Al Primer Vuelo by José María de Pereda - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Pero ¿qué hace usted ahí?

—Esperando, señor don Alejandro—contestó el pobre hombre con la vozcomo un hilo—, a que me dé usted su licencia.

—Según mis noticias—replicó Bermúdez sin ablandarse más—, esalicencia la traía usted ya desde su casa.

—Mi señor don Alejandro—dijo aquí don Adrián enjugándose el rostromacilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en elgabinete,—me he permitido afirmar esa... mentirilla, eso es, para quese me franquearan, sí, señor, estas puertas...

¡Mal hecho, caray, malhecho! Verdaderamente lo conozco, eso es... pero no había otro modo delograr, eso es, una entrevista, una entrevista con usted, mi señor donAlejandro.

—Y ¿para qué necesita usted, señor don Adrián, una entrevista conmigo?

—¡Para qué, mi señor don Alejandro?—preguntó el farmacéutico relajandotodos los músculos de su cara—. ¡Para qué?... Para mi sosiego... paradormir, para comer... para vivir;

¡caray! para vivir, mi señor donAlejandro... Para todo eso.

Bermúdez que, por lo que le decían aquellas palabras y lo que leía en lavoz y en el aspecto lastimoso de aquel hombre a quien tanto habíaestimado y estimaba, calculaba la intensidad del daño que le había hechocon su violenta medida, sintió muy hondos pesares de no haberla meditadomás, y maldijo la negra fortuna que le conducía a extremos tanrigurosos.

—Siéntese usted, amigo mío—le dijo apiadándose de él—; repóngase unpoco, y dígame luego cuanto tenga que decirme.

Le arrimó una silla y se sentó en ella don Adrián. Él permaneció de piedelante del boticario, y con las manos en los bolsillos. Don AdriánPérez, después de colocar el sombrero en la silla inmediata y deenjugarse otra vez la carita lacia con el pañuelo, comenzó a hablar deesta suerte:

—Yo, señor don Alejandro, me encontré antes de anoche...

precisamenteantes de anoche, eso es, cerradas las puertas de esta casa... quierodecir, nos las encontramos; porque mi hijo venía conmigo: veníamosjuntos, eso es... El caso era de notar por nuevo... por nuevo, esverdad, pero no por cosa peor; porque cabía creer que fuera medida, sí,señor, medida general. ¡Caray, si cabía! Pero no lo fue, mi señor donAlejandro, ¡no lo fue!; fue medida propia y particularmente paranosotros; para nosotros dos, eso es: para mi hijo y para mí. El señordon Claudio Fuertes tuvo la bondad de informarnos de ello, con tino, esosí, y con todo miramiento, porque es persona de suma delicadeza; comousted sabe muy bien... Nos dio algunas esperanzas de que, corridos unosdías, eso es, mejorarían las circunstancias... Pero el hecho, mi señordon Alejandro, estaba en pie; y dolía, dolía...

Preguntamos la razón,eso es; y la ignoraba el buen amigo... Pasó la noche... sin sueño, porde contado; y otro día, el de hoy, sin apetito naturalmente... Ya veusted, mi señor don Alejandro: el castigo notorio y la culpadesconocida, ¡caray! en corazones de bien... aflige, eso es, agobia... Yasí todo el día de hoy, hasta que el señor don Claudio Fuertes, despuésde hablar con usted, nos ha venido a advertir, un momento hace, quenuestro litigio aquí, iba ¡caray! de mal en peor... Esto fue ya cegar,mi señor don Alejandro, para los que estábamos a obscuras; eso es, cegarverdaderamente, ¡cegar, y cegar en la agonía!.. Pues, muerte por muerte,me dije en cuanto me vi solo, démela el amigo irritado, eso es, si mecree merecedor de ella... Y aquí estoy, señor don Alejandro.

Éste dio dos medias vueltas, conservando una de las manos en elbolsillo y resobándose con la otra la barbilla; y después, deteniéndosede nuevo delante de don Adrián, que no apartaba de él la vista anhelosa,y volviendo a enfundar la mano en el bolsillo correspondiente, dijo alboticario:

—Continúe usted, señor don Adrián, todo lo que tenga que decirme:después hablaré yo, si le parece.

