—Interrúmpase completamente el método termal, o tratamento—dijodirigiéndose exclusivamente a Lucía, a pesar de estar presente elhermano de la enferma, merced a ese instinto infalible de los médicos,que distinguen al punto la persona atenta a sus prescripciones einteresada en ejecutarlas—. Ha obrado mal la enferma, a doente, enromper así el régimen prescrito.
—Pero y ahora, ¿qué se le hace?
—Ensayaremos un revulsivo enérgico, forte.... E um retrocesso aopulmao... veremos de desviarlo.... ¡ Bon Deus! ¡bailar, y beberrefrescos! Y ahora tenemos que luchar con el sudor... O
suor esgota-a.
Pasaba este diálogo entre el doctor y Lucía, a distancia suficiente dellecho de la enferma, a fin de que no oyese palabra. Lucía se enteró muyal por menor de cuanto concernía a la asistencia, de las horas delalimento, de las precauciones que adoptar importaba. Después de aplicara Pilar los medicamentos que el doctor dispuso, arregló el cuartoandando en la punta de los pies, puso cada cosa en su sitio, entornó lascelosías y se instaló al lado de la cama, en una silleta baja de hacerlabor. Pilar estaba muy agitada, y ardía de sed; a cada paso Lucía lellegaba a los labios el pistero de agua de goma, previamente templada enuna estufilla. Por la tarde vino Duhamel, y se cercioró de que losrevulsivos habían logrado aclarar un poco la voz de la enferma yfacilitar su respiración congojosa. No obstante, la calentura era alta,el sudor se había suprimido. Ocho días duró la congestión pulmonar, ycuando Duhamel ordenó a Pilar levantarse, porque la cama acrecentaba elrecargo y agotaba sus fuerzas, era aquella criatura un espectro; a loscaracteres asaz tristes de la anemia, se unían ahora otros másalarmantes. Al vestirse, sus miembros no sostenían la ropa, que seescapaba del cuerpo como de un maniquí mal relleno. Ella misma seasustó, y en uno de los momentos lúcidos que suelen tener los atacadosdel terrible mal que ya la oprimía entre sus garras, pidió el espejillofamoso, y Lucía, por no contrariarla, se lo presentó de mala gana. Alfijar sus ojos en él, Pilar recordaba cómo se había visto la noche delbaile, con sus claveles, su pelo artísticamente rizado, y la sonrisa deplacer que le iluminaba el rostro. Fue tal el contraste entre lo pasadoy lo presente, entre la cara de ocho días atrás y la de hoy, que Pilar,con rápido movimiento, arrojó al suelo el espejillo. Quebrose la claraluna, y las cinceladuras finísimas del marco se abollaron al golpe.
Poco tardó, no obstante, en volver a apoderarse de ella la pertinazilusión que dulcemente lleva de la mano a los tísicos, vendados losojos, hasta la puertas de la muerte. Eran tan patentes los síntomas delmal, que al verlos en otra cualquiera le hubiese extendido la papeletamortuoria; y con todo eso, Pilar, animada y llena de planes, se creíasujeta únicamente a un resfriado tenaz que había de curarse poco a poco.Tenía tosecilla blanda y continua, expectoración pegajosa, sudores quela menor elevación de temperatura determinaba, y las perversiones delapetito se habían convertido en desgano horrible. Inútilmente laconserje del chalet lucía sus primores culinarios, ideando milgolosinas delicadas. Pilar lo miraba todo con igual repugnancia,especialmente los platos nutritivos. Comenzó entonces para las dosamigas una existencia valetudinaria. Lucía no se apartaba de Pilar,sacándola al balcón a respirar el fresco si hacia bueno, acompañándolasi no en su cuarto, procurando entretenerla y hacerle menos tediosas lashoras. Sentía ya la enferma esa impaciencia, ese deseo de mudar de airesy sitios que acosa generalmente a cuantos padecen su mal. Vichy se lehacía insoportable, y más desde que vio que la estación terminaba, quese vaciaba el Casino, que se marchaba la compañía de ópera y queemigraban las brillantes golondrinas de la moda. Las Amézagas vinieron adespedirse de ella y a darle el último mal rato de la temporada; aseguir a Lucía su inclinación, las recibiría en el saloncito bajo,disculpando a Pilar; pero ésta se empeñó en que subiesen a su aposento,y preciso fue ceder. Estaban las cubanitas triunfantes y radiantesporque se iban a París a hacer sus compras de invierno, y de allí alucirlas en los primeros saraos madrileños y en el Retiro, y hablabancon el ceceo y melindre de los días de victoria.
