Al Primer Vuelo by José María de Pereda - HTML preview

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En cuanto Nieves oyó pasos y barruntó que podían ser los de Leto, sesalió al balcón y se puso de codos sobre la barandilla.

Nada tenía elsuceso de particular, porque la noche estaba, muy calurosa. Hízose ladesentendida a la llegada de los dos Pérez; y sólo cuando la saludarondesde la puerta, se volvió hacia ellos para contestarlos, pero sinsepararse de la balaustrada.

—Dispénsenme—les dijo—, que les reciba con tanta confianza, porque enlo obscuro y al fresco, como estoy aquí, se me alivia mucho el dolor decabeza.

Don Adrián se atrevió a indicarla dos remedios infalibles para curarsede él, y Leto, para explicárselos mejor, se llegó hasta ella...Hablando, hablando, se fueron volviendo los dos de espaldas a latertulia; y puestos ya ambas de codos sobre la barandilla, dijo Nieves aLeto, bajo, muy bajo:

—Papá no sabe nada.

—Ya lo he conocido—respondió Leto entre palpitaciones de su corazón yestremecimientos de sus fibras—. ¡Qué miedo traía de que lo supiera,Nieves!

—No sé—replicó la otra, tampoco muy firme de voz—, si hubiera sidomejor que lo supiera, porque está muy receloso; y ni encuentra sosiegoel pobre, ni puedo tenerle yo viéndole así.

—¿De qué recela?

—Verá usted: sucedió lo que dijo Catana que podía suceder: quellegáramos a casa sin que él hubiera salido de su cuarto, donde estabaencerrado toda la mañana escribiendo. Ya se sabe, cuando coge una tareade esas, que la coge de tarde en tarde, siempre hay que entrar allamarle para comer. Pues bueno: llegamos sin que nos viera nadie,guardó Catana el contrabando de la ropa mojada, y yo me fui corrienditohacia mi gabinete; pero al entrar en la sala, ¡zas! salía él del suyo, yme pescó.

Aunque muy sobrecogida, me disculpé bastante bien; y ya sehabía tragado el embuste que urdí en el aire, de un paseo muy largodespués de haber estado leyendo muchísimo tiempo en la Glorieta, dondeél me dejó, cuando, hijo, mirándome y remirándome, se empeña en que elvestido que yo tenía puesto era distinto, ¡ya la creo! del que llevabapor la mañana... Tan cogida me vi entonces, que estuve sí canto o nocanto; pero dominándome un poco, probé a negar, y negué, con la mayordesvergüenza, que hubiera cambiado de vestido en toda la mañana. Por depronto le dejé en dudas y no aguardé a más. Pero

¡ay, Leto! cuando salía la mesa... figúrese usted con qué ánimos saldría y con qué ganas decomer y con qué trazas; pues, por mucho que quise componerme yarreglarme de manera que se borraran las marcas de lo pasado, ¡eran tanhondas! Con todo esta y lo receloso que él había quedado, y, para ayudade males, con el poco disimulo de Catana al servirnos, el pobre hombrese puso en ascuas y pregunta va y zancadilla viene, y ojeada a Catana yojeada a mí. Se acabó aquello, yo no sé cómo, y empezó otra indagatoriaen el saloncillo... hasta que se cansó, poco antes de llegar donClaudio. Y yo a todo esto, niega y ríe sin cuenta ni razón y muerta depesadumbre por la violencia en que vivo y los malos ratos que estoydando al pobre papá... Y, otra cosa, Leto, ¡qué sé yo lo que le pasarápor la cabeza? Porque lo que menos sospecha él es la verdad; y como elcaso es que yo he faltado de casa toda la mañana, y no quiero declararlo que me ha sucedido, ni puedo convencerle de que no me ha sucedidonada... ¿No le parece a usted que lo más llano sería descubrirle?...

—¡No lo descubra usted, por todos los santos del cielo, Nieves!—lasuplicó Leto con el alma entre los labios.

—Pero ¿por qué, hombre de Dios? ¿No le parecen a usted de peso lasrazones que le he dado?

