Ta gu guerá Ta gu guerá gabiltzanac gora berá etorri nayean onera. Ta gu guerá Ta gu guerá Quirlis Carlos Carlos Quirlis Ecarri nayean onerá.
(Nosotros somos, nosotros somos los que andamos de arriba a abajoqueriendo venir aquí. Nosotros somos, nosotros somos Quirlis Carlos,Carlos Quirlis, queriéndole traer aquí.) Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra ferozy sangrienta, en Madrid, políticos y oradores se dedicaban con fruicióna los bellos ejercicios de la retórica.
* * * * *
Un día de Mayo fueron Martín, Capistun y Bautista a Vera. La señora deOhando tenía una casa en el barrio de Alzate y había ido a pasar allíuna temporada.Martín quería hablar con su novia, y Capistun y Bautista le acompañaron.
Salieron de Sara y marcharon por el monte a Alzate.
Martín contaba con una de las criadas de Ohando, partidaria suya, y éstale facilitaba el poder hablar con Catalina. Mientras Martín quedó enAlzate, Capistun y Bautista entraron en Vera.
En aquel mismo momento, don Carlos de Borbón, el pretendiente, llegabarodeado de un Estado Mayor de generales carlistas y de algunos vendeanosfranceses.
Se leyó una alocución patriótica, y después don Carlos, repitiendo elfinal de la alocución, exclamó:
—Hoy dos de Mayo. ¡Día de fiesta
nasional! ¡Abaco
el
extranquero
!
El
extranquero
era Amadeo de Saboya.
Capistun y Bautista anduvieron entre los grupos. Se decía que uno deaquellos caballeros era Cathelineau, el descendiente del célebre generalvendeano; se señalaba también al conde de Barrot y a un marqués navarro.
Cuando llegó Martín a Vera se encontró la plaza llena de carlistas; Bautista le dijo:
—La guerra ha empezado.
Martín se quedó pensativo.
Volvieron Martín, Capistun y Bautista a Francia. Bautista gritabairónicamente a cada paso:—
¡Abaco
el
extranquero!
—Zalacaín pensabaen el giro que tomaría aquella guerra así iniciada y en lo que podríainfluir en sus amores con Catalina.
CAPÍTULO II
CÓMO MARTÍN, BAUTISTA Y CAPISTUN PASARON UNA NOCHE EN EL MONTE
Una noche de invierno marchaban tres hombres con cuatro magníficas mulascargadas con grandes fardos.
Salidos de Zaro por la tarde, se dirigíanhacia los altos del monte Larrun.
Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzandoprados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar.
Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes.
El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.
Después de cenar en la borda, los tres hombres sacaron las muías ycontinuaron el viaje subiendo por el monte Larrun.
Era la noche fría, comenzaba a nevar. En los caminos y sendas, llenosde lodo, se resbalaban los pies; a veces una mula entraba en un charcohasta el vientre y a fuerza de fuerzas se lograba sacarla del aprieto.
Los animales llevaban mucho peso. Era preciso seguir el camino largo,sin utilizar las veredas, y la marcha se hacía pesada. Al llegar a lacumbre y al entrar en el puerto de Ibantelly, les sorprendió a losviandantes una tempestad de viento y de nieve.
Se encontraban en la misma frontera. La nieve arreciaba; no era fácilseguir adelante. Los tres hombres detuvieron las mulas, y mientrasquedaba Capistun con ellas, Martín y Bautista se echaron uno a un lado yel otro al otro, para ver si encontraban cerca algún refugio, cabaña ochoza de pastor.
Zalacaín vió a pocos pasos una casucha de carabineros cerrada.
—¡Eup! ¡Eup!—gritó.
No contestó nadie.
Martín empujó la puerta, sujeta con un clavo, y entró dentro del chozo.Inmediatamente corrió a dar parte a los amigos de su descubrimiento. Losfardos que llevaban las mulas tenían mantas, y extendiéndolas ysujetándolas por un extremo en la choza de los carabineros y por otro enunas ramas, improvisaron un cobertizo para las caballerías.
Puestas en seguridad la carga y las mulas, entraron los tres en la casade los carabineros y encendieron una hermosa hoguera. Bautista fabricóen un momento, con fibras de pino, una antorcha para alumbrar aquelrincón.