—Sí, chica.... ¿Quién resiste ya aquí? Esto se ha quedado de lo mástonto.... ¡Vaya! Ni alma viviente.... Sí, la krauss se fue; lacontrataron en París.... Un éxito la última noche de Mignon...
Hayhoteles que ya se han cerrado.... Como comprenderás, la soga tras elcaldero... pues, en marchándose la sueca, ¿iba él a quedarse? HastaEstocolmo irá.... ¡No que no! ¿Pero no lo sabías? El día de la marcha lellenó el coche de ramos... todo un vagón-salón cubierto de gardenias ycamelias.... ¿qué te parece? Ya representa algunos franquillos, ya....Luisa Natal....
¿adónde sino a Madrid?... ¡Ah! La condesa hace el viajedeteniéndose en Lourdes... una semana lo menos piensa pasar allí.... Sí,Cañahejas va a un castillo de unos parientes de Monsieur Anatole,donde cazarán hasta Noviembre.... ¿Jiménez? No sé, chica... Ése siempreanda en misterios y tapujos.... Dicen que si la Laurent, la soprano dela compañía.... Aquella bizca.... No creo ni esto.... Es un jactancioso,alabadizo sempiterno.
—Y tú, ¿te quedas, eh?—añadía Amalia uniendo su ceceo al de Lola—.¿Hasta cuándo, chica...? Pero te vas a secar.... ¡Esto es ahora unmonasterio! Si eso no vale nada.... ¿qué importa un catarro?...Animarse.... Este año tendrá comedias la Puenteancha... la Monteros melo dijo....
Los Torreplana de Arganzón indicaron ya que recibirían losjueves.... Tendremos en el Real a la Patti y a Gayarre; ¡figúrate! Hemosescrito que nos abone, por si no llegamos a tiempo....
—Yo voy a que Worth me haga dos o tres trajecitos... sencillos, porqueno siendo señora casada.... Uno de patinar.... ¡me muero por el Skating!... En la Casa de Campo el año pasado....
¿te acuerdas,Amalia? Aquel día....
—¿Que dijo el rey que te habías lucido?... Sí, pues me acuerdo....¡vaya!
Y la voz de ambas hermanas se fundió en un concierto de risitas deplacer y orgullo; ambas volvían a ver el estanque helado, los árbolescubiertos de encajes de escarcha, la brumosa mañana, y la figura juvenildel rey, con su rostro pálido de frío, su cuerpo esbelto, sus modalessueltos y elegantes, y su sonrisa entre picaresca y cortés, alinclinarse para felicitar a la ágil patinadora.
Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitadaque nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar,romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo,brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poderhacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientabanotras dos personas: Miranda y Perico. Perico, hecho a vivir en perennedivorcio consigo mismo, no podía sufrir la soledad que le obligaba areunirse a sí propio; y por lo que toca a Miranda, terminada sutemporada de aguas, notablemente restablecida su salud, parecíale que yaera hora de acogerse a cuarteles de invierno y de gozar en paz losfrutos de la medicación. Aburríale en extremo ver que su mujer, poraltos decretos señalada para cuidarle a él, se sustrajese en tal maneraa su providencial misión, consagrando días y noches a una extraña,atacada de un mal penoso a la vista y quizá contagioso. Así es queinsinuó a Lucía que era preciso partir y, dejarse allí a los Gonzalvosentregados a su triste suerte; como se deja en un naufragio a los que nocaben en las lanchas. Pero contra todo lo que esperaba, halló en Lucíaprotesta calurosa y enérgica resistencia.
Indemnizábase confesado aquelnoble sentimiento, de todo lo que callaba hasta a sí misma.
—¡Sería preciso no tener corazón... no tener corazón! ¡Pobrecita Pilarde mi vida, bien quedaría, por cierto, con su hermano, que ni colocarleuna almohada sabe! ¡Qué sería de ella!
Pensarlo sólo me espanta....
—Llamará a una hermana de la caridad... no será la primera—refunfuñóMiranda duramente.
—¡Qué pena... pobre criatura!... Eso es más cruel aún que dejarlamorirse sola, como un perro.
—Pues lo que es ella, maldito si se hubiera quedado por ti, ni por mí,ni por el lucero del alba.
Y nosotros, ¿qué obligación tenemos deasistirla? No parece sino que....
