Zalacaín el Aventurero by Pío Baroja - HTML preview

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LIBRO TERCERO

Las últimas aventuras

CAPÍTULO PRIMERO

LOS RECIÉN CASADOS ESTÁN CONTENTOS

Catalina no fué inflexible. Pocos días después, Martín recibió una cartade su hermana. Decía la Ignacia que Catalina estaba en su casa, en Zaro,desde hacía algunos días. Al principio no había querido oir hablar deMartín, pero ahora le perdonaba y le esperaba.

Martín y Bautista se presentaron en Zaro inmediatamente, y los novios sereconciliaron.

Se preparó la boda. ¡Qué paz se disfrutaba allí, mientras se mataban enEspaña! La gente trabajaba en el campo. Los domingos, después de lamisa, los aldeanos endomingados, con la chaqueta al hombro, se reuníanen la sidrería y en el juego de pelota; las mujeres iban a la iglesia,con un capuchón negro, que rodeaba su cabeza. Catalina cantaba en elcoro y Martín la oía, como en la infancia, cuando en la iglesia de Urbiaentonaba el Aleluya.

Se celebró la boda, con la posible solemnidad, en la iglesia de Zaro yluego la fiesta en la casa de Bautista.

Hacía todavía frío, y los aldeanos amigos se reunieron en la cocina dela casa, que era grande, hermosa y limpia. En la enorme chimenea redondase echaron montones de leña, y los invitados cantaron y bebieron hastabien entrada la noche, al resplandor de las llamas. Los padres deBautista, dos viejecitos arrugados, que hablaban solo vascuence,cantaron una canción monótona de su tiempo, y Bautista lució su voz y surepertorio completo y cantó una canción en honor de los novios.

Ezcon berriyac pozquidac daudé pozquidac daudé eguin diralaco gaur alcarren jabé clizan.

(Los recién casados están muy alegres, porque hoy se han hecho dueños,uno de otro, en la iglesia.) La fiesta acabó, con la mayor alegría, a la media noche, en que seretiraron todos.

Pasada la luna de miel, Martín volvió a las andadas. No paraba, iba yvenía de España a Francia, sin poder reposar.

Catalina deseaba ardientemente que acabara la guerra é intentabaretener a Martín a su lado.

—Pero, ¿qué quieres más?—le decía—.¿No tienes ya bastante dinero?

¿Para qué exponerte de nuevo?

—Si no me expongo—replicaba Martín.

Pero no era verdad, tenía ambición, amor al peligro y una confianzaciega en su estrella. La vida sedentaria le irritaba.

Martín y Bautista dejaban solas a las dos mujeres y se iban a España. Alaño de casada, Catalina tuvo un hijo, al que llamaron José Miguel,recordando Martín la recomendación del viejo Tellagorri.

CAPÍTULO II

EN EL CUAL SE INICIA LA «DESHECHA»

Con la proclamación de la monarquía en España, comenzó el deshielo en elcampo carlista. La batalla de Lácar, perdida de una manera ridícula porel ejército regular en presencia del nuevo rey, dió alientos a loscarlistas, pero a pesar del triunfo y del botín la causa delPretendiente iba de capa caída.

La batalla de Lácar no hizo más que enriquecer el repertorio de lascanciones de la guerra con una copla que más que para soldados parecíaescrita para el coro de señoras de una zarzuela, y que decía así: En Lácar, chiquillo,

Te viste en un tris,

Si don Carlos te da con la bota

Como una pelota,

Te envía a París.

Era difícil, al oir esta canción, no pensar en unas cuantas coristasbalanceando voluptuosamente las caderas.

Los carlistas hablaban ya de traición. Con el fracaso del sitio de Irúny con la retirada de don Carlos, los curas navarros y vascongadosempezaron a dudar del triunfo de la causa. Con la proclamación deSagunto, la desconfianza cundió por todas partes.

—Son primos y ellos se entienden—decían los desconfiados, que eranlegión.