—Sí que me lo parecen; pero yo también tengo otras que no dejan depesar en contrario sentido.

—A verlas.

¡A verlas! Temo que le parezcan a usted razones de egoísmo, Nieves;porque lo cierto es que se dan un aire, así de pronto... En primerlugar, el señor don Alejandro es incapaz de que la desfavorezca; y alpensar de usted cosa que la desfavorezca; y al ver que usted siguenegando y ha vuelto a ser en todo y por todo lo que antes era, comovolverá a serlo desde mañana, en cuanto esta noche duerma con sosiegoalgunas horas, que sí las dormirá aunque al principio la desvelen algolas pesadillas, se le disiparán todas las aprensiones y acabará porreírse de ellas. Le juro a usted que si yo no lo creyera así, leaconsejaría que esta misma noche le descubriera usted la verdad.

—Pero puede descubrirla alguien que la sepa, como ha de saberse, yvenga por ahí con la mejor intención; o en la calle cuando él salga...

—Ya está previsto el caso y conjurado el riesgo en lo posible; y si noalcanza el conjuro... entonces será ocasión de explicárselo todo como sepueda, y de calmarle.

—¿Esa es una de las razones?—le preguntó Nieves.

—¿No le parece a usted de algún peso?—preguntó a su vez el otro.

—Lo que no me parece es egoísta...

—La egoísta va ahora—dijo Leto armándose de resolución—: óigalausted: el día en que el señor don Alejandro sepa lo ocurrido, se quedóel espacio sin aire y el cielo sin sol para mí.

—¡Qué exageraciones, hombre! Y ¿por qué?

—Porque ese día, en justo castigo, se me cerrarán a mí las puertas deesta casa.

Temió Leto que esta aclaración de las otras dos hipérboles sonarandemasiado recio en los oídos de Nieves, y se apresuró a decirla:

—La ruego a usted que no dé a estas palabras otro alcance que el muymodesto que llevan: las mayores bondades de usted conmigo no harán jamásque yo confunda los puestos ni las distancias: desde el suyo humildísimogoza el más pobre de la tierra los beneficios del sol y del aire que ledan la vida... No sé si habrá acabado usted de comprender lo que hequerida decirla.

No le sacó Nieves de la duda con palabras, por de pronto, ni con ungesto, porque, si le hizo, Leto no pudo pescarle en medio de laobscuridad que los envolvía; pero tras un breve rato de silencio, oyóque le decía la hija de don Alejandro Bermúdez, siempre muy bajito:

—Tenemos fama de exageradores los andaluces; pero

¡cuidado queusted!... Y además de exagerador, es visionario:

¡pensar que han dedejarle sin aire y sin luz por un hecho que otros publicarían a vocespara darse importancia!... ¿Por quién toma usted a mi padre, Leto?¿Tantos harían por su hija lo que hizo usted esta mañana?

—¡Si eso—replicó Leto con mucha vehemencia—, no fue hacer Nieves,sino deshacer; enmendar en parte una brutalidad mía anterior. ¡Si losaliente del caso ese no está en haberme arrojado yo al mar detrás deusted, sino en haber consentido en llevarla a escondidas en mi barco, ysido causa luego de que usted cayera! ¿Qué importaba ya mi vida, ni cienvidas que hubiera tenido disponibles, después de poner en peligro la deusted? Y por aquí, por este lado, es por donde habría de ver el caso donAlejandro, y le verá cualquiera que discurra con serenidad.

—¿De manera—observó Nieves con una ironía que se transparentabaperfectamente en el acento de la voz y hasta en el modo de volver lacabecita hacia Leto—, que si como fui a escondidas en su yacht y caípor culpa de usted, voy por encargo expreso de mi padre y caigo porculpa mía, en la mar me quedo sin auxilio de nadie?

—¡Eso no!—replicó Leto al instante y con una viveza que ardía—. Yo mehubiera tirado lo mismo detrás de usted; sólo que en ese caso el hechohubiera tenido la poca importancia que no puede ni debe tener hoy.