Esperaron a que pasara el temporal y se dispusieron los tres a matar eltiempo junto a la lumbre. Capistun llevaba una calabaza llena deaguardiente de Armagnac y, mezclándolo con agua que calentaron, bebieronlos tres.
Luego, como era natural, hablaron de la guerra. El carlismo se extendíay marchaba de triunfo en triunfo. En Cataluña y en el país vasco-navarroiba haciendo progresos. La República española era una calamidad.
Losperiódicos hablaban de asesinatos en Málaga, de incendios en Alcoy, desoldados que desobedecían a los jefes y se negaban a batirse. Era unavergüenza.
Los carlistas se apoderaban de una porción de pueblos abandonados porlos liberales. Habían entrado en Estella.
En las dos orillas del Bidasoa, lo mismo en la frontera española que enla francesa, se sentía un gran entusiasmo por la causa del Pretendiente.
Capistun y Bautista señalaron sus conocidos alistados ya en la facción.La mayoría eran mozos, pero no faltaban tampoco los viejos. Los fueroncitando.
Allá estaban Juan Echeberrigaray, de Espeleta; Tomás Albandos, de Añoa;el herrero Lerrumburo, de Zaro; Echebarría, de Irisarri; Galparzasoro,el alpargatero de Urruña; Mearuberry, el carnicero de Ostabat, MiguelLarralde, el de Azcain; Carricaburo, el mozo de un caserío de Arhamus;Chaubandidegui, el hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade yLafourchette, los dos mozos del bazar de Hasparren.
—¡Valientes granujas!—murmuró Martín, que escuchaba.
Capistun y Bautista siguieron su enumeración. Estaban tambiénBordagorri, el de Meharín; Achucarro, de Urdax; Etchehun, el versolaride Chacxu; Gañecoechia, de Osses; Bishiño, de Azparrain, Listurria, deBriscus; Rebenacq, de Pourtalés; el propietario de Saint Palais con elbarón Lesbas d'Armagnac, de Mauleon; Detchesarry, el sacristán deBiriatu; Guibeleguieta, de Barcus; Iturbide, de Hendaya; Echemendi, elminero de Articuza; Chocoa, el cantero de San Estéban de Baigorri;Garraiz, el cazador de palomas de Echalar; Setoain, el leñador deEsterensuby; Isuribere, el pastor de Urepel; y Chiquierdi, el deZugarramurdi.
Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender loviejo contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigüedad contra elromano, contra el godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre afavor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva.
Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, estasemiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo, creía enaquel Borbón, vulgar extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos amorir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco.
Los legitimistas franceses se lo figuraban como un nuevo Enrique IV; ycomo de allí, del Bearn, salieron en otro tiempo los Borbones parareinar en España y en Francia, soñaban con que Carlos VII triunfaría enEspaña, acabaría con la maldita República Francesa, daría fueros aNavarra, que sería el centro del mundo y, además, restablecería el poderpolítico del Papa en Roma.
Zalacaín se sentía muy español y dijo que los franceses eran unoscochinos, porque debían hacer la guerra en su tierra, si querían.
Capistun, como buen republicano, afirmó que la guerra en todas partesera una barbaridad.
—Paz, paz es lo que se necesita—añadió el gascón—; paz para podertrabajar y vivir.
—¡Ah, la paz!—replicó Martín contradiciéndole—; es mejor la guerra.
—No, no—repuso Capistun—. La guerra es la barbarie nada más.
Discutieron el asunto; el gascón, como más ilustrado, aducía mejoresargumentos, pero Bautista y Martín replicaban:
—Sí, todo eso es verdad, pero también es hermosa la guerra.
Y los dos vascos especificaron lo que ellos consideraban comohermosura. Ambos guardaban en el fondo de su alma un sueño cándido yheroico, infantil y brutal. Se veían los dos por los montes de Navarra yde Guipúzcoa al frente de una partida, viviendo siempre en acecho, enuna continua elasticidad de la voluntad, atacando, huyendo,escondiéndose entre las matas, haciendo marchas forzadas, incendiando elcaserío enemigo…
¡Y qué alegrías! ¡Qué triunfos! Entrar en las aldeas a caballo, la boinasobre los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en laiglesia. Ver, al huir de una fuerza mayor, cómo aparece, entre el verdede las heredades, el campanario de la aldea donde se tiene el asilo;defender una trinchera heroicamente y plantar la bandera entre las balasque silban; conservar la serenidad mientras las granadas caen,estallando a pocos pasos, y caracolear en el caballo delante de lapartida, marchando todos al compás del tambor…
¡Qué emociones debían de ser aquéllas! Y Bautista y Martín soñaban conel placer de atacar y de huir, de bailar en las fiestas de los pueblos yde robar en los Ayuntamientos, de acechar y de escapar por los senderoshúmedos y dormir en una borda sobre una cama de hierba seca…
—¡Barbarie! ¡Barbarie!—replicaba a todo esto el gascón.