—¿No dices que eres amigo de Gonzalvo?—pronunció Lucía clavando losojos en su marido.
—Amistad, así... de sociedad; ¿qué sabes tú de esas cosas? Amistad,como hay muchas.
—Pues entonces, ¿por qué vivimos juntos con los Gonzalvo? Yo no losconocía; pero ahora le tomé cariño a ella, y eso de irme, dejándola tanmala....
—¡Por vida de!... ¿no tiene papá, tía, hermano? ¡que vengan con mildiablos a cuidarla! A nosotros ¿qué nos va en eso? Si tienes vocación deHermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija... tu obligaciónes atender a tu marido y a tu casa, nada más....
—En fin—dijo Lucía alzando el semblante donde las líneas redondeadas yfugaces de la adolescencia comenzaban a trocarse en trazos más firmes—,yo marcharé si tú me lo ordenas; pero convencida de que es una malaacción abandonar así a una amiga, cuando se está muriendo.
Salió del cuarto. En su mente germinaba un concepto singular de laautoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto,incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, peroque en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar yel consagrarse a la enferma, era duro despotismo. De estas ideasperegrinas tienen muchas los desdichados que llegan a refugiarse en eldolor y a proclamarle lugar de asilo. Arreglose, sin embargo, lacuestión mejor de lo que Lucía pensaba, porque aconteció que aquellamisma tarde tomó cartas en ella Perico, resolviéndola con su clásicodesenfado.
—Adiós, chicos—dijo entrando en el cuarto de Miranda vestido de viaje,con polainas de paño, un casquete de fieltro y terciada al hombro unaescopeta de caza de dos cañones.
Y como Miranda lo contemplase con tamaña boca abierta.
—Me he resuelto—explicó—. Vichy está demasiado tonto; y Anatole seempeña....
—¿Te vas a Auvernia?
—Al castillo de Ceyssat, de Ceyssat.... Parece que hay liebres y corzosa puñados, a puñados...
y en el castillo se pasa bien; hay mucha gente;diez y ocho huéspedes.
Miranda reunió cuanta energía supo en voz y actitud y dijo al animosocazador:
—Pero mira que Lucía y yo habíamos decidido emprender la vuelta paraEspaña... dentro de dos o tres días, a lo sumo... y como Pilar está así,delicada... tu presencia es necesaria aquí.
—Anda a paseo ¡a paseo!—exclamó Perico, fiel a su sistema de franquezay desahogo—. ¿No te podrás aguardar una quincena por darme gusto? ¿Quévas hacer tú en España? Meterte en León, y vegetar, vegetar. Aquí estásen la luna, en la luna de miel.... Nada, nada; os dejo a mi hermanita,ya sé que estará bien cuidada, bien cuidada. Abur, que es la hora deltren. Te traeré una cabeza de corzo para porta-bastón....
—Pero, oye; mira que....
Perico estaba ya en el portal. Miranda le llamó por la ventana; pero élse volvió risueño, le dijo adiós con la mano y echó a correr hacia laestación. Y he aquí cómo de dos egoísmos venció el más osado, ya que noel más fuerte y grande.
Dado estaba Miranda a todos diablos, cuando Duhamel vino a consolarle unpoco, asegurándole que la enferma experimentaba de algunos días acá unosasomos de mejoría, y que debía aprovecharlos regresando a España, enbusca de clima benigno; añadiendo, en su chapurrado franco-portugués,que puesto que él pensaba, como casi todos los médicos de consulta enVichy, salir pronto para París, podrían combinar el viaje juntos, y asívería cómo probaba el movimiento del tren a la enferma, y resolver sinecesitaba descanso, o si resistiría volver a España de una vez. Parecióacertadísimo a todos el consejo del médico, y Lucía escribió, bajo eldictado de Pilar, una carta a Perico, encargándole estuviese de vueltadentro de quince días justos, término fijado por Duhamel para cerrar sutemporada de consulta en Vichy. El nuevo arreglo templó un tanto elmalhumor de Miranda, consoló a Lucía y regocijó a la enferma, que sobretodas las cosas soñaba con la vuelta a Madrid.
