Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Doña Polidora ha venido esta mañana a decirme que mi padre me llamaba, yhe corrido alegremente a su despacho, pues los momentos más felices deldía son los que paso a su lado.

Máximo estaba con él y los dos tenían un aspecto grave. En seguida meeché a temblar sin saber por qué, por instinto, solamente porque tengoel corazón como aplastado por el secreto que llevo en él y por misculpas para con mi padre. Me senté en un taburete al lado de su butaca yesperé interrogándole con la mirada.

—Es muy joven—dijo mi padre dirigiéndose a Máximo,—es una niña.

Había en sus palabras una tierna piedad que parecía abogar por mi.

Máximo respondió:

—Es joven en años, pero la creo muy adelantada para su edad.

Su voz dura me hirió tanto como la mordaz ironía de sus palabras, cuyosentido yo sólo comprendía.

Pensaba en las fatales cartas que me había visto ocultar. ¡Oh!

¡Con quéganas le hubiera arrojado al rostro la verdad! ¡Cómo le hubiera dichoque guardase sus desprecios para la que los merece! Pero la traición escosa vil y baja. Más vale callar y sufrir. Mi padre se había sonreído,sin sospechar la crueldad de Máximo.

—Querida—me dijo alegremente,—se trata de un matrimonio.

No tomes eseaspecto horrorizado, puesto que nada habrá de hacerse contra tuvoluntad. El partido que se presenta, sin ser excepcionalmentebrillante, es muy conveniente y ofrece serias garantías. Un muchachobien educado, inteligente, de conducta irreprochable... Máximo, que loconoce bien...

No pude contener una exclamación y observé a Máximo, que me estabamirando con expresión provocadora.

—Sí—continuó mi padre,—Máximo ha consentido en encargarse depresentar la demanda de su compañero de colegio, Gastón de Givors, y dehacer valer sus ventajas, que no son de desdeñar.

—Veamos las ventajas—dije fríamente, dirigiéndome a Máximo.

—Hay que saber ante todo si Gastón de Givors no la disgusta a usted.

—No lo conozco.

—Dispense usted, Elena, pero debe conocerlo, porque ha venido aquívarias veces y hasta han hablado ustedes.

—Es posible, pero no he reparado en él. Viene aquí mucha gente y elseñor de Givors se ha perdido en la multitud.

Mi padre intervino:

—Si haces un esfuerzo, verás cómo te acuerdas... Un oficial de laEscuela de Guerra, pequeño, moreno...

Y al ver que yo decía que no con la cabeza, pues no tenía recuerdoalguno ni empeño en tenerlo, Máximo dijo con maldad:

—Creo que Elena prefiere los rubios...—por alusión a Lautrec que esrubio y alto.

Aquel ataque me irritó.

—Tiene usted razón—dije,—prefiero los rubios. Puede usted decírselo asu candidato.

—¡Vamos! Elena—exclamó mi padre,—eres demasiado razonable para que tefijes, tratándose de tal cuestión, en el pelo de la bestia.

Nos echamos a reír y esto hizo menos violenta la situación.

—La cosa es seria, querida, y ya que Máximo sostiene tan mal la causade su amigo, voy a encargarme yo de hacerlo.

Mi padre empezó entonces la enumeración de las cualidades del señor deGivors, de sus ventajas de familia, de su posición y sus esperanzas.

Yo lo escuché dócilmente, pero sin disimular mi indiferencia.

Mi padre lo echó de ver y me dijo:

—No parece que te interesa gran cosa lo que te estoy contando... Setrata de ti, sin embargo... Di lo que piensas.

Máximo dijo a su vez:

—Mi pobre amigo Givors, enamorado de usted, se pone a sus pies, en mipersona, para solicitar una respuesta favorable...

¿Qué debo decirle?

—Empiece usted por felicitarlo por la elección de suembajador—respondí con una amargura que me era imposible contener.—Sime decido a ese matrimonio, será ciertamente por la intervención deusted, Máximo...

—¿Pensaría usted acaso rehusar?—dijo un poco conmovido.

Mi padre no me dejó responder.

—Espera un poco, hija mía. Mi deber me obliga a insistir en la demandadel señor de Givors, que merece gran consideración...

Si así no fuera,Máximo no se hubiera encargado de esta misión... que tan mal temple,dicho sea de paso... Pero piensa que había para ti en esa misión grandesprobabilidades de dicha...

Me volví hacia Máximo y le pregunté:

—¿Es verdad?

Él me respondió en tono poco seguro:

—¿Puede usted dudarlo?

—Entonces, ¿me aconseja usted que acepte?

—¡No!... es decir... no puedo aceptar tal responsabilidad.

Someto austed el deseo de un amigo y afirmo que no sé nada de él que no seahonroso... Pero ¿quién se ha de atrever a garantizar la perfecta armoníade las naturalezas, de los caracteres, de las almas?...

—Tiene usted miedo por él, ¿verdad?

Nuestras miradas se cruzaron y creí leer en el fondo de la suya menosdesprecio que pena.

—¿Qué respondo a Givors?—dijo por fin.