—Pues en dos palabras termino—contestó el boticario tomando nuevapostura en la silla—. Así las cosas, mi señor don Alejandro, y téngalousted bien entendido, eso es, bien entendido, desde luego, poranticipado, le doy a usted la razón por ser una persona incapaz defaltar a la justicia... Yo me confieso culpable, y mi hijo, sí, señor,también se confiesa: los dos, nos confesamos culpables; los dos lehabremos faltado a usted... no admite duda, cuando, teniéndole ¡caray!por el más cariñoso y noble, eso es, de los amigos, y el más caballerode los hombres, nos castiga... Pero ¿por qué? ¿En qué ha consistido lafalta, eso es, o la ofensa? Este es el clavo, mi señor don Alejandro;éste es mi mate día y noche. ¿Cuál es nuestro delito?

Sépale yo, sépalemi hijo, para la debida reparación, eso es; porque de otro modo, ¿de quévale el buen deseo, caray? ¿de qué la voluntad mejor dispuesta? De nada,mi señor don Alejandro, de nada, ¡caray! de nada. Que no cabereparación, eso es; que usted no la admite ni la quiere... que estaspuertas continúan cerradas para nosotros... cerradas, eso es... Malo,triste, ¡caray!

muy triste, muy malo, sí, señor; pero se sabe el motivo,se reflexiona sobre él; resulta justo, justa y merecida la pena; y ya esdistinto, eso es; ¡pero muy distinto, caray!.. Y esto es todo lo queverdaderamente tenía que decir a usted, sí, señor; nada más, eso es.

Y mientras don Alejandro Bermúdez daba otras dos vueltas en corto, él sepasó nuevamente el pañuelo por toda la cara, reluciente de sudor frío.El de Peleches, al regreso de su última vuelta, dijo al boticario:

—Empecemos, señor don Adrián, por declararle a usted, como le declaro,que soy tan amigo de usted como lo era antes, y que no le estimo menosde lo que le estimaba.

—Gracias, mi señor don Alejandro—contestó el boticario desde el fondode su corazón. Eso ya consuela mucho, ¡caray si consuela!

—Y declarado esto—continuó Bermúdez voltejeando a la vez por elgabinete, porque seguía nervioso y espeluznado—, le declaro además queno es tan fácil como parece la tarea de decirle a usted todo lo quedesea saber.

—¡Es posible?

—Sí, señor: como que es cierto. Y vamos a ver si consigo explicarme demodo que usted me comprenda, sin decirle más que lo que debo. Figúreseusted que el amigo a quien más usted quiere, resulta inficionado de unapeste ¿dejará usted de querer bien a ese amigo por tomar ciertasprecauciones... sanitarias contra él?..

—Conformes—observó don Adrián abriendo mucho los ojillos y la boca,como si le sorprendiera la gravedad del ejemplo—. Conformes, señor donAlejandro: no querría mal a ese amigo... inficionado, eso es, apestado,mejor dicho, por alejarle de mi familia; no, señor: medida prudente y deconciencia... de conciencia, eso es; pero le advertiría en debidaforma... del mejor modo posible, eso es, para que no extrañara, para queno se doliera... En fin, mi señor don Alejandro, entiendo el símil; perocon la debida dispensa de usted, verdaderamente nada me dices sino quepor apestados, eso es, por inficionados de algo, se nos han cerradoestas puertas, de repente, a mi hijo y a mí. Que hay peste en nosotros,ya se lo he concedido a usted antes de todo, sí, señor, concedido; pero¿qué peste es ella, mi señor don Alejandro? Este es el punto... digo, meparece a mí, y el clavo, sí, señor, muy doloroso.