—¡Que barbarie!—exclamó Martín—. ¿Se ha de estar siempre hecho unesclavo, sembrando patatas o cuidando cerdos? Prefiero la guerra.
—¿Y por qué prefieres la guerra? Para robar.
—No hables, Capistun, que eres comerciante.
—¿Y qué?
—Que tú y yo robamos con el libro de cuentas. Entre robar en el camino,o robar con el libro de cuentas, prefiero a los que roban en el camino.
—Si el comercio fuera un robo, no habría sociedad—repuso el gascón.
—¿Y qué?—dijo Martín.
—Que acabarían las ciudades.
—Para mí las ciudades están hechas por miserables y sirven para que lassaqueen los hombres fuertes—dijo Martín con violencia.
—Eso es ser enemigo de la Humanidad.
Martín se encogió de hombros.
Poco después de media noche, la nieve comenzó a cesar y Capistun dió laorden de marcha. El cielo había quedado estrellado. Los pies se hundíanen la nieve y se sentía un silencio de muerte.
—
Cantats, amics
—dijo el gascón, a quien tanta tristeza y tantoreposo imponían.
—No nos vayan a oir—advirtió Bautista.
—¡Ca!—y el gascón cantó:
¡Oan! ¡Oan! lus de deuan lus de darrer que seguirán. Lus de darrer oan, oan, que seguirán a trot de can.
(¡Adelante! Adelante, los de delante y los de atrás que seguirán. Los deatrás, adelante, adelante, que seguirán al trote de can!)
Era esta una vieja canción gascona para medir la marcha; muy buena parael llano, pero poco oportuna en aquellos vericuetos.
Bautista, animado por el ejemplo del gascón, cantó un zortzico vascofrancés, que decía así: Gau erdi da errico orenean iñon ez da arguiric lurrean ez diteque mendian adi deuzic aicearen arrabotza baicic.
(Es media noche en el reloj del pueblo, en ninguna parte hay luz, en latierra; no se puede, en el monte, oir más que el rumor estruendoso delviento.)
La canción de Bautista era de una salvaje melancolía; Martín lanzó ungrito, el irrintzi
, como una larga carcajada, o un relincho salvajeterminado en una risa burlona. Capistun, como protestando, cantó:
Del castelet a l'aube sort Isabeu, es blanquette sa raube como la neu.
(Del castillete, al alba, sale Isabel; es blanquita su ropa como lanieve.) A Martín y a Bautista no les gustaban las canciones del gascón que lesparecían empalagosas, y a éste tampoco las de sus amigos, a las cualesencontraba siniestras. Discutieron acerca de las excelencias de susrespectivos países, pasando de los cantos populares a hablar de lascostumbres y de la riqueza.
Iba a amanecer; comenzaban a acercarse a Vera, cuando se oyeron a lolejos varios tiros.
—¿Qué pasa aquí?—se preguntaron.
Tras de un instante se volvieron a oir nuevos tiros y un lejano sonidode campanas.
—Hay que ver lo que es.
Decidieron como más práctico que Capistun, con las cuatro mulas, sevolviera y se encaminara despacio hacia la choza de carabineros dondehabían pasado la noche. Si no ocurría nada en Vera, Bautista y Zalacaínretornarían inmediatamente. Si en dos horas no estaban allá, Capistundebía ganar la frontera y refugiarse en Francia: en Biriatu, en Zaro,donde pudiese.
Las mulas volvieron de nuevo camino del puerto, y Zalacaín y su cuñadocomenzaron a bajar del monte en línea recta, saltando, deslizándosesobre la nieve, a riesgo de despeñarse. Media hora después, entraban enlas calles de Alzate, cuyas puertas se veían cerradas.
Llamaron en una posada conocida. Tardaron en abrir, y al último elposadero, amedrentado, se presentó en la puerta.
—¿Qué pasa?—preguntó Zalacaín.