Mi padre vino en mi ayuda:

—No se puede, realmente, exigir de Elena una respuesta inmediata.Dejémosle tiempo para reflexionar...

Así están las cosas, pero yo no reflexiono, señor cura, pues estoydecidida a no casarme en este momento. Hay en mi corazón demasiadastempestades y no se debe comprometer la vida bajo la influencia de unaborrasca.

Hace poco tiempo que vivo con mi padre y quiero gozar de su presencia yde su ternura.

Así se lo he dicho, y aunque ha tratado de combatir mis argumentos, hevisto que mi decisión no lo contrariaba y que, acaso, tendría un pesaral ver disolverse ya nuestra dulce vida común.

Máximo a su hermano.

Me ocurre una cosa infinitamente desagradable.

Esta mañana encontré en mi mesa, entre otras cartas, una sin firma y deletra visiblemente desfigurada, concebida en estos términos:

«Va usted a adornar su casa con una obra de hermosa apariencia, pero queha sido ya leída y estropeada por otro.

Sépalo.»

Hace un momento me han entregado otra en caracteres de imprenta, que seexpresa con más claridad:

«Un amigo, que se interesa por usted, se cree en el deber de advertirleque está usted burlado por una coqueta. Al buen entendedor...»

La denuncia es tan formal como cobarde. Esos bajos ataques no merecenmás que desprecios y he echado al fuego los dos papeles infames...

Sin embargo, relacionándolos con las insinuaciones de esa mala peste deSofía Jansien, tienen algo de alarmante. Por lo menos prueban laexistencia, alrededor de mi pobre Luciana, de enemistades que noretroceden ante nada. Pero sé por dónde buscar esclarecimientos. Precisoserá que la Jansien me explique sus frases ambiguas y sus reticencias.

Estoy indignado, me siento infeliz, y justamente, voy, dentro de unmomento, a presentarme ante el público en el Colegio de Francia.

¡Bonita preparación para una lección de apertura! Me arde la cabeza.

El mismo día, 6 de la tarde.

No quiero cerrar esta carta sin decirte que mi lección ha salido muybien a pesar de mis disgustos y del cansancio de mi cerebro.

Una vez en mi cátedra, ante cientos de cabezas, de ojos y oídosdirigidos hacia mí, el sentimiento del deber profesional, y más aún eltemor de fracasar miserablemente, han triunfado del desorden de misideas. Me he hecho violencia, me he serenado, y he dado la carrera sinvacilar hasta saltar victoriosamente el último foso.

En cuanto entré en la sala vi, en primera fila, a Luciana con su madre,y su vista me hizo daño a pesar de la sonrisa afectuosa que medirigió... ¡Pobre muchacha! No lejos de ella estaba Sofía Jansiengesticulando y agitando un alto penacho multicolor. ¡De qué buena ganalos hubiera puesto en la puerta, a ella y su penacho!

Todos nuestros amigos estaban allí: los Marqueses de Oreve, Lacante,Kisseler, hasta el doctor Muret, que había hecho hueco entre dosconsultas para darme esa prueba de amistad. Antes de hablar los habíavisto a todos, menos a Elena, y ya la acusaba por su indiferencia cuandola vi detrás de su padre, desde donde me miraba atentamente, creyendo,sin duda, no ser vista.

Después de uno o dos minutos, empleados en colocar en la cátedra mislibros y unas cuantas notas de que me había provisto prudentemente, ydurante los cuales me esforcé por poner en orden mis ideas, empecébastante penosamente el elogio de mi predecesor, lo que no era materiafácil tratándose del pobre hombre al que sucedo. Mi triste exordio fuesaludado por unos cuantos aplausos, que más se dirigían al difunto que asu panegirista.

Desde este momento desapareció toda cortedad y, libre ya de lastrivialidades de encargo, entré valientemente en el asunto, que se mepresentó claro en la ilación lógica de sus deducciones, e hice midiscurso con esa especie de soltura del que sabe lo que quiere decir yencuentra la expresión justa para decirlo.

A la salida recibí numerosas felicitaciones de todos los amigos y demuchos desconocidos. Luciana estaba radiante y se unía a mí, muyorgullosa, como si ya le perteneciera mi éxito, y esa cándida vanidad mecomplacía, a pesar del veneno de la víbora anónima que sentía correr pormis venas. Acaso no disimulé bien, pues me pareció inquieta en elmomento de separarnos.

—Está usted cansado—me dijo,—y esta noche hablaremos mejor. Iráusted, ¿verdad?

—Trataré de ir.

Su cara se ensombreció.

—¿Qué puede impedírselo? ¿Una invitación? ¿Un placer?

—No hay placer para mí sin usted, Luciana. Esta noche iré, aunque seatarde. Quiero hablar con Lacante, que no ha podido decirme más que dospalabras a la salida de la lección. Tengo necesidad de sus consejos, desus observaciones y de su fino espíritu crítico...

Y he corrido a casa de Sofía Jansien, a la que había anunciado mivisita. Pero había salido, dejándome una excusa y citándome para mañana.