Algunos que habían oído hablar de un don Alfonso, hermano de don Carlos,creían que a este don Alfonso le habían hecho rey.

Los ambiciosos de los pueblos veían que todas las clases ricas seinclinaban a favor de la monarquía liberal.

Los generales alfonsinos, después de hecho su agosto y ascendido en sucarrera todo lo posible, encontraban que era una estupidez continuar laguerra durante más tiempo; habían matado la república, que ciertamentepor estólida merecía la muerte; el nuevo gobierno les miraba comovencedores, pacificadores y héroes. ¡Qué más podían desear!

En el campo carlista comenzaba la

Deshecha

. Ya se podía andar por lascarreteras sin peligro; el carlismo seguía por la fuerza de la inercia,defendido débilmente y atacado más débilmente todavía. La única arma quese blandía de veras era el dinero.

Martín, viendo que no era difícil recorrer los caminos, tomó sucochecito y se dirigió hacia Urbia una mañana de invierno.

Todos los fuertes permanecían silenciosos, mudas las trincherascarlistas, ni una detonación, ni una humareda cruzaban el aire. La nievecubría el campo con su mortaja blanca bajo el cielo entoldado y plomizo.

Antes de llegar a Urbia, a un lado y a otro, se veían casas de campoderrumbadas, fachadas con las ventanas tapiadas y rellenas de paja,árboles con las ramas rotas, zanjas y parapetos por todas partes.

Martín entró en Urbia. La casa de Catalina estaba destrozada; con lostechos atravesados por las granadas, las puertas y ventanas cerradasherméticamente. Ofrecía el hermoso caserón un aspecto lamentable; en lahuerta abandonada, las lilas mostraban sus ramas rotas, y una de las másgrandes de un magnífico tilo, desgajada, llegaba hasta el suelo. Losrosales trepadores, antes tan lozanos, se veían marchitos.

Subió Martín por su calle a ver la casa en donde nació.

La escuela estaba cerrada; por los cristales empolvados se veían loscartelones con letras grandes y los mapas colgados de las paredes. Cercadel caserío de Zalacaín había una viga de madera, de la que colgaba unacampana.

—¿Para qué sirve esto?—preguntó a un mendigo que iba de puerta enpuerta.

Era para el vigía. Cuando notaba un fogonazo tocaba la campana paraavisar a la gente de la parte baja.

Entró Martín en el caserío Zalacaín. El tejado no existía; sólo quedabaun rincón de la antigua cocina con cubierta. Bajo este techo, entre losescombros, había un hombre sentado escribiendo y un chiquillo ocupado encuidar varios pucheros.

—¿Quién vive aquí?—preguntó Martín.

—Aquí vivo yo—contestó una voz.

Martín quedó atónito. Era el extranjero. Al verse se estrecharon lasmanos afectuosamente.

—¡Lo que dió usted que hablar en Estella!—dijo el extranjero—. ¡Quégolpe aquel más admirable! ¿Cómo se escaparon ustedes?

Martín contó la historia de su escapatoria, y el periodista fué tomandonotas.

—Puedo hacer una crónica admirable—dijo.

Luego hablaron de la guerra.

—¡Pobre país!—dijo el extranjero—. ¡Cuánta brutalidad! ¡Cuántoabsurdo! ¿Se acuerda usted del pobre Haussonville que conocimos enEstella?

—Sí.

—Murió fusilado. ¿Y del Corneta de Lasala y de Praschcu que fueron delos que nos persiguieron cerca de Hernani?

—Sí.

—Esos dos habían salvado al cabecilla Monserrat de la muerte. ¿Sabeusted quién los ha fusilado?

—¿Pero los han fusilado?

—Sí, el mismo Monserrat, en Ormaiztegui.

—¡Pobre gente!

—A otro, llamado Anchusa, de la partida del Cura, debía usted tambiénconocer…

—Sí, lo conocía.