¡Si Leto hubiera podido ver entonces la cara de Nieves!... En cambio oyóque ésta le decía:

—Es usted muy mal juez en causa propia, está visto. ¿Quiere usted dejarese caso de mi cuenta? ¿Quiere usted que quede a mi arbitrio eldescubrir o no descubrir a papá el misterio que con tantos afanes andabuscando el pobre?

—Yo no quiero más—respondió Leto—, que lo que usted quiera... Al finy al cabo, entre usted y yo, la razón no puede vacilar...

—Será porque me pertenezca—replicó Nieves—. De todos modos, muchasgracias por los poderes que me da, y óigame dos palabritas en respuestaa aquello de los puestos para tomar el aire y el sol. En casos como elque citaba usted y temía que me ofendiera, no admito arribas ni abajos;porque, si a medirnos fueramos, ¿quién sabe, Leto, a quién lecorrespondería en justicia el puesto más elevado? Es posible quevolvamos a hablar despacio de esto mismo... A mí no me pesaría. Porahora, quédese como está el asunto; es decir, en que le he comprendido austed, y en que no es el que usted merece el puesto con que se conformapara tomar el sol y el aire... Otra cosa: ¿oye usted la mar?... ¿Noparece que está relatando la historia por lo bajo, para que se enterepapá, y murmurando contra usted porque la dejó sin la presa que yaestaba devorando? Toda la tarde he estado sintiendo la misma ilusión enlos oídos... ¡Pícara memoria, qué malos ratos me está dando!... Si yopudiera arreglarla a mi gusto, borraría lo amargo en ella; y entonces yasería otra cosa bien distinta... Temí que no, viniera usted esta noche,Leto. ¡Como le dejé tan preocupado y es usted tan... especial!... Porotra parte, casi sentía que viniera, pensando en que al verle entrar depronto... ¡qué sé yo? ¡Depende de tan poco el que papá, con lo recelosoque anda, me haga declararle la verdad! Por ese temor, en cuanto sentílos pasos de ustedes, me vine aquí con un pretexto... Lo peligroso paramí era la primera impresión.

Además, tenía deseos de que habláramosalgo. Ya ve usted, después de lo sucedido, ¿qué cosa más natural? Y esepoco que habláramos, no había de ser a gritos delante de la gente,¿verdad, Leto?... Pues cuénteme usted ahora todo lo que le ha pasadodesde que nos despedimos en el yacht.

¿Por qué extraña combinación de sensaciones y de ideas, llegó Leto aimaginarse entonces que, contemplados los enojos de Bermúdez contra él através de la parrafada de Nieves, adquirirían proporciones colosales? Enesta alucinación metido y disponiéndose a responder a Nieves, lesorprendió la voz del propio don Alejandro, diciendo desde la puerta delbalcón:

—Niña, que te va a hacer daño el relente.

Los dos de la barandilla se volvieron cara adentro. Nieves, más serenaque Leto, respondió al punto:

—Al contrario, papá: me va sentando muy bien.

—Se te figurará a ti—insistió secamente Bermúdez—; pero yo sé que tehace daño...

—Tiene razón don Alejandro—se permitió decir Leto como si tratara decongraciarse con él—. Dentro estará usted mejor.

Y pasaron los dos al saloncillo, donde se aburrían soberanamente lostres señores mayores.

La tertulia se acabó poco después...

Al bajar a la villa convinieron don Adrián y el comandante en que elpobre don Alejandro andaba en vilo. No había habido modo de interesarleen ninguna conversación. Leto no se había enterado bien de ello, porquese había pasado la mayor parte del tiempo en el balcón, «demasiadotiempo» en opinión, muy recalcada, de Fuertes; porque en la tirantez deespíritu en que se hallaba el buen señor, hasta los dedos se leantojaban

«huéspedes.» También esto de los huéspedes se lo recalcó muchodon Claudio a Leto. El cual disculpó su conducta con el deseo que lemanifestó Nieves de permanecer allí, por temor a las pesquisasincesantes de su padre, y de hablar sobre lo más conveniente para todos,entre decirlo o callarlo.