—Que ha entrado en Vera otra vez la partida del Cura.
Bautista y Martín sabían la reputación del Cura y su enemistad conalgunos generales carlistas y convinieron en que era peligroso llevar elalijo a Vera o a Lesaca, mientras anduvieran por allí las gentes delensotanado cabecilla.
—Vamos en seguida a darle el aviso a Capistun—dijo Bautista.
—Bueno, vete tú—repuso Martín—yo te alcanzo en seguida.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a ver si veo a Catalina.
—Yo te esperaré.
Catalina y su madre vivían en una magnífica casa de Alzate. Llamó Martín en ella, y a la criada, que ya le conocía, la dijo:
—¿Está Catalina?
—Sí… Pasa.
Entró en la cocina. Era ésta grande y espaciosa y algo obscura.Alrededor de la ancha campana de la chimenea colgaba una tela blancaplanchada, sujeta por clavos. Del centro de la campana bajaba una gruesacadena negra, en cuyo garfio final se enganchaba un caldero. A un ladode la chimenea, había un banquillo de piedra, sobre el cual estaban enfila tres herradas con los aros de hierro brillantes, como si fueran deplata. En las paredes se veían cacerolas de cobre rojizo y lodos loschismes de la cocina de la casa, desde las sartenes y cucharas de palo,hasta el calentador, que también figuraba colgado en la pared como parteintegrante de la batería de cocina.
Aquel orden parecía algo absurdo y extraordinario, contrastado con laagitación exterior.
La criada había subido la escalera y, tras de algún tiempo, bajó Catalina envuelta en un mantón.
—¿Eres tú?—dijo sollozando.
—Sí, ¿qué pasa?
Catalina, llorando, contó que su madre estaba muy enferma, su hermano sehabía ido con los carlistas y a ella querían meterla en un convento.
—¿A dónde te quieren llevar?
—No sé, todavía no se ha decidido.
—Cuando lo sepas, escríbeme.
—Sí, no tengas cuidado. Ahora vete, Martín, porque mi madre habrá oídoque estamos hablando y, como ha sentido los tiros hace poco, está muyalarmada.
Efectivamente, se oyó poco después una voz débil que exclamaba:
—¡Catalina! ¡Catalina! ¿Con quién hablas?
Catalina tendió la mano a Martín, quien la estrechó en sus brazos. Ellaapoyó la cabeza en el hombro de su novio y, viendo que la volvían allamar subió la escalera. Zalacaín la contempló absorto y luego abrió lapuerta de la casa, la cerró despacio y, al encontrarse en la calle, sevió con un espectáculo inesperado.
Bautista discutía a gritos con treshombres armados, que no parecían tener para él muy buenas disposiciones.
—¿Qué pasa?—preguntó Martín.
Pasaba, sencillamente, que aquellos tres individuos eran de la partidadel Cura y habían presentado a Bautista Urbide este sencillo dilema:
«O formar parte de la partida o quedar prisionero y recibir además, depropina, una tanda de palos.»
Martín iba a lanzarse a defender a su cuñado cuando vió que a un extremode la calle aparecían cinco o seis mozos armados. En el otro esperabandiez o doce. Con su rápido instinto de comprender la situación, Martínse dió cuenta de que no había más remedio que someterse y dijo aBautista, en vascuence, aparentando gran jovialidad:
—¡Qué demonio, Bautista! ¿No querías tú entrar en una partida? ¿Nosomos carlistas? Pues ahora estamos a tiempo.
Uno de los tres hombres, viendo como se explicaba Zalacaín, exclamósatisfecho:
—
¡Arrayua!
Este es de los nuestros. Venid los dos.
El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniformedestrozado y una pipa de barro en la boca.
Parecía el jefe y le llamabanLuschía.
Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a Vera y se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela.
—¡Bajadlos! ¡Bajadlos!—dijo Luschía a su gente.
Cuatro mozos entraron en el portal y subieron por la escalera.
Luschía, mientras tanto, preguntó a Martín:
—¿Vosotros de dónde sois?
—De Zaro.
—¿Sois franceses?
—Sí—dijo Bautista.
Martín no quiso decir que él no lo era, sabiendo que el decir que erafrancés podía protegerle.
—Bueno, bueno—murmuró el jefe.
Los cuatro aldeanos de la partida que habían entrado en la casa trajerona dos viejos.
—¡Atadlos!—dijo Luschía, el aldeano de la pipa.