La noche me va a parecer larga. Esa mujer presiente el objeto de mivisita y retrocede todo lo posible. Preciso será que hable, sin embargo,y yo sabré obligarla.

Máximo a su hermano.

26 de noviembre.

La he visto y no ha querido decir nada, valiéndose de subterfugios yafirmando que había querido castigarme por el abandono en que la tenía yque había hecho mal de tomar en serio unas bromas que no merecían esehonor.

—¿Me afirma usted, señora, que no había en sus palabras ningún doblesentido ofensivo para mí o para mi prometida?

Sofía exclamó:

—¡Su prometida! ¿Así estamos ya? ¡Se va a divertir esa joven en la vidaconyugal si ya sospecha usted de ella!... ¡Qué chistosos son loshombres! No me haga usted responsable de sus chifladuras, querido.

—Dispénseme usted que insista, señora. Háyalo usted querido o no, haconseguido alarmarme, y le suplico de nuevo que me diga si realmente nohizo ninguna alusión desfavorable para mí o para...

—¿A usted? ¿Qué se le puede reprochar? Es usted un amable y buenmuchacho, muy loco y muy cándido.

—No sé si soy amable ni, sobre todo, si soy cándido; lo que sé es quese trata de la tranquilidad de toda mi vida. Sea usted buena y franca...No sabe usted nada que se pueda reprochar a Luciana, ¿verdad?

—Reprochar... reprochar... Siempre se puede reprochar algo...

hasta elser demasiado perfecto...

—Eso no es responder... Voy a ser más preciso: lo que se podríareprochar a una joven seria...

—¡Bah! Es usted fastidioso—exclamó con un gesto de molestia.—Esteinterrogatorio me va cansando y agotaría la paciencia de un santo... Notengo nada que decir a usted y nada le diré... ¿Qué quiere usted que yosepa de Luciana? ¡Es usted asombroso, palabra de honor! No estarácontento hasta que le diga horrores de la mujer con quien se va acasar...

—Me importa, señora, conocer esos «horrores» para desenmascarar a loscalumniadores y hacerles arrepentirse...

No hay calumniadores en esta casa, señor mío. Busque usted otro terrenopara sus hazañas de galante caballero.

La hubiera estrangulado, pues conocía que estaba mintiendo y tratando dedespistarme. Su voz y su risa sonaban a falso, y su salvaje enfado nohacía más que hundir en mi seno el aguijón de la duda... ¿De qué puedenacusar a mi pobre Luciana? ¿Qué puede saber, sin decirlo, esta horribleSofía?

Después de unos minutos de silencio, empleados en dominar mi cólera, melevanté.

—Puesto que se niega usted a hablar, acaso sabré algo más preguntandoal señor Jansien.

Sofía me miró con risueño asombro.

—¿Federico? ¿Mi marido? Es una idea original. ¡Inténtelo usted, amigo,inténtelo!...

Tiró de la campanilla y dijo al criado:

—Ruegue usted al señor que baje al salón.

Momentos después me vi entrar un hombre gordo, subido de color, cabellogris, bigote recio, anchas manos colgando de unos brazos rígidos yaspecto general de mozo de carga. Era el antiguo mayordomo delplantador; el feliz esposo de la abominable Sofía, que me presentódiciéndole que tenía que hacerle unas preguntas.

Vi que con tal personaje no hacían falta precauciones oratorias, y ledije:

—Tengo, caballero, que pedir a usted unos informes confidenciales,referentes a un matrimonio...

—¿Un matrimonio?... Bueno... bien...

—Se refieren a personas a quienes la señora de Jansien favorece con subenevolencia.

—¿Mi mujer?... La señora de Jansien favorece...

—La señora de Grevillois y su hija Luciana.

El hombre abrió los ojos con asombro.

—¿Grevillois? ¿Luciana? No las conozco...

Yo insistí:

—Su señora de usted recibe a esas personas, y creí...

—Pregunte usted a mi mujer... Yo no sé nada. Yo tengo mis amigos y ellalos suyos... Cada cual sus gustos... Ella está contenta y yo también.

Vi que no sacaría nada de aquel zopenco y me marché, perseguido por larisa violenta de Sofía Jansien... ¡Con qué gusto la hubieraestrangulado!

En el momento en que yo salía, me llamó:

—Veo, caballero, que me guarda usted rencor, y hace mal...

En casoscomo el de usted, sólo los amigos están obligados a responder... y aellos hay que dirigirse cuando se quiere saber alguna cosa... ¿Por quépreguntar a los que no tienen el honor de ser de ese número?

Saludé sin responder y me fui a mi casa, donde encontré otro anónimocomo los anteriores y que los siguió a la chimenea.

¿Qué enemigos de mi dicha se ocultan así en la sombra? ¿Qué bajasenvidias ha excitado contra ella la pobre Luciana? No puedo sospechar deSofía Jansien. Por mucho rencor y antipatía que tenga contra ella, nopuedo creerla capaz de acciones tan bajas y despreciables...

Y, por otra parte, no puedo casarme llevando en el corazón una dudainsultante contra la que va a ser mi mujer.