—Efectivamente—repuso Bermúdez mordiéndose los labios de inquietud—,nada resuelve mi ejemplo en el sentido que usted desea. Vaya otro más alcaso. Imagínese que usted no es don Adrián Pérez, sino don AlejandroBermúdez; que siendo don Alejandro Bermúdez, tiene una hija exactamenteigual a la que tengo yo: vamos, que Nieves es hija de usted; que ustedse ha consagrado en cuerpo y alma al cuidado y a la educación de esahija; que desde que su hija era niña, trae usted formados y acariciadosciertos planes que, una vez realizados, han de hacer su felicidad, lafelicidad de esa hija por todos los días de su vida; que está usted enla cuenta, por señales que parecen infalibles, de que su hija consientey aprueba y hasta acaricia los mismos planes que usted; que en estainteligencia, y para afirmarlos y asegurarlos mejor, de la noche a lamañana, y de mutuo y entusiástico acuerdo, dejan ustedes su residenciade Sevilla, y se plantan, llenas las cabezas de ilusiones, en este solarde Peleches; que limita usted su trato de intimidad aquí a trespersonas, muy estimadas, muy queridas de usted: de esas tres personas,una soy yo, don Adrián Pérez, y la otra, mi hijo, Leto de nombre; ustedcontinúa abriéndonos su casa y recibiéndonos en ella con la mayorcordialidad; y nosotros correspondiendo a ese afecto con otro tanhidalgo como él, e independientemente de todo esto, usted, AlejandroBermúdez, llevando adelante y por sus pasos contados, el plan consabido;que se deja usted correr así tan guapamente, tranquilo y descuidado, yque un día, con motivo de un suceso muy relacionado con ese plan,descubre usted que se le han llevado los demonios, encarnados para elloen su hija de usted y en mi hijo; o si lo quiere más claro aún, enNieves y en Leto... ¿Me va usted comprendiendo mejor ahora, señor donAdrián?

Don Adrián, amarillo y desmoronándose por todas partes, apoyó la frenteentre las dos manos cadavéricas colocadas sobre el puño del bastón, y nodijo una palabra.

Don Alejandro, hondamente condolido de él, para dulcificarle en loposible el amargor de las suyas y acabar de explicarse, continuó enestos términos:

—Yo no tengo nada que tachar en Leto, amigo mío, y mucho menos enusted: por donde quiera que se les considere, valen tanto como nosotros,más si es preciso; pero yo, como le he dicho, tenía mis planes; los videsbaratados de repente y cuando más seguros los creía; supe la causa deello; y ¡qué canástoles!

don Adrián, hice, por de pronto, lo que hubierahecho usted en mi caso: aislarme del peligro para pensar a solas, paradiscurrir sobre él... No es uno dueño de los primeros movimientos delánimo; y la amarga sorpresa me ofuscó. No me detuve a elegir un pretextoque, sirviendo a mis fines, no le causara mortificaciones a usted: loconfieso. Además, contaba con que la ráfaga pasaría pronto, si es que noera una ilusión de mis sentidos; pero sucedió lo contrario, don Adrián:lo sospechado resultó evidente, de toda evidencia, y entonces acabé decegarme. Este es el caso. Perdóneme usted lo que le haya alcanzadoindebidamente de mi enojo; y para conseguir ese esfuerzo de su corazón,póngase, como antes dije, en mi lugar.

Callóse Bermúdez; y alzando enseguida la cabeza el boticario ylevantando poco a poco los ojuelos hasta él, exclamó entre acobardado yaturdido:

—Verdaderamente, sí, señor,—es sorprendente... y espantoso, el casoese... ¡lo que se llama espantoso!... Vamos, que necesito haberle oídoen boca de usted, para darle crédito, sí, señor. Algo así tenía que serpara un castigo como el impuesto... que es dulce, ¡caray, muy dulce!para la enormidad de la falta, eso es.

Pero, señor, ¿cómo la ha cometidoese chico? ¿qué espíritu malo le emborrachó? Porque él es incapaz deatreverse a tanto, verdaderamente, de por sí: la misma cortedad andando,eso es, y el respeto, ¡caray! y la gratitud... Es más: él me ha visto enlas angustias de estos días, sí, señor, y me ha oído amontonar, eso es,conjeturas y supuestos; y nada, ni una palabra, ¡él, que es todofranqueza y sencillez!... Vamos, señor don Alejandro, que lo creo, esoes, pero que no me lo explico.

Los dos podemos tener razón, señor don Adrián—replicó Bermúdezcontinuando

sus

paseos

en

corto—.