—Y ¿en qué han quedado ustedes?—preguntole, Fuertes con la mayorsencillez del mundo.

Tan escamado estaba Leto con la nariz del comandante, que sesobresaltó con la pregunta, pensando que iba enderezada a otra cosa delas que se habían tratado en el balcón y llevaba él guardadita en lamemoria y paladeaba a ratos con avidez para endulzar los amargores desus recuerdos de la mañana. Pero se repuso al instante, y contestó:

—En que ella haga lo que le parezca más prudente.

—Muy bien acordado, ¡caray!—observó entonces don Adrián Pérezdeteniéndose para dirigirse a sus dos interlocutores, que también sedetuvieron—. Verdaderamente la situación moral del excelente amigo, noes para prolongarla mucho tiempo... eso es...

ni tampoco la nuestra, no,señor, ni tampoco la nuestra... Puede vencer las aprensiones que leinquietan; pero pudiera no... y las aprensiones comprimidas son pólvoraque al fin revienta, ¡caray!

y entonces, lo que pudo curarse con doscuartos de ungüento, es una carnicería... Y hay que huir de estosextremos... eso es...

mayormente cuando el asunto, bien mirado, bienmirado, eso es, no vale la pena, como en el caso presente; sí, señor,como en el caso presente. ¿De qué se trata en fin y remate?... Eso es,¿de qué se trata? Pues, ¡caray! a todo echar, de una futesa... de unamuchachada, eso es... Que el señor don Alejandro se entera de ella... seentera de ella, corriente... que se incomoda un poquito... eso es, y teecha a ti, Leto, un rifirrafe, y otro rifirrafe a su hija... Puespongámoslo en lo más... y que haya rifirrafe: para mí igualmente,¡caray!... y hasta para usted también, don Claudio... eso es, sí, señor,un rifirrafe para cada uno... ¿Y qué?...

Por más vueltas que le demos,siempre saldrá en limpio, en limpio, eso es, lo que antes dije: unamuchachada... que servirá de gobierno para en adelante, y que seacabarán esos recreos peligrosos para ella... ¡muy bien acabados, caray!¡Ojalá tuviera yo influjo bastante para obligarte a ti a lo mismo! Esoes... Pues ya está el señor don Alejandro desfogado y satisfecho, yaestamos nosotros tranquilos, tranquilos y satisfechos

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igualmente, esoes, y las cosas en su centro, y la paz restablecida en Peleches. Puespongámonos en el otro extremo, y que el señor don Alejandro comienza aver torres y montañas, ¡caray! y a sospechar de todos. Ese caballero nomerece, no merece, eso es, una mortificación tan grande por motivos tanpequeños: tan pequeños, sí, señor, si somos buenos amigos suyos, buenosamigos, ¡caray! ¿No le parece a usted, señor don Claudio?

—Al pie de la letra, señor don Adrián—respondió el comandanterompiendo la interrumpida marcha—, y me permito aconsejar a Leto que sila interesada no resuelve sus dudas en este mismo sentido, influya conella con todo su prestigio, para que lo haga así, por la cuenta que lestiene; y a usted, Leto, en particular.

—¡Eso es, caray, sí, señor, eso es!

Y no se habló más del asunto, ni de otro tampoco en aquella ocasión,entre los tres tertulianos de Peleches.

—XXI—

Al día siguiente

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URANTE las primeras horas de la alta noche, Nieves se despertó muchasveces: aun dormida oía aquel borboteo de la mar relatando el suceso atodo el mundo y reclamando la presa que le habían arrebatado de lasfauces; pero estaba en la flor de la vida, a la edad en que las heridasno ahondan tanto como duelen; su quebranto físico era grande, porque elbatallar del día había sido de prueba; y al cabo, la rindió un sueñoreparador y tranquilo del que no despertó hasta bien entrada la mañana.

Pero el bendito de su padre no pegó el ojo en toda la santa noche. ¡Loque él se revolvió en aquella cama buscando posturas para ahuyentar lasquimeras que le desvelaban! ¡Los espacios que él recorrió con laimaginación en tantas, tan largas y tan calladas horas! En ocasiones,hasta se dolía de haber permitido tomar tan altos vuelos a «la loca desu casa».