Era cierto: la misma constitución endeble de Pilar, ofreciendo menoscampo al mal, retrasaba la crisis funesta de su padecimiento; y así comoel huracán, que desgaja encinas, sólo encorva las cañas, la tisisentraba con ímpetu menor en aquel cuerpo linfático, que lo hiciera enuno sanguíneo y pujante. La oquedad de un pulmón estaba infestada detubérculos, y tenía ya esas brechas terribles que los facultativosdenominan cavernas; pero el otro resistía aún, si bien en esto depulmones acontece lo que con las manzanas: minutos bastan para perder ala sana, si está al lado de una podrida. De todas suertes, el momentáneoalivio de Pilar era tan patente, que le consentía dar todas las mañanasalgunos cientos de pasos por la calle, cogida del brazo de Lucía; y elalimento no le repugnaba invenciblemente como antes.
-XII-
A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, elaspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animadosiempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos deveras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricostrajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya derecoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tanperipuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado ydesaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes deestío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets,desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar quelos pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, elladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender enverano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos delujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban elrumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunasquedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimientoa Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos.Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades yobjetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, porconsiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda,apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que sedesbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellosrincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientosnuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día,se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio delRastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a unacuriosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca,ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre losobjetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muyentretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda sepavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. Elmedallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azulespecial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota deLuis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba lasgentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unasempolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificiocolosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajola barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas ycompuestas, con fresquísima tez y labios de carmín.
Si Lucía y Pilarestuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vistade tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechascintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla;ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamenteaquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidadde muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como lasnubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces deflores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unascandelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales yzagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay,sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente,adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto;ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto deflores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichosgalantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectabansus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaroculto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojasamarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas depajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondoobscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdescorriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea concampanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigoteslacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas ylos platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino,jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allíentre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, seabría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado,enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojosfríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón.Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y suscorceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunostritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina.
Aménde las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esasque se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia:monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizasalcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil,arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con arode metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores decerveza que inmortalizó el arte flamenco.
Pilar se embobabaespecialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con lasalhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto dela dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finosesmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobretodo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimientoreligioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. DosApóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban,fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores,arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En untríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda,ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios desu Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con esecandor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. Adespecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de laVirgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de suactitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro quela daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades,en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos losbrazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad,encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos dediamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días unpadrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie.
No le desagradaban los cuadros; tanto más, cuanto que los comprendía, adiferencia de lo que pasaba con algunos objetos artísticos, que se leantojaban asaz de feos y extravagantes. Claro está que aquel jaquefiero, que espada en mano se arroja sobre su adversario, va a partirleel corazón de una buena estocada. ¡Qué bien amanecía en aquel Daubigny!¡Con qué naturalidad pastaban aquellos carneros de Jacque, tasados enmil francos cada uno!—doce tenía el cuadro—. ¡Qué piececitos tanblancos mojaba en el marmóreo tazón la sultana favorita, de Cala y Moya!La cabeza de niña, estilo de Greuze, era una maravilla de graciainocente. Pues ¿y la riña en una posada flamenca? Era cosa de risa vercómo volaban los tiestos hechos añicos, y rodaban las cacerolas decobre, y los dos gañanes de Van Oustade, deformes y ridículos, repartíanmojicones, menudeaban puñadas y exageraban con lo grotesco de la actitudsu simiaca fealdad.
Pero más aún que el bazar de objetos de arte donde tantas formas ycolores, estilos e ideales artísticos la marcaban al fin y al cabo,gustaba Lucía de un puesto ambulante al aire libre, de los muchos quehabía cerca del Casino, situados al borde de la acera. Representaban lostales puestecillos la industria chica y modesta; aquí un viejo alemánpregonaba vasos de cristal para beber las aguas, y con una rueda deesmerilar, a vista del comprador, grababa en el cristal las iniciales desu nombre; allá un suizo ofrecía juguetes, muñecos, cajitas y plegaderasgrabados en leño de haya por los pastores; acá se feriaban lentes;acullá peines y objetos de escritorio. El predilecto de Lucía era el deun vendedor de piadosas chucherías de Jerusalén y Tierra Santa.Calvarios de nácar con ingenuos relieves, cabos de pluma de raíz deolivo, rematados en figura de cruz, cabezas de la Virgen entalladassobre una concha, broches y dijes de esmaltes con arabescos, tazas denegra piedra del Asfaltites, pastillas de olor; a esto se reducía lacaja portátil.