Cabe

perfectamente que su hijo deusted haya hecho el daño sin propósito de hacerle, y que ignore a estashoras lo que ha hecho.

El corazón humano es así muy a menudo: para saberel valor positivo de lo que contiene, necesita, como ciertos metales,probarse en la piedra de toque. Eso hice yo en mi casa, don Adrián:someter un afecto, quizá desconocido del alma que le contenía, a aquellaprueba... Y así le descubrimos los dos. La misma prueba hecha en casa deusted, hubiera producido idéntico resultado.

—No me atrevo a negarlo ni a ponerlo en duda, señor don Alejandro:después de lo que usted me ha dicho, eso es... creo, creo hasta enagüeros... ¡y hasta en las brujas mismas, caray!

—El caso es, amigo mío, que el daño existe, para mi desgracia.

—Esa es, mi señor don Alejandro, la que yo lamento: no la mía, que yano me preocupa.

—Y vuelvo a repetirle que no me quejo de nadie, sino de mi malafortuna; que no alzo ni bajo ni estimo en más ni en menos a su hijo deusted, ni le quito ni le pongo al acudir a ciertos extremos y alexpresarme de cierto modo; pero yo tenía mi rumbo trazado, mis planeshechos...

—Sí, mi señor don Alejandro: usted tenía sus planes, ¡muy bientenidos!... eso es, y muy bien hechos; planes ¡caray! de toda la vida,que son, sí, señor, los más estimados; y si esos planes, supongamos, lehubieran fallado por una causa... ordinaria y corriente, eso es, y comúnde todos los días, usted hubiera formado otros a su gusto; mientras quede este otro modo, eso es...

—Por consiguiente, señor don Adrián, no debe chocarle a usted que, sindejar de estimarlos a los dos, a usted y a su hijo, en lo que valen,persista por ahora en mi determinación... Esto no es cerrar a usted laspuertas de mi casa, entiéndalo usted bien...

—¡Chocarme a mí nada de eso!—exclamó don Adrián levantándose de lasilla, tembloroso y con los ojos empañados—.

¡Creer que me cierra ustedlas puertas de su casa... cuando voy, eso es, a cerrármelas yo mismo!Porque debo cerrármelas, eso es, y no volver a llamar a ellas mientrasno traiga en las manos, sí, señor, las pruebas de haber reparado laofensa inferida a usted...

Y se reparará, sí, señor, yo lo fío.

—No es fácil, amigo don Adrián.

—Yo repito que lo es, mi señor don Alejandro... ¡Yo repito que lo es!Yo conozco a mi hijo; yo sé que es de noble condición, honrado, sí,señor, y pundonoroso como él solo... Yo sé que es incapaz de levantar,eso es, los ojos más arriba de la talla, digámoslo así, que lepertenece; que estima y considera la amistad de usted, ciertamente, porencima, eso es, de toda otra ambición; que no ignora lo que yo me pago yme enorgullezco de ser... de haber sido, el amigo más estimado, eso es,del señor don Alejandro Bermúdez Peleches; mi hijo sabe, finalmente, quees gusano de la tierra, sí, señor, y tiene demasiada inteligencia, yrectitud por demás, para atreverse... con las águilas de las alturas.Eso es.

—Pero don Adrián—díjole Bermúdez mientras encendía con una cerilla unavela puesta en un candelero sobre la mesa, porque había anochecido ya—,si no se trata...

—Por anticipado, desde luego, mi señor don Alejandro continuó elfarmacéutico sin hacer caso de la interrupción—, le prometo a usted quemi hijo cumplirá con su deber, como yo cumplo ahora, y he de cumplir enadelante, con el mío; eso es. Si tiene también sus planes, que lo dudo,contrarios a los de usted, yo le diré, sí, señor, que los destruya; ylos destruirá; que no mire jamás hacia Peleches, eso es; y cegará antes,sí, señor, que faltar a mi mandato; que se hunda en el polvo de latierra; y se hundirá, eso es; se hundirá hasta los abismos, sí, señor,más tenebrosos y profundos. Lo fío, porque le conozco, y por ser ademástodo ello de justicia... de reparación debida a usted, verdaderamente,por una parte; y por otra, de pundonor ¡caray! para nosotros, eso es.