—A ese lo mandó fusilar Lizárraga. Y al

Jabonero

, el lugartenientedel Cura…

—¿También lo fusilaron?

—También. Al

Jabonero

le debía el Cura la única victoria queconsiguió en Usurbil cuando defendieron una ermita contra los liberales;pero tenía celos de él y además creía que le hacía traición, y lo mandófusilar.

—Si esto sigue así no vamos a quedar nadie.

—Afortunadamente ya ha comenzado la

Deshecha

como dicen losaldeanos—contestó el extranjero—.¿Y usted a qué ha venido aquí?

Martín dijo que él era de Urbia, así como su mujer, y contó susaventuras desde el tiempo en que había dejado de ver al extranjero.Comieron juntos y por la tarde se despidieron.

—Todavía creo que nos volveremos a ver—dijo el extranjero.

—Quién sabe. Es muy posible.

CAPÍTULO III

EN DONDE MARTÍN COMIENZA A TRABAJAR POR LA GLORIA

En la época de las nieves, un general audaz que venía de muy lejosintentó envolver a los carlistas por el lado del Pirineo, y saliendo dePamplona avanzó por la carretera de Elizondo; pero al ver el alto deVelate defendido y atrincherado por los carlistas, se retiró hacia Enguíy luego tomó por el puerto de Olaberri, próximo a la frontera, por entrebosques y sendas malísimas; y perdidos sus soldados en los bosques,llegaron después de dos días y tres noches al Baztán.

La imprudencia era grande, pero aquel general tuvo suerte, porque si laterrible nevada que cayó al día siguiente de estar en Elizondo caeantes, hubieran quedado la mitad de las tropas entre la nieve.

El general pidió víveres a Francia, y gracias a la ayuda del paísvecino, pudo dar de comer a su gente y preparar alojamiento. Martín yBautista se hallaban en relación con una casa de Bayona, y fueron a Añoacon sus carros.

Añoa está a un kilómetro próximamente de la frontera, en donde se hallaestablecida la aduana española de Dancharinea.

Aquel día, una porción de gente de la frontera francesa se asomó a Añoa.La carretera estaba atestada de carromatos, carretas y ómnibus, queconducían al valle de Baztán para las tropas fardos de zapatos, sacos depan, cajones de galleta de Burdeos, esparto para las camas, barriles devino y de aguardiente.

El camino estaba intransitable y lleno de barro. Además de todo aquelconvoy de mercancías consignado al ejército, hallábanse otros cochesatiborrados de géneros que algunos comerciantes de Bayona llevaban a versi vendían al por menor.

Había también cerca del puente, sobre el riachuelo Ugarona, una porciónde cantineros con sus cestas, frascos y cachivaches.

Martín con su mujer, y Bautista con la suya, se acercaron a Añoa y sealojaron en la venta. Catalina quería ver si obtenía noticias de suhermano.

En la venta preguntaron a un muchacho desertor carlista, pero no supodarles ninguna razón de Carlos Ohando.

—Si no está en Peñaplata, irá camino de Burguete—les dijo.

Se encontraban a la puerta de la venta Martín y Bautista, cuando pasó,envuelto en su capote, Briones, el hermano de Rosita. Le saludó a Martínmuy afectuoso y entró en la venta. Vestía uniforme de comandante yllevaba cordones dorados como los ayudantes de generales.

—He hablado mucho de usted a mi general—le dijo a Martín.

—¿Sí?

—Ya lo creo. Tendría mucho gusto en conocer a usted. Le he contado susaventuras. ¿Quiere usted venir a saludarle? Tengo ahí un caballo de miasistente.

—¿Dónde está el general?

—En Elizondo. ¿Viene usted?

—Vamos.

Advirtió Martín a su mujer que se marchaba a Elizondo; montaron Brionesy Zalacaín a caballo y charlando de muchas cosas llegaron a esta villa,centro del valle del Baztán. El general se alojaba en un palacio de laplaza; a la puerta dos oficiales hablaban.

