
Sintió ella en el cráneo otro golpe de maza, y quedose sin voz, sinaliento, sin pulsos. Cuando pudo exclamar:
—Pero... su madre de usted.... ¡Dios mío, qué desgracia tangrande!—estaba Artegui ya en la puerta, sin oír las ceceosas ofertas deservicio que le prodigaba Gonzalvo.
—¡Don Ignacio!—gritó la niña al ver poner la mano en el pestillo.
Cual si a aquella voz vibrante se despertase la memoria del desdichadohijo, volvió pies atrás, fue derecho a Lucía, y sin pronunciar palabracogiole las dos manos, y las prensó entre las suyas, con enérgico y mudoapretón. Así se estuvieron breves segundos sin acertar a decirse unafrase de despedida. Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muysuave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. Deimproviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared,aturdida.... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sinoGonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueñosobre la mesa.
—Pues es verdad, pues es verdad.... Y está en castellano, murmuraba:«La señora bastante grave. Desea venga señorito.... Engracia.» ¿Quiénserá esta Engracia, esta Engracia?¡Ah! ya sé: el ama de cría deArtegui... el ama, de fijo. ¡Hombre, hombre! pues no sé si cogerá elexpreso, el expreso (esta palabra en labios de Gonzalvo sonaba así: epés). Las dos y media... hace poco llegó el de España... aún tienetiempo.
Guardó otra vez el lindo reloj esqueleto con cifras grabadas en amboscristales, y volviendo los ojuelos a Lucía, añadió:
—Lo siento por usted; por usted, señora; ahora soy yo su escolta.... Lomejor es que se venga usted conmigo; aquí tengo a mi hermana, a mihermana, y las pondré a ustedes juntas.... No está.... No está bien unaseñora así, sola en una fonda....
Gonzalvo tendió el brazo, y Lucía, pasivamente, iba a apoyarse en él;pero se abrió de nuevo la puerta, y el camarero, con actitud teatral,anunció:
— Monsieur de Miranda.
Era, en efecto, el asendereado novio, cojeando de la pierna derecha,pudiendo apenas sentar el pie, porque los agudos dolores de la luxación,consecuencia ingrata del salto a la vía, se renovaban al apoyar laplanta en el suelo. Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta ypico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la tristeraya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpadocaído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buenmozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, peroque a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos. Ycomo Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle losbuenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno ysempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando larisa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentablecaricatura del esposo que llega.
-VIII-
Pocos días en Bayona bastaron para que Miranda se aliviase notablementede la dolorosa luxación, y a que Pilar Gonzalvo y Lucía se conociesen ytratasen con cierta confianza. Pilar hacía rumbo, como Miranda, a Vichy;sólo que mientras Miranda quería que las aguas enseñasen a su hígado aelaborar el azúcar en justas y debidas proporciones para no dañar a laeconomía, la madrileñita iba a las saludables termas en demanda departículas férreas que coloreasen su sangre y devolviesen el brillo asus apagados ojos. Hambrienta como toda persona débil, como todoorganismo pobre, de excitaciones, novedades y acontecimientos,divirtiole en extremo la relación nueva de Lucía, y las raras peripeciasde su viaje, y el registro de sus galas de novia, que visitó sinperdonar una, examinando los encajes de cada chambra, los volantes decada traje, las iniciales de cada pañuelo. Además, la simplicidad francade la leonesa le brindaba campo virgen e inculto donde plantar todas lasflores exóticas de la moda, todas las plantas ponzoñosas de lamaledicencia elegante. Tenía Pilar, de edad entonces de veintitrés años,la malicia precoz que distingue a las señoritas que, con un pie en laaristocracia por sus relaciones y otro en la clase media por susantecedentes, conocen todos los lados de la sociedad, y así averiguanquién da citas a los duques, como quién se cartea con la vecina deltercero. Pilar Gonzalvo era tolerada en las casas distinguidas deMadrid; ser tolerado es un matiz del trato social, y otro matiz seradmitido, como su hermano lo era: más allá del tolerar y del admitirqueda aún otro matiz supremo, el festejar; pocos gozan del privilegio deque los festejen, reservado a las eminencias, que no se prodigan y sedejan ver únicamente de año en año, a los banqueros y magnatesopulentos, que dan bailes, fiestas y misas del gallo con cena después, alas hermosuras durante un breve y deslumbrador período de plenaflorescencia, a los políticos que están en puerta como los naipes.Personas hay admitidas, que un día, de repente, se hallan festejadas porcualquier motivo, por un peinado nuevo, por un caballo que ganó en lascarreras, por un escándalo que las gentes susurran bajito y piensan leeren el rostro del feliz mortal. De estos éxitos efímeros Perico Gonzalvotuvo muchos: su hermana, ninguno, a despecho de reiterados esfuerzospara obtenerlos.