—Repito que usted extrema las cosas, amigo don Adrián.

—¡Ojalá fuera verdad! Pero estoy en lo justo, sí, señor, por midesgracia, don Alejandro; en lo que debo, eso es, en lo que debo, en loque debemos a usted mi hijo y yo, eso es, como le decía, y en lo que nosdebemos a nosotros mismos. En el mundo, señor don Alejandro, aquí, eneste rinconcito de Villavieja, hay muchos ojos ¡caray! y muchas lenguas;no todos los ojos ven las cosas por una misma cara, ni todas las lenguasexplican de un mismo modo lo que los ojos ven. La señorita Nieves eshija del rico caballero don Alejandro Bermúdez Peleches, y el padre deLeto es el pobre don Adrián Pérez, boticario de Villavieja...

eso es; yen un paño como éste ¡caray! pueden entrar muchas tijeras, como hayaganas de cortar, que nunca faltan... En fin, ya puede ustedcomprenderme; y yo, mi señor don Alejandro, que he conservado con honradurante setenta y cinco años, eso es, la vida que recibí de Dios, conhonra quiero entregársela el día en que me la reclame, que bien cercanoestá ya... Eso es.

Bermúdez ya no daba vueltas por el gabinete: se había detenido delantedel boticario; y a pie firme y con la cabeza algo gacha y la mirada desu único ojo clavada en los humedecidos de él, escuchaba sus ardorososrazonamientos.

—Y ahora—dijo en conclusión el atribulado farmacéutico, que ya llevolo que venía buscando, y aun algo más, eso es, si bien se mira, y sé alo que debo atenerme, si usted me da su permiso me vuelvo a mi casa...para terminar debidamente lo comenzado a tratar aquí... Pero meatrevería, por término, eso es, y por remate de nuestro coloquio, apedir a usted una gracia... ¡la última, señor don Alejandro, por nomolestar!

—Yo tendré siempre—le respondió Bermúdez afablemente—, el mayor gustoen servirle en cuanto pueda, señor don Adrián: no lo dude usted unmomento.

—No lo dudo, señor don Alejandro—replicó el otro—. Y voy, en pruebade ello, a la súplica. El camino hasta mi casa no deja de ser largo yescabroso, y ya ha cerrado la noche, eso es; ordinariamente, no me lasarreglo bien con las tinieblas; pero en el estado ¡caray! en que meencuentro ahora... a la verdad, fío poco de mis fuerzas; y una caída amis años... ¡caray! ¿Tendría usted inconveniente en que me acompañara unratito, por lo más obscuro nada más, eso es, su criado Ramón?

—Sí, señor, que le tengo—respondió Bermúdez dirigiéndose a la alcobade su gabinete—, porque quien le va a acompañar a usted, soy yo.

—¡Usted, señor don Alejandro?—exclamó asombrado el boticario.

—Yo mismo, señor don Adrián—respondió Bermúdez desde allá dentro—, encuanto me calce las botas. Así como así, no me vendrá mal orear un pocola cabeza fuera de casa. Don Adrián sintió la fineza de su amigo, comouna lluvia serena en el estío las plantas mustias.

Apareció pronto don Alejandro con todos los pertrechos necesarios paraponerse en marcha, y el boticario le dijo:

—No he intentado siquiera saludar, eso es, ofrecer mis respetos a laseñorita Nieves, porque verdaderamente es mejor que ignore, eso es, queyo he hablado con usted.

—Nieves anda otra vez maleando de la cabeza, y se había tendido sobrela cama un poco antes de llegar usted. Sin eso, la hubiera ustedsaludado, porque no quita lo cortés a lo valiente, señor don Adrián. Conque cuando usted guste...

Salieron ambos del gabinete; entró don Alejandro en el de su hija;volvió a la sala a poco rato, dando al boticario la noticia de queNieves estaba mejor, y se fueron los dos pasillo adelante.

index-324_1.png

index-324_2.png

Al desembocar en la plazuela de la Colegiata, se despidió Bermúdez de suviejo amigo con un fuerte apretón de manos.

—Ya está usted en sagrado—le dijo—, y yo me vuelvo a mi escondite.