Le hizo pasar Briones a Martín al cuarto en donde se encontraba elgeneral. Éste, sentado a una mesa donde tenía planos y papeles, fumabaun cigarro puro y discutía con varias personas.

Presentó Briones a Martín, y el general, después de estrecharle la mano,le dijo bruscamente:

—Me ha contado Briones sus aventuras. Le felicito a usted.

—Muchas gracias, mi general.

—¿Conoce usted toda esta zona de mugas de la frontera que domina elvalle del Baztán?

—Sí, como mi propia mano. Creo que no habrá otro que las conozca tanbien.

—¿Sabe usted los caminos y las sendas?

—No hay más que sendas.

—¿Hay sendero para subir a Peñaplata por el lado de Zugarramurdi?

—Lo hay.

—¿Pueden subir caballos?

—Sí, fácilmente.

El general discutió con Briones y con el otro ayudante. Él había tenidoel proyecto de cerrar la frontera é impedir la retirada a Francia delgrueso del ejército carlista, pero era imposible.

—Usted ¿qué ideas políticas tiene?—preguntó de pronto el general a Martín.

—Yo he trabajado para los carlistas, pero en el fondo creo que soyliberal.

—¿Querría usted servir de guía a la columna que subirá mañana a Peñaplata?

—No tengo inconveniente.

El general se levantó de la silla en donde estaba sentado y se acercócon Zalacaín a uno de los balcones.

—Creo—le dijo—que actualmente soy el hombre de más influencia de España. ¿Qué quiere usted ser? ¿No tiene usted ambiciones?

—Actualmente soy casi rico; mi mujer lo es también…

—¿De dónde es usted?

—De Urbia.

—¿Quiere usted que le nombremos alcalde de allá?

Martín reflexionó.

—Sí, eso me gusta—dijo.

—Pues cuente usted con ello. Mañana por la mañana hay que estar aquí.

—¿Van a ir tropas por Zugarramurdi?

—Sí.

—Yo les esperaré en la carretera, junto al alto de Maya.

Martín se despidió del general y de Briones, y volvió a Añoa, paratranquilizar a su mujer. Contó a Bautista su conversación con elgeneral; Bautista se lo dijo a su mujer y ésta a Catalina.

A media noche, se preparaba Martín a montar a caballo, cuando sepresentó Catalina con su hijo en brazos.

—¡Martín! ¡Martín!—le dijo sollozando—. Me han asegurado que quieresir con el ejército a subir a Peñaplata.

—¿Yo?

—Sí.

—Es verdad. ¿Y eso te asusta?

—No vayas. Te van a matar, Martín. ¡No vayas! ¡Por nuestro hijo! ¡Pormí!

—Bah, ¡tonterías! ¿Que miedo puedes tener? Si he estado otras vecessolo, ¿qué me va a pasar, yendo en compañía de tanta gente?

—Sí, pero ahora no vayas, Martín. La guerra se va a acabar en seguida.

Que no te pase algo al final.

—Me he comprometido. Tengo que ir.

—¡Oh, Martín!—sollozó Catalina—. Tú eres todo para mí; yo no tengopadre, ni madre, ni tengo hermano, porque el cariño que pudiese tenerlea él lo he puesto en ti y en tu hijo. No vayas a dejarme viuda, Martín.

—No tengas cuidado. Estáte tranquila. Mi vida está asegurada, perotengo que ir. He dado mi palabra…

—Por tu hijo…

—Sí, por mi hijo también… No quiero que, andando el tiempo, puedandecir de él: «Este es el hijo de Zalacaín, que dió su palabra y no lacumplió por miedo»; no, si dicen algo, que digan: «Este es MiguelZalacaín, el hijo de Martín Zalacaín, tan valiente como su padre… No.Más valiente aún que su padre.»

Y Martín, con sus palabras, llegó a infundir ánimo en su mujer, acaricióal niño, que le miraba sonriendo desde el regazo de su madre, abrazó aésta y, montando a caballo, desapareció por el camino de Elizondo.