—No tanto, ¡canástoles! no tanto—se decía—, que tan malo es pasarsecomo no llegar. Que hay algo, no tiene duda; pero ¿por qué hemos deechar las corrientes hacia ese lado y no hacia otro?

¡La condenadamalicia humana que jamás se arrepiente ni se enmienda!... No estoyconforme, no, señor, ni puedo estarlo. Hay que buscar por otra parte, ycon juicio, y con equidad... y con lógica...

Y se daba de nuevo a cavilar; pero por donde quiera que echara suscavilaciones, siempre, tenían el mismo paradero.

Había tomado ya unvicio su máquina de discurrir; y en cuanto se ponía en movimiento, unpoco más acá o un poco más allá, caía hacia el lado de siempre. Y estevicio era una idea que se le había metido entre los cascos en fuerza deindagar precedentes, amontonar supuestos y analizar indicios. No creíahaber descubierto el caso limpio y morondo; pero sí su progenie, suparentesco. Comprobado este hallazgo, no era imposible encontrar lo quebuscaba y cuyo valor positivo no era otro, estaba bien seguro de ello,que el misterio en que se lo envolvían. De todas suertes, existiera ono, halláralo o no lo hallara, de los desbroces hechos ya en aquelterreno había resultado una enseñanza para él, que no debía serolvidada: había pecado, estaba pecando de optimista en determinadascosas muy delicadas de por sí; y por grande que fuera su confianza en lavirtud de ciertos principios fisiológicos, eran mayores los riesgos quese corrían en el caso actual, a la menor equivocación.

Y en la duda,abstenerse. Lo primero que había que hacer, era un cambio de costumbresen su casa: más disciplina, más hogar, menos égloga. Bueno era el airepuro y libre; pero no en tanta cantidad ni a todas horas; bueno elejercicio de las fuerzas físicas, buenas la holgura y la despreocupacióncampestres; pero con discreción y sin menoscabo de otras leyes y deotros respetos muy atendibles y muy racionales. Por suerte de donAlejandro, aquel

cambio

de

costumbres

podía

hacerse,

se

haríaforzosamente sin necesidad de que se traslucieran sus sospechas ni susarrepentimientos, ni se ofendieran pundonores ni delicadezas de nadie:con la venida de su sobrino Nacho.

Desde el momento en que Nacho sealojara en Peleches, hasta por cortesía estaban obligados él (donAlejandro Bermúdez) y su hija a acomodar sus costumbres a los gustos delforastero, que de fijo los tendría muy diferentes de los que veníanprivando allí.

Por su cuenta, Nacho no tardaría una semana en llegar aPeleches; de un momento a otro esperaba carta suya que se lo confirmara,desde Madrid.

—Y en viniendo él—concluyó Bermúdez, volviéndose hacia el otro lado,todo cambiará de aspecto y marchará como una seda por donde debemarchar... Sí, señor, ¡canástoles! aunque el demonio se empeñe en otracosa, que no se empeñara, porque no hay razón de fuste para que seempeñe.

Llegó el día, moviose la gente del solariego caserón, púsose a su faenacada cual, apareció Nieves en escena a media mañana; y tan en su centroacostumbrado, en tan completa serenidad, tan semejante a sí misma lahalló su padre, que sintió como remordimientos de haber caído en lasaprensiones que le tenían sin sosiego veinticuatro horas hacía. «¡Ah,pícaras suspicacias!—

se decía viéndola trajinar y revolverse tranquila,descuidada y risueña.¡Condenadas flaquezas del meollo, que asíarrastráis por los suelos los más hidalgos propósitos y las esperanzasmejor puestas!... Sin embargo—añadió por final de su confiteor—, nose ha perdido todo en esta batalla innoble y deshonrosa para mí, puestoque he sacado de ella una enseñanza que no se paga con dinero, ni con lamala noche que me ha costado... Porque la enseñanza queda, ¡vaya siqueda, canástoles!... Porque lo que no ha sido, pudo, puede y podráser».