—Gracias por todo, ¡por todo, sí, señor!—respondió el boticariotrémulo de voz y conmovido, como si se despidiera de don Alejandro hastala eternidad.

Retrocedió Bermúdez hacia Peleches; y andando cuesta arriba y meditando,dejó escapar de su pensamiento, y como si fueran el resumen de susmeditaciones, estas palabras:

—¿Qué apostamos ¡canástoles! a que ese pobre boticario vale mucho másque yo?

—XXIV—

«El Fénix villavejano»

COMPAÑADO del propio Maravillas, que para eso y para dirigir y mejorar a su gusto la edición, había ido dos días antes a la ciudad,entraba en Villavieja el paquete de los quinientos ejemplares, húmedotodavía y exhalando el tufo que enloquece a los pipiolos y regocija alos veteranos en la esgrima de la péñola, al mismo tiempo que subíahacia Peleches don Alejandro Bermúdez.

Tinito el sabio se encaminó a su casa por los callejones másextraviados, para no ser visto por sus amigos y colaboradores, pues asíconvenía para sus planes; y una vez encerrado en ella y después deencargar muy encarecidamente que se dijera a cuantos llegaran apreguntar por él, si alguien llegaba, que no había venido aún, procedióa romper las ligaduras del paquete con mano codiciosa y a dividir sucontenido en cuatro porciones: una para cada repartidor de los tres quetenía apalabrados, y la más pequeña para dejarla de reserva. Era cosaconvenida con «los chicos de la redacción» que el periódico serepartiría de balde en la villa entre todas las personas cuya lista sehabía formado con la mayor escrupulosidad, sin perjuicio de distribuirel sobrante entre «lo menos irracional de la masa anónima» (palabrastextuales del propio Maravillas).

El periódico era de corto tamaño y llevaba por nombre, en letras muygordas, el que se ha puesto al frente de este capítulo, adicionado conesta leyenda: Revista literaria y de altos intereses sociales,políticos y religiosos. La primera plana y gran parte de la segunda,iban atestadas de prosa sarpullida de signos ortográficos, bajo elrótulo de Nuestros ideales. Después versos,

¡muchos versos! Una Melancolía, dedicada «a la distinguida señorita doña I. G.» (laEscribana segunda); un Éxtasis «a M. C.»

(Mona Codillo); tres Ovillejos «al ilustrado Fiscal de este juzgado, mi distinguido ybondadosa amigo don F. R., en señal de consideración y afectoentrañable»; unos Cantares tiernos «a la encantadora joven villavejanaA. C.» (Adelfa Codillo); Mis confidencias, «composición graciosa, a lachispeante señorita R.

G.» (Rufita González); algunas coplas más poreste orden, varios sueltos en prosa, y en prosa también una Variantehistórica a la fábula de Hero y Leandro. Cada poesía llevaba al pietodos los nombres y apellidos de su autor. Maravillas firmaba con lossuyos el artículo de entrada, y sólo con iniciales la Variante.

—Y de todo esto, ¿cuál es lo tuyo, hijo?—le preguntó el tabernero supadre, que presenciaba, por no atreverse a cosa mayor, las operacionesde deshacer el fardo y contar ejemplares para separar loscorrespondientes a cada lista de las tres desplegadas sobre la mesa.

—¿Pues no lo ve usted?—le respondió el sabio poniendo el dedo sobre lafirma del programa y las iniciales de la fábula—.

Todo lo que no soncoplas estúpidas y sin substancia: lo que ha de levantar ronchas. ¡Vayasi levantará!... hasta estos sueltecitos, que también son míos, y depronto no parecen nada: ya lo verá usted.

—Y ¿lo conocen, lo conocen ya tus amigos, esos de las copias?

Miró el sabio a su padre con el gesto de más altivo desdén, y le dijo:

—¡Qué han de conocer esos mentecatos, ni a título de qué? Lo conoceránmañana cuando el periódico circule y no les quepa la vanidad en elcuerpo al ver el magnífico resultado de mi aparición en El Fénix.Ellos son los que me han buscado: yo he consentido en que colaboren bajomi dirección en el periódico, que dirá lo que yo tenga por conveniente,y nada más. ¿Les parece poco? ¿Qué más honra pueden desear? ¡pues buenasindéresis es la suya para que yo me hubiera rebajado a consultarles loque pensaba publicar en El Fénix! ¡Estúpidos y pusilámines! Capaceseran de no consentir la salida del periódico.