CAPÍTULO IV

LA BATALLA CERCA DEL MONTE AQUELARRE

Martín llegó al alto de Maya al amanecer, subió un poco por la carreteray vió que venía la tropa. Se reunió con Briones y ambos se pusieron a lacabeza de la columna.

Al llegar a Zugarramurdi, comenzaba a clarear. Sobre el pueblo, lascimas del monte, blancas y pulidas por la lluvia, brillaban con losprimeros rayos del sol.

De esta blancura de las rocas precedía el nombre del monte Arrizuri(piedra blanca) en vasco y Peñaplata en castellano.

Martín tomó el sendero que bordea un torrente. Una capa de arcillahumedecida cubría el camino, por el cual los caballos y los hombres seresbalaban. El sendero tan pronto se acercaba a la torrentera, llena demalezas y de troncos podridos de árboles, como se separaba de ella. Lossoldados caían en este terreno resbaladizo. A cierta altura, eltorrente era ya un precipicio, por cuyo fondo, lleno de matorrales, seprecipitaba el agua brillante.

Mientras marchaban Martín y Briones a caballo, fueron hablandoamistosamente. Martín felicitó a Briones por sus ascensos.

—Sí, no estoy descontento—dijo el comandante—; pero usted, amigoZalacaín, es el que avanza con rapidez, si sigue así; si en estos añosadelanta usted lo que ha adelantado en los cinco pasados, va usted allegar donde quiera.

—¿Creerá usted que yo ya no tengo casi ambición?

—¿No?

—No. Sin duda, eran los obstáculos los que me daban antes bríos yfuerza, el ver que todo el mundo se plantaba a mi paso para estorbarme.Que uno quería vivir, el obstáculo; que uno quería a una mujer y lamujer le quería a uno, el obstáculo también. Ahora no tengo obstáculos,y ya no se qué hacer. Voy a tener que inventarme otras ocupaciones yotros quebraderos de cabeza.

—Es usted la inquietud personificada, Martín—dijo Briones.

—¿Qué quiere usted? He crecido salvaje como las hierbas y necesito laacción, la acción continua. Yo, muchas veces pienso que llegará un díaen que los hombres podrán aprovechar las pasiones de los demás en algobueno.

—¿También es usted soñador?

—También.

—La verdad es que es usted un hombre pintoresco, amigo Zalacaín.

—Pero la mayoría de los hombres son como yo.

—Oh, no. La mayoría somos gente tranquila, pacífica, un poco muerta.

—Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear seme queda dentro y se me pudre.

Sabe usted, yo quisiera que todo viviese,que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo almovimiento, hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto,nada inmóvil…

—Extrañas ideas—murmuró Briones.

Concluía el camino y comenzaban las sendas a dividirse y a subdividirse,escalando la altura.

Al llegar a este punto, Martín avisó a Briones que era conveniente quesus tropas estuviesen preparadas, pues al final de estas sendas seencontrarían en terreno descubierto y desprovisto de árboles.

Briones mandó a los tiradores de la vanguardia preparasen sus armas yfueran avanzando despacio en guerrilla.

—Mientras unos van por aquí—dijo Martín a Briones—otros pueden subirpor el lado opuesto. Hay allá arriba una explanada grande. Si loscarlistas se parapetan entre las rocas van a hacer una mortandadterrible.

Briones dió cuenta al general de lo dicho por Martín, y aquél ordenóque medio batallón fuera por el lado indicado por el guía. Mientras nooyeran los tiros del grueso de la fuerza no debían atacar.

Zalacaín y Briones bajaron de sus caballos y tomaron por una senda, ydurante un par de horas fueron rodeando el monte, marchando entrehelechos.

—Por esta parte, en una calvera del monte, en donde hay como unaplazuela formada por hayas—dijo Martín—deben tener centinelas loscarlistas; sino por ahí podemos subir hasta los altos de Peñaplata sindificultad.