Como esta evolución del ánimo de Bermúdez se le reflejó en la cara, y sela tornó risueña y apacible, y fueron también risueñas y apacibles suspalabras, Nieves renunció al propósito con que se había levantado derevelarle el secreto, en la mejor forma que pudiera, si continuaba elpobre hombre en las torturas de la víspera.

Todo iba, pues, a pedir del deseo en aquel día; y para que nada lefaltase a don Alejandro, hasta recibió carta de Nachito; de Nachito, queanunciaba su salida de Madrid al día siguiente. Se detendría cuatro enla capital; y enseguida, de un tirón, a Peleches. Sacó Bermúdez lacuenta por los dedos, temblones de gusto... Era jueves... Al anochecerdel martes le tendría allí...

¡Canástoles, qué fortuna!... A Nieves conla noticia...

Estaba en el saloncillo muy descuidada; se la espetó de golpe su padre,y como un golpe en la espinilla la recibió.

A don Alejandro se le alargó la cara medio palmo.

—Mujer—la dijo plantado delante de ella, con la carta en una de lasmanos, caídas al desgaire—, va ya picando en historia este delicadoparticular. Si no son cuatro, no bajan de tres con ésta las veces quehas recibido las noticias de tu primo como el diablo la presencia de lacruz; y ¡qué quieres que te diga?... me disgusta, me... vamos, que no meparece bien, porque no es justo... en fin,

¡qué canástoles! que hasta medesazona un poco...

También se desazonó un poquito Nieves con esta reprimenda de su padre, ajuzgar por el ceño que puso y otras señales que se le notaron; pero sedominó pronto y respondió con entereza, aunque en calma:

—Es que das tú tanta importancia a eso que llamas delicado particular,que todo te parece poco para él. A ti te entusiasma; pues a mí no: ya telo he dicho en otras ocasiones. Esto no es un pecado, papá. ¿Quieres quereciba esas noticias dando brinquitos y batiendo las palmas? Pues teengañaría si hiciera eso. ¿Me quieres hipocritilla y mentirosa, o mequieres llana y a la buena de Dios? ¿Me has visto alguna vez másentusiasmada que ahora con tu sobrino? Pues si me quieres sincera yllana y nada hago ahora que, en rigor de verdad, pueda saberte a nuevo,¿por qué te enfadas conmigo cuando no recibo esas noticias con laalegría que tú?

—¡Si no me enfado, hija mía!—replicó don Alejandro dulcificando eltono de sus palabras y la expresión de su semblante—, lo que se llamapropiamente enfadarme... ni siquiera te pido que te alborotes dealegría; y me conformo con mucho menos: con que no te causen disgustoestas noticias. Pues ni eso poco me concedes: ya ves que no puedesconcederme menos... y es natural, muy natural, que lo sienta; ysintiéndolo, que te lo diga; lo cual no debe extrañarte, porque tambiéntú me querrás sincero antes que falso... ¿No es así, Nieves?... En estesupuesto, todavía tengo que decirte más, y te digo que es cierto quenunca te vi entusiasmada con tu primo; pero que también es verdad que lode ese disgustillo de que te acabo de hablar, es cosa nueva en ti: desdeque estamos en Peleches.

—Como que antes de estar en Peleches nosotros no se había tratado de suvenida.

—¿De manera que vienes a confesarme explícitamente—dijo don Alejandrovolviendo a nublársele un poco la cara—, que te disgusta la venida detu primo?

—Precisamente la venida por sí sola, no, repuso Nieves sin amilanarsecon la consecuencia sacada de sus palabras por su padre.

—Pues ¿qué es lo que te disgusta entonces?—preguntó Bermúdezseriamente interesado ya en la conversación.

Nieves, luchando con resolución contra ciertas dificultades fáciles depresumir, que hallaba en la empresa en que se había empeñado, respondió,jugueteando con la tijerita con que cortaba las hilachas del bordado enque se entretenía:

—Me disgusta... o mejor dicho, no me gusta, algo que tiene que ver, oque puede tenerlo, con la venida esa.