Sacaron a la calle un tambor de regimiento y un cesto, y a los dosviejos los ataron.
—¿Qué es lo que han hecho?—preguntó Martín a uno de la partida quellevaba una boina a rayas.
—Que son traidores—contestó éste.
El uno era un maestro de escuela y el otro un expartidario de laguerrilla del Cura.
Cuando estuvieron las dos víctimas atadas y con las espaldas desnudas,el ejecutor de la justicia, el mozo de la boina a rayas, se remangó elbrazo y cogió una vara.
El maestro de escuela, suplicante, imploró:
—¡Pero si todos somos unos!
El exguerrillero no dijo nada.
No hubo apelación ni misericordia. Al primer golpe, el maestro deescuela perdió el sentido; el otro, el antiguo lugarteniente del Cura,calló y comenzó a recibir los palos con un estoicismo siniestro.
Luschía se puso a hablar con Zalacaín. Este le contó una porción dementiras. Entre ellas le dijo que él mismo había guardado cerca deUrdax, en una cueva, más de treinta fusiles modernos. El hombre oía y,de cuando en cuando, volviéndose al ejecutor de sus órdenes, decía convoz gangosa:
¡Jo! ¡Jo!
(Pega, pega).
Y volvía a caer la vara cobre las espaldas desnudas.
CAPÍTULO III
DE ALGUNOS HOMBRES DECIDIDOS QUE FORMABAN LA PARTIDA DEL CURA Concluída la paliza, Luschía dió la orden de marcha, y los quince oveinte hombres tomaron hacia Oyarzun, por el camino que pasa por laCuesta de la Agonía.
La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en elsegundo Bautista.
Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoríaparecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boinaazul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles decarnero, que les envolvían las piernas.
Luschía, el jefe, era uno de los tenientes del Cura y además capitaneabasu guardia negra. Sin duda, gozaba de la confianza del cabecilla. Eraalto, huesudo, de nariz fenomenal, enjuto y seco.
Tenía Luschía una cara que siempre daba la impresión de verla deperfil, y la nuez puntiaguda.
Parecía buena persona hasta cierto punto, insinuante y jovial.
Consideraba, sin duda, una magnífica adquisición la de Zalacaín y Bautista, pero desconfiaba de ellos y, aunque no como prisioneros, los llevaba separados y no les dejaba hablar a solas.
Luschía tenía también sus lugartenientes; Praschcu, Belcha y el Cornetade Lasala. Praschcu era un mocetón grueso, barbudo, sonriente y rojo,que, a juzgar por sus palabras, no pensaba más que en comer y en beberbien. Durante el camino no habló más que de guisos y de comidas, de lacena que le quitaron al cura de tal pueblo o al maestro de escuela detal otro, del cordero asado que comieron en este caserío y de lasbotellas de sidra que encontraron en una taberna. Para Praschcu laguerra no era más que una serie de comilonas y de borracheras.
Belcha y el Corneta de Lasala iban acompañando a Bautista.
A Belcha (el negrito) le llamaban así por ser pequeño y moreno; elCorneta de Lasala ostentaba una cicatriz violácea que le cruzaba lafrente. Su apodo procedía de su oficio de capataz de los que dan laseñal para el comienzo y el paro del trabajo con una bocina.
Los de la partida llegaron a media noche a Arichulegui, un montecercano a Oyarzun, y entraron en una borda próxima a la ermita.
Esta borda era la guarida del Cura. Allí estaba su depósito demuniciones.
El cabecilla no estaba. Guardaba la borda un retén de unos veintehombres. Se hizo pronto de noche.
Zalacaín y Bautista comieron un ranchode habas y durmieron sobre una hermosa cama de heno seco.
Al día siguiente, muy de mañana, sintieron los dos que les despertabande un empujón; se levantaron y oyeron la voz de Luschía:
—Hala. Vamos andando.
Era todavía de noche; la partida estuvo lista en un momento. Al mediodía se detuvieron en Fagollaga y al anochecer llegaban a una venta próxima a Andoain, en donde hicieron alto. Entraron en la cocina. Según dijo Luschía, allí se encontraba el Cura.
Efectivamente, poco después, Luschía llamó a Zalacaín y a Bautista.
—Pasad—les dijo.
Subieron por la escalera de madera hasta el desván y llamaron en unapuerta.
—¿Se puede?—preguntó Luschía.