Al acercarse al sitio indicado por Martín, oyeron una voz que cantaba.

Sorprendidos, fueron despacio acortando la distancia.

—No serán las brujas—dijo Martín.

—¿Por qué las brujas?—preguntó Briones.

—¿No sabe usted que estos son los montes de las brujas? Aquel es elmonte Aquelarre—contestó Martín.

—¿El Aquelarre? ¿Pero existe?

—Sí.

—¿Y quiere decir algo en vascuence, ese nombre?

—¿Aquelarre?… Sí, quiere decir Prado del macho cabrío.

—¿El macho cabrío será el demonio?

—Probablemente.

La canción no la cantaban las brujas, sino un muchacho que en compañíade diez o doce estaba calentándose alrededor de una hoguera.

Uno cantaba canciones liberales y carlistas y los otros le coreaban.

No habían comenzado a oirse los primeros tiros, y Briones y su genteesperaron tendidos entre los matorrales.

Martín sentía como un remordimiento al pensar que aquellos alegresmuchachos iban a ser fusilados dentro de unos momentos.

La señal no se hizo esperar y no fué un tiro, sino una serie dedescargas cerradas.

—¡Fuego!—gritó Briones.

Tres o cuatro de los cantores cayeron a tierra y los demás, saltandoentre breñales, comenzaron a huir y a disparar.

La acción se generalizaba; debía de ser furiosa a juzgar por el ruido defusilería. Briones, con su tropa, y Martín subían por el monte a duraspenas. Al llegar a los altos, los carlistas, cogidos entre dos fuegos,se retiraron.

La gran explanada del monte estaba sembrada de heridos y de muertos.Iban recogiéndolos en camillas.

Todavía seguía la acción, pero pocodespués una columna de ejército avanzaba por el monte por otro lado, ylos carlistas huían a la desbandada hacia Francia.

CAPÍTULO V

DONDE LA HISTORIA MODERNA REPITE EL HECHO DE LA HISTORIA ANTIGUA Fueron Martín y Catalina en su carricoche a Saint Jean Pied de Port.Todo el grueso del ejército carlista entraba, en su retirada de España,por el barranco de Roncesvalles y por Valcarlos. Una porción decomerciantes se había descolgado por allí, como cuervos al olor de lacarne muerta, y compraban hermosos caballos por diez o doce duros,espadas, fusiles y ropas a precios ínfimos.

Era un poco repulsivo ver esta explotación, y Martín, sintiéndosepatriota, habló de la avaricia y de la sordidez de los franceses. Unropavejero de Bayona le dijo que el negocio es el negocio y que cadacual se aprovechaba cuando podía.

Martín no quiso discutir. Preguntaron Catalina y el a varios carlistasde Urbia por Ohando, y uno le indico que Carlos, en compañía del

Cacho

, había salido de Burguete muy tarde, porque estaba muy enfermo.

Sin atender a que fuera o no prudente, Martín tomó el carricoche por elcamino de Arneguy; atravesaron este pueblecillo que tiene dos barrios,uno español y otro francés, en las orillas de un riachuelo, y siguieronhasta Valcarlos.

Catalina, al ver aquel espectáculo, quedó horrorizada. La estrechacarretera era un campo de desolación.

Casas humeando aún por elincendio, árboles rotos, zanjas, el suelo sembrado de municiones deguerra, cajas, correas de artillería, bayonetas torcidas, instrumentosmusicales de cobre aplastados por los carros.

En la cuneta de la carretera se veía a un muerto medio desnudo, sinbotas, con el cuerpo cubierto por hojas de helechos; el barro lemanchaba la cara.

En el aire gris, una nube de cuervos avanzaba en el aire, siguiendoaquel ejército funesto, para devorar sus despojos.

Martín, atendiendo a la impresión de Catalina, volvió prudentementehasta llegar de nuevo al barrio francés de Arneguy. Entraron en laposada. Allí estaba el extranjero.