Vendíalo todo un israelita no mal parecido, ojinegro ycetrino mucho, con su fez árabe encarnado sucio, y sus pantalonesbombachos; dulce, insinuante, levantino en todo, chapurreador de muchaslenguas y buen hablador de la castellana, que manejaba con soltura,incurriendo sólo en algún arcaísmo de vez en cuando. Con éste, pues, sedesquitaba Lucía, informándose de la santa aldea de Belén, de la divinamansión de Nazaret, del monte Olivete, de todos los lugares sacrosantos,que apenas creía ella pudiesen estar en la tierra, sino en algúnmisterioso y remoto paraíso. Entre el vendedor y Lucía se estableció asíuna intimidad de diez minutos todas las tardes, al aire libre, y máscuando él la hubo dicho que era cristiano, católico, catequizado einstruido por los franciscanos de Belén. Compró Lucía de cuanto pudohallar en el puesto, hasta un rosario de esas cuentas verdosas y turbiascomo un agua amarga, que no sin gran verdad analógica se llaman lágrimasde Job.
—¡No sé cómo te gusta ese rosario tan feo!—decía Pilar.
—¡Mira!—exclamaba Lucía—. ¡Si parecen lágrimas de veras!
Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas mástempladas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio decostumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargadocon el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó demenos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sinotiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones depaja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas congrandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden,el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichyde aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de lascalles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería,y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otraquiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensosdepósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende aalimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrechaescalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de lasgalerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara deminero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y unpilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de laúltima. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza,por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, yse hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde seinternaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad.Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno yotro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatosalcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida queadelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba elpaso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuyatemperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas,herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades,criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacabasobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostroamoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían,semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento,dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían losexpedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de lasbestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja dehierro filtrábase la luz del día, lívida y cadavérica, amarilleando larojiza de las lámparas. Los tubos, intestinos de aquel húmedo vientre,daban mil vueltas, y tan pronto rastreaban a flor de tierra, parecidos asierpes enormes, como se erguían a la bóveda, remedando los negrostentáculos de un pulpo descomunal. Hubo un instante en que losexpedicionarios salieron de los pasadizos a plaza más despejada; era unaespecie de cueva circular, con tragaluz, y en su fondo bostezaban lasanchas fauces del pozo Lucas, lleno de un agua soñolienta, sombría yhonda. El pilluelo acercó curioso su lámpara. La guardiana le asió delbrazo.
—Eh, amiguito, cuidado con caerse ahí. No sería fácil ir a buscarte acien metros de profundidad que tiene ese agujero.
Lucía, fascinada, se aproximó a la boca. Los gases mefíticos exhaladosdel pozo hacían temblar la llama turbia de las lámparas. Allí no hacíacalor, sino frío; un frío espeso, sin aire respirable. Entráronseresueltamente por otra galería, y abierta una puerta de hierro, seasustaron todos, menos la guardiana, viendo en torno suyo vastaextensión de agua, una especie de lago subterráneo. Ellos estaban sobreangosta tabla echada a manera de puente a lo ancho del depósito.Aquellas aguas, tendidas en su tumba de piedra, tenían quietud ylimpidez lúgubre. La luz de una de las lámparas, dejada exprofeso en laotra orilla por la guardiana para que se viese el grandor del depósito,oscilaba en prolongados rieles sobre la triste transparencia del lago, yremedaba, allá a lo lejos, la tea de un sicario en alguna prisiónveneciana. Tal era de fantástico aquel lago, que reflejaba un cielo degranito, que la imaginación se fingía cadáveres flotando en él.Experimentaban Lucía y Pilar vago temor, y sobre todo, cosa pueril, omejor dicho, eminentemente femenina, les horrorizaba la idea de que enlas estrecheces y revueltas de los pasadizos pudiesen encontrar ratas.Sabían que los depósitos comunicaban con las alcantarillas, y ya dos otres veces palidecieron creyendo ver cruzar una sombra negra, que no erasino la temblona silueta de alguna planta parásita, dibujada en el muropor las luces. De improviso, ambas exhalaron un grito; no cabía duda;sonaba el chillido agrio y agudo de la rata. Lucía, sobre todo, se quedóun punto con los ojos dilatados, inmóvil; allí no era posible correr yhuir. Pero el pilluelo y la guardiana soltaron la risa; conocían bienaquel silbido, que no era sino el de las botellas de agua mineral que alotro lado de la pared estaban corchando. Con todo, las mujeresrespiraron al salir del sombrío dédalo y ver de nuevo la claridad diurnay sentir el aire fresco que congelaba en su frente las gotas de sudor.
Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, eledificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la