—Adelante.
Zalacaín, a pesar de ser templado, sintió un ligero estremecimiento entodo el cuerpo, pero se irguió y entró sonriente en el cuarto. Bautistallevaba el ánimo de protestar.
—Yo hablaré—dijo Martín a su cuñado—tu no digas nada.
A la luz de un farol, se veía un cuarto, de cuyo techo colgaban mazorcasde maíz, y una mesa de pino, a la cual estaban sentados dos hombres. Unode ellos era el Cura, el otro su teniente, un cabecilla conocido por elapodo de
el Jabonero
.
—Buenas noches—dijo Zalacaín en vascuence.
—Buenas noches—contestó
el Jabonero
amablemente.
El cura no contestó. Estaba leyendo un papel.
Era un hombre regordete, más bajo que alto, de tipo insignificante, deunos treinta y tantos años. Lo único que le daba carácter era la mirada,amenazadora, oblicua y dura.
Al cabo de algunos minutos, el cura levantó la vista y dijo:
—Buenas noches.
Luego siguió leyendo.
Había en todo aquello algo ensayado para infundir terror. Zalacaín locomprendió y se mostró indiferente y contempló sin turbarse al cura.Llevaba éste la boina negra inclinada sobre la frente, como si temieraque le mirasen a los ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelocorto, un pañuelo en el cuello, un chaquetón negro con todos los botonesabrochados y un garrote entre las piernas.
Aquel hombre tenía algo de esa personalidad enigmática de los seressanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y debárbaro se extendía por toda España. Él lo sabía y, probablemente,estaba orgulloso del terror que causaba su nombre. En el fondo era unpobre diablo histérico, enfermo, convencido de su misión providencial.Nacido, según se decía, en el arroyo, en Elduayen, había llegado aordenarse y a tener un curato en un pueblecito próximo a Tolosa. Un díaestaba celebrando misa, cuando fueron a prenderle. Pretextó el cura elir a quitarse los hábitos y se tiró por una ventana y huyó y empezó aorganizar su partida.
Aquel hombre siniestro se encontró sorprendido ante la presencia y laserenidad de Zalacaín y de Bautista, y sin mirarles les preguntó:
—¿Sois vascongados?
—Sí—dijo Martín avanzando.
—¿Qué hacíais?
—Contrabando de armas.
—¿Para quién?
—Para los carlistas.
—¿Con qué comité os entendíais?
—Con Bayona.
—¿Qué fusiles habéis traído?
—Berdan y Chassepot.
—¿Es verdad que tenéis armas escondidas cerca de Urdax?
—Ahí y en otros puntos.
—¿Para quién las traíais?
—Para los navarros.
—Bueno. Iremos a buscarlas. Si no las encontramos, os fusilaremos.
—Está bien—dijo fríamente Zalacaín.
—Marcháos—repuso el cura, molesto por no haber intimidado a susinterlocutores.
Al salir, en la escalera,
el Jabonero
se acercó a ellos.
Éste tenía aspecto de militar, de hombre amable y bien educado.
Había sido guardia civil.
—No temáis—dijo—. Si cumplís bien, nada os pasará.
—Nada tememos—contestó Martín.
Fueron los tres a la cocina de la posada, y
el Jabonero
se mezclóentre la gente de la partida, que esperaba la cena.
Se reunieron en la misma mesa
el Jabonero
, Luschía, Belcha, el cornetade Lasala y uno gordo, a quien llamaban Anchusa.
El Jabonero
no quiso aceptar en la mesa a Praschcu, porque dijo que sia aquel bárbaro le ponían a comer al principio, no dejaba nada a losdemás.
Con este motivo, un muchacho joven, exseminarista, apellidado Dantchariy conocido también por el mote de
el Estudiante
, que formaba parte dela partida, recordó la canción de Vilinch, que se llama la Canción delPotaje, y, como en ella el autor se burla de un cura tragón, tuvo quecantarla en voz baja, para que no se enterara el cabecilla.
El posadero trajo la cena y una porción de botellas de vino y de sidra,y, como la caminata desde Arichulegui hasta allá les había abierto elapetito, se lanzaron sobre las viandas como fieras hambrientas.
Estaban cenando, cuando llamaron a la puerta:
—¿Quién va?—dijo el posadero.
—Yo. Un amigo—contestaron de fuera.
—¿Quién eres tú?