—¿No le decía a usted que nos veríamos todavía?—dijo éste.

—Sí. Es verdad.

Martín presentó a su mujer al periodista y los tres reunidos esperarona que llegaran los últimos soldados.

Al anochecer, en un grupo de seis o siete, apareció Carlos Ohando y el

Cacho

.

Catalina se acercó a su hermano con los brazos abiertos.

—¡Carlos! ¡Carlos!—gritó.

Ohando quedó atónito al verla; luego con un gesto de ira y de desprecioañadió:

—Quítate de delante. ¡Perdida! ¡Nos has deshonrado!

Y en su brutalidad escupió a Catalina en la cara. Martín, cegado, saltócomo un tigre sobre Carlos y le agarró por el cuello.

—¡Canalla! ¡Cobarde!—rugió—. Ahora mismo vas a pedir perdón a tuhermana.

—¡Suelta! ¡Suelta!—exclamó Carlos ahogándose.

—¡De rodillas!

—¡Por Dios, Martín ¡Déjale!—gritó Catalina—. ¡Déjale!

—No, porque es un miserable, un canalla cobarde, y te va a pedir perdónde rodillas.

—No—exclamó Ohando.

—Sí—y Martín le llevó por el cuello, arrastrándole por el barro, hastadonde estaba Catalina.

—No sea usted bárbaro—exclamó el extranjero—. Déjelo usted.

—¡A mí,

Cacho!

¡A mí!—gritó Carlos ahogadamente.

Entonces, antes de que nadie lo pudiera evitar,

el Cacho

, desde laesquina de la posada, levantó su fusil, apuntó; se oyó una detonación, yMartín, herido en la espalda, vaciló, soltó a Ohando y cayó en latierra.

Carlos se levantó y quedó mirando a su adversario. Catalina se lanzósobre el cuerpo de su marido y trató de incorporarle. Era inútil.

Martín tomó la mano de su mujer y con un esfuerzo último se la llevó alos labios—. ¡Adiós!—murmuró débilmente, se le nublaron los ojos yquedó muerto.

A lo lejos, un clarín guerrero hacía temblar el aire de Roncesvalles.

Así se habían estremecido aquellos montes con el cuerno de Rolando.

Así hacía cerca quinientos años había matado también a traición Velchede Micolalde, deudo de los Ohando, a Martín López de Zalacaín.

Catalina se desmayó al lado del cadáver de su marido. El extranjero conla gente de la fonda le atendieron. Mientras tanto, unos gendarmesfranceses persiguieron al Cacho

, y viendo que éste no se detenía, ledispararon varios tiros hasta que cayó herido.

* * * * *

El cadáver de Martín se llevó al interior de la posada y estuvo toda lanoche rodeado de cirios. Los amigos no cabían en la casa. Acudieron arezar el oficio de difuntos el abad de Roncesvalles y los curas deArneguy, de Valcarlos y de Zaro.

Por la mañana se verificó el entierro. El día estaba claro y alegre. Sesacó la caja y se la colocó en el coche que habían mandado de San Juandel Pie del Puerto. Todos los labradores de los caseríos propiedad delos Ohandos estaban allí; habían venido de Urbia a pie para asistir alentierro. Y presidieron el duelo Briones, vestido de uniforme, BautistaUrbide y Capistun el americano.

Y las mujeres lloraban.

—Tan grande como era—decían—. ¡Pobre! ¡Quién había de decir quetendríamos que asistir a su entierro, nosotros que le hemos conocido deniño!

El cortejo tomó el camino de Zaro y allí tuvo fin la triste ceremonia.

* * * * *

Meses después, Carlos Ohando entró en San Ignacio de Loyola; el Cacho

estuvo en el hospital, en donde le cortaron una pierna, y luego fuéenviado a un presidio francés; y Catalina, con su hijo, marchó a Zaro avivir al lado de la Ignacia y de Bautista.