—Y ¿cuál es ese algo? Será cosa nueva también, como el disgusto.

—No por cierto.

—Y ¿cómo no te ha disgustado antes de ahora?

—Porque la veía más de lejos, y no me apuraba.

—Pues no te entiendo, hija mía.

Nieves pinchó con la tijera muchas veces el bordado, que ninguna culpatenía de sus apuros, y se calló; pero su padre no se satisfizo con tanpoco, y añadió a lo dicho:

—Si me hicieras el favor de explicarte... Porque el caso lo merece.

—¡Yo lo creo!—respondió Nieves sin titubear.

—Pues entonces...

—Quería yo decir—repuso ella algo a rastras—, que si esa venida nofuera más que... venir por venir... vamos, una venida como otracualquiera...

—Ya estoy—observó don Alejandro rascándose la coronilla con un dedo—.Pero eso es volver adonde estábamos antes... Lo que yo necesito es queme expliques el algo especialísimo que trae consigo esa venida.

Aquí volvió Nieves a pinchar el bordado con la tijera, y además se pusoa balancear con la otra mano el bastidor que tenía sobre las rodillas.Su padre entonces, lleno ya de alarmante curiosidad, arrimó una silla ala de su hija y se sentó pidiendo, casi por el amor de Dios, unarespuesta. Nieves le contestó, armándose de la mayor firmeza que pudo:

—Mira, papá, yo hablaría contigo de muy buena gana sobre ese asunto, ymuy despacio, porque lo merece bien, como tú has dicho; pero no meatrevo, no sé... Soy una mozuela sin experiencia y sin arte... Tengo acámi modo de ver y mis ideas...

pero nada más: en mis adentros y a solas,me lo explico y lo siento bien; y si me pongo a explicártelo a ti, temodecir lo que no debo y callarme lo que debiera decir... Es falta decostumbre...

y de valor. ¿No te parece esto muy natural?...

—Muy natural—confirmó su padre, que ya estaba en ascuas, arrimándosemás a ella—; muy natural y disculpable en una niña tan bien educadacomo tú; pero como el punto es de importancia, de muchísima importancia,y una de las cosas que con más empeño te he enseñado yo es a que teacostumbres a ver en tu padre al mejor de tus amigos, espero que has devencer enseguida esos reparos, para que acabe yo de entenderte; y si locrees necesario, hasta te lo suplico... Conque ya te escucho, hija mía.Habla, ¡habla por el amor de Dios!

Y habló de esta manera Nieves, con mayor frescura de la que ella sehabía imaginado:

—Una vez, en Sevilla, te empeñaste en saber si me interesaba mucho opoco la venida de Nacho a vivir con nosotros aquí. Fue unos días antesde ponernos en camino. ¿Te acuerdas?

—Sí que me acuerdo: adelante.

—Pero me lo preguntaste de un modo tan particular, que me aturdí. Tútomaste aquel aturdimiento mío como mejor te pareció, y así quedaron lascosas... ¿No es cierto, papá?

—Puede que lo sea... ¿Y qué más?

—Por algo que te dejaste decir entonces—continuó Nieves con vozbastante insegura, pero con bien hecha resolución—, y otras señales queyo conocía desde mucho tiempo atrás, sospeché que entre mi tía Lucreciay tú había... ciertos planes que tenían mucho que ver con la venida demi primo a España... Con franqueza, papá: ¿los había o no los había?¿los hay o no los hay a la hora presente?

Respingó sobre la silla don Alejandro al sentirse acometido tan de golpey tan de lleno por aquella pregunta, y, después de unos instantes desilencio, preguntó él, a su vez:

—Y si yo te dijera que los hay, ¿qué me responderías tú?

Sin vacilar respondió Nieves:

—Que esos planes tienen la culpa de que yo no me entusiasme con lanoticia que me has dado.

—¡Canástoles!—exclamó aquí Bermúdez, saltando otra vez sobre lasilla—. ¿así estamos ahora?

—¿Cuándo hemos estado de otro modo, papá?—repuso Nieves que pormo