Ni logró siquiera subir de tolerada a admitida. Elmundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres.Siempre sintió Pilar la valla invisible que se elevaba entre ella yaquellas hijas de grandes de España, cuyos hermanos tan familiar eíntimamente frisaban con Perico. De aquí nació un rencor sordo, unido ano poca admiración y envidia, y se engendró la lenta irritación nerviosaque dio al traste con la salud de la madrileña. El paroxismo de un deseono saciado, las ansias de la vanidad mal satisfecha, alteraron sutemperamento, ya no muy sano y equilibrado antes. Tenía, como suhermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchaspecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio elcabello, que peinaba con arte. A la sazón, sus orejas parecían de cera,sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillezde la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y susencías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a losralos dientes. La primavera se había presentado para ella bajo malísimosauspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, delos cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas lasnoches, cansancio inexplicable en las piernas, perversiones extrañas delapetito: derivaba la anemia hacia la neurosis, y Pilar masticaba, ahurtadillas, raspaduras del pedestal de las estatuitas de barro queadornaban sus rinconeras y tocador. Sentía dolores intolerables en elepigastrio; pero por no romper el hilo de sus fiestas, calló como unamuerta. Al cabo, hacia el estío, se resolvió a quejarse, pensandoacertadamente que la enfermedad era pretexto oportuno para un veraneoconforme a los cánones del buen tono. Vivía Pilar con su padre y con unatía paterna; ni uno ni otro se resolvieron acompañarla; el padre,magistrado jubilado, por no dejar la Bolsa, donde a la chita callandorealizaba sus jugaditas modestas y felices; la tía, viuda y muy dada ala devoción, por horror de los jolgorios que sin duda le preparaba susobrina como método curativo.
Recayó, pues, la comisión en PericoGonzalvo, que, cargando con su hermana, hubo de llevársela al Sardinero,contando con que no faltarían amigas que allí le relevasen en su oficiode rodrigón.
Así fue: sobraban en la playa familias conocidas que seencargaron de zarandear a Pilar, y de llevarla de zeca en meca. Masdesgraciadamente para Perico, los baños de mar, que al pronto aliviarona su hermana, concluyeron, cuando abusó de ellos y quiso nadar y meterseen dibujos, por abrir brecha en su débil organismo, y comenzó a cansarseotra vez, a despertar bañada en sudor, a sentir desgano, al par quecomía vorazmente raros manjares. Lo que más la asustó fue ver que se lecaía el pelo a madejas. Al peinarse, se enfurecía, y llamaba a gritos aPerico, pidiéndole un remedio para no quedarse calva. Un día el médicoque la visitaba llamó aparte a su hermano, y le dijo:
—Es preciso que tenga usted tino con su hermanita. Que no tome másbaños.
—¿Pero está de cuidado, de cuidado?—interrogó el mozo abriendo cuantopodía sus ojos chicos.
—Podrá estarlo muy en breve.
—¡Diablo, diablo, diablo! ¿usted cree que tiene una tisis, unatisis?—( tiziz pronunciaba Perico.)
—No digo tanto: opino que aún no se halla interesado el pulmón, pero enel momento menos pensado la sangre se agolpa allí, la congestiónsobreviene, y... a cada instante se dan casos de ese género. Hay en ellaun terrible empobrecimiento de la sangre: está con el pulso de un pollo:hay además una sobreexcitación nerviosa que se acentúa periódicamente, yuna honda perturbación gástrica.... Si valiese mi parecer, aprovecharíanustedes el otoño para tomar unas aguas....
—¿Panticosa, Panticosa?
—En este caso tengo, por preferibles los manantiales ferruginosos deVichy.... La anemia es el primer enemigo que hay que combatir, y laindicación gástrica está también atendida en esas aguas.... En segundotérmino, Aguas-Buenas o Puertollano... pero no se descuide usted: enesta quincena ha perdido terreno, y la alopecia y el sudar son síntomasmuy característicos....
Y como Perico se retirase cabizbajo, añadió el doctor:
—Sobre todo pocas excitaciones... nada de bailar, ni de nadar... reposomoral... ni música, ni novelas.... Las aldeanas que padecen el mal de suhermana de usted se curan con agua, donde echan un manojo de clavos, oescoria de fragua.... La civilización hace artificioso todo: si quieresanar, que no trasnoche, que no ande en funciones... el corsé flojo, lostacones anchos....
—Sí, sí, pide peras al olmo, al olmo—ceceaba Perico por lo bajo—.Cualquier día se pone mi señora hermana un alfiler menos, un alfilermenos, aunque se la lleve pateta.
Cuando Pilar supo la decisión del Esculapio, colgárse del cuello dePerico, en un arranque de amor fraternal no manifestado hasta entonces.Hizo mil monerías felinas, se volvió dulce, obediente, prudentísima entodo, prometiendo cuanto se le exigía y más aún.
—Periquín, reprecioso, anda, mono, ¿verdad que me llevas? Anda, di quesí, bobo, anda. ¡Si vales tú más que todas las cosas! Anda, ¿quéPuertollano ni qué...? Vamos a Francia, ¡qué gusto, señor! ¡parecementira! ¡Qué dirán cuando lo sepan Visitación y las de Lomillos! No, yaves tú, cuando el médico lo dice, hay que hacerlo.... ¿Qué te voy aestorbar siempre cosida a ti? Hombre, yo encontraré amigas: ¿no ha deestar allí nadie conocido? Yo me ingeniaré, verás. Voy a hacerme untraje de tela cruda, que hasta allí.... Bueno, bueno, hombre, no tepongas hecho una sierpe.... Si ya sé que tengo que guardar método, yacostarme temprano... a las ocho con las gallinitas: ¿qué más pides?¡Ay, qué rico hermano me dio Dios! ¡Así todas se me mueren por él!
—¿Si pensarás, si pensarás tú que me la das con tus lagoterías? Anda,déjame en p