—Verdaderamente—contestó el tabernero, electrizado con aquel pensar,aquel decir y aquel mirar de su hijo—, que no son quién para lo que túsabes, esos muchachuelos ignorantes y desaplicados... ¿Y de veras creestú que esos escritos meterán bulla?... No haga el diablo que te traiganalgún disgusto...

—¡Bah!—repuso Maravillas creciéndose dos palmos—; no irán loshuracanes por donde usted se figura. El efecto de mi primer artículoserá de asombro, como el de la centella, como el del relámpago. El de lafábula le sentirán pocos; y éstos se guardarán muy bien de decir lo queles duele y en qué parte. Vea usted unas muestras de la calidadcientífica y filosófica del artículo, o mejor dicho, del programa.

Arrimose en esto Maravillas a la cómoda, sobre la cual estaba la luz conque se alumbraban allí él y su padre; subió las gafas hasta dejarlasencaramadas sobre las cejas; levantó el periódico que tenía entre lasmanos, bajando al mismo tiempo la cabeza, de manera que no quedó elespacio de dos pulgadas entre los ojos y el papel, y comenzó a leer convoz nasal, atiplada y clamorosa, mientras el tabernero se le acercaba depuntillas, con una mano colocada detrás de la oreja y mordiéndose ellabio inferior.

—«Nuestros ideales...»

Aquí se detuvo de repente; y cambiando su tono campanudo por el llano yde todos los días, advirtió a su padre:

—Ha de saber usted, ante todo, que el fénix es un pájaro fabuloso oimaginario, del que se cuenta que renacía de sus propias cenizas, comola muerta planta renace de la semilla que ha producido en vida... ¿Seentera usted?

El tabernero contestó afirmativamente con una cabezada, sin apartar lamano de la oreja, y añadió a la contestación otro ademán y otro gestoque querían decir: «adelante».

Entendió la mímica Tinito el sabio; y metiendo nuevamente los ojos porel papel, volvió a su interrumpida lectura y al registro campanudo de suvoz:

—«Nuestros ideales... Sal de tu sueño letárgico; despierta ya,

¡oh,Villavieja, pueblo fósil, merecedor de más honrosos destinos!...¡Despierta y sacude la ignominia de tu mortaja enmohecida por lalobreguez insana de tres siglos de barbarie!

¡Despierta, levántate ycontémplate! Nosotros te pondremos delante de los ojos el gran espejo dela Verdad, iluminado por la esplendorosa luz de los nuevos días. Mírateen él... ¡Ah, desdichada! Te turbas, te sonrojas... ¡te avergüenzas!...¡Lo comprendemos, sí, lo comprendemos! Te ves andrajosa y fea, y esclavavil, y degradada y sola, entre la muchedumbre de otros pueblos risueños,hermosos, libres y florecientes...»

—Sigue a esto—dijo a su padre Maravillas, interrumpiendo la lectura—,un largo párrafo muy bonito y de gran efecto, de conjuros y deapóstrofes por el estilo de los que ha oído usted, que duran hasta lamitad de esta segunda columna, y digo enseguida... «¿Sabes por qué eresandrajosa, y fea y esclava vil y degradada, ¡oh, Villavieja infelice?Porque el templo de tu Dios está henchido de riquezas, y sus criminalesderviches adormeciéndote con sus cánticos soporíferos, como adormece elvampiro a sus víctimas con el aire de sus alas para chuparles lasangre...»

—Continúa después otro párrafo, también muy hermoso, todo lleno derespuestas de esta, clase, con unos ejemplos y unas comparacionesadmirables por lo oportunas y la mucha erudición que revelan, y concluyodiciendo: ¿Quieres ¡oh, mi villa natal infortunada! romper tus cadenas,y ser grande y rica y bella?

Pues demuele tus templos; sepulta entre susescombros a tus ídolos grotescos, y arroja su recuerdo de tu